A Julie se le revolvió el estómago. Con el alivio que le había supuesto dejar atrás el balanceo permanente de la travesía del Atlántico, y ahora, por la mañana, Karl la hacía subir de nuevo a una barca. Y no es solo que el bote fuera pequeño, sino que además se mecía en el río de forma mucho más peligrosa que un barco grande en el mar. Julie observó con cierto pesar cómo se iba alejando la ciudad.
El viaje duraría varias horas. Con la marea alta, según pudo saber, porque el mejor momento para navegar era cuando la marea impulsaba los barcos hacia el río. Sobre la popa del barco se elevaba una especie de lona que servía de refugio para protegerse del sol y la lluvia y donde uno podía sentarse en unos colchones y cojines. Esos botes con toldo de lona llamados Tentboote eran el único medio de transporte que existía fuera de la ciudad.
Julie enseguida empezó a echar de menos poder levantarse para estirar las piernas, pero con el balanceo de la embarcación se hacía imposible. Intentaba cambiar las piernas de posición cada poco tiempo, pero pronto empezó a dolerle todo el cuerpo. Karl se había tendido a su lado y llevaba ya un buen rato roncando. En las márgenes crecía la frondosa selva tropical, de vez en cuando se divisaba alguna plantación. El río era tan ancho que, aparte de los edificios, no llegaba a distinguirse nada.
En el centro de la embarcación, viajaban Aiku y los dos muchachos negros que remaban sin descanso. De vez en cuando, murmuraban entre sí por lo bajo. Julie observaba cómo sus fuertes músculos pugnaban contra el agua y, sin embargo, en su piel brillante y negra como el azabache no se atisbaba el menor asomo de sudor. Julie, en cambio, se sentía todo el tiempo empapada. La ropa se le pegaba al cuerpo y el cabello le caía sobre la nuca como una asfixiante bufanda de lana.
En un momento dado, Julie hizo ademán de meter la mano en el agua para refrescarse un poco, pero Aiku se volvió hacia ella enseguida y sacudió la cabeza para indicarle que no lo hiciera.
Asustada, Julie apartó la mano del agua. ¿Acaso había animales peligrosos en el río?
Paseó la mirada por el equipaje, que se hallaba situado entre los bancos de remo de los muchachos y ella, y se detuvo en la proa, donde viajaba Kiri acurrucada.
«Mi esclava…», pensó Julie para sí, a quien la palabra «esclava» todavía la incomodaba. Le parecía que poseía una resonancia desagradable, violenta. Y, después de lo que había visto en ese país hasta ese momento, lo cierto era que los blancos no se portaban demasiado bien con sus esclavos.
Con lo que había visto en la ciudad le había parecido suficiente. Los negros no eran más que animales de carga de dos patas que debían seguir a su dueño como perros y estar dispuestos a servirle en cualquier circunstancia posible. Julie se preguntó con asombro por qué había esclavos en una colonia de los Países Bajos si allí la esclavitud llevaba cuarenta y cinco años abolida. Suponía que tendría algo que ver con la mano de obra y el estilo de vida que predominaba allí. Además…, ¿quién iba a interesarse en Europa por unos cuantos negros que habitaban en el fin del mundo? Mientras las damas refinadas dispusieran de su café, su azúcar y su fino algodón, lo demás les importaba bien poco.
Karl se había expresado en más de una ocasión con aspereza y, desde luego, en ningún caso había mostrado compasión alguna por aquella gente.
—Los negros en general son vagos, estúpidos e insidiosos. Hay que mantenerlos siempre a raya, si no, se te suben a las barbas.
Julie le había replicado indignada que los negros también eran personas, a lo que Karl le había respondido irritado:
—¿Eso lo has aprendido del descarado de tu primo?
De ahí en adelante, Julie evitó el tema para no discutir.
Desde su llegada a Surinam, Karl se había entregado a la cómoda vida colonial, lo que significaba que evitaba cualquier tarea que no fuese imprescindible hacer, para eso estaban los esclavos.
—Tu Kiri aprenderá todo eso rápidamente en la plantación, allí hay mujeres con experiencia que la guiarán —había dicho Karl.
Julie, en cambio, no estaba segura de que fuera eso lo que quería. Hasta ahora se las había arreglado bien sola. Por supuesto, la vida con personal de servicio era agradable, pero ¿tal y como lo hacían allí?
Ya en el barco había oído comentar a las otras mujeres que lo normal era que las esclavas ayudaran a sus dueñas a lavarse y vestirse. Pedirle a una esclava que le cerrase el vestido y que la ayudara a peinarse entraba dentro de lo que a Julie le parecía lógico, pero ¿traspasarle a una esclava las tareas de su aseo íntimo?
En ese instante, miró a Kiri con preocupación. ¿Y si no le había hecho ningún favor a la muchacha al elegirla? ¿Qué significaría ahora para Julie ser simplemente «una misi»? ¿Qué tareas le asignarían? En un momento dado, los muchachos elevaron el tono y Karl se revolvió. Estaban llegando a la plantación. En un principio, Julie no distinguía gran cosa, ya que la verde espesura tapaba la vista. Pero un poco más tarde, ya junto a la orilla, la vegetación reveló una llanura. Y allí había un jardín. No, un pequeño parque con setos bajos, arbustos floridos y altos árboles. Por desgracia, la vista no duró mucho, ya que el terraplén de la orilla era cada vez más elevado. Julie estaba impaciente. ¿Era Rozenburg? ¿Habían llegado ya a su futura casa?
Julie bajó emocionada del barco, con los músculos agarrotados, y siguió a Karl por un estrecho sendero que discurría por el terraplén. El panorama que se divisaba desde lo más alto compensó de inmediato la incómoda travesía.
—Bienvenida a Rozenburg. —El rostro de Karl traslucía orgullo y satisfacción.
Julie estaba verdaderamente impresionada. Al final de aquel jardín cercado por árboles en el que crecían grupos de arbustos bajos y exuberantes plantas con flores, se elevaba la casa de la plantación. La señorial mansión era una construcción blanca con entramado de madera y postigos verdes en las ventanas. Se elevaba sobre una base de piedra que tal vez servía para proteger la casa de las crecidas del río. En la fachada delantera, había un gran porche al que se accedía por una escalera central. Sobre el porche sobresalía un balcón considerablemente más grande que el de la casa de la ciudad. Julie no salía de su asombro. Allí la palabra «señorial» adquiría pleno sentido. Un sendero flanqueado por naranjos y limoneros surcaba el jardín hasta la casa.
Su llegada no había pasado inadvertida. Apenas habían dado los primeros pasos en dirección a la entrada cuando salieron los primeros esclavos a recibirlos. Para dar la bienvenida al masra, entonaron una canción. Karl saludó con un breve asentimiento al grupo de negros y prosiguió el camino hacia la casa antes de que ellos acabaran la canción. A Julie le decepcionó que Karl despreciase de ese modo el esfuerzo de aquellas personas. Ella permaneció unos instantes frente al comité de bienvenida hasta que el canto concluyó. Inclinó la cabeza sonriendo hacia los cantantes, pero hubo de apresurarse para alcanzar a Karl, que ya se encontraba frente a la casa.
Al acercarse a la puerta, Julie se llevó un susto tremendo cuando, con un gran revoloteo, le salió al paso un inmenso papagayo verde que se posó a su lado en el suelo. El animal comenzó a caminar con la cabeza torcida alrededor de las piernas de Julie y alzó la vista para mirarla.
Karl se volvió y miró al pájaro con gesto de desconcierto. Luego se acercó a él y lo apartó con el pie, ante lo cual el pájaro reaccionó con un cacareo nervioso y abriendo las alas y el pico en una actitud amenazante.
—No le hagas caso, no hace nada —murmuró Karl antes de dirigirse a la puerta y desaparecer en el interior de la casa.
Julie intentó poner las piernas fuera del alcance del animal y dio un rodeo para evitarlo. Cuando Karl se alejó, el pájaro se tranquilizó y siguió a Julie hacia la casa cabeceando con un gracioso contoneo.
Frente al porche se habían reunido algunos esclavos curiosos. De pronto, con gran estruendo, se abrió una puerta del porche y una negra fornida se asomó a la balaustrada gritando:
—¿Es que no tenéis nada mejor que hacer? ¡Aiku! Mete el equipaje en la casa —gritó con aspereza en dirección a los esclavos, que inmediatamente abandonaron el vestíbulo.
La mujer se quedó un instante mirando a Kiri, que estaba de pie frente a la casa sin saber qué hacer, y le indicó que siguiera a los demás esclavos. Después se dirigió a Julie, que se había detenido en la puerta.
—Misi —dijo en tono servicial mientras le abría la puerta.
De nuevo, Julie se encontraba en un pequeño vestíbulo del que salían puertas a izquierda y derecha. De frente, arrancaba una escalera hacia el piso de arriba. Julie estaba desbordada. Nunca había imaginado que viviría en una casa de estilo casi europeo. En las paredes lucían espejos con marcos dorados y sobre los aparadores de madera oscura colgaban numerosos cuadros.
—Juliette, ¿vienes? —Karl apareció por una de las puertas de la izquierda. Ella desvió la mirada de las paredes y lo siguió hacia un acogedor salón.
—Siéntate, Juliette. —Karl se acomodó en uno de los sillones. Atendiendo a su llamada, de inmediato apareció en la puerta la misma esclava que antes se había asomado al porche. Era una mujer mayor, tenía un rostro ancho con la nariz aplastada, unas formas redondeadas y femeninas, la piel muy oscura y un brillo despierto en los ojos. Julie sintió enseguida un enorme respeto hacia esa imponente mujer.
—Amru, esta es misi Juliette, mi nueva esposa. Disponlo todo para la cena, tenemos hambre. Mañana le enseñarás la casa y la plantación. —La esclava asintió.
Después de cenar, Karl se disculpó alegando que todavía tenía que ocuparse de unos asuntos en su despacho. Antes de retirarse, ordenó a Amru que preparase el dormitorio de Julie.
—Mientras tanto, puedes esperar en el porche, Juliette. Amru te llevará a tu habitación en cuanto esté todo listo.
Julie se desplomó sobre una de las sillas del porche delantero absolutamente agotada. Desde allí tenía una fantástica vista del río, que, bajo la luz crepuscular, parecía de un negro muy oscuro. El aire era algo mejor que en la ciudad, aunque también el bochorno caía lentamente con el declinar del día. Sobre los arbustos que crecían frente a la casa revoloteaban unas mariposas. Julie no daba crédito a lo grandes que eran. Todo en aquel país parecía más próspero, exuberante y grande que en Europa.
De pronto, Julie pegó un respingo: el papagayo verde había vuelto a aparecer con un gran revuelo. Se posó sobre la barandilla del porche, compuso una elegante postura y escudriñó a Julie desde todos los ángulos.
Julie le tenía cierto miedo al animal, pero se sintió aliviada al ver que el pájaro no hacía ningún ademán de atacarla. Lo examinó con detenimiento. Las plumas mostraban irisaciones y brillos verdes y sus ojos despiertos y descarados parecían escudriñarla con avidez. De cuando en cuando, abría el pico, pero no emitía ningún ruido. Era un animal hermoso.
—Eh, ¿qué te pasa? —dijo Julie por lo bajo. El pájaro se quedó inmóvil y después empezó a menear la cabeza como si asintiera. Julie sonrió. Al menos los animales la recibían amigablemente.
Por una puerta lateral apareció Amru y asomó la cabeza.
—Misi, su habitación está lista.
La mujer negra también miró al pájaro con desconcierto.
—¡Nico! —gritó escandalizada, luego sacudió la cabeza, murmuró algo incomprensible y le indicó a Julie que entrase en la casa.
Julie se levantó para seguir a la mujer, pero esta le impidió que entrase por la puerta por la que ella había salido.
—¡No! —le dijo sacudiendo la cabeza y sonriendo a medias—. Esclavos aquí —indicó señalando la puerta de la derecha—, misi por esa puerta —y le abrió a Julie la de la derecha.
Aquello irritó a Julie. De modo que había dos entradas a la casa, y una de ellas estaba reservada a los blancos. Todo ese asunto se le antojaba demasiado complicado.
Amru la guio al piso de arriba. En el pasillo que había a la izquierda de las escaleras se abrían cuatro puertas. Amru pasó por delante de la primera y dijo brevemente señalando la puerta de la izquierda:
—Masra Karl. —Después se detuvo delante de la segunda y añadió—: Misi Juliette, por favor…
Julie entró en la habitación. Era una estancia luminosa, la mitad del espacio estaba ocupado por una cama inmensa, situada a la derecha. En la pared izquierda, Julie advirtió una puerta que probablemente condujera al dormitorio adyacente donde dormía «el masra Karl». Rápidamente, intentó desterrar el desagradable pensamiento que le vino a la cabeza al ver esa puerta. Seguro que Karl… Julie se acercó al ventanal. Desde allí, la vista del río era mejor aún que desde el porche. Julie hizo un leve gesto con la cabeza para despedir a la esclava.
—Amru, ya me las arreglaré yo sola.
Julie estaba totalmente exhausta, el viaje había sido agotador. No obstante, no pudo dedicarse a descansar hasta pasado un rato. Primero, Amru le llevó una jarra de agua fresca a la habitación; luego, apareció un poco más tarde con el pequeño cuenco humeante contra los mosquitos.
Después de eso, Amru se quedó de pie junto a Julie. Esta no sabía muy bien qué esperaba la esclava que hiciera, hasta que al fin le señaló el vestido. Rápidamente, Julie le dijo que no con la cabeza.
—No, ya me desvisto yo sola. Puedes irte, Amru.
La esclava se encogió de hombros y abandonó la habitación. Julie respiró hondo, aliviada. Aunque en aquel país fuese normal, ella habría pasado un apuro tremendo si hubiese tenido que desvestirse delante de una mujer desconocida.
Mientras se quitaba la ropa y se lavaba, no podía dejar de echar miradas de reojo a la puerta lateral. En la ciudad, Karl no la había buscado ninguna noche. Pero ¿y si allí volvía a querer…? Le recorrió un escalofrío por la espalda.
A pesar de sus temores, aquella noche Karl no fue a visitarla, cosa que para Julie supuso un alivio enorme. Cuando, a la mañana siguiente, bajó a la planta, él ya se había marchado.
—Masra Karl se ha ido a los campos —anunció Amru mientras le servía el café.
Después del desayuno, Amru le enseñó la plantación a Julie. Delante de la casa estaba Kiri, junto al papagayo de la noche anterior, esperando a su nueva dueña. La pequeña esclava tenía ropa nueva, pero seguía ofreciendo un aspecto desmejorado de cansancio. A Julie le remordió la conciencia por no haberse ocupado de ella la noche anterior. ¿Dónde habría dormido la criatura? La muchacha avanzaba en silencio, aunque atenta y vigilante, detrás de las dos mujeres adultas. Ella también tenía que familiarizarse con su nuevo hogar.
De la parte delantera de la casa arrancaba un paseo de naranjos que rodeaba el edificio. Los árboles estaban cargados de frutas exuberantes y despedían un olor dulce. En la parte posterior de la casa también había un porche y, sobre él, una galería abierta a la que se accedía por una escalera de madera; probablemente, se trataba del acceso de los esclavos a la planta superior. Al ver la multitud de objetos de uso cotidiano que llenaban el porche, Julie concluyó que últimamente se le había dado un uso más doméstico. Sobre los colchones que se encontraban tendidos en el suelo, había dos muchachas sentadas que removían unos calderos. Ambas saludaron a la misi con cortesía. Julie les devolvió amablemente el saludo.
Julie se asombró al ver la gigantesca extensión de terreno que se encontraba tras la casa principal. Donde en Europa habría habido unos simples parterres, allí se extendía una vasta explotación. De la escalera del porche arrancaba un camino recto entre parterres florecidos que a Julie casi le recordaban al jardín de un monasterio. Allí había toda suerte de plantas y árboles repletos de frutos. Amru señaló algunas plantas concretas y las llamó por su nombre: «piña, mango, platanero y naranjo». A Julie no le sirvió de gran cosa esa información. Salvo las naranjas, no conocía ninguna de las frutas. ¿Lograría acordarse de todo? La elección era más que abundante.
A la izquierda había una casa que parecía una copia en miniatura de la construcción principal. Amru le explicó que allí había más habitaciones de invitados. En el edificio de enfrente se encontraba la cocina, pero cuando hacía buen tiempo se utilizaban los fogones del porche trasero. Justo frente a la cocina había un almacén grande donde la temperatura era fresca y agradable; sobre su tejado caía la sombra de un árbol enorme. Cuando a Julie se le acostumbraron los ojos a la penumbra del interior, advirtió que los estantes de la despensa estaban bien surtidos.
Junto a la cocina había unas cuadras; en uno de sus laterales se hallaba el corral, donde merodeaban varios animales. Julie vio unos cuantos cerdos, gallinas y algunas aves parecidas a estas. Pegado al corral, se hallaba el establo donde Karl guardaba los caballos. Dos yeguas marrones pastaban a la sombra de unos arbustos. A través del cercado, Julie acarició con delicadeza los suaves ollares de una de ellas. Tiempo atrás, cuando iba con Sofia a visitar a su familia, había montado a caballo. Sofia, que tenía mucha experiencia como amazona, solía hacerle correcciones —«Juliette, el tronco más recto, deja las manos quietas»—, pero pese a eso Julie disfrutaba a lo loco. ¿Podría montar a alguno de esos caballos algún día? La voluminosa panza de las yeguas permitía presagiar que estaban preñadas. No había ningún semental a la vista. Seguramente, Karl se lo habría llevado a pasear. Frente al establo había un negro puliendo una cabezada de cuero. Al ver a las mujeres, se levantó de un salto y se quitó el sombrero.
Amru, que había mantenido una expresión seria durante todo el recorrido, en ese momento esbozó una sonrisa.
—Misi Juliette, ese es mi marido, Jenk. Él se encarga de cuidar de los caballos y los otros animales.
Jenk era una cabeza más bajo que Amru y la fugaz mirada de complicidad que lanzó a su mujer reflejaba verdadero amor. Las acompañó durante un trecho.
En el establo de al lado, entre algunos bueyes vigorosos, había seis mulos. Julie había oído decir que esos animales eran humildes y muy eficientes para trabajar. No obstante, a ella le pareció que, con aquellas orejas inmensas, tenían un aspecto un tanto ridículo.
—Esos son buenos animales, animales fuertes —confirmó Jenk.
Más allá de las cuadras, a ambos lados del camino, se elevaban más edificaciones domésticas. Julie vio que una de ellas acogía una carpintería y otra un espacio donde fabricaban toneles; no consiguió averiguar la función que cumplían los otros talleres. Detrás de esas construcciones tomaron otro camino que las condujo hasta un molino de azúcar. Aunque en ese momento estaba parado, Amru le explicó que no quedaba mucho para la siguiente cosecha. La época de la cosecha venía marcada por los ciclos de la luna y por las mareas vivas del río. Julie no conseguía seguir del todo las explicaciones de Amru, no tanto porque le resultara difícil comprender el lenguaje de los esclavos, sino porque no tenía conocimiento alguno sobre el cultivo del azúcar.
Julie se asomó con curiosidad a la espaciosa y sombría construcción. Dentro había diversas máquinas, barriles y cubas enormes, y se respiraba un ligero y dulce olor a quemado.
De detrás del molino salía un arroyo que procedía directamente del río. El molino funcionaba gracias a él, le explicó Amru. El agua era turbia y verdosa. Cuando Julie se acercó a la orilla, algunos pajarillos echaron a volar asustados, lo cual provocó el fuerte aleteo y el consiguiente chillido del papagayo, que las seguía caminando con un torpe contoneo. Julie y Kiri se sobresaltaron al mismo tiempo, lo que llevó de nuevo a Amru a soltar una carcajada. Julie se quedó mirando a la esclava con intriga. Empezaba a sentirse cómoda en su presencia; fuera de la casa Amru parecía menos rígida y sus maneras traslucían serenidad y afecto. Julie empezaba a tomarle cariño.
Regresaron por el camino hasta el corral y se dirigieron desde allí a unas cabañas de madera. Amru le explicó que allí vivían los guardas. Julie se asustó al oír el feroz ladrido de un perro procedente de una de las cabañas y, por un momento, Amru y Kiri se sobrecogieron también. Rápidamente, Amru condujo a Julie de puntillas hasta un edificio más grande compuesto solo de un techado y unos postes. Se trataba de la casa comunitaria de los esclavos.
Julie no vio que hubiese bancos ni sillas, pero por el suelo había repartidos varios colchones. No se hacía una idea de cuántos esclavos trabajaban y vivían en la plantación, pero cuando atravesaron el seto que había tras la casa comunitaria le quedó claro que el número debía de ser elevado. Tras esa valla natural, apareció una auténtica aldea. Infinidad de cabañas se levantaban a ambos lados del camino; las gallinas merodeaban por allí; a las puertas de las cabañas, había perros esqueléticos amarrados a postes. Todas las casas eran construcciones sencillas con las paredes hechas de madera trenzada y cubierta con grandes palmas. Los tejados parecían estar fabricados también a base de palmas. En la parte frontal, había una zona abierta con una hoguera. En todo el pueblo se respiraba un enorme ajetreo. Se oían voces aquí y allá, alguien cantaba, una mujer llamaba a un niño, un niño lloraba, otros reían. Delante de algunas cabañas, había mujeres limpiando calderos o entretejiendo grandes cestos. La mayoría llevaba un bebé sujeto a la cadera o a la espalda con un pañuelo, algunos niños correteaban medio desnudos en torno a sus madres.
Al ver a Julie, toda la aldea enmudeció. Julie se sobrecogió ante el repentino silencio y le dio la sensación de que molestaba. Las mujeres se pusieron de pie enseguida con actitud servicial y saludaron a la misi mirando al suelo, aunque observándola por el rabillo del ojo. Julie saludó a las mujeres con amabilidad, ya que definitivamente se había propuesto mostrarse simpática con los esclavos. Eso hizo sonreír a Amru y Julie por un momento tuvo la impresión de que tal vez había hecho algo mal. Con una señal, indicó a las mujeres que continuaran con su trabajo o reanudaran las tareas que habían emprendido.
Julie se dirigió a Kiri, que hasta ese momento las había seguido en silencio durante el recorrido.
—Kiri, ¿a ti también te han dado una cabaña?
La muchacha asintió tímidamente.
—¿Me la enseñas? —Julie esperaba poder romper pronto el hielo entre ella y su esclava, porque al fin y al cabo… iban a pasar juntas mucho tiempo.
Kiri se adelantó unos metros y se detuvo frente a la puerta de una vieja cabaña agujereada y desvencijada.
—¡Oh! —exclamó Julie—. El tejado es…, bueno…, ¿es fiable?
Amru rodeó a Kiri con el brazo y estrechó a la muchacha contra sí. Luego, dirigiéndose a Julie, le aclaró:
—Misi, los hombres ayudarán a Kiri a reparar la cabaña. No había ninguna otra libre, misi.
Julie asintió y se propuso estar atenta durante los días siguientes para cerciorarse de que el refugio de Kiri estuviera en condiciones. En el fondo, ella era, en parte, responsable del bienestar de la muchacha.
Todo aquello sorprendía mucho a Julie. No advertía por ningún sitio señal alguna de que esas personas fueran sucias, holgazanas o salvajes. Todo allí era sencillo, pero estaba limpio y ordenado.
Detrás de las cabañas había una gran extensión de campos de cultivo. Prosiguieron el camino junto a un arroyo que, en esta ocasión, se cruzaba por un ancho puente de madera.
Amru se detuvo y señaló hacia el horizonte.
—Los campos de caña de azúcar.
Julie no tenía ninguna idea sobre la extensión exacta de la plantación, pero al intentar seguir con la vista el camino que surcaba los campos no vio el final. Hasta ese momento, Julie tenía una idea muy vaga de lo que era un campo de caña, en ese momento le habría gustado entrar en las plantaciones y tal vez incluso ver cómo se trabajaba allí. Pero Amru la condujo de vuelta a la casa, donde continuó con el recorrido.
En esta ocasión, accedieron a la casa por la escalera del porche posterior. Las dos muchachas que continuaban ocupadas con los calderos enmudecieron y Nico, el papagayo, se posó sobre la barandilla de madera y meneó unas cuantas veces la cabeza.
—Nico Zucker —dijo de pronto alto y claro.
Julie se volvió hacia el pájaro con estupor.
—¡El pájaro habla!
Había oído hablar sobre los pájaros parlantes, pero tenerlo ahí delante y ver con sus propios ojos que se expresaba igual que una persona le pareció fascinante.
Las muchachas negras se echaron a reír.
—No habla con cualquiera, misi —respondió Amru entre risas. Después, la esclava se quedó mirando al animal con gesto pensativo.
—Hacía mucho tiempo que no veíamos a Nico —dijo por lo bajo. Parecía ensimismada en sus pensamientos.
También en el porche trasero había dos puertas. Julie entró en un pequeño pasillo y Amru, seguida de Kiri, atravesó la puerta de la izquierda después de señalarle a Julie la de la derecha. Al otro lado, Julie encontró otro salón.
—La habitación de la misi —le explicó Amru.
Era un salón de peluquería. Julie miró a su alrededor abrumada. Los muebles estaban tapizados con delicados tejidos estampados de flores; la mesa y la cómoda, cubiertas con unas mantas de ganchillo con filigranas y, en una de las paredes, había un anaquel con unos cuantos libros. De nuevo, tuvo esa sensación de ser una invitada en casa de otra mujer. Una mujer que acabara de salir de aquella habitación. Intentó hacer de tripas corazón. ¡Ahora era ella la mujer de la casa!
En el salón femenino había una puerta que conducía de nuevo al vestíbulo. Amru señaló otra puerta que se abría a la derecha.
—El despacho de trabajo del masra Karl —dijo, aunque no hizo ademán de abrirla.
La siguiente habitación Julie ya la conocía. Era el «salón de los invitados», como lo había llamado Amru.
En el lado opuesto se encontraba el comedor. Las habitaciones de atrás debían de pertenecer a la parte de las cocinas y el servicio. Amru se encaminó hacia las escaleras y empezó a subir hacia el ala derecha. También allí había un pasillo con cuatro puertas. Amru señaló a la izquierda:
—Las habitaciones de misi Martina. —Y después hacia la derecha—: Y las de invitados.
Por encima de la galería, a mano izquierda, las escaleras conducían a un pasillo donde se hallaba el dormitorio de Julie. Amru se dirigió hacia la segunda puerta de la derecha y llevó a Julie hasta un cuarto de aseo con ¡una tina de baño! Julie se llevó una gran alegría. Hasta ese instante había echado de menos tener un lugar en el que lavarse. Otra de las puertas conducía del cuarto de baño a la escalera exterior, por la que se descendía al porche trasero.
—Cuando misi Juliette quiera tomar un baño, le subiremos el agua por aquí. —En ese momento Amru lanzó a Kiri, que todavía la seguía como si fuese su sombra, una elocuente mirada a la que la muchacha asintió con obediencia.
Al desandar el camino, Julie se detuvo ante la puerta del pasillo que todavía no habían abierto. Amru miró a Julie y a Kiri con expresión misteriosa y le dijo:
—Misi, la entrada a esa habitación está prohibida para todos. Lo ha dicho el masra Karl.
Julie arrugó la frente. ¿Prohibida? ¿Y eso por qué?
Antes de que tuviera oportunidad de preguntárselo a Amru, la esclava se apresuró a cambiar de tema:
—¿Le apetece a la misi tomar un refresco en el porche principal? —Y acto seguido, dirigiéndose a Kiri, agregó—: Kiri, ve y llena de agua la palangana de la habitación de la misi.
Al parecer, el recorrido había concluido.
Esa visita guiada pronto se reveló como el momento álgido de la primera semana de Julie en Rozenburg.
Para Julie, los días en la plantación transcurrían rápido a causa de la monótona regularidad. Por las mañanas, Karl se marchaba a la plantación antes de desayunar. Iba acompañado siempre de Aiku. Todas las mañanas, el esclavo se deslizaba silenciosamente por el pasillo para que, cuando el señor se levantara, todo estuviera a su gusto. Al cabo de pocos días, Julie aprendió a distinguir los pasos de los distintos esclavos. Era siempre un ligero bisbiseo de los pies descalzos: Aiku tenía una zancada grande, Amru daba pasos más bien cortos y Kiri tenía un caminar liviano y rápido.
Después de la ronda de vigilancia a caballo por los campos, Karl solía regresar a casa y desayunar con Julie, aunque mientras tanto leía el periódico. La prensa nunca era del día, ya que solía llevársela una vez a la semana un comerciante que llegaba hasta allí en bote, pero Karl la hojeaba con gran interés y cada día escogía una edición.
Después de desayunar, se sentaba en el despacho. Los guardas y los capataces, los basyas, que por lo general eran mestizos, pasaban por allí a informarlo y darle el parte de los trabajos que aún quedaban por hacer hasta el pequeño almuerzo de mediodía. A esa hora las temperaturas alcanzaban unas cotas absolutamente insoportables. El descanso duraba hasta primera hora de la tarde. Antes del receso, Karl acostumbraba a tomarse un dram, un fuerte licor de azúcar de caña quemado, y comenzaba la jornada de la tarde con otra copa de esta misma bebida, antes de hacer la comida fuerte del día. Aiku sabía de las preferencias de su dueño y siempre lo esperaba con la bandeja preparada.
De Julie no se ocupaba nadie. Día tras día se sentaba a la mesa con la esperanza de que Karl se dignase intercambiar algunas palabras con ella.
De algún modo, se había imaginado que su futuro sería diferente. Más emocionante, más activo. Había soñado con que Karl la integrase en la vida de la plantación o le atribuyese algunas tareas de la casa. Pero no sucedió nada similar.
Un día, Julie advirtió que en la casa había mucho ajetreo y que en el ambiente se respiraba cierta tensión, así que, intrigada, le preguntó a la esclava qué ocurría.
—Hoy comienza la cosecha, misi —le explicó Amru.
Julie se alegró de que por fin se produjera algún cambio. Rápidamente, fue a cambiarse de ropa. En casa solía llevar un vestido ligero, pero en teoría esa no era una vestimenta adecuada para salir a la calle. Justo cuando iba a salir de casa para ir al molino a ver la zafra por primera vez, Karl se interpuso en su camino.
—¿Adónde quieres ir?
—Pensaba que… tal vez podía ir al molino —dijo Julie por lo bajo.
En un instante, Karl le arrebató todas sus ilusiones.
—¡Allí no hay nada que ver! Durante la cosecha, te quedarás en casa. Allí lo único que harías es molestar. Además, es peligroso.
—Pero si yo solo quería ver —insistió Julie con cierta inseguridad.
—¡He dicho que a casa, Juliette! —La orden de Karl no daba pie a oponer resistencia alguna. Julie volvió a entrar en la mansión de mala gana.
Se aburría. ¿En qué ocupaban el día las mujeres que vivían en las plantaciones? Al cabo de pocos días ya estaba más que descansada e incluso se había acostumbrado bastante al clima. Salvo por los esclavos, apenas había movimiento en todo el día. En casa, Julie no tenía nada que hacer. A menudo se preguntaba si verdaderamente la habían aceptado como misi y no acababa de saber qué era lo que se esperaba de ella. Si al menos Karl le hubiera explicado qué tareas debía asumir… Aquella casa llevaba años funcionando sin una misi, Amru lo tenía todo bajo control y no había razón alguna para que Julie interfiriese en las labores de la esclava.
El aburrimiento de Julie era tal que incluso estaba deseosa de que Martina regresara de la ciudad. Aunque el primer encuentro con ella no había resultado del todo prometedor, Julie esperaba que, tal vez, en la plantación las cosas serían más fáciles. Además, allí Martina también tenía que aburrirse.
Por pura necesidad, a los pocos días, Julie empezó a hablar con Nico. El animal parecía encantado. Cada vez que Julie salía de la casa, aparecía y la seguía allá donde fuera.
Igual que Kiri. Con el tiempo, a la muchacha se la veía más descansada, tenía una expresión más alegre y seguía con atención todos los movimientos de Julie por la casa. Amru le había dado órdenes de estar siempre a disposición de Julie por si la misi necesitaba alguna cosa. Sin embargo, Kiri acababa pasándose las horas sin nada que hacer mientras su misi trataba de distraerse de la monótona rutina. Al cabo de unos días, Kiri ya sabía cómo le gustaba llevar el pelo a Julie, qué ropa prefería y cuándo deseaba beber alguna cosa. Poco a poco, Julie había empezado a asignarle pequeñas tareas porque le daba lástima que la muchacha estuviera todo el día a su disposición. Para Julie era extraño sentirse tan sola sin llegar a estarlo nunca del todo.