Los primeros pasos de Julie en el nuevo país fueron vacilantes e inseguros. Cuando, a última hora de la tarde, pisó por fin tierra firme, a su cuerpo no le resultó fácil acostumbrarse a la nueva situación. Seguía bamboleándose, como hacía sobre el mar, de forma que tenía que concentrar toda su atención en mantener los pies más o menos juntos. Karl, que en apariencia no tenía ese problema, avanzaba por el embarcadero con paso presuroso.
Julie se sintió aliviada cuando, de pronto, vio aparecer a Aiku a su lado. El esclavo parecía haber sobrevivido al viaje sin mayores consecuencias, iba vestido, aunque ligero de ropa, y le lanzó una fugaz mirada a Julie al inclinarse para llevarle su pequeña bolsa de viaje. En sus ojos podía apreciarse el agradecimiento.
Pero fue un instante muy breve y enseguida se situó un par de pasos por detrás de ella.
—Muchacha, le deseo toda la suerte del mundo —exclamó Wilma antes de acercarse un instante a darle un abrazo—. Si algún día viene a la ciudad, avíseme, ¿de acuerdo?
—Wilma…, ¡muchas gracias por todo! —A Julie le dolía tener que despedirse de Wilma. Le había tomado mucho cariño. La sincera preocupación de aquella mujer por su bienestar durante la travesía la había conmovido.
También Erika se acercó a despedirse. En su rostro podía leerse cómo se sentía.
—No sé si nos quedaremos en la ciudad, pero tal vez volvamos a vernos… en mejores circunstancias. ¡Le deseo mucha suerte en su nueva vida! Aiku, ¡cuide bien de Juliette!
El esclavo asintió con un elocuente gesto de cabeza y posó la mano derecha sobre el corazón, al tiempo que se inclinaba ligeramente hacia delante. Erika sonrió antes de abrazar a Julie y salir corriendo tras su grupo, que ya se alejaba del puerto. Julie estaba al borde de las lágrimas. ¿Qué perspectiva tenía ahora en un país extranjero y con un hombre que la había comprado como…, como…?
Julie siguió a Aiku con gran desaliento. Mucho más adelante, en medio de la multitud, distinguió a Karl. ¿No podía esperarla, al menos?
Cuando al fin logró alcanzarlo, él estaba indicándoles a dos corpulentos mozos negros que fuesen a recoger el equipaje.
—Mi nueva esposa —anunció Karl señalando a Julie.
—Misi.
Julie creyó advertir por un instante cierta curiosidad en los ojos de los muchachos, que rápidamente agacharon la mirada y se marcharon al barco a buscar el equipaje. Karl llamó uno de los coches que aguardaban en un lado de la calle y ayudó a Julie a subir.
Al cabo de largo rato, el coche emprendió lentamente la marcha por la calle Waterkant del puerto. Los dos mozos negros y Aiku lo seguían a pie, cargados con parte del pesado equipaje. Julie se preguntó por qué no podían cargar las maletas en el coche, pero prefirió callarse el comentario. A lo lejos, vislumbró una gran plaza tras la cual, rodeado de un arreglado parque, se elevaba un imponente edificio. Karl le explicó que aquella era la residencia del gobernador.
A pesar de todo, Julie sentía curiosidad por el país. Miró a su alrededor fascinada. Las casas se levantaban apiñadas y esa colorida aglomeración recordaba un poco a las pequeñas ciudades neerlandesas. El motivo de esa remembranza no residía únicamente en los canales y arroyuelos que recorrían toda la ciudad. De vez en cuando, el coche atravesaba un puente. Las grandes palmeras tropicales que, con sus largas palmas, proporcionaban algo de sombra a la avenida no encajaban con el paisaje y confirmaban que se encontraban en otro continente. Igual que el calor abrasador. Julie enseguida comprobó en su propia piel que había que tomarse en serio los consejos de las mujeres del barco.
Incluso los nombres de las calles recordaban a los Países Bajos. Existía la Ornaje Straat, la Watermolenstraat y la Keizerstraat, que se adentraba hacia el interior de la ciudad.
En la calle se respiraba un animado ajetreo. Los pequeños negocios tenían los mostradores abiertos a la calle. Había un constante vaivén de personas atareadas en diversas actividades y cuyo color de piel abarcaba desde el moreno claro al negro azabache. Las mujeres, ataviadas con vestidos de colores y cubiertas con velo, cargaban sobre la cabeza enormes cestos llenos de fruta; los hombres empujaban carros de mano cargados de sacos. Otros carros más grandes, a los que iban amarrados burros desgreñados de largas orejas o animales de carga, aguardaban al final de la calle. Los niños correteaban por doquier. Y todos se apartaban con respeto para dejar paso al coche de los blancos, quienes, por lo visto, en ese país nunca iban a pie. Al poco tiempo, el coche se detuvo frente a una casa.
—Ya hemos llegado. —Karl ayudó a Julie a apearse del coche.
Ella estudió la casa con los ojos llenos de ilusión. Era un edificio de dos pisos con las paredes blancas y los postigos de las ventanas verdes. La entrada a la vivienda se abría en un estrecho porche techado al que se llegaba por una escalera lateral. Encima del porche, y sostenido por postes de madera, había un balcón igualmente estrecho. A la izquierda, junto a la casa, se abría un inmenso portón de madera que debía de conducir al patio trasero. Los esclavos desparecieron con el equipaje por una portezuela recortada en el portón.
Karl se adelantó y se detuvo arriba, frente a la puerta de entrada.
—¿Qué pasa? ¿No vienes? —preguntó impaciente. Al darse cuenta de que Julie se había quedado mirando a los mozos negros, gruñó—: Esa es la puerta de los negros. Vamos.
Julie se apresuró a subir los escalones del porche y traspuso la puerta abierta de la casa.
—Masra Leevken. —Una esclava pequeña y regordeta, con el cabello cubierto por un pañuelo blanco impoluto y un uniforme igual de impecable, salió al pequeño vestíbulo a saludar a Karl.
—Foni. —Karl entregó la chaqueta a la esclava y, señalando a Julie con un leve gesto de cabeza, agregó—: Esta es mi nueva esposa, Juliette.
—Misi. —Foni bajó la mirada de inmediato.
Julie la saludó amablemente inclinando la cabeza.
En ese instante, Aiku apareció por una puerta de la parte trasera de la casa. En las manos sostenía una bandeja con una frasca y un vaso que llenó y tendió a Karl.
Julie volvió a sentir compasión del esclavo. ¿Es que Karl no pensaba darle la oportunidad de recuperarse de la agotadora travesía?
Karl, en cambio, vació el vaso de un trago y volvió a depositarlo en la bandeja.
—Foni, sirve la comida, después del viaje tenemos hambre.
Foni asintió y, con paso presuroso, desapareció por una puerta que conducía a la zona trasera de la casa.
—Juliette… —Karl acompañó a Julie a una estancia adyacente donde había un pequeño y acogedor salón. A Julie la sorprendió la exquisita decoración de la habitación: muebles elegantes y tejidos de lo más refinados. Karl se sentó en uno de los sillones de piel y volvió a coger el vaso que Aiku le alcanzó enseguida.
—Tráele algo de beber a la misi —ordenó Karl.
El esclavo abandonó rápidamente la habitación.
—Toma asiento, Juliette —dijo señalando el segundo sillón—. Mi primera esposa decoró esta casa. Lo cierto es que yo no la utilizo mucho. Martina viene de vez en cuando, pero por lo demás…
Julie se sintió un poco incómoda. Aunque se suponía que ahora también era su casa, todo le resultaba ajeno y extraño. Y aquel lugar, tal como Julie advirtió nada más entrar, llevaba la firma de otra mujer. La firma de Felice, quienquiera que fuese. ¿Sería capaz de averiguar más cosas sobre aquella mujer?
—Es bonita —dijo por lo bajo y agachó la mirada.
Cuando Aiku regresó con el refresco de Julie, esta cogió el vaso y le dio las gracias con cortesía. Por un momento, Aiku se quedó desconcertado, pero enseguida recuperó su habitual expresión de impasibilidad. Con un movimiento del brazo, Karl mandó a Aiku fuera de la habitación.
—Juliette, a los esclavos no se les dan las gracias. Su misión es servirnos. Puede que en los Países Bajos se trate al servicio de otra manera, pero aquí no es así —sentenció tajantemente.
Julie hizo ademán de replicar algo, pero Karl levantó la mano para interrumpirla.
—Ahora tendrás que adaptarte a las costumbres de aquí —insistió con gravedad— y a mis negros no puedes tratarlos así. Insisto: a los negros nada de «por favor» ni de «gracias».
Julie se asustó, así que se limitó a asentir brevemente.
Foni apareció por la puerta y anunció que la cena estaba lista. Al entrar en el comedor situado al otro lado del vestíbulo, a Julie le impresionó la exuberancia y la abundancia de viandas. Después de haber pasado las últimas semanas alimentándose con la monótona comida del barco, tenía bastante apetito. Foni arrastró una silla situada frente a Karl y le ofreció el sitio a Julie. Julie tuvo que reprimir un «gracias» y se limitó a asentir.
Foni era buena en su trabajo, la comida estaba muy bien presentada, aunque a Julie muchos de los platos que había en las bandejas y cuencos le resultaban completamente desconocidos. Lo que en un primer momento parecían patatas en realidad eran dulces y una verdura que desprendía un olor dulce resultó ser tan picante que a Julie se le saltaron las lágrimas. Por lo visto aquello hizo gracia a Karl.
—A eso también te acostumbrarás —dijo con una sonrisa socarrona.
Después de cenar, Karl la acompañó a la planta de arriba, donde había varios dormitorios aunque a Julie solo le mostró uno. Julie se alegró para sus adentros al ver que se trataba del dormitorio del balcón.
—Ve con cuidado. Como verás, hay una mosquitera colgada sobre la cama. Ahora procura descansar. —Y, con esas palabras, salió de la habitación.
Julie reparó en que su equipaje ya estaba allí. No merecía la pena deshacerlo, pensó para sí. Al cabo de dos días reanudarían el viaje rumbo a la plantación. Julie se acercó a la ventana. ¡No tenía cristales! Con la punta de los dedos rozó la fina gasa que los marcos sostenían a modo de red. La puesta de sol bañaba la calle de una luz crepuscular cálida y rojiza y las palmeras arrojaban largas sombras. De vez en cuando, se veían personas que pasaban por la calle, sobre todo, negras. Abrió la puerta de salida al balcón, que tampoco disponía de cristales. Julie se apoyó en el marco de la puerta, cerró los ojos y aspiró profundamente el perfumado aire del atardecer. El ambiente era cálido y húmedo, de vez en cuando una ráfaga fresca cortaba el aire de la tarde mortecina.
Un cosquilleo en el brazo la arrancó de sus pensamientos.
Unos pequeños mosquitos que parecían dispuestos a acribillarla se posaron a su alrededor. Julie los espantó con la mano, volvió a meterse en casa y cerró rápidamente la puerta. Después, ajustó bien la mosquitera que tenía sobre la cama.
Llamaron a la puerta. Foni entró a la habitación llevando en la mano un cuenco humeante que colocó sobre la repisa de la ventana. Julie la miró con asombro.
—Smokopatu, ¡contra los mosquitos! —Inclinó la cabeza con un gesto de subordinación y volvió a abandonar el cuarto.
Julie recordó las insistentes palabras de Karl y se forzó a no pensar más en ello. En un primer momento, el penetrante humo la hizo llorar, pero, cuando la esclava volvió a cerrar la puerta, el humo comenzó a irse por la ventana antes de extenderse por la habitación. Entonces lo comprendió: el humo del cuenco espantaba a los pesados insectos.
Julie suspiró por lo bajo y se tendió en la cama. Ya estaba allí, aquel era su nuevo país. ¿Cómo le irían las cosas a partir de ahora?
Julie tenía la firme determinación de aprovechar al máximo la situación. En el fondo, ese país era un lugar verdaderamente hermoso. Tan exótico. En una ocasión, Julie había ido con la escuela a una orangerie, un invernáculo lleno de palmeras y aromas frutales. Ahora se encontraba en un país donde toda esa exuberancia se daba de forma natural. ¿Encontraría un gran jardín al llegar a la plantación? La plantación… ¿Qué clase de personas vivirían allí? Seguramente muchos esclavos. Julie imaginaba la convivencia con ellos como algo completamente distinto, más parecido a la relación que se mantenía con los sirvientes, pero estaba claro que los esclavos eran diferentes, era como si se los considerase más bien animales de trabajo. Julie se hizo el firme propósito de ser amable con los esclavos con los que iba a convivir.
Lo que más nervios le producía era el primer encuentro con su hijastra. ¿Serían capaces de entenderse bien? Esperaba que sí. Ahora ella dependía de Karl y eso solo saldría bien si se llevaba bien con su hija. Por lo demás, no sabía prácticamente nada de la familia de Karl. ¿Vivirían todavía sus padres? ¿Residirían ellos también en la plantación? Ese pensamiento le evocó el doloroso recuerdo de sus propios padres. ¿Qué habrían pensado sobre la decisión de Julie de marcharse a Surinam? Probablemente, aquello nunca habría llegado a pasar. Karl solo se había casado con ella por dinero. Julie sintió una penetrante punzada de dolor al pensarlo. Tal vez…, si se esforzaba, conseguiría llegar a gustarle, y así las cosas no serían tan terribles.
A la mañana siguiente, Julie se despertó más o menos descansada, el calor durante la noche había sido bastante agobiante y eso la había obligado a levantarse varias veces para cambiarse el camisón empapado en sudor. Además, a causa de las cavilaciones y de la preocupación de no saber si Karl iba a dormir también allí, tardó mucho en conciliar el sueño hasta que por fin se sumió en un sueño inquieto. Karl no apareció, pero a cambio algunos mosquitos que consiguieron colarse en la habitación y en la mosquitera la despertaron varias veces.
Después de refrescarse, rebuscó en su maleta el vestido más ligero de todos que todavía estuviera decente. Al peinarse, Julie se dio cuenta de cómo se le encrespaba el cabello con la humedad. Ya desde primera hora de la mañana, el clima le recordó al ambiente húmedo de la gran lavandería del internado. Cuando hubo conseguido, en cierto modo, tener un aspecto decente y aseado, bajó a la planta inferior. Karl estaba ya sentado a la mesa desayunando y leyendo el periódico. Foni lo tenía todo dispuesto y ofreció a Julie una gran taza de café solo. A Julie le apetecía más tomar una bebida fría, pero no se atrevió a pedirla. Hubo otro impulso, sin embargo, que no logró reprimir, aun sabiendo que probablemente no era educado, estando a la mesa…, pero disimuladamente se rascó el brazo. Por la noche le habían picado los mosquitos. Karl bajó un momento el pliego del diario.
—A eso también te acostumbrarás —dijo lacónicamente antes de volver a levantar el papel.
Y después ya no dijo mucho más. A Julie le habría gustado preguntarle qué iban a hacer ese día. Quizás él pensaba enseñarle la ciudad. Sus esperanzas se desvanecieron cuando Karl se levantó de la mesa y se despidió.
—Tengo que ocuparme de unos negocios.
Julie se quedó sentada a la mesa, decepcionada y sin saber muy bien qué hacer. Cuando vio aparecer a Foni a su lado estuvo en un tris de asustarse. La esclava le tendió una pequeña cacerola y señaló los habones que se le habían formado a Julie en el brazo.
—Gracias, Foni —dijo Julie, a pesar de las advertencias de Karl. Foni le respondió con una sonrisa que descubrió su reluciente dentadura blanca y se retiró de nuevo a la parte trasera de la casa.
¿La habría entendido Foni? Aunque le hubiese sonreído, tal vez eso no era más que una señal de cortesía.
A Julie el asunto del idioma le parecía muy complicado. En el barco, las mujeres le habían contado que a los esclavos no se les permitía hablar neerlandés. Lo comprendían, pero solo les permitían responder en su lengua. A la lengua de los esclavos las mujeres la denominaban con desprecio taki-taki, que era más o menos como decir «blablablá». Oficialmente, el idioma se llamaba sranan tongo y, a oídos de Julie, sonaba como una variante del neerlandés en la que, sencillamente, se cambiaban sílabas, se omitían o añadían letras o se sustituían algunas palabras por otras en inglés. Los blancos, en cambio, no hablaban esta lengua, aunque la entendían. Julie también tendría que aprender sranan tongo. El inglés lo había estudiado en el internado y nunca le resultó difícil. En este caso, esperaba poder decir pronto las primeras palabras.
Después de desayunar, Julie permaneció sentada a la mesa con cierta indecisión. ¿Qué iba a hacer ahora? Karl se había marchado y ella estaba sola en la casa. ¿Tenía permiso para echar un vistazo? Aunque sentía curiosidad por ver cómo era el resto de la casa, al final optó por irse a su dormitorio. Se sentía extraña, como si en lugar de la señora de la casa fuese una invitada, y los invitados no debían curiosear las casas ajenas. Al entrar en la habitación, se oyó un estruendo sordo. Se acercó a la ventana y vio que el cielo se había cerrado y que unos oscuros nubarrones se cernían sobre los tejados de las casas. Acto seguido vio un relámpago, al que siguió, inmediatamente, otro trueno ensordecedor. Soplaba un viento frío, fuerte y racheado que mecía las hojas de las palmeras de un lado a otro. En ese instante, rompió a llover. Julie retrocedió un paso y cerró la puerta. La lluvia golpeaba la fina gasa. ¿Debía cerrar los postigos? Contempló fascinada la cortina de agua que caía del cielo. No era lluvia, era un auténtico diluvio. Karl le había hablado de las dos estaciones de lluvia que había al año y trató de recordar los meses. Le vino a la mente abril, y creía que duraba más o menos hasta agosto. El segundo periodo iba de diciembre a febrero, le parecía recordar, es decir, en invierno, si es que allí podía hablarse de invierno. En ese momento, se dio cuenta de que ocho meses de lluvia no era un pronóstico demasiado halagüeño en cuanto al clima. Y en ese momento estaban cayendo chuzos de punta y ni siquiera era la estación de las lluvias. Julie tenía curiosidad por saber las sorpresas que le depararía el tiempo.
Pero la tormenta se marchó con la misma rapidez con que había llegado. Las nubes avanzaron y volvió a brillar el sol. Las calles húmedas desprendían vapor y, al cabo de poco tiempo, la sensación de frescor se había disipado por completo.
De pronto, una terrible sensación de soledad se apoderó de Julie. Echaba de menos a Sofia y el internado, incluso echaba de menos la estrechez de su angosta habitación. Cómo le gustaría poder salir a pasear junto a la muralla con Sofia y ver los patos del estanque mientras hablaba con su amiga. También echaba de menos a Wim, que seguro que sabría qué hacer. Por un instante hasta echó de menos el barco y la charla con las demás mujeres. ¿Qué estarían haciendo en ese momento Erika y Wilma?
Intentó contener las lágrimas que le anegaban los ojos. Tenía que ser fuerte, mirar hacia el futuro. Ojalá supiera qué le esperaba. La siguiente noche la pasó también sola e inquieta en su habitación.
Contra todos los planes, al día siguiente, Karl anunció que tendrían que prolongar la estancia en la ciudad algunos días más.
—Ya hemos recibido una invitación —le explicó con una expresión de alegría poco habitual en él.
Julie no sabía muy bien si ella debía alegrarse. Evidentemente, sería agradable entablar relación con otras personas en la colonia. Pero también en eso ella no debía de ser para Karl más que un medio para alcanzar un fin.
Además, el clima era atroz. Es cierto que Julie contaba con que en Surinam haría calor, pero ¿tanto? Durante el día, era asfixiante y Julie tenía la impresión de que no podía respirar, lo que le producía una sensación permanente de mareo. Las gotas de sudor le recorrían la espalda. Aunque Foni le iba ofreciendo bebidas refrescantes y paños húmedos, Julie no conseguía calmar su sufrimiento. Por la tarde, le suponía un auténtico alivio ver cómo se escondía el sol y el aire se enfriaba. Pero, con aquel calor, la idea de un sueño reparador era del todo impensable. Julie daba vueltas y vueltas entre las sábanas empapadas en sudor y de vez en cuando se levantaba para ponerse ropa seca. ¿Cómo iba a hacer para soportar aquello mucho tiempo?
Al día siguiente, Julie se sentó frente al espejo para arreglarse con sus mejores galas. Quería evitar como fuera ponerse un vestido grueso y, además, tenía el cabello tan encrespado que resultaba ingobernable. De nuevo, fue Foni quien acudió en su ayuda. Le llevó un aceite muy aromático y extendió una pequeña cantidad en el cabello de Julie.
—Foni, ¡huele de maravilla! —Julie tuvo que contener el «gracias» que estaba a punto de pronunciar.
—Misi tiene cabello como el oro, para su esclava será un placer peinarla. —A Julie la sorprendió la actitud habladora de Foni. Imaginaba que era porque Karl no estaba cerca. Por otro lado, Julie se alegró de ver que la esclava comprendía perfectamente el idioma.
—Pero yo no tengo esclava —comentó Julie por lo bajo mientras Foni la ayudaba a enfundarse el vestido de noche.
—El masra buscará una esclava para la misi. Todas las misis tienen una esclava, vivir sin esclava es imposible —le explicó Foni con voz grave.
Cuando Julie estaba comprobando el resultado en el espejo, de pronto oyó en el piso de abajo una voz femenina.
—¿Padre?… ¿Padre?
—Oh —exclamó Foni con expresión de pánico y salió corriendo de la habitación.
Julie se quedó sorprendida. ¡Tenía que ser Martina! Un hormigueo nervioso le recorrió todo el cuerpo. ¿Por qué no la había avisado Karl de que conocería a su hija en la ciudad?
Pero, desde que habían llegado, Karl dedicaba prácticamente todo el tiempo a los negocios, se marchaba de casa temprano y regresaba tarde por la noche. En los pocos momentos que pasaban juntos, apenas le prestaba atención a Julie.
Rápidamente, Julie se arregló el vestido, se lo alisó y se dirigió al piso de abajo.
Foni estaba en el pequeño vestíbulo y en ese momento sujetaba la chaqueta de verano de una mujer joven. Julie se detuvo en las escaleras y aprovechó ese instante para estudiar con detenimiento a la hija de Karl. Martina era un poco más pequeña que ella y llevaba el oscuro cabello recogido en una nutrida trenza. Tenía unos rasgos faciales angulosos, aunque armoniosos; el parecido con su padre era inconfundible. Cuando la joven reparó en la presencia de Julie, entrecerró sus enormes ojos castaños hasta reducirlos a dos estrechas ranuras con un brillo felino que clavó en Julie.
—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo en nuestra casa?
Como Martina se volvió hacia Foni con expresión de reproche, esta se sintió obligada a darle una explicación:
—Mejuffrouw Vandenberg…
—Martina —Julie interrumpió a la esclava y se apresuró a bajar las escaleras.
La anciana mujer agachó la mirada y guardó silencio. Julie prefería presentarse a Martina personalmente. Pero ¿qué debía decirle? La breve y agresiva pregunta de la muchacha indicaba que su padre no le había hablado de su nueva mujer. ¿Cómo, por todos los santos, iba a aclararle ella que en realidad era su madrastra? Respiró hondo, compuso su sonrisa más amable y le tendió la mano a Martina.
—Es un placer poder conocerla por fin —dijo con amabilidad.
Martina se quedó mirándola con desprecio y rechazó el gesto de cortesía. Después, compuso una expresión de superioridad y levantó la nariz con prepotencia.
—Bah, ¿es que padre ha vuelto a contratar a una institutriz nueva? Ya le he dicho que no quiero institutrices. Por cierto, ¿dónde está mi padre?
—Masra Karl está a punto de regresar. ¿Querría la misi tomar algo fresco en el salón? —Foni parecía estar aliviada de poder retirarse.
Martina se encogió de hombros y le entregó a la esclava su sombrero.
—Sí, pero rápido, tengo que lavarme y cambiarme de ropa. Esta noche nos han invitado a su casa los Van Beckers. Ayer padre mandó que me fueran a buscar. —Y luego, dirigiéndose a Julie, agregó—: Venga conmigo.
Martina le hizo una señal a Julie para que la siguiera. Julie siguió a su hijastra hasta el salón sin mediar palabra. Allí, Martina se acomodó entre suspiros en un sillón y estudió a Julie con una mirada vacilante antes de indicarle que tomase asiento frente a ella.
—No la ha traído expresamente desde Europa, ¿verdad? Ya le he dicho que no quiero ni institutrices ni maestras internas. Hemos tenido ya varias experiencias horribles. —La voz de Martina adoptó un tono petulante—. Pero no se preocupe, no tendrá problemas para colocarse en algún sitio. Hay multitud de familias que buscan desesperadamente institutrices educadas. Los negros para eso tienen grandes carencias.
Foni volvió con una bandeja y dos vasos que posó sobre una mesa baja antes de salir presurosamente de la estancia.
Julie no sabía si los modales de Martina debían provocarle rabia o risa. El parecido con su padre no era solo físico; su conducta era la de una pequeña déspota. Julie se armó de valor para afrontar la conversación con la soberbia muchacha. Seguramente, Martina no se le iba a lanzar a los brazos cuando le aclarase la situación. Aunque Julie no contaba con eso, hasta ese día sí que había albergado la esperanza de encontrar algo de afecto en su nueva hijastra. O al menos no todo lo contrario.
—Verá, Martina… Su padre no me ha contratado para que sea su institutriz, su padre…
¿Cómo iba a explicárselo? Julie seguía buscando las palabras adecuadas cuando oyó la voz de Karl en el vestíbulo. Al instante, irrumpió en el salón.
—Martina, ¿ya has llegado?
Martina se levantó de un salto y se arrojó a sus brazos.
—¡Padre, qué ilusión!
Por un instante, Karl paseó la mirada entre Martina y Julie varias veces.
—Por lo que veo, Juliette y tú ya os habéis conocido.
—Eh, no. Padre, ya te lo he dicho —insistió Martina volviéndose hacia Julie—, y ya le he dicho también a mejuffrouw… Juliette que no quiero contratar a ninguna institutriz, pero no le resultará difícil colocarse…
—¿Institutriz? —preguntó Karl arrugando la frente—. Martina, no es lo que piensas. —Karl acompañó a su hija hasta el sillón y tomó también asiento—. Martina, verás…, esta es Juliette. Nos hemos casado en Europa. Así que eso la convierte en mi esposa y en tu madrastra.
Julie se dio cuenta de la absoluta frialdad con que Karl le daba la información a su hija. Pese a todo, Julie no perdió la esperanza y le dedicó una sonrisa. Esperaba, a pesar de las extrañas circunstancias, que aquella joven le abriese mínimamente su corazón. Al fin y al cabo, ella iba a ser la única compañía que Julie iba a tener en la plantación. La gélida mirada de Martina hizo que se desvaneciera cualquier atisbo de esperanza.
—¿Madrastra? —masculló Martina por lo bajo y acto seguido le espetó a Karl—: ¿Cómo has podido…? ¿Es que no has pensado…? —El rostro de Martina se fue tornando rojo de pura rabia hasta que de pronto se levantó y salió corriendo de la habitación.
—Martina, ¡vuelve aquí ahora mismo! —gritó Karl con un atronador tono de amenaza.
Pero Martina no obedeció.
Sacudiendo la cabeza, Karl cruzó las manos.
—Ya se le pasará.
Karl había reservado un coche de plaza que los llevó por las calles de la ciudad tras la puesta del sol. Martina iba sentada frente a Julie, sin dirigirle la palabra ni la mirada. Ella habría deseado que el encuentro con Martina hubiese sido diferente. Pero de ese modo…, claro, la noticia la había cogido desprevenida.
Tras un trayecto que pareció eterno a causa del elocuente y tenso silencio, por fin el coche se detuvo. Karl ayudó a Julie a bajar y la cogió del brazo. Martina caminaba malhumorada detrás de ellos hacia el imponente ayuntamiento. Las ventanas estaban iluminadas y la música llegaba hasta la calle. Hasta ese momento, Julie había estado tan preocupada por la actitud de Martina que no era consciente de que estaba a punto de realizar su primera aparición pública junto a Karl. De pronto, se sintió muy nerviosa. ¿A quién iban a presentarle? ¿Sería capaz de estar a la altura de las circunstancias? ¿Habría reglas de comportamiento especiales en ese país que ella no conocía? Karl se enfadaría si lo dejaba en evidencia. ¿Cómo se llamaba la anfitriona? Julie lo había olvidado. Pero ahora ya era demasiado tarde. Un esclavo vestido con librea, aunque descalzo, salió a recibirlos a la puerta.
En cuanto el matrimonio Leevken entró en el salón, la atención de gran parte de los invitados de la sala se desvió hacia ellos. Karl saludó con aplomo a algunos de los presentes. Julie acaparó de inmediato la dedicación de la anfitriona, Charlotte van Beckers, una mujer rubia y lozana de sonrosadas mejillas.
—Oh, cuánto me alegro de conocerla al fin. He oído hablar mucho de usted. ¿Le gustaría acompañarme? Las damas se alegrarán de gozar de su compañía.
Resistirse habría sido inútil, así que Julie soltó el brazo de Karl y siguió a Charlotte van Beckers hacia un corro de mujeres. La anfitriona no la había engañado; las mujeres recibieron a Julie con un aluvión de preguntas: qué noticias traía sobre la Casa Real de los Países Bajos, qué estaba de moda en esos momentos, cómo había pasado de casarse a venirse a Surinam…
Julie las miró aturdida. ¡Tantos nombres y caras nuevos! Intentó responder a todas las preguntas con amabilidad, aunque la cuestión del matrimonio trató de pasarla por alto. Cuando de tanto en tanto se volvía a mirar fugazmente a Karl, él alzaba su copa de champán alegremente como si brindase con ella y reanudaba la conversación con el grupo de hombres.
Charlotte van Beckers llevó a otra mujer diferente junto a Juliette.
—Ah, Juliette, mira, esta es Marie Marwijk… Marie, permíteme que te presente a Juliette Leevken… Ahora vais a ser vecinas, como quien dice…
—Me alegro mucho de conocerla. —Marie Marwijk tendió la mano a Julie y le dio unas palmaditas sin interrumpir en ningún momento su discurso—. Vivimos en la plantación Watervreede, que está muy cerca de Rozenburg.
Marie Marwijk debía de tener unos cincuenta años. Era de pequeña estatura, nervuda, y su rostro reflejaba que había tenido siempre una vida fácil. Su cabello originalmente castaño estaba surcado por mechones canosos.
—Ah, mevrouw Leevken, o debería llamarla Juliette… —no esperó a que Julie respondiera—, ¡estoy emocionada! A partir de ahora espero que venga a visitarme a menudo.
Marie Marwijk continuó charlando animadamente junto a Julie. Esta no sabía si le iba a ser posible visitarla. ¿Qué significaba ser «vecinas» en un país así? ¿Acaso Julie debía emprender un viaje por el río cada vez que quisiera visitar a Marie? ¿O «vecinas» significaba que había un camino por tierra desde Rozenburg hasta allí? La verdad es que aquella mujer parecía simpática. ¿Cómo se llevaría con Martina? Tal vez ella también tenía hijas…
A medida que transcurría la velada e iban presentándole a más personas, estas le generaban más preguntas que respuestas. Al cabo de unas horas, a Julie le daba vueltas la cabeza, así que a partir de ese momento esbozó una amable sonrisa y se limitó a asentir e intervenir con breves comentarios corteses. Estaba agotada, aunque en el fondo se alegraba de que aquellas mujeres la hubieran acogido con los brazos abiertos. Todas mostraron un gran interés por ella y a esas alturas de la noche Julie había recibido varias invitaciones para tomar café. No sabía si podría acudir a todas, pero habría sido maleducado rechazarlas. Los nombres nuevos se le agolpaban a Julie en la cabeza y no estaba segura de que fuera a ser capaz de acordarse de todos. Ella les entretenía diciendo que antes de nada quería conocer la plantación e instalarse en su nueva casa. A eso sus nuevas conocidas respondieron con un aluvión de consejos sobre la mejor manera de sobrellevar la vida en la plantación. La noche parecía no querer acabar nunca.
Martina permaneció alejada de Julie durante toda la velada y, en el instante en que Julie la buscó con la mirada, ella se volvió torpemente a susurrarle algo a la mujer que tenía al lado. A Julie le habría gustado saber quién era aquella mujer. ¿Pertenecía a la familia? ¿Era una amiga de Martina? No parecía muy interesada en Julie o, mejor dicho, no la asedió como las demás mujeres, aunque de vez en cuando la miraba con gesto de curiosidad.
Julie apenas tuvo tiempo de respirar. A la mañana siguiente, Karl le ordenó que dedicara la tarde a prepararse. Tenían que ocuparse de algún asunto y ella debía hacer el equipaje, ya que al día siguiente emprenderían el viaje a la plantación.
—¿Y dónde está Martina? —preguntó Julie temerosa.
Esa mañana no había visto a la muchacha, no parecía que hubiese pasado la noche allí y, a la hora del desayuno, solo había dos platos en la mesa. Karl resopló con desprecio.
—Martina prefiere quedarse en casa de su tía. Estará unos días más en la ciudad.
¿Tía? ¿Sería la mujer con la que estaba hablando la noche anterior? ¿Acaso era la hermana de Karl? No, Julie no había percibido ningún parecido entre ellos. ¿Se trataría entonces de la hermana de Felice, la difunta madre de Martina? Julie no se atrevió a formular más preguntas. Obedeciendo a las órdenes de Karl, se ocupó de que a lo largo del día todo quedase preparado para abandonar la ciudad. A decir verdad, no había mucho que hacer. Foni guardó con primor todas las pertenencias de Julie en la maleta. Karl llegó a primera hora de la tarde.
—¿Estás lista?
Julie asintió y lo siguió hasta la calle. Allí los esperaba nuevamente un coche de plaza.
Julie aprovechó el recorrido por las calles de Paramaribo para ver el aspecto que presentaba la ciudad. Todo le recordaba a lo que conocía de Europa, aunque al mismo tiempo todo le resultaba extraño. El coche avanzaba por grandes paseos, como en su país natal, pero los árboles tenían hojas y frutos diferentes. Alrededor de las copas de los árboles, revoloteaban unas grandes aves de colores que emitían fuertes graznidos. Las mujeres de color que caminaban por las calles vestían coloridos vestidos y pañuelos con artísticos estampados. Todo aquello hizo pensar a Julie en las pequeñas ilustraciones de sus libros de la escuela. ¡Qué emocionante le había parecido siempre aprender y leer sobre pueblos y culturas diferentes! Para su gran asombro no solo había personas de color, sino también algún que otro asiático. ¿Cómo habrían ido a parar allí? Le habría encantado poder preguntárselo a Karl, pero en ese momento estaba indicándole algo al cochero con gesto arisco. No debía de estar de muy buen humor, así que Julie optó por guardar silencio. El barrio donde se encontraban parecía menos limpio y ordenado. Julie tuvo un mal presentimiento. ¿Qué había ido Karl a hacer allí?
El coche se detuvo. Karl bajó y Julie lo siguió después de que él, impaciente, la instase a hacerlo. En esas ocasiones se sentía como un perrito faldero que persigue a su dueño a todas partes. Karl se desvió de la calle ancha y se adentró en un oscuro vecindario. Al llegar a una casa desvencijada, llamó a la puerta. El hombre que la abrió presentaba un aspecto tan descuidado como el entorno.
—Ah, Leevken, ¿vienes a saldar tus deudas? —preguntó con una amplia sonrisa que dejó a la vista su dentadura podrida y carcomida.
—También, a eso también. Déjanos entrar, Bakker. —Karl empujó al hombre a un lado para entrar en la casa. A Julie le dio la impresión de que no quería que nadie lo viera allí. Ella lo siguió hacia el interior. Se respiraba un olor nauseabundo y, a pesar de que apenas estaba iluminado, era evidente que nadie limpiaba aquel lugar. Los moscardones que revoloteaban alrededor de los platos sucios que había apilados en la mesa comenzaron a volar con un molesto zumbido alrededor de los invitados.
—Permíteme que te presente a mi esposa. —Karl señaló a Julie con la cabeza—. Necesita una esclava.
La mirada de avidez del hombre se tornó en entusiasmo.
—Oh, claro, sí, por supuesto, acabo de recibir mercancía fresca. —El hombre salió de la sala y volvió al cabo de poco rato arrastrando consigo a una muchacha negra a quien las ropas escasas y andrajosas que llevaba puestas le conferían un aspecto terrible. La muchacha, con actitud sumisa, no levantó la mirada en ningún momento.
«Pero si es una niña», pensó Julie horrorizada y con enorme compasión.
Karl, en cambio, se acercó a la muchacha, la agarró bruscamente por los hombros, la estudió y le hizo dar una vuelta completa. Al ver las brutales heridas que tenía la muchacha en la espalda, Julie lanzó un grito ahogado y cerró los ojos. Karl también advirtió los latigazos, pero no dio la menor muestra de compasión.
—¿Qué pretendes endilgarme, Bakker? —espetó con desprecio—. Esta mercancía no creo que esté en condiciones.
—Eso no se lo he hecho yo. —El hombre sacudió la mano con displicencia—. No debió de portarse como debía con su dueño anterior —explicó entre repugnantes risotadas.
—¿No tienes algo con más edad, con un poco de experiencia? —Karl agarró a la muchacha por el mentón y le miró la boca. A Julie le vinieron a la cabeza las imágenes del día que había acompañado a su padre a un mercado ecuestre. Su padre quería encontrar unos buenos animales para el carruaje y les había mirado la dentadura del mismo modo que Karl se la estaba mirando ahora a aquella muchacha.
Los hombres continuaron negociando impasibles sobre la «mercancía».
—Leevken, ahora mismo el buen género dura tan poco como las naranjas dulces. Ya sabes cómo funciona esto…, pero sinceramente no creo que esta sea mala, tal vez algo joven, pero a cambio no tiene ningún desgaste…
—Venga, vamos, no creo que sepa hacer nada. —Karl se volvió hacia la muchacha—: ¿Sabes hacer algo? ¡Contesta!
Sin apartar la vista de sus sucios pies descalzos, la muchacha susurró la respuesta con un hilo de voz:
—Masra, sé cocinar, he trabajado en la cocina.
—¿Lo ves, Bakker? Es una muchacha de cocina. No…, no necesitamos eso. Bueno, si no tienes otra cosa… —Karl se dio media vuelta para dirigirse a la puerta.
Bakker, que estaba detrás de la muchacha como un gigante colosal y amenazador, torció el gesto.
—Espera, Leevken. —Bakker salió de nuevo por la puerta trasera y volvió con una mujer negra de cabello cano. Avergonzada, la mujer intentó ocultar sus manos retorcidas y deformadas, al tiempo que lanzaba a Karl y Julie una desgarradora mirada cargada de esperanza.
—Bakker, esto es una broma, estoy buscando una esclava eficiente, no… esto. —Karl sacudió la cabeza y se dirigió hacia la puerta.
—Te vendo la pequeña a buen precio, pero si no la quieres… Carmen seguro que se la llevará a su casa. A los soldados y los marineros les gustan así de jovencitas.
Julie no sabía quién sería esa tal Carmen, pero por la forma en que Bakker había pronunciado la palabra «casa» intuyó que no debía de tratarse de una casa normal.
Karl se quedó pensativo.
—¿Cuánto quieres por la pequeña?
Bakker se puso serio y respondió:
—Te la puedes llevar por doscientos.
Karl se volvió hacia Julie:
—Vamos, Juliette, nos marchamos, iremos a buscar a otro sitio.
—Leevken, ¡te estoy ofreciendo un buen precio! Yo también tengo que vivir.
—Bah. —Karl agarró a Julie del brazo y la empujó hacia la puerta.
Julie vio la decepción en el rostro de las dos esclavas, lo cual casi le rompe el corazón. Con un brusco movimiento se soltó de Karl y se detuvo.
—¡Quiero quedarme con la joven!
Karl se detuvo y miró a Julie con estupor y cierto enojo.
—No, ni hablar, he dicho que no —replicó.
Bakker no desaprovechó la ocasión.
—¿Lo ves, Leevken? Tu esposa tiene buen ojo… Sabe que la joven será una esclava fiel. Venga, puedes llevártela por ciento ochenta.
—Ciento treinta.
—Está bien, ciento cincuenta es mi última oferta. —Bakker cruzó los brazos a la altura del pecho.
—¿Papeles?
—Claro que te daré los papeles, ¡soy un comerciante de palabra! —Bakker sonrió y aceptó el fajo de billetes que Karl le entregó en mano. Acto seguido, empujó a la muchacha hacia Julie y le hizo una señal a la anciana para que regresara a la parte trasera.
Julie siguió a la anciana mujer con una mirada triste. Le habría gustado llevarse a las dos, pero Karl jamás lo habría permitido. Al menos, podía ayudar a la joven.
—Estupendo, Leevken. ¿Un trago por los buenos negocios?
Julie respiró hondo y, mientras los hombres se reunían en torno a la mesa y levantaban los vasos, ella estudió a la muchacha con mayor detenimiento. La pequeña se había quedado allí acobardada y con la mirada clavada en el suelo, lo único que permitía adivinar su incomodidad era el jugueteo nervioso de sus manos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Julie en voz baja.
—Kiri —respondió tímidamente la niña.