CAPÍTULO 16

—¡Es inhumano! —exclamó Erika dando rienda suelta a su indignación.

Reinhard la miraba perplejo.

—El hermano Lutz me contó que no trataban especialmente bien a los esclavos…

Erika resopló y lanzó una mirada de reproche a Ferger, que pasaba la mayor parte del tiempo meciéndose en la hamaca.

—Animales… Y yo pensando que viajaban ahí dentro unos cuantos cerdos, o que…, ¡pero resulta que ahí abajo tienen personas encadenadas! —Erika se alegraba de haber conocido a Juliette Leevken en la cubierta y en su fuero interno agradecía que eso le hubiese brindado la oportunidad de hacerse una idea de lo que le esperaba al llegar a Surinam. Juliette se había quedado horrorizada al ver a los esclavos encadenados en la bodega del barco. Aunque, en ese momento, a Erika la había sorprendido que Juliette no supiera nada acerca de cómo transportaban a los esclavos en el barco, no quiso preguntar más. Después, accedió de buen grado a hacerse cargo de los esclavos. No era una labor muy agradable, pero, a la postre, esa sería la realidad a la que tendría que enfrentarse en su futuro trabajo de enfermera, de modo que ¿por qué no empezar a acostumbrarse ya a bordo?

Al principio, Reinhard se mostró un tanto receloso. No se fiaba de los colonos, el hermano Lutz le había advertido de las maneras presuntuosas y de la rivalidad con que los nativos solían tratar a los misioneros que llegaban a Surinam. Erika le aseguró que no era el caso de Juliette y que ella estaba más que dispuesta a ayudar a aquella mujer a mejorar el trato a los esclavos. Así que, finalmente, Reinhard le dio permiso para hacerlo. En realidad, él estaba contento de que a su mujer se le hubiera despertado el lado altruista y de que afrontase su nueva tarea con entusiasmo y dedicación. No solo conseguía llevarles los paquetes de comida a los esclavos sin dar a Ferger la menor oportunidad de echarles mano, sino que además introducía agua fresca y, con ayuda del mozo del barco, les procuraba unos paños a los hombres negros para que pudieran lavarse al menos por encima. En una ocasión, se llevó consigo a la hermana Josefa, pero esta se pegó un susto tan grande al ver a los negros encadenados que salió corriendo. Erika pensó que Josefa no iba a tenerlo fácil en el nuevo país.

Tampoco la joven Juliette Leevken parecía tener las cosas fáciles. Erika se volvió a encontrar con ella en cubierta, pero Juliette se limitó a mirarla con expresión de angustia intentando esconder el moratón del ojo bajo un sombrero de ala muy ancha. Su marido se había enfadado y ya no podía seguir llevándole comida para los esclavos.

Erika percibió la urgencia interior en la voz de la joven.

—No se preocupe, ya encontraré el modo de hacerlo yo —le prometió.

A fuerza de insistir, Erika logró convencer al sombrío Ferger de que llevase una ración más generosa a los esclavos.

Hacia el final del viaje, Erika comenzó a languidecer, aquejada por mareos cada vez más fuertes. Pronto se dio cuenta de que su malestar no guardaba ninguna relación con la mala mar; además, al comienzo del viaje ella no había sufrido las consecuencias de la mala mar y hacía ya tiempo que esta estaba en calma. Parecía que lo que tanto había deseado antes de zarpar era ahora la causa de su malestar: ¡estaba esperando un niño!

Su primer hijo. En un primer momento decidió no decirle nada a Reinhard. Quería sorprenderlo con la buena noticia cuando hubieran llegado a su nueva casa. Además, ni siquiera ella sabía con certeza si tenía razones para alegrarse. De nuevo, la invadieron las dudas. Pesaba sobre su conciencia el temor de que no fuera a poder cuidarlo como era debido.

En Europa, al abrigo de la comunidad, junto a sus hermanos y hermanas de fe, habría sido sin duda una feliz noticia. Los niños eran una bendición. Pero ahora, en un país extranjero donde les aguardaban situaciones nuevas y en el que ni siquiera sabía cómo serían las cosas, la idea de verse con un niño en unos meses le causaba grandes preocupaciones. La inquietaba pensar en la multitud de espantosas enfermedades que afectaban a la población del trópico. ¿Conseguiría mantenerse sana? Y ¿lo conseguiría Reinhard? Y, sobre todo, ¿conseguirían que no le pasara nada al niño? Ni siquiera sabía dónde y cómo saldrían adelante durante los próximos meses. La alegría que le producía el embarazo se veía enturbiada por esa incertidumbre. Por otra parte, el caos que reinaba en su cubierta hacía que Erika se sintiese cada vez más incómoda. El prolongado encierro intensificaba la actitud hosca y agresiva de los leñadores, que provocaban al hermano Walter y a Reinhard cada vez con más frecuencia. Mientras que el marido de Erika trataba de calmarlos, el hermano Walter respondía a las bravuconadas de los hombres con citas de la Biblia, lo cual no hacía más que empeorar las cosas. Tampoco esto aliviaba la intranquilidad que Erika sentía cuando pensaba en el futuro. Si el hermano Walter continuaba demostrando la misma falta de compromiso que hasta ahora, no podría llevar a cabo una labor fructífera en la colonia. Se respiraba una gran tensión y todos vivían con los nervios a flor de piel. Ojalá llegaran pronto a tierra firme.