CAPÍTULO 15

Kiri estaba muerta de sed. Notaba los labios estropajosos, y los rugidos de su estómago eran tan fuertes que casi eclipsaban el tenue chapoteo del agua. La noche se iba extinguiendo a medida que la barca avanzaba sobre el oscuro río y, al poco, el sol comenzó a brillar sobre las lomas. Los dos hombres seguían sin reparar en Kiri. Continuaban remando río abajo, de vez en cuando tomaban alguno de los canales que unían las vías fluviales de todo el país y hablaban sobre el futuro que, con su recién adquirida libertad, los aguardaba en la ciudad. Ya entrada la tarde, comenzaron a acercarse a su destino. A Kiri la sorprendía que aquellos hombres navegasen por aguas tan transitadas, pero al parecer sabían lo que se hacían. Y, por lo visto, a la gente tampoco les extrañaba verlos allí, ya que de lo contrario ya los habrían parado. En un momento dado, la marcha de la barca comenzó a ralentizarse hasta que se detuvo, con un traqueteo, en un embarcadero. Los hombres se apearon. Kiri aguardó un rato, hasta que todo quedó en silencio, y entonces levantó con cuidado las lonas y miró a su alrededor. Más allá del muelle divisó casas, multitud de casas. ¿Habían ido a parar directamente a Paramaribo, la capital? Ella no había estado allí jamás, pero era la única ciudad grande del país. Con el cuerpo agarrotado después de tantas horas inmóvil en la misma postura, Kiri abandonó su escondite, estudió detenidamente el embarcadero y la calle situada detrás. No se veía a nadie. Tan rápido como le permitieron las piernas, se deslizó por la oscuridad hasta hallar refugio entre las casas. Los pensamientos se le agolpaban en la cabeza. ¿Qué iba a hacer a continuación? ¿Era ahora una esclava huida? Sabía los peligros que acechaban a los esclavos que huían. ¿O acaso era libre, dado que en realidad no pertenecía del todo a la plantación? Ella no había nacido allí y tampoco había sido comprada. No estaba segura. Pero tenía tanta sed que decidió desterrar esos problemas de su mente. En el patio trasero de una de las casas, encontró un barril donde se había acumulado agua de lluvia del tejado. Se llevó el valioso líquido a la boca con las dos manos y bebió. Después siguió caminando en silencio. En uno de los jardines encontró un mango repleto de frutos. Sabía que robar no era correcto, pero tenía tanta hambre y el árbol estaba rebosante… Con extrema precaución y mala conciencia arrancó uno de los frutos y prosiguió su camino.

Las casas de aquel lugar eran muy distintas al inmenso caserón donde vivía el masra en Heegenhut. Estaban todas apiñadas, contaban con unos estrechos pasajes laterales para los esclavos y unas puertas de la altura de un hombre para los carruajes. A Kiri le daba la impresión de que estaban dispuestas de manera circular. Se sintió algo agobiada por la estrechez. Los patios traseros parecían servir como vivienda y lugar de faenas de los esclavos. Junto a las vallas y los establos, se amontonaban pequeñas cabañas; algún que otro perro suelto por ahí que gruñía a su paso. Detrás de las casas, no todo estaba tan limpio y ordenado como cabía imaginar al contemplar las fachadas delanteras.

Kiri volvió a refugiarse en el lado de la calle donde se encontraban las casas. Bajo la protección de los altos árboles que bordeaban las calles se sentía algo más segura. Los blancos estarían durmiendo, pero con los negros nunca se sabía… y antes de que la atacase un perro… Cuando el día comenzó a despuntar, se dio cuenta de que volvía a estar en las proximidades del puerto. En un primer momento, permaneció escondida detrás de una pila de cajas grandes y, al cabo de un tiempo, al ver que por la calle circulaba cada vez más gente se sintió un poco más segura y se atrevió a abandonar el escondite. Se dedicó a dar vueltas y a estudiarlo todo a su alrededor con curiosidad, abstraída por las innumerables sensaciones nuevas que le producía todo cuanto veía. La gente que pasaba no le prestaba atención. Al llegar junto a un carro lleno de frutas, volvió a notar un rugido en el estómago. Se acercó con sigilo al coche intentando fingir actitud de normalidad. Por el suelo había repartidas algunas naranjas, algunas de ellas golpeadas. Si uno recogía algo del suelo, ¿también estaba robando? Si se llevaba una sola de las naranjas del suelo… Como le pareció que no había nadie mirándola, cogió una naranja de gran tamaño y echó a andar a toda prisa en dirección a un callejón adyacente, donde chocó con un soldado blanco. Este la empujó con brusquedad.

—Eh, muchacha, ¿por qué no miras por dónde vas?

Kiri se llevó un susto tremendo y, al retroceder, tropezó y la naranja se le cayó de entre las ropas.

—Pero, bueno, ¿qué tenemos aquí? —El soldado la agarró del brazo con una mano y recogió la naranja con la otra.

Kiri intentó librarse de la mano del soldado, pero este reaccionó aprisionándola con más fuerza. Después, la condujo a empujones hacia la calle principal, miró a su alrededor y localizó el carro de las frutas. En ese momento, había un corpulento mulato al lado que se disponía a marcharse.

—¡Eh! ¿No será por casualidad esta una de sus frutas? —El soldado alzó la naranja en el aire con actitud triunfante. El mulato se encogió de hombros y comenzó a arrastrar el carro.

—¡Yo no he hecho nada! La naranja estaba en el suelo —farfulló Kiri por lo bajo en el lenguaje de los esclavos.

A los esclavos no se les permitía hablar neerlandés, aunque todos tenían obligación de comprender la lengua porque evidentemente ningún blanco se dignaba utilizar su idioma salvo para dar órdenes.

—¡Calla! —Al soldado lo enojaba considerablemente no poder demostrar que Kiri había cometido un delito—. Espera un momento —gruñó—, no creas que te vas a librar tan fácilmente… Está claro que eres una ladronzuela. ¡Chusma negra, maldita sea! Veamos qué opina el comandante al respecto… —El hombre iba arrastrando a Kiri del brazo con brusquedad. Kiri miraba a su alrededor buscando ayuda, pero nadie reparaba ni en ella ni en el soldado.

Cuando estaban recorriendo la calle del puerto, se toparon con un hombre blanco. Era un hombre tosco y de dimensiones hercúleas, con los ojos vidriosos y una enorme nariz roja.

—¡Michels! ¿Adónde vas tan deprisa? —El hombre se plantó con las piernas abiertas frente al soldado—. ¿Qué es eso que llevas ahí?

El captor de Kiri se sobrecogió y en su rostro apareció lo que a todas luces parecía miedo.

Kiri escudriñó con intriga al hombre blanco.

—¿Ahora te dedicas a los más pequeños, Michels?

—No, la he sorprendido robando. Apártate de mi camino, Bakker.

—No, no tan deprisa… Creo que todavía tenemos alguna que otra cuenta pendiente. Puedo ir a hablar con tu comandante. Tal vez esté dispuesto a saldar tus deudas de juego. —El hombre soltó una carcajada ronca y bravucona.

El soldado empezó a sentirse incómodo y las gotas de sudor le cubrieron la frente.

—Ahora mismo no llevo dinero encima, así que tendrás que esperar —dijo intentando reanudar su camino y dejar atrás al hombre blanco.

—¡Michels! No me gusta que nadie me dé largas —volvió a gruñirle al soldado y, acto seguido, se fijó de nuevo en Kiri—. Tal vez con un trueque podría contentarme… Dices que la has sorprendido robando… Así que esta pequeña no tiene amo…

El soldado evaluó las posibilidades sobre la marcha y se encogió de hombros.

—Ten, quédatela —respondió desprendiéndose de Kiri—. No me preguntes a quién pertenece. Y, si alguien me pregunta, yo no sé nada. —Tras pronunciar esas palabras empujó a Kiri en dirección al otro hombre.

—¿Eh…? —Antes de que Bakker pudiera replicar, el soldado puso pies en polvorosa.

Por un momento, Kiri pensó en intentar escapar, pero antes de que sus pies obedecieran, Bakker la agarró bruscamente por la nuca.

—Bueno, bueno, qué maravilla…, ven conmigo, vamos. —El hombre parecía satisfecho con el trueque, algo que por alguna razón a Kiri le daba muy mala espina.

El hombre la arrastró hasta un patio trasero mugriento y, cuando se disponía a hacerla entrar por la puerta de un cobertizo de madera, Kiri se resistió con un veloz movimiento y echó a correr todo lo rápido que pudo. Sin embargo, a los pocos pasos el hombre consiguió atraparla y la agarró con violencia por el pelo.

—Tú te quedas aquí conmigo, con lo joven que eres puedo sacar un buena suma. —Mientras la agarraba con una mano, con la otra se quitó el cinturón de los pantalones—. Y para que aprendas desde el principio a quién tienes que obedecer… —La punzada del primer latigazo en la espalda hizo caer a Kiri de rodillas. Después de varios golpes, ya apenas notaba el dolor. Acabó hecha un ovillo sobre el suelo mugriento del patio trasero. En un momento dado, los golpes cesaron por fin. El hombre la levantó del suelo con brusquedad y la empujó al interior de la construcción de madera. La puerta se cerró de un golpe tras la muchacha, que llegó tambaleándose a un rincón, donde se desplomó de rodillas entre gemidos ahogados.

—Mira, Bakker ha vuelto a encontrar carne fresca —oyó que susurraba una profunda voz masculina en la oscuridad.

Otra voz, en esa ocasión de mujer, agregó.

—¡Pero si es casi una niña! ¡Pobre criatura! ¡Mira cómo la ha apaleado!

Unas manos negras afloraron de la oscuridad y le tendieron algo a Kiri. Era una calabaza de la que salía un hilo de agua. Kiri quiso dar las gracias, pero no fue capaz de articular una sola palabra. Exhausta y con todo el cuerpo dolorido, se dejó caer de nuevo al suelo bocabajo.

No sabía cuánto tiempo había permanecido allí, pero en un momento recobró los sentidos. Abrió los ojos y paseó la mirada alrededor con el rabillo del ojo. No se atrevía a moverse. La cabaña de madera era pequeña y oscura, olía a orina y… Kiri tuvo que reprimir las náuseas.

—¿Estás mejor? —Ante sus ojos apareció el rostro de una mujer negra mayor. Su aliento olía a podrido, pero en su expresión se dibujó una leve sonrisa cuando Kiri la miró. Kiri se enderezó con cuidado, procurando que su dolorida espalda no chocase con nada. Las llagas le ardían con cada movimiento y debía procurar que no le entrase suciedad en las heridas.

—¿Dónde estoy? —preguntó con un hilo de voz.

Desde el otro rincón de la cabaña, se oyó un gruñido cargado de desprecio:

—En el basurero de la ciudad.

—No metas miedo a la muchacha —repuso la anciana lanzando una mirada de reproche hacia el rincón oscuro.

—¡Es cierto! Además le conviene tenerle miedo a Bakker. A saber qué piensa hacer con ella.

La anciana posó la mano sobre el brazo de Kiri para tranquilizarla. Kiri advirtió que la mujer tenía las manos terriblemente deformadas. Cada dedo estaba retorcido en una dirección y no parecía que gozase de mucha movilidad.

—¿Quién es ese Bakker? —La voz de Kiri había recobrado algo de vigor. Agradecida, dio otro trago a la calabaza que le estaba tendiendo la mujer.

—Bakker —le explicó la anciana en susurros— es un comerciante de esclavos. Un comerciante que, como puedes ver, no tiene demasiado éxito. —La mujer le enseñó las manos y señaló al hombre del rincón que, como Kiri pudo observar en ese momento, parecía encorvado y achacoso.

—No sé de dónde vienes, muchacha, pero tal vez el lugar del que has escapado sea mejor… No creo que fuese mucho peor que esto. Tal vez él te deje regresar.

Kiri sacudió la cabeza con gesto melancólico.

—Habría acabado en manos de un comerciante de todos modos. Nuestra plantación…, el masra… —Les relató brevemente la historia del asalto a la aldea.

La mujer respiró hondo y resopló.

—Cimarrones, ¿verdad? No me gusta decirlo…, pero igual da que te capture Bakker o cualquier otro. A lo mejor tienes suerte y no te lleva a uno de esos… burdeles.

Entre gemidos, la mujer se sentó en el suelo junto a Kiri.

—¿Y ahora? ¿Qué nos pasará ahora? —Kiri miró a la mujer esperanzada.

—Ahora, pequeña, solo nos queda esperar. Esperar hasta que Bakker encuentre a alguien que nos quiera comprar a ti, a mí o a él —dijo señalando al hombre del rincón.