Karl se colocó frente a Julie y la fulminó con una mirada de reproche; después elevó el tono de voz.
—¿Es que no puedes hacer por una vez lo que se te dice? ¿Cómo se te ocurre irte por ahí a recorrer el barco? La cubierta no está dividida porque sí. ¡Y ya te dije que a ti no tenía que importarte! Es un negro, un esclavo, es lo normal. Tiene agua y comida y cada dos días lo dejan salir para estirar las piernas. Siempre ha sido así.
Eso de que los dejaban salir era mentira, pensó Julie. De ser así, Erika habría visto a los esclavos en algún momento. El cuarto donde estaban encerrados solo tenía una puerta.
—Pero esas no son maneras —se atrevió a replicar Julie en voz baja. Se le quebró la voz, aquella súbita reprimenda la había dejado aturdida. Karl jamás le había gritado de ese modo.
Karl se llevó las manos a las caderas y se inclinó hacia ella con gesto amenazador.
—Esos negros son estúpidos, Juliette. Hay veces que incluso intentan saltar del barco. Es por su propia seguridad. —Acto seguido, dio media vuelta y se colocó bien la chaqueta—. Y, por cierto…, ¡no deberías sentir demasiada simpatía por los negros!
En sus ojos volvió a aflorar ese brillo amenazador que hizo callar a Julie de inmediato. No podía seguir negándolo: en las semanas que llevaban de travesía, Karl había cambiado.
Ella no pensaba abandonar a Aiku a su suerte allí abajo, encerrado en el interior del casco del barco. Al día siguiente, acudió en busca de Erika para pedirle ayuda. Corría un gran riesgo volviéndose a colar en la zona prohibida de la cubierta, pero tenía que hablar con Erika. No podía dejar a Aiku durante semanas a merced del tal Ferger.
—¿Usted podría…? Es que mi marido no quiere… —Julie no sabía muy bien cómo explicar a Erika que ella no podía encargarse sola de velar por el bienestar de Aiku.
—Su marido no quiere verla rodeada de malas compañías. —Erika comprendió el tormento de la joven y expresó lo que esta trataba de decir. Julie asintió con agradecimiento y le ofreció la mano por encima de la barrera.
—No se preocupe, yo me encargaré. —Los ojos de Erika se iluminaron como si en realidad la complaciese asumir esa tarea.
—Pero ese marinero, ese tal Ferger…
Erika la interrumpió levantando un brazo.
—Le digo que no tiene que preocuparse, él nos tiene un gran respeto; piensa que tendrá que responder ante Dios nuestro Señor si no se muestra amable con nosotros —dijo Erika entre risas—. Y llámeme Erika, ¿de acuerdo?
Julie miró a su nueva aliada y amiga con agradecimiento.
—Por supuesto, Erika. Juliette.
Erika tomó el pequeño envoltorio que Julie le tendía. Durante el desayuno, esta había cogido algo de pan y queso mientras Karl conversaba con el hombre de la mesa de al lado. Se lo había llevado a Erika para que esta se lo diera a Aiku.
Ese fue el proceder en los días siguientes. A última hora de la mañana, se encontraban junto a la cuerda que dividía la cubierta.
—Si usted quiere, me refiero a que…, no sé cómo se alimentan ustedes, pero si desea… Hay más que suficiente ahí dentro.
A Julie le daba la impresión de que tal vez a los religiosos, en lo concerniente a la alimentación, no les dispensaban un trato del todo generoso.
—Gracias Juliette, pero lo que el Señor nos ofrece es suficiente para nosotros. Creo que la necesidad de Aiku es mayor.
Un día, Erika le confesó a Julie su sospecha de que Ferger se quedaba para sí parte de la ración que preparaba en la otra zona del barco. A partir de entonces, se quedaba esperando junto al marinero y seguía atentamente sus movimientos hasta que este entregaba el paquete a los negros. En presencia de estos, Ferger no se atrevía a tocar el paquete. Erika advirtió que, aunque el marinero era un bravucón, solía mantenerse a una distancia prudencial de los esclavos. A Julie la tranquilizaba que ahora alguien se encargase de cuidar a Aiku.
La fuerte bofetada pilló a Julie completamente por sorpresa. Se llevó la mano a la mejilla, perpleja, y trató de reprimir las lágrimas.
—Pero… ¿qué?
Karl había irrumpido furibundo en el camarote, había agarrado bruscamente a Julie del brazo y entonces le había asestado un manotazo.
—¡Te advertí que no te entrometieras en los asuntos de los negros! ¿Crees que no me entero de lo que andas haciendo por ahí? El capitán ha venido a preguntarme hoy si no estoy conforme con el trato que se dispensa a los esclavos. Dice que ha llegado a sus oídos que nuestro esclavo recibe una ración extra de comida. ¡Eso se acabó! Y… —agregó fulminando a Julie con una mirada fuera de sí— ¡más vale que a partir de ahora te mantengas alejada de esos beatos!
A la mañana siguiente, Julie amaneció con un gran moratón junto al ojo izquierdo. No se atrevió a salir a la cubierta. ¿Qué iban a pensar las otras mujeres cuando le vieran esa marca en el rostro?
Cuando Wilma, preocupada, llamó a la puerta para interesarse por el bienestar de Julie, esta intentó que su amiga se marchara.
—No me encuentro muy bien, Wilma, es mejor que no entre. Así, así no se lo contagio.
Pero no iba a ser tan fácil convencer a Wilma.
—Venga, pequeña, no puede ser tan grave.
Cuando irrumpió en el camarote, Julie, avergonzada, se cubrió el rostro con la colcha para esconder el moratón.
A Wilma le resultó sospechosa la postura y, tras descubrir el rostro de Julie, chasqueó la lengua.
—Pero, chiquilla, ¿qué te ha pasado? ¡Eso no es contagioso!
—Me he golpeado con… una mesa. —Julie se dio cuenta enseguida de lo poco convincente que resultaba su explicación. Sintió una gran vergüenza.
—Una mesa, ¿eh? —Wilma se sentó en el borde de la cama y adoptó un tono maternal—. Pobre jovencita, resulta que su marido Karl de vez en cuando es… complicado, ¿no es así?
Julie rompió a llorar. El afecto de Wilma la conmovió de tal forma que el miedo, la tensión y la tristeza de las últimas semanas estallaron de golpe. Wilma rodeó a Julie con el brazo para consolarla y esperó pacientemente hasta que las lágrimas comenzaron a extinguirse.
—Mire, tal vez está tan raro sencillamente… porque, claro, como los hombres beben tanto…, algunos acaban por perder la cabeza durante el viaje. ¿Se enfadó con usted?
Julie asintió con la cabeza.
—¿Por celos, tal vez?
Julie se limitó a encoger los hombros entre sollozos. Wilma no comprendería su preocupación por el esclavo, así que prefirió callar.
—Ay, cielo, algunos hombres, a veces, son muy complicados… y tal vez Karl esté…, esté preocupado por usted. Después de lo sucedido en su día con su primera esposa…, ahora que acaba de contraer matrimonio con usted…
Julie aguzó el oído. Hasta ese momento, Karl jamás le había hablado de su primera esposa.
—Wilma, ¿qué ocurrió con la primera esposa de Karl?
Wilma la miró con estupor.
—¿No se lo ha contado?
Julie negó con la cabeza.
—Lo único que me ha contado es que falleció hace tiempo y… hasta que no estuvimos casados no me habló de que tenía una hija.
A Wilma se le ensombreció la mirada.
—Vaya, eso no es muy amable. De todos modos, no sé si es buena idea que sea yo quien se lo cuente, pero creo que debería saberlo. En su día dio mucho que hablar en la colonia… Felice, la primera esposa de Karl Leevken, era la hija de un alto funcionario y por tanto era muy conocida en la ciudad. A todo el mundo lo sorprendió que quisiera cambiar la vida en la ciudad por la vida en la plantación. —Wilma se rio por lo bajo—. Ya sabe lo que pasa con los jóvenes. Bueno, el caso es que durante un tiempo les funcionó. Cuando tuvieron a su primera hija, el padre de Felice organizó un gran festín. Después, se sospecha que Felice se volvió a quedar embarazada. Apenas se la volvió a ver en la ciudad ni volvió a visitar a su familia. —Wilma bajó el tono de voz y la mirada se le ensombreció—. Una conocida me contó entonces que Felice había cambiado mucho. Al parecer no levantaba cabeza…, la pobre muchacha.
Julie escuchaba con atención el relato de Wilma. De nuevo fue consciente de que no sabía absolutamente nada sobre su esposo.
—Cuando llegó el momento en que el niño debía nacer… Bueno…, sucedió algo espantoso. —Wilma bajó la vista con expresión consternada—. Se dice que Felice no consiguió superar la soledad en la plantación. Se sumió en un estado de gran confusión mental. Sí, a veces ese país nos somete a pruebas muy duras…
—¿Qué le sucedió, Wilma? —exclamó Julie con impaciencia, aunque ni siquiera estaba convencida de querer conocer la historia completa.
Wilma se hizo rogar hasta que al fin anunció:
—Felice acabó con su propia vida en el río. ¡Fue espantoso! La encontraron unos días más tarde y…
—… ¿y qué fue del niño? —Julie se sintió desfallecer. ¿Qué clase de tragedia había sucedido?
—El bebé desapareció sin dejar rastro. No se sabe si lo trajo al mundo antes de morir o se lo llevó a la tumba consigo… Nadie sabe qué fue lo que sucedió en realidad aquella noche en Rozenburg. —Wilma suspiró—. A partir de ahí el padre de Felice no le ha puesto las cosas fáciles a Karl Leevken. Albergaba la sospecha de que Leevken había tenido algo que ver con la muerte de Felice. Desde entonces, su marido Karl vive bastante apartado de la sociedad.
Julie se quedó perpleja. Qué horror. Tal vez ahí residía el motivo del extraño comportamiento de Karl, quizás en realidad él no había conseguido superar esa pérdida. A lo mejor en los Países Bajos había logrado liberarse de esa carga, pero ahora que tenía que regresar a casa tal vez volvían a atormentarlo los recuerdos. Julie decidió mostrarse más paciente con Karl. Posiblemente, su pasado explicaba aquellos bruscos cambios de humor.
Julie estrechó a Wilma con afecto.
—Le agradezco muchísimo que me haya contado todo esto, Wilma. Creo que me ayudará en el empeño de comprender mejor a Karl.
Wilma acarició a Julie en el brazo para animarla.
—Y mañana, cielo, tiene que volver a salir a la cubierta. No se quede aquí abajo escondida, no creo que sea bueno para usted. —Y con esas palabras, Wilma se despidió.
Lo cierto era que sí, que Julie quería quedarse allí escondida, escondida para siempre, a ser posible, al calor de la colcha. A pesar de todas las explicaciones y las buenas intenciones, Julie tenía miedo. Miedo de Karl. Nunca le habían pegado.