CAPÍTULO 13

Surinam, 1859, plantación Heegenhut

Al oír los gritos, Kiri se despertó sobrecogida.

—¿Tía Grena?

A través de la penumbra de la pequeña cabaña, Kiri adivinó que el colchón de su tía estaba vacío. Se levantó sin hacer ruido y abrió la cortina que cubría la abertura de la puerta corriéndola ligeramente a un lado. En la oscuridad de la noche, alcanzó a ver antorchas entre las cabañas, los gritos se oían cada vez más cerca, la gente pasaba corriendo. De pronto, alguien la agarró del brazo y la empujó fuera de la cabaña.

—¿Tía Grena?

—¡Corre! ¡Están quemando la aldea! ¡Corre! ¡Escóndete! —Grena iba empujando a Kiri por detrás casi sin aliento.

Kiri se adentró en el bosque, las ramas le golpeaban el rostro y las hojas más duras le arañaban dolorosamente las piernas. A su alrededor oía los crujidos que provocaban otras personas al huir. Cuanto más corría, más se alejaban los ruidos; había perdido incluso a tía Grena.

En un momento dado se detuvo, no podía más, sentía que los pulmones le iban a estallar. Escuchó el silencio de la noche, pero, salvo su propia respiración jadeante y sofocada, no oía nada. Dando un inmenso rodeo, regresó de nuevo al lugar donde el bosque lindaba con los terrenos labrados de la aldea de los esclavos de la plantación. Se respiraba un olor intenso. Las cabañas ardían. Kiri se acurrucó horrorizada entre las altas raíces de un árbol. Había sucedido de verdad. Los rumores corrían desde hacía ya unas semanas, y los demás esclavos estaban visiblemente inquietos.

—Si lo hace saldremos perjudicados todos nosotros —había susurrado el viejo Fura—. Todos nosotros. Somos su propiedad más valiosa.

Tía Grena había mirado a su alrededor con preocupación y había rodeado a Kiri con el brazo para protegerla.

Unas semanas atrás, el masra blanco de la plantación había disparado a un negro cimarrón en la cacería. En realidad, su intención era matar al jaguar que llevaba meses merodeando por la plantación y sembrando el pánico entre los habitantes. Nadie sabía si lo había hecho a propósito o no, pero nunca debió mancillar al muerto.

—Ese grupo de negros no debería andar merodeando por ahí —había sido el único comentario del masra.

A los esclavos que lo acompañaron a cazar los envió de regreso a la aldea. Rápidamente, cundió el miedo. Allí, fuera de las tierras de la plantación Heegenhut, lejos de los grandes asentamientos de colonos, reinaba la ley de la selva. Y, por tanto, la autoridad indiscutible la ostentaban los negros cimarrones. En realidad, los esclavos de la plantación mantenían una buena relación con los cimarrones. Además, tenían permiso para comerciar e intercambiar existencias con ellos; los cimarrones cogían frutos de los terrenos de cultivo y a cambio les proporcionaban madera para las cabañas. Oficialmente, convivían desde hacía tiempo en paz con los colonos, pero siempre existía un odio latente hacia los blancos, ya que al fin y al cabo los cimarrones no eran más que esclavos fugados o descendientes de estos. Si el dueño de una plantación se sublevaba contra los cimarrones, adiós a la paz. Los esclavos de la plantación pasaban automáticamente a estar en el punto de mira de los cimarrones. Y los esclavos eran la propiedad más valiosa que tenían los señores de las plantaciones, sin ellos la plantación no funcionaba. Por tanto, ¿cuál era el principal punto flaco del propietario de una plantación? Sus esclavos.

Esa noche, los rumores se hicieron realidad. Los cimarrones devastaron la pequeña aldea de los esclavos, prendieron fuego a las cabañas, apalearon a los hombres y secuestraron a las mujeres. Kiri suponía que esa noche no habría deparado un buen final al masra blanco. «Seguro que lo han matado», pensó con tristeza mientras temblaba agazapada en su escondite. Él había sido un buen masra. Trataba a sus esclavos mucho mejor que otros y con Kiri siempre se había portado bien. Era cierto que alguna vez los capataces negros, los basyas, la habían castigado, pero no podía quejarse. En verdad, ella ni siquiera pertenecía del todo a la plantación. El auténtico esclavo de la plantación era aquel que había nacido allí, cuya familia vivía allí y cuyo cordón umbilical yacía enterrado allí. Kiri, en cambio, no sabía dónde había nacido. Cerró los ojos y pensó con enorme añoranza en su tía Grena.

Grena en realidad no era su verdadera tía, pero había criado a Kiri en los últimos años y se había ocupado de ella. Nadie sabía a ciencia cierta cuál era la procedencia real de Kiri; Grena siempre decía que el dios del río se la había entregado cuando era un bebé. Eso había ocurrido quince años atrás.

Cuando sucedió, Grena fue a suplicarle a su masra que le dejase quedarse a la pequeña. No fue hasta muchos años después, al descubrir que Grena no era su verdadera tía y al ser consciente de que era diferente de los demás niños, cuando Kiri empezó a sentir de vez en cuando el deseo de saber de dónde venía en realidad. Su tez era algo más clara que la de los esclavos de la plantación, tenía el cabello menos rizado y unos rasgos faciales algo más delicados. En una ocasión, había oído a dos mujeres charlatanas comentar sobre ella: «La pequeña Kiri es una niña bastarda». Kiri le había preguntado a Grena qué significaba «bastarda», pero su tía se había limitado a decirle que no tenía que hacer caso de las habladurías. Tiempo más tarde, descubrió por sí sola la respuesta cuando Linu, una de las trabajadoras, dio a luz un niño de color mucho más claro que su madre. El masra de la plantación montó en cólera al verlo, ya que a los mestizos no se les permitía trabajar en las plantaciones y eso significaba que Linu había echado a perder la posibilidad de aportar un futuro trabajador. Quién era el padre es algo que Kiri jamás supo. Pero con el paso de los años fue dándose cuenta de la frecuencia con que las mujeres esclavas engendraban hijos mestizos sin que nadie mencionase al padre. En algunas ocasiones, esos niños sencillamente desaparecían sin que nadie hiciese un solo comentario al respecto.

Kiri, debido al color de su piel, tampoco podía trabajar en los campos. Por eso servía como moza de cocina en casa del masra.

En ese instante, Kiri rompió a sollozar. Tenía que marcharse de allí. Intentó pensar rápidamente adónde ir. ¡Las barcas! Podía esconderse en una de las barcas. Se puso en pie y, rodeando los campos, se deslizó hacia el río. Por las sombras del bosque corrió en cuclillas hasta la orilla y de allí al lugar donde flotaban las barcas. Silenciosamente, subió a una de ellas y se acurrucó bajo las lonas que había amontonadas dentro. Intentó controlar los movimientos espasmódicos de su cuerpo tembloroso. De pronto, oyó unos pasos acercándose a toda velocidad y el pánico la paralizó por completo. ¿Y si los cimarrones se dirigían también a las barcas? Oyó que dos voces masculinas susurraban, después la barca se inclinó ligeramente y Kiri notó que se alejaba de la orilla flotando por el río. Se acurrucó contra los fríos tablones de madera de la popa de la embarcación e intentó no hacer ningún ruido bajo las pesadas lonas. Al cabo de un rato, volvió a oír las mismas voces y las reconoció. Eran las de dos jóvenes esclavos. Los hombres parecían sentirse más a salvo y empezaron a hablar más alto. Kiri oyó palabras como «asalto», «muerte» y «suerte». Todo parecía indicar que se sentían aliviados por haber logrado escapar. Hablaban de llegar a la ciudad navegando. Kiri permaneció escondida bajo las lonas. Le daba miedo que la descubrieran. A saber lo que aquellos hombres serían capaces de hacer con ella.