Al cabo de pocos días bajo cubierta, Erika estaba convencida de que aquella era la primera prueba de resistencia a la que había decidido someterla Dios. Los pasajeros de la entrecubierta viajaban hacinados como animales. La predicción optimista de Reinhard de que el capitán les dejaría salir enseguida a cubierta no se hizo realidad. La puerta que conducía a la cubierta solo se abría durante el día para contrarrestar un poco el mal olor. Pero, en lo alto de la escalera, había siempre un marinero haciendo guardia que no permitía salir a nadie. Erika hacía multitud de conjeturas sobre la razón por la que les prohibían salir al aire libre. Un vistazo al rincón de los leñadores y a Josefa bastó para responderse a sí misma. Si bien los leñadores se daban al alcohol —aparentemente su único equipaje— y se entretenían jugando a las cartas tanto de día como de noche, Josefa estaba tendida en la hamaca luchando contra el mal del mar. El hermano Walter también había perdido el color, pero aguantaba estoicamente las ganas de vomitar. A Reinhard, en cambio, el viaje no parecía afectarlo físicamente. Aunque, con el paso del tiempo bajo cubierta, su euforia se fue matizando y el aburrimiento comenzó a hacer mella también en él, seguía susurrándole a Erika palabras de entusiasmo sobre el fantástico país que los aguardaba. Todos los días volvía a prometerle a Erika que ese sería el día en el que les abrirían el acceso a la cubierta.
El marinero Ferger, cuya misión era vigilar la puerta de las bodegas que se abría al fondo de la entrecubierta, resoplaba con tono burlón cada vez que le preguntaban.
—Olvídelo, muchacha —respondía con soberbia desde la hamaca—. Hasta que no salgamos del canal y hayamos pasado Inglaterra, el capitán no dejará salir a nadie. La última vez unos trabajadores del campo estuvieron a punto de destrozar la parte exterior de tan borrachos que iban. Y los campesinos, a los que les permitió embarcar, se pasaron días y días vomitando en la cubierta. Así que ahora ha decidido mantener aquí abajo tanto a los que no se separan de los barriles como a los que no se despegan de los cubos.
Con una sonrisa socarrona señalaba a Josefa, que estaba abrazada a uno de los cubos y sufría arcadas de manera ininterrumpida.
Erika suspiró.
—¿Y cuánto tardaremos en pasar Inglaterra?
Ferger se encogía de hombros y se daba media vuelta en la hamaca.
Erika sospechaba que el hombre no estaba demasiado satisfecho con el puesto de guardia que ocupaba. Por otro lado, lo cierto es que su trabajo no encerraba una dificultad excesiva. Dos veces al día, ponía en movimiento su voluminoso cuerpo, se arrastraba escaleras arriba y al cabo de un tiempo volvía a bajar con un gran puchero de comida. Un mozo menudo y flaco lo seguía con una cesta llena de pan tostado. La sopa diaria era aguada, nunca contenía trozos de carne, pero al menos de vez en cuando había verdura. La alimentación era escasa, pero suficiente.
—Al fin y cabo no viajamos en primera clase —le puntualizó Reinhard a Erika al verla remover el caldo aguado con expresión de sorpresa—. Además, pronto podremos comer multitud de manjares exóticos.
«Si es que antes no hemos sucumbido a la necesidad», pensó Erika para sus adentros mientras devoraba su ración con avidez.
Ferger siempre se servía una abundante ración en la escudilla y luego mandaba al mozo a la bodega con el resto del puchero. Cuando este subía de vuelta solía aparecer pálido y con expresión de pánico. Erika no acababa de comprender qué bajaba a hacer allí el mozo con los restos de la sopa, así que un día decidió preguntarle al marinero para obtener la respuesta.
—Animales…, dos animales —espetó Ferger con una media sonrisa.
—¿Cerdos? —Erika no obtuvo respuesta, pero no se le ocurría ningún animal que pudiera viajar en la bodega de un barco y se alimentara con restos de sopa.
Cuando, al cabo de catorce días de travesía, se permitió por fin que los pasajeros de la entrecubierta salieran al aire libre, a Erika le decepcionó el panorama que se divisaba desde el barco. El mar. Solo la inmensidad del océano, nada de tierra a la vista, ni una sola línea de costa con playa. La inabarcable infinitud del paisaje proporcionó un nuevo motivo de queja a Josefa. Su marido sugirió que tal vez convendría oficiar un pequeño servicio para aliviar los posibles males y peligros del resto del viaje. Mientras que la turba de leñadores se había instalado en el extremo de la cubierta entre maromas y cabos y daba buena cuenta de los licores, los Hermanos Moravos se buscaban un pequeño hueco refugiado del viento.
A Erika le costaba seguir el discurso del hermano Walter. Levantaba la cabeza con curiosidad una y otra vez tratando de ver qué pasaba a su alrededor. Reinhard la censuró con la mirada. Su obligación era unirse a la oración, aunque en realidad él estaba contento de que su esposa no fuese una mujer quejumbrosa y meliflua como Josefa.
Antes de partir, la pareja había vivido situaciones de gran tensión. Se habían visto obligados a decidir demasiadas cosas en un periodo de tiempo muy corto. Y así una discusión llevó a la otra. Reinhard era incapaz de comprender el punto de vista de Erika. Ella optó enseguida por guardarse para sí lo que pensaba respecto del viaje a la misión. No era de la clase de mujeres a las que les gusta quejarse. Mientras paseaba la mirada lentamente por la embarcación, divisó en la zona del fondo una superestructura de cubierta. De pronto, sintió una atracción casi mágica que le hizo centrar la atención en las personas que estaban reunidas allí. Junto a la baranda había damas ataviadas con refinadas ropas y acomodadas en sillas de verdad. Por un instante, su mirada recayó en una joven mujer que parecía estar a su vez mirando con curiosidad hacia la zona de cubierta en la que se encontraban ellos.
«¿Cómo será viajar en un barco así en una clase superior? —se preguntaba Erika—. ¿Dormirán en camas o también en hamacas?». Seguro que viajaban en camas y les daban de comer algo más que una sopa aguada.
«Piensa en las personas pobres de la India». Estas palabras de su madre le resonaban en la cabeza. Su madre, a la que Dios tenía en su gloria, siempre había reprimido en Erika todo anhelo de lujo. Ahora, ella hacía lo mismo consigo misma: no estaba bien albergar esos deseos. Estaba bien como estaba y, al fin y al cabo, no le faltaba de nada…, salvo un poco de aire, intimidad y una alimentación algo más saludable.
Rápidamente, Erika agachó de nuevo la cabeza y se concentró en las palabras del hermano Walter.
De ahí en adelante, los pasajeros de la entrecubierta tendrían permiso para pasar unas horas en la cubierta. Erika aguardaba con ansiedad el momento en que el marinero abría la escotilla. Solo les estaba permitido reunirse en la parte delantera del barco, el capitán no quería que nadie se acercase a la popa, ya que podrían molestar a los pasajeros de categoría superior, le aclaró el pequeño mozo a Erika con expresión de gravedad en el rostro cuando ella le había preguntado por qué habían dividido la cubierta con una cuerda. Erika no se lo reprochaba al capitán. El comportamiento de los leñadores estaba lejos de ser ejemplar y, cuantos más días pasaran, mayor sería su descontento y su impertinencia. Bajo cubierta se organizaban trifulcas casi todos los días, no solo entre los trabajadores, sino también con el hermano Walter, que veía perturbada su tranquilidad. Reinhard, en cambio, intentaba mantener buenas relaciones con aquellos hombres brutos, aunque para eso tenía que aguantar lo suyo. Aquellos trabajadores no querían tratos con un «párroco». Y, además, Reinhard se resistía a beber y no era muy bueno en los juegos de cartas.
Tras algunos días de travesía tranquila, el mar volvió a encresparse. Cerraron las escotillas porque las olas se elevaban por encima de la cubierta. Josefa tenía el estómago revuelto a todas horas y, con las fuertes sacudidas, los leñadores ya no eran capaces de mantener en el cuerpo el alcohol que habían bebido. Los bacines de los retretes de esa parte del barco volcaron y rodaron por el suelo y, como nadie salvo Reinhard y Erika se ocupaba de limpiar la mezcla pestilente que se extendía bajo sus pies, Erika comenzó a marearse.
—¡Necesito aire fresco! —Con la nítida y urgente necesidad de salir, subió la escalera a todo correr. Le daba igual si ese día tenían o no permiso. Necesitaba alejarse de aquella peste.