Unas cubiertas por encima de Erika, Julie se sentía más o menos igual. Las palabras de Wim le habían caído como un jarro de agua fría y, aunque le costaba admitirlo, pensaba en ellas mucho más de lo que le gustaría. Una y otra vez, llegaba a la conclusión de que Wim no podía tener razón. Era ella quien había decidido quedarse con Karl Leevken, el enlace no había tenido nada que ver con su herencia. Tenía toda una vida por delante, una vida que ella misma había escogido, y se esforzaba con todas sus fuerzas por hacerse una imagen lo más luminosa posible de Surinam. Era cierto que se imaginaba la convivencia con Karl de otra manera, pero también con el tiempo él aprendería a tratarla con más delicadeza. La cabina de Karl y Julie era pequeña, pero confortable. Pocas horas después de que el barco zarpase, Julie ya tenía la impresión de que no le llegaba el aire. Karl lanzó su abrigo sobre la cama y desapareció en alguna parte del interior del barco. Julie lo esperó, pero, al ver que no volvía y como empezó a notar que se le acababa el aire de la habitación, se echó el mantón sobre los hombros y se abrió camino hacia cubierta.
Poco tiempo después, Julie estaba asomada a la borda contemplando el paisaje de alrededor. A lo largo de varias millas, el Zeelust navegó por el canal conocido como Noordhollands Kanaal, que une Ámsterdam con Den Helder pasando por Alkmaar. Recorrían las aguas interiores en lugar de salir al mar abierto. De camino al barco, Karl le había explicado que el Zuidersee, una ensenada que se extendía hasta Ámsterdam, era demasiado poco profundo para el calado de los barcos muy grandes y con cargas pesadas. Por eso se había construido ese canal, del que Julie no había oído hablar. Por los canales, existía también otro camino alternativo hasta Róterdam, le había explicado Karl, pero, como en ese caso los barcos tenían que ir tirados por caballos, resultaba mucho más largo y, para ahorrar tiempo, preferían atajar por el mar. ¡Róterdam! Ella recordaba haber visto de niña los caballos arrastrando las inmensas embarcaciones a la sirga. Y recordaba que se quedaba en la orilla mirando junto a sus padres y…
Rápidamente, desterró esos recuerdos. Ahora tenía que mirar hacia delante.
A lo largo de los siguientes días fue explorando, aunque no sin temor, las partes del barco que encontraba en el camino del camarote a la cubierta superior. Los elevados mástiles, las innumerables superestructuras y los aparejos le imponían mucho respeto. Permanentemente, veía a marineros circulando por la cubierta, arrastrando amarras, trajinando con las superestructuras o trepando por las velas. Y, curiosamente, en el resto del barco, al igual que en el interior del camarote, había apenas sitio para moverse, ya que cada metro parecía cumplir una función específica. Como los trabajadores se habían apiñado de nuevo en un rincón, un marinero la condujo por unas escaleras hasta la cubierta superior del barco. Allí reinaba una calma mayor.
—Esta parte es solo para los pasajeros, mevrouw. —Por un instante, él lanzó una mirada de nostalgia al paisaje que los rodeaba—. Al comienzo del verano, desde aquí hay una vista maravillosa de los campos de tulipanes —agregó por lo bajo.
Julie creyó adivinar en sus jóvenes ojos más añoranza que ansias de viajar.
En la cubierta todavía hacía un frío considerable y Julie supuso que por eso apenas había pasajeros allí. Lo cual era una ventaja para ella, que necesitaba tiempo para pensar. No conseguía quitarse de la cabeza las palabras de Wim. ¿De veras Karl se había casado con ella solo por el dinero? Julie se resistía a creérselo. Había sido tan encantador con ella…, tan… Al menos así había sido en Ámsterdam, cuando había otras personas presentes. Ahora, en el barco, lo cierto era que Karl apenas pasaba tiempo con ella y, desde luego, tampoco le daba conversación alguna, cosa que ella echaba mucho de menos. A decir verdad, Julie no lo veía más que en las comidas. Después, Karl desaparecía alegremente en el interior del casco y regresaba por la noche, siempre bastante bebido.
—Jugar a las cartas es una manera magnífica de pasar el tiempo —dijo riendo cuando Julie le preguntó qué hacía.
¿Bebía tanto cuando estaban en Ámsterdam? Después de la boda seguro que no. Pero antes… ¿qué sabía Julie?
Finalmente, el barco pasó por el Marsdiep —un paso con unas fuertes corrientes marinas— entre el extremo norte del continente y la isla Texel. Izaron las velas grandes y eso imprimió velocidad al Zeelust de inmediato.
El cuerpo de Julie reaccionó con fuertes mareos al ritmo creciente hacia mar abierto. Los días siguientes, el mal del mar le causó un gran sufrimiento, de modo que no pudo disfrutar de las famosas cretas de la costa inglesa cuando el Zeelust atravesó el canal de la Mancha. Karl le decía que los mareos se le pasarían y que el mar se calmaría en cuanto hubiesen dejado atrás el mar del Norte. Julie, sin embargo, temía no ser capaz de sobrevivir. En todo caso, Karl tampoco le decía mucho más. Julie pasaba los días sola y frustrada en el interior del angosto y asfixiante camarote, donde Karl solo entraba para dormir. En lugar de ocuparse de Julie, pasaba todo el tiempo en compañía de otros pasajeros varones jugando a las cartas y bebiendo licor. La peste a alcohol que desprendía cuando regresaba por las noches no contribuía precisamente a aliviar el malestar de Julie. Los mismos besos que la noche de fin de año la habían dejado sin respiración ahora más bien le provocaban náuseas. Sin embargo, Karl no renunciaba a compartir el lecho matrimonial y Julie no se atrevía a rechazarlo. Pero, poco a poco, el Zeelust fue alejándose de la tierra firme europea a través del Atlántico, el mar se fue calmando y Julie comenzó, al fin, a encontrarse mejor. El estómago se le tranquilizó y le apetecía salir a tomar el aire. Por primera vez desde hacía casi una semana, conseguía desplazarse hasta su lugar favorito de la cubierta. Karl había desaparecido, como de costumbre, y esa mañana ni siquiera le había preguntado cómo se encontraba.
Julie se hallaba agarrada a la baranda respirando con avidez el aire salado del mar cuando, de pronto, una voz a su espalda le preguntó:
—Dígame, joven, ¿es su primer viaje en barco? —Una mujer rechoncha y de pequeña estatura la miró con una mezcla de socarronería y compasión.
Julie presentaba un aspecto lamentable. En los últimos días, como su estómago no admitía nada, se había alimentado solo a base de agua y pan tostado. Estaba pálida y tenía unas ojeras ennegrecidas bajo los ojos. Para salir a tomar el aire se había recogido el pelo de cualquier manera.
—Lo peor ya ha pasado —dijo la mujer en tono animoso mientras se acercaba—. Una vez que se deja atrás el canal inglés, la cosa se calma. —Sonrió a Julie con expresión risueña. Julie también trató de esbozar una sonrisa.
—Mi nombre es Wilma Kooger. Puede llamarme Wilma —anunció tendiéndole la mano a Julie—. Me alegro de haber encontrado compañía femenina en la cubierta. No insinúo que seamos las únicas mujeres a bordo, pero, por lo que he oído, a algunas les ha ido peor que a usted y todavía no han logrado recuperarse.
—Juliette Vand…, Leevken, disculpe. Puede llamarme Juliette.
Wilma asintió con una mirada elocuente.
—Leevken, ¿hum? ¿Recién casada, joven? Sí, a mí también me llevó una buena temporada acostumbrarme a mi nuevo nombre. —Se inclinó hacia la barandilla para acercarse a Julie.
A Julie le pareció más bien una pregunta retórica, porque ¿qué clase de mujer se embarcaría sola en un viaje de ese tipo? Asintió.
—Pasa los días con los otros hombres, ¿verdad?
Julie se encogió de hombros. No había demasiadas alternativas.
—¡Hombres! —Wilma compuso una expresión de repugnancia—. Mi Heinrich por aquel entonces era incapaz de contenerse, aunque viajábamos muy de cuando en cuando. Pero cada vez que viajábamos, me pasaba semanas enteras sin verle el pelo.
Julie no se atrevió a preguntar, pero Wilma pareció entender su mirada.
—Mi Heinrich murió ocho años atrás. Ahora vengo de Groningen, de visitar a mi hermana. En su día, ella se casó en los Países Bajos y ahora las cosas no le marchan bien.
—Vaya, lo lamento. —Julie no sabía muy bien qué decir.
—Ah, jovencita, no es para tanto. No sabe lo contenta que estoy de volver pronto a casa. En Europa hace siempre un tiempo espantoso. Venga, demos un paseo, a usted le vendrá bien tomar un poco el aire y para mí es un placer gozar de compañía. —Con estas palabras, Wilma echó a andar. Julie la siguió; ella también estaba contenta de tener con quien hablar. Lentamente, dieron toda la vuelta a la cubierta superior del barco.
Wilma le cayó simpática desde el primer momento. Tenía un aire resolutivo y maternal, pero sobre todo era una mujer ¡comunicativa! Julie consiguió reunir al fin detalles sobre la travesía y las distracciones a las que podía dedicar su tiempo una mujer. Cuando hacía buen tiempo, por ejemplo, solían reunirse a conversar y a hacer sus labores en la cubierta superior. De modo que Julie no se pasaría todo el viaje sola.
Wilma le contó que en la parte delantera de la cubierta solían colocar incluso sillas y mesas.
—Pero como parece que muchas de las damas todavía se encuentran mareadas, el capitán no debe de haberlo considerado apropiado por el momento. Por supuesto, aquí no disponemos del lujo de los grandes barcos de pasajeros, porque al fin y cabo Surinam no es un destino muy solicitado. —Wilma soltó unas carcajadas y ralentizó el paso para contemplar la estela espumosa que el barco dejaba tras de sí—. Pero los viajes son mucho más confortables que antaño. En aquella época, en comparación con la multitud de mercancías que se transportaba, los pasajeros eran considerados unos trastos inútiles. —Wilma le pidió un té a un mozo del barco que les preguntó en qué podía servirles—. Y tráenos una mesa y dos sillas, que ya ha empezado el buen tiempo. —Desde que partieron, el aire se había tornado considerablemente más cálido y ahora, de cuando en cuando, el sol se dejaba entrever en los claros del cielo.
—Qué muchacho tan simpático —señaló Wilma después de que el joven se afanara enseguida en complacer el deseo de las damas y les dispusiera un acomodo donde sentarse.
—Bueno, Juliette, así que está recién casada. ¿Y dónde conoció a su marido? —Las palabras que Wilma pronunció mientras bebía traslucían una sana curiosidad.
Julie le contó la historia de buena gana. En su relato omitió la duda y el supuesto acuerdo comercial entre Karl y su tío, aunque a decir verdad le costó resistir la tentación de compartirlo con alguien, y en especial con una mujer.
Wilma enarcó las cejas con una visible sorpresa.
—Bueno, ¡veo que no ha andado perdiendo el tiempo!
—¿Conoce a mi esposo? —preguntó Julie acto seguido, algo apurada.
Julie no quería que Wilma pensara que trataba de sonsacarle información. Pero la colonia de Surinam tampoco parecía demasiado grande y probablemente todos sus miembros se conocían entre sí.
—¿Leevken? —Wilma asintió—. Bueno, conocer es un término exagerado, pero he oído hablar de él.
—¿Y? —preguntó Julie. Sabía que sonaba un tanto insólito que quisiera obtener información de su propio cónyuge de una persona a la que acababa de conocer. Pero la curiosidad pudo más que la prudencia—. ¿Qué se dice de él por ahí?
Wilma pareció quedarse pensando unos instantes.
—Bueno, es el propietario de una gran plantación de caña de azúcar. Quienes regentan las plantaciones son una especie aparte, eso debe saberlo. Pero no tiene que preocuparse, él ante todo es un…, un hombre respetado.
No consiguió sacarle a Wilma mucho más, ni sobre Karl ni sobre las particularidades del país. Julie se sintió incómoda y esa sensación le recordó a la conversación que había mantenido con la modista. Ella también se había expresado con cautela. Con una cautela extrema, para gusto de Julie.
Distraída por la nueva amistad que había trabado, para Julie el tiempo comenzó a transcurrir más deprisa. Llevaban ya catorce días de travesía. En total, debía de haber unos veinte pasajeros alojados en los camarotes de la cubierta superior. Julie solía reunirse en la cubierta con Wilma; poco después comenzaron a acudir allí también las demás mujeres que viajaban. Por contra, los hombres apenas se dejaban ver al aire libre. Aunque las mujeres censuraban ese comportamiento, tampoco hacían nada por evitarlo. Al contrario, más bien parecían satisfechas de saber ocupados a sus maridos. Julie intentaba rescatar de las conversaciones todos los datos que podía sobre el país donde establecería su nuevo hogar, aunque algunos de los comentarios le resultaban de lo más extraño. Así, por ejemplo, las mujeres se quejaban mucho de la falta de servicio y de la holgazanería de los criados en los Países Bajos.
—Es un alivio regresar a casa —comentó Laura Freiken, hija de un alto mando del ejército de Surinam, echándose a un lado el mantón bordado—. Yo quería traer conmigo a mi esclava favorita, pero mi padre se opuso. Me dijo que el clima iba a ser demasiado duro para ella y que era demasiado trastorno para él tener que arreglar lo de la vestimenta y el calzado.
Julie enseguida pensó en Aiku y en cómo lo había visto caminar descalzo por la nieve. Desde que zarparon no había vuelto a verlo y no tenía la menor idea de dónde viajaba.
—Sí —agregó otra mujer dándole la razón a la primera—. Yo me traje a Hena en una ocasión y después de unos días con zapatos era incapaz de caminar y no hizo más que caer enferma todo el tiempo. La verdad es que es mejor no traerlos.
—Pero, entonces, ¿en Surinam nadie lleva zapatos? —preguntó sorprendida Julie a las demás mujeres.
—A los esclavos no se les permite ir calzados, jovencita —le aclaró Wilma en voz baja.
—¿Por qué no?
Wilma se encogió de hombros.
—De alguna forma hay que mantenerlos… Bueno, tienen que mantenerse en la posición que les corresponde.
En la siguiente hora de conversación, Julie descubrió más cosas sobre sus futuros sirvientes. Los esclavos no solo no podían llevar zapatos, sino que tampoco tenían derecho a hablar neerlandés ni a mirar a los ojos a su señor.
«Sencillamente, porque no le gusta», había sido la imprecisa explicación de Karl cuando Julie le había preguntado por los pies descalzos de Aiku.
A Julie se le hacía difícil imaginarse el día a día de la vida cotidiana rodeada de un servicio formado por esclavos. Y ahora, al fin, había conseguido enterarse de cuáles eran las diferencias entre el personal de tío Wilhelm en Ámsterdam y Aiku: el negro no solo era un sirviente, sino que se debía por completo a su dueño y señor. En la medida de lo posible, incluso debía temerlo. Poco a poco Julie, a medida que descubría más cosas sobre su nuevo país, iba sintiéndose más confundida.
Cuando el tiempo volvió a mejorar de forma ostensible, Julie vio que aparecían en la parte delantera de la cubierta pasajeros a los que no había visto hasta ese día. Ella había dado por supuesto que aquella zona estaba reservada para los marineros, pero aquellas personas no tenían aspecto de formar parte de la tripulación.
—¿Quiénes son esas personas, Wilma, y por qué no habían aparecido por aquí hasta hoy? —Julie ya no tenía reparos a la hora de hacer preguntas.
—Ah, son cazafortunas y religiosos… Los capitanes intentan mantenerlos bajo cubierta en la medida de lo posible para evitar altercados. Porque la verdad es que para los otros pasajeros… —Wilma señaló con la cabeza hacia la zona donde solían reunirse los pasajeros de la cubierta superior— no es una imagen muy edificante.
Julie arrugó la frente. Wilma prosiguió con la explicación enseguida.
—Desde que se descubrieron algunos ríos de oro, cada vez llegan al país personas más extrañas. Y, supuestamente, en el interior del país hay nuevos pobladores que tienen a su disposición algunos terrenos. Entre ellos hay muchos alemanes, dicen por ahí, ya que existen muchos campos con madera y esa gente entiende mucho de desmonte y ebanistería. —Wilma se quedó pensativa—. Yo no creo que sea buena idea. La mayoría de los extranjeros no consiguen adaptarse al clima.
—Pero Karl me dijo que en Surinam hacía un tiempo muy agradable. —Julie esperaba no volver a ver sus ilusiones rotas una vez más.
Wilma soltó una carcajada.
—Bueno, es una forma de verlo. Ciertamente, durante todo el año hace un calor agradable, ni siquiera en la estación de las lluvias hace frío. Pero es un calor bochornoso, nada comparable con el calor del verano europeo. —Wilma se quedó mirando al horizonte—. Y por desgracia ese clima trae consigo enfermedades que no tienen parangón con ningún mal europeo. La peor de todas es la fiebre.
—¿La fiebre?
—Hay diferentes clases de fiebre, algunas solo atormentan al enfermo, otras pueden llegar a matarlo. —Wilma señaló hacia algunas de las personas andrajosas que ocupaban la parte delantera de la cubierta que en ese momento estaban reunidas en una suerte de misa—. Gracias a Dios, hay en Surinam una comunidad de Hermanos Moravos y sus miembros se encargan de cuidar a los esclavos y a los enfermos.
Julie miró al pequeño grupo de la cubierta inferior. Entre ellos había algunas mujeres que, con la cabeza gacha, escuchaban atentas la voz de un hombre que leía un libro, probablemente una Biblia. En otro rincón, entre maromas y toda suerte de aparejos, se hallaban unos cuantos hombres ataviados con ropas harapientas que fumaban y jugaban a las cartas. Observar a todos aquellos pasajeros allí hizo que Julie volviera a preguntarse algo que le rondaba la cabeza desde hacía varios días.
—¿Dónde viajará entonces nuestro esclavo, Wilma?
—¿Esclavo? No debe preocuparse, estará bien. Eso será mejor que se lo pregunte a su esposo, Juliette.
Julie no consiguió sacarle nada más a Wilma, que rápidamente cambió de tema. Julie volvió a sorprenderse una vez más. En cuanto formulaba una pregunta algo comprometida o incómoda, le respondían que no tenía por qué preocuparse o que le preguntase a su marido. Estaba empezando a sospechar que aquel país no era ni tan paradisíaco ni tan romántico como ella había imaginado. Por otro lado, la cuestión de los esclavos también parecía estar rodeada de aspectos peliagudos.
Julie no podía dejar de pensar en Aiku. Él le había servido en los Países Bajos; ella no había tardado en perderle el miedo y en convencerse de su bondad. El hecho de no verlo en la cubierta la tenía preocupada.
Por la tarde, le pidió explicaciones a Karl justo antes de que se marchara a jugar la partida.
—¿Dónde está Aiku? Desde que zarpamos no he vuelto a verlo.
Karl trazó un movimiento de despreocupación con la mano.
—Ah, está bajo cubierta. Son las normas, por seguridad, los esclavos deben mantenerse a buen recaudo durante la travesía.
—¿A buen recaudo? ¿Qué significa eso? ¿Que los encierran?
Karl sacudió la cabeza.
—Eso no tienes por qué saberlo —respondió lacónicamente—. Y ahora déjame tranquilo, que tengo que irme. —Karl abandonó el camarote dejando atrás a una Julie descontenta y enojada. No estaba dispuesta a conformarse con esa respuesta.