CAPÍTULO 8

Al poco tiempo, Julie ya no sabía ni dónde tenía la cabeza. Los días siguientes fueron terriblemente ajetreados y por la noche tampoco conseguía descansar. Karl se encargaba única y exclusivamente de sus asuntos. Julie no encontraba paz ninguna junto a su marido, más bien le provocaba miedo y la hosca actitud de Karl no contribuía sino a empeorar la situación. Julie había oído en alguna ocasión el concepto de la «carga del matrimonio», ¿acaso se refería a eso? Julie no podía conciliar el sueño junto a él.

Durante el día, en cambio, apenas lo veía.

Karl le había sugerido que se proveyera de toda suerte de bienes y enseres ya que en Surinam las posibilidades eran bastante más limitadas. Aiku la acompañaba siempre a todas partes. El hombre negro permanecía con gesto imperturbable y la seguía a todas las tiendas, siempre de punta en blanco, pero siempre descalzo. ¡Y eso que era invierno! Al principio, a Julie le inspiraba cierto temor, pero enseguida vio que se trataba de un hombre inofensivo que, además, era el que se encargaba de que los comerciantes enviaran sus nuevos vestidos de inmediato a la suite de Karl.

Justo cuando Aiku acababa de salir para depositar algunos paquetes en la habitación contigua, donde dormía sobre un colchón, entró Karl. Estrechó a su joven esposa contra su cuerpo y la besó con ímpetu en la boca.

—¡No, Karl! —exclamó Julie cuando consiguió por fin librarse de sus labios. ¿Ahora iba a tener que soportarlo también durante el día?—. Hay que hacer el equipaje y seguramente Aiku está a punto de venir… —Julie se sentiría morir de vergüenza si el criado los sorprendía.

En esa ocasión, para sorpresa de Julie, Karl la soltó. Julie aprovechó la oportunidad para cambiar de tema.

—Dime una cosa, Karl… Aiku…, bueno…, que si… ¿no puede hablar?

Julie había estado dándole vueltas a esa cuestión. Llevaba varios días recorriendo la ciudad con el criado y, curiosamente, este no había dicho ni una sola palabra en todo el tiempo. ¿No podía hablar? ¿No quería? Tal vez es que a los esclavos no se les permitía hablar con los blancos.

Karl se sentó en el borde de la cama y comenzó a juguetear con el anillo que siempre llevaba, como tantas veces hacía. Se trataba de una pieza curiosa de la que Karl no se desprendía jamás, un anillo tosco que parecía encerrar algún misterio. Hasta entonces, Julie no se había atrevido a preguntarle por su significado. Finalmente, Karl respondió entre titubeos:

—No, es que le… Bah, Juliette, una mujer no tiene por qué saber estas cosas.

Julie se imaginó lo peor.

—¿Qué le han hecho?

—Bueno…, le cortaron la lengua.

—Oh, Dios mío, ¡qué espanto! —Julie se llevó la mano a la boca horrorizada—. ¿Quién ha podido hacerle algo así?

—A veces los negros entre sí son un poco…, pero tú no tienes por qué preocuparte —añadió Karl en un tono lapidario.

Julie se quedó impactada. Con eso sí que no había contado. ¿Qué razón podría haber para cortarle la lengua a un hombre? ¿Qué otras atrocidades habrían cometido con Aiku?

—¿Y por qué no lleva zapatos? —preguntó con la voz entrecortada.

Karl se echó a reír.

—Sencillamente, porque no le gusta y porque en Surinam todo el mundo va descalzo. Ven aquí… —dijo volviendo a estrecharla entre sus brazos—. Ya aprenderás todo lo que hay que saber sobre los esclavos cuando lleguemos a casa. —Daba la impresión de que era un tema sobre el que a Karl no le gustaba hablar o al que no le concedía importancia—. Antes de nada, hay cosas más importantes. Ahora me gustaría pedirte un favor.

—¿Y de qué se trata? —preguntó tratando de librarse de sus brazos.

—¿Podrías encargarte de comprarle algunas cosas a mi hija?

—¿Tu hija? —Julie se soltó de Karl desconcertada.

—Bueno, es que no suelo acertar con el gusto de las mujeres.

—¡Tu hija! —Julie lo miró con incredulidad—. ¿Tienes una hija? ¿Por qué no me lo habías dicho?

Karl se encogió de hombros.

—Juliette, soy viudo, como sabes. El hecho de que tenga una hija no es nada reprochable.

Julie notaba que la rabia iba creciendo en su interior.

—¿Reprochable? No, pero ¿se puede saber por qué lo has mantenido en secreto? Deberías habérmelo contado.

—¿Debería? ¿Acaso eso habría cambiado las cosas? —Karl la miró con recelo.

Julie no sabía qué decir.

—¿Qué…, qué edad tiene? —preguntó al fin.

Karl tuvo que pararse a pensarlo unos instantes.

—Diecisiete —respondió después.

Julie lo miró escandalizada.

—Karl, ¡tu hija es solamente un año más joven que yo!

Él volvió a encogerse de hombros.

—Así os entenderéis mejor.

Julie se mordió los labios.

—¿Cómo se llama? —preguntó por lo bajo.

—Martina —respondió Karl con toda tranquilidad. No parecía que la indignación de Julie lo afectase lo más mínimo—. Y dijo que le gustaría que le llevase unos cuantos vestidos bonitos y dos sombreros. Cómprale algo que te guste a ti. Como bien has dicho…, sois prácticamente de la misma edad.

Karl se despidió dándole a Julie un beso fugaz en la frente.

—¡Acompaña a la misi, Aiku! —exclamó dirigiéndose al criado, que aguardaba en la puerta con actitud servicial—. Saldrá a hacer unos recados. Un encargo de misi Martina.

Por un momento, pareció que Aiku torcía ligeramente el gesto al oír el nombre de Martina, pero asintió con la cortesía habitual.

Julie resopló.

—Aiku, ¿me haría el favor de…?

—¡Juliette! —la increpó Karl volviéndose hacia ella—: ¡A los esclavos no se los trata de usted! —Y acto seguido salió por la puerta.

Julie se sentó frente al espejo, algo aturdida. Ahora no solo estaba casada, sino que ¡tenía una hijastra!

Y además puede que Karl tuviera más parientes de los que no le había hablado. ¿Tendría padres o hermanos…?

A saber cuántas cosas le habría ocultado. De pronto, y no era la primera vez, sintió odio hacia su marido y cierto miedo de su propio atrevimiento. Un esposo desconocido, un país desconocido, una familia nueva… En ocasiones, Julie necesitaba acordarse de que la alternativa habría sido ingresar en un convento para no arrepentirse de su decisión.

Cuando, dos días más tarde, a primera hora de la mañana, Julie y Karl se encaminaron al puerto, la joven se asustó al ver la cantidad de equipaje que había acumulado. Para transportar las maletas de los Leevken hasta el puerto fue necesario un coche extra. A pesar de que aquel 28 de enero era un día frío y húmedo, en el puerto había un gran bullicio formado por el ir y venir de los carruajes y por pasajeros aglomerados en el muelle. Las familias se despedían a voz en grito. Algunos con lamentos de dolor, otros con alegría. Tío Wilhelm y su esposa ni siquiera se molestaron en acompañarla al barco, y mucho menos sus primas, que seguían dolidas por el hecho que ella hubiera sido la primera en aventurarse al matrimonio. Definitivamente, Julie veía con claridad que no tenía familia. Pero ¿acaso alguna vez la había tenido? Se reprochó ese arranque gratuito de sentimentalismo. Ahora su única familia eran Karl Leevken y su hija, de la que no sabía más que el nombre.

Julie divisó varias fragatas dispuestas para zarpar. ¿Adónde se dirigirían? ¿A América, a la India? Se preguntó emocionada cuál de todas sería la suya. El aire estaba cargado de un intenso olor a mar. Las gaviotas graznaban y las olas batían contra las dársenas.

Cuanto más se acercaba a los barcos, mayor era la algarabía. Julie observó con asombro lo que otros pasajeros cargaban en los barcos. Muebles inmensos, infinidad de cajas e incluso, en algunos estrechos contenedores que la grúa elevaba en el aire para cargarlos en la bodega, se oía relinchar a los caballos.

Karl la tranquilizó.

—Aquí es tan sencillo como entrar en una tienda y comprar lo que uno necesita. Allí es preciso encargarlo todo y hacerlo llevar. Y luego hasta que llega… Es normal que los visitantes que vienen de ultramar llenen sus equipajes de objetos de uso corriente y artículos de lujo.

Cuando Julie vio aquellas cantidades ingentes de bultos, los barcos dejaron de parecerle grandes y seguros. Avanzaba entre la multitud con inseguridad y pegada a Karl, que no parecía advertir los miedos y las dudas de su joven esposa. Le soltó la mano y se excusó deprisa y corriendo antes de dejarla a solas con Aiku junto al equipaje de mano de ambos.

Cuando Karl desapareció entre el gentío, Julie todavía no sabía cuál de todos aquellos barcos era el suyo. Por primera vez, se sintió casi alegre de tener a Aiku a su lado. El inmenso hombre negro era como una roca muda contra la que batía el oleaje y, al verlo, la gente daba un respetable rodeo. Probablemente, les inspiraba miedo. Julie se preguntó si Aiku se alegraría de volver a casa y si allí habría una esposa y una familia esperándolo…

—¡Juliette!

Alguien gritó su nombre.

—¡Juliette!

Julie vio aparecer una cabellera rubia entre el gentío.

—¿Wim? —exclamó en dirección a su primo a través de la colorida multitud.

El joven llegó sin aliento hasta donde estaban Julie y Aiku.

—¡Menos mal que he dado contigo a tiempo!

—¿Qué estás haciendo aquí, Wim? —Julie se alegraba mucho de ver a su primo, pero ya se habían despedido el día anterior.

—¡No podía permitir que te marcharas así! —Wim miró a su prima con una expresión cargada de cariño. A Julie la invadió una sensación de agradable calidez. Wim era la única persona de la familia que significaba algo para ella.

—Quería despedirte como es debido. ¡Con lágrimas y agitando un pañuelo, como dictan los cánones! —Sonrió con picardía antes de componer una expresión seria—. Y, además, es que tengo que contarte algo que he oído, aunque en realidad no debería. Periodismo de investigación, podría llamarlo…

Julie entornó los ojos.

—Dime, ¿qué es eso tan importante que tienes que contarme? —preguntó despreocupada. Wim siempre se había caracterizado por hacer un gran secreto de cualquier menudencia. Probablemente, le había venido a la mente otra enfermedad tropical espantosa de la que quería advertirla.

Wim le lanzó una mirada a Aiku.

—¿Habla nuestro idioma? —preguntó con desconfianza.

—Sí, creo que lo entiende, pero no puede hablar —respondió Julie.

Wim arrugó la frente y se apartó unos cuantos pasos de Aiku. Después bajó la voz:

—Ese Leevken… Se ha casado contigo para quedarse con tu herencia.

Julie enarcó las cejas, sorprendida.

—¿Mi herencia? —preguntó con incredulidad.

—Sí, ¡tu herencia! ¿Dónde crees que ha ido a parar la herencia que te dejaron tus padres?

—¿Mi herencia? Cuando cumpla veintiún años me la entregarán.

Wim se echó a reír.

—Sí, Juliette, así era hasta que…, hasta que te casaste. Pero ahora…, ahora ese Leevken ha pasado a ser el administrador de tu herencia hasta que cumplas la mayoría de edad. Y… o mucho me equivoco, o me temo que no está demasiado dispuesto a conservarla y a ahorrar para ti. —La expresión de Wim era seria y sus ojos reflejaban una gran preocupación. Al poco, prosiguió—: Ayer por la noche, al despedirme de vosotros, estuve escuchando la conversación de mis padres. Apenas podía creerme lo que estaba oyendo, pero es cierto, después lo comprobé. En el despacho de mi padre hay documentos que lo demuestran.

—¿Has estado espiando a tu padre? —Julie miró a su primo con expresión atónita.

Wim la agarró por el antebrazo, con lo que, automáticamente, se ganó una mirada amenazante de Aiku.

—¡Escúchame bien, Juliette! Mi padre había contraído una enorme deuda con Leevken que no podía pagar. Y por eso ha aceptado entregarte, digamos, ¡como pago!

Julie lo miró con perplejidad.

—¡Juliette! —Wim la miró con actitud suplicante—. Mi padre y ese Leevken están en el mismo bando. ¡Han tenido la frialdad de hacer un trueque contigo!

—Pero…, pero si tío Wilhelm quería meterme en un convento de monjas y yo…, yo fui la que decidió quedarse con Karl…

—¡Tonterías! —replicó Wim sacudiendo la cabeza con vehemencia—. No te habrían llevado de los pelos a un convento, por no hablar de la fortuna que piden las monjas por el alojamiento. Pero, aun en el caso de que hubieras acabado allí, en ningún caso habrías tenido que quedarte más de tres años. A los veintiún años habrías recibido tu herencia. Sin embargo ahora…, ¡ahora la recibirá ese Leevken!

No pudo continuar porque alguien lo interrumpió poniéndole la mano en el hombro.

—¡El joven mijnheer Vandenberg! Qué amable que se haya acercado hasta aquí para despedirse de mi esposa. —Karl apareció detrás de Wim y lo fulminó con la mirada.

—Mijnheer Leevken… —Wim no se dejó atemorizar—. Yo…

Karl lo interrumpió con brusquedad.

—Sí, por supuesto que puede despedirse, pero le ruego que se apremie porque debemos ir embarcando. Hasta la vista, mijnheer Vandenberg, y por favor salude a su padre de mi parte.

—¡Juliette…! —Wim parecía querer decir algo más, pero se quedó allí plantado con los hombros caídos. Era demasiado tarde para las palabras. Juliette Leevken ya había decidido su destino.

Karl agarró a Julie del brazo y la arrastró consigo. Al avanzar, empujó a algunas personas, que se vieron obligadas a apartarse a pesar de que también se dirigían al barco, y colocó a Julie en la cola de espera para subir a cubierta. Julie volvió la vista atrás. A Wim ya no lo vio, pero su mirada se detuvo en una mujer de aspecto atemorizado ataviada con un traje de religiosa. A pesar del miedo que se advertía en sus ojos, le dedicó una tierna mirada a Julie antes de que un hombre la empujase también a ella hacia el muelle.

—Vamos, Erika, estamos interrumpiendo a todo el mundo.