Julie atravesó la nieve del jardín trasero a grandes zancadas. Ya no sentía el frío y tampoco tenía ojos para contemplar la belleza de los árboles nevados.
La palabra «convento» resonaba en su cabeza sin cesar. De pronto, se agolpaban en su mente los recuerdos de las detestables horas y horas de oración en el internado. Martha le había comunicado en un tono despiadado y no sin cierto regodeo que sus padres estaban pensando en enviarla a una institución de las hermanas de la caridad el siguiente verano.
Para Julie supuso una auténtica bofetada. ¡No! En ningún caso pensaba permitir que la metieran en un convento. ¡Tenía que encontrar una alternativa! Ojalá Sofia estuviera allí, seguro que a ella se le ocurriría una solución. Julie se sintió terriblemente sola.
A pesar de que, de vez en cuando, se había planteado qué sería de ella cuando acabase la escuela, nunca había querido detenerse a pensarlo en serio. Todavía faltaba mucho para eso. Sin embargo, en ese momento, fue dolorosamente consciente de que había llegado la hora. El siguiente verano debería abandonar el internado y, con él, a Sofia. Unas cálidas lágrimas le surcaron el rostro. Para las demás chicas estaba claro cuál era el camino a seguir: regresar al seno de sus familias hasta que, con el paso del tiempo, las dejasen en manos de un hombre dispuesto a casarse con ellas. Pero ¿con quién iba a casarse Julie? Ella, el «ratón gris del internado», como solía llamarla Martha años atrás. ¿Y el tío Wilhelm? Él no iba a preocuparse en buscar un candidato porque antes tenía que casar a sus dos hijas. En eso Martha tenía razón.
Julie iba a tener que someterse a la voluntad de su tío.
Al día siguiente, tras toda la noche en vela, su tío la hizo llamar. Ella ya se imaginaba lo que querría comunicarle.
Julie entró con resignación en el despacho.
—Tío Wilhelm, ¿querías verme?
—Siéntate, Juliette. —Le señaló la silla situada ante su escritorio—. ¿Cómo estás?
A Julie le desconcertó la pregunta, ya que su tío jamás se preocupaba por su estado de ánimo.
—Bien, gracias, tío —le dijo titubeante.
—Bueno, Juliette, el verano que viene acabarás la escuela y tu tía y yo hemos estado pensando en tu futuro.
Julie se estremeció en la silla y comenzó a manosearse el vestido con gesto nervioso.
—Tras haber contemplado la situación en su conjunto, Margret y yo hemos pensado que lo más adecuado sería que pasaras los próximos años en una institución de hermanas de la caridad.
Julie trató de componer expresión de sorpresa, tal vez conseguiría convencer a su tío para que cambiara de idea.
—¿Un… un convento?
—Sí, cielo. Ya has cumplido dieciocho años y no ha aparecido ningún pretendiente que quiera pedir tu mano. Cuando termines la escuela, estarás sola. Por desgracia, nosotros no podemos acogerte, ya lo sabes… Margret… En el convento estarás entre mujeres con un destino muy similar al tuyo.
Julie se quedó mirándolo con rabia.
—Pero yo no quiero ingresar en un convento. ¡No podéis hacerme esto! ¿Qué va a ser de mí? ¿Me pasaré el día entero rezando? Antes que eso preferiría…, podría estudiar para… ¿maestra?
—Cielo, allí tendrás todo el tiempo que necesites para reflexionar sobre qué te gustaría hacer cuando seas mayor. Estoy convencido de que las hermanas te ayudarán en esa tarea, y para mujeres solteras un convento de monjas es lo más…, lo más adecuado.
—Pero ¡yo no quiero! —replicó Julie descorazonada. No se le ocurrían más argumentos.
—Bueno, si verdaderamente no es eso lo que quieres… Lo cierto es que no puede decirse que nadie se haya interesado por ti. Lo que ocurre es que… No, en mi opinión no era una buena idea, y por parte de ese señor estoy seguro de que no fue más que una broma. —Wilhelm carraspeó.
—¿Señor? ¿Qué señor? —En los ojos de Julie brilló una chispa de esperanza. Era una noticia completamente inesperada. En su situación actual, estaba dispuesta a casarse hasta con alguno de esos socios viejos y cojos de su tío si de ese modo evitaba ingresar en el convento.
—Bah —respondió su tío con un gesto despectivo—. No debería haberte dicho nada. Ese muchacho desvergonzado…, yo ni siquiera sé qué es lo que se trae entre manos. Sería como entregarte al primero que pasa por la calle.
—Pero ¿quieres decirme de una vez de quién se trata, por todos los santos? —exclamó Julie—. Tío, necesito saberlo.
—De ese tal Leevken. Esas gentes de las colonias tienen una idea muy extraña del matrimonio. Mira que presentarse aquí y…
—Karl Leevken ha… ¿pedido mi mano? —Julie se ruborizó.
—Yo le dije enseguida que nosotros no nos planteamos un enlace de esa naturaleza. Ese hombre es mucho mayor que tú y además vive en ese país salvaje.
La mente de Julie comenzó a maquinar a toda velocidad. Se le formó una profunda arruga en el entrecejo. ¿Se trataba de una opción a la que debía agarrarse como a un clavo ardiendo? ¿Casarse con quien era prácticamente un desconocido?
Wilhelm le concedió unos instantes de reflexión y, mientras tanto, tomó un trago de whisky. Después, respiró hondo y prosiguió.
—Le he dicho que primero entrarás a vivir en un convento. Si con el tiempo continúa teniendo interés en ti, cosa que con la distancia será difícil que suceda… Bueno, creo que con eso el asunto ha quedado solucionado.
Ahora todo estaba en sus manos, y Leevken era una opción mucho mejor que cualquiera de aquellos hombres viejos con la dentadura podrida y una enorme barriga, por no hablar del convento.
—¡Lo haré! —El cuerpo de Julie entró en tensión al anunciar la decisión—. Me casaré con Karl Leevken.
—¡Pero Juliette! No…, ¡no puede ser! Tendrías que irte con él a Surinam y…
—Si ha pedido mi mano —replicó con gran firmeza—, yo se la concederé. Me casaré con Karl Leevken y me iré con él a Surinam.
Julie se miró en el espejo y se colocó bien algunos mechones. ¿Qué era lo que acababa de hacer? Ahora ya era oficial.
Pero meterse en un convento… No conseguía comprenderlo. Pero habría preferido cualquier cosa antes de entrar en el convento. Y una boda no era la peor alternativa. Aunque a decir verdad se sentía algo aturdida. En el fondo, apenas conocía a Karl Leevken. Pero cada vez que recordaba la noche de San Silvestre, un escalofrío agradable le recorría todo el cuerpo. Seguramente en cierto modo su comportamiento fue indecoroso. Pero sus labios… Julie se llevó los dedos a la boca. Todavía le parecía sentir la respiración de Leevken en sus mejillas.
No, ¡comprometerse con Leevken era lo correcto! Además era un modo de liberarse de las ataduras de su tío Wilhelm. Quién sabe qué otras cosas podría llegar a tramar su tío. O ingresarla en el convento o bien emparentarla con alguno de esos hombres pálidos y aburridos. De este modo, al menos Julie tenía la sensación de que la decisión era en parte suya.
Jamás había recibido ninguna muestra de afecto por parte de sus tíos. Karl Leevken, en cambio, sí sentía aprecio por ella, ya que de lo contrario no la habría besado aquella noche. Y además era guapo, educado, y parecía un hombre de fortuna, de forma que Julie no podía desear nada mejor. Por otro lado, viviría la emoción de viajar a un país donde todo era nuevo y desconocido. Era cierto que por edad podía ser su padre, pero…
«Una ocasión así solo se presenta una vez en la vida». Ese fue el pensamiento que había cruzado la mente de Julie en el despacho de Wilhelm, y ahora lo veía cada vez más claro.
Pero ya no podría regresar al internado. Pensó en Sofia con pesadumbre. Por otra parte, sabía que en verano todas sus amigas abandonarían la escuela y que sus caminos se separarían, pero mantendrían el contacto por carta…
¡Ahora Karl estaba a punto de llegar! Margret se apresuró a organizar una cena para acabar de concretar los detalles del enlace. Parecía que la idea del compromiso le producía una alegría inconmensurable, probablemente le aliviaba librarse de Julie. Martha y Dorothea, en cambio, se mostraron decepcionadas ante la noticia.
—No puedes marcharte con un desconocido a un país lleno…, lleno de negros. —Por lo visto, a ojos de sus primas era impensable que alguien quisiera voluntariamente renunciar a la seguridad del hogar. Ellas solo aspiraban a sentar la cabeza, tener hijos y dedicarse a parlotear en corrillo con otras mujeres de la misma calaña. Probablemente, habrían preferido la alternativa de ingresar en un convento.
Julie, en cambio, sí se veía viviendo en el ambiente tropical y fastuoso de las remotas colonias. El plan olía a aventura. «Juliette Leevken, dueña y señora de la plantación Rozenburg». Julie estaba dominada por el sentimiento de que la decisión no solo había sido suya, sino de que, además, no era ni mucho menos la peor de todas las decisiones. Tal vez sus primas sencillamente sentían un poco de envidia al ver que Julie iba a contraer matrimonio antes que ellas. Julie se puso en pie con determinación y comprobó de nuevo que el vestido estuviera bien. Ese día quería ofrecer un aspecto impresionante, majestuoso…, ¡no fuera a ser que Karl sintiera la tentación de echarse atrás! Ahora por fin dejaría atrás a la niña de internado recatada que era y se convertiría en una mujer. Al pensar en volver a ver a Karl se le hizo un nudo en la garganta. Rápidamente, se empolvó de nuevo la nariz y se encaminó escaleras abajo.
—Qué alegría tan extraordinaria verte, Juliette. —Karl le besó la mano a modo de saludo y le susurró algunas palabras al oído que, a juzgar por el tono de complicidad, contenían algo más que una fórmula de cortesía.
Julie volvió a sentir un hormigueo de excitación mientras Margret y Wilhelm invitaban a Leevken a sentarse a la mesa. Lo situaron junto a Julie, que titubeó un instante cuando notó que Karl le posaba la mano en el antebrazo. La palma de la mano le abrasaba la piel. ¿Por qué se sentía tan fuera de sí cada vez que lo tenía cerca?
Julie tuvo que concentrarse mucho para seguir la conversación de la cena.
Wim se mostró un tanto extrañado por el acontecimiento y adoptó una expresión de sorpresa cuando su padre le comunicó la noticia. Julie evitó la mirada inquisitiva de su primo y se centró en Karl.
—Mijnheer Leevken. —Margret plegó la servilleta y decretó con ello que había llegado el momento de entrar en el meollo del asunto—. ¿Cuándo tiene usted pensado partir? Con esa pregunta lo que pretendo es que abordemos la cuestión de los plazos.
—El barco zarpa el 28 de enero. Me he tomado la libertad de reservar ya un pasaje para los dos.
Aunque Julie contaba con que partirían pronto, en cuanto se celebrase…, se celebrase la boda, pero ¿tan rápido? ¿El 28 de enero? ¡Ya estaban a día 9!
—Bien, yo creo que el enlace debería tener lugar alrededor del día 22. De ese modo nos daría tiempo a notificar la proclama matrimonial y cumplir con los plazos establecidos. —Parecía que Karl Leevken tenía todas las fechas en la cabeza—. Y después resta tiempo suficiente para preparar el viaje. Yo me encargaré de disponerlo todo.
Margret lanzó una mirada fugaz a Julie y casi le inspiró lástima. ¿Es que su sobrina no se daba cuenta de la forma en que se estaba hablando allí de su boda, como si se tratase del pago y la facturación de una mercancía?
Julie asintió con un gesto leve. En su mirada pareció advertirse un destello de miedo, pero, al volver la vista hacia Karl, sus ojos recobraron el brillo anterior.
Entonces el asomo de compasión de Margret se desvaneció. La muchacha era tan ingenua que estaba condenándose a su propia ruina. Porque, desde luego, era evidente que aquel hombre no la amaba.