CAPÍTULO 5

Tras el Año Nuevo, Karl Leevken emprendió satisfecho el camino a casa de Wilhelm Vandenberg. ¿Acaso no era aquella la mejor operación comercial que podía cerrar en Europa? Tenía que reconocer que el destino le sonreía.

Tras la cena previa en casa de los Vandenberg, uno de los invitados se había ofrecido a llevarlo al hotel, que le caía de camino. A pesar de que el hombre se hallaba claramente afectado por el exceso de alcohol, Karl había aceptado de buen grado el ofrecimiento. A aquellas horas tan intempestivas, le daba pereza esperar por un coche de plaza, y Ámsterdam era inhóspita y fría en esa época del año.

En cuanto se hubieron sentado en el coche, el hombre le había preguntado a Karl sin rodeos:

—¿Y entonces? ¿Le ha echado el ojo a la pequeña de los Vandenberg? Las jovencitas como ella tienen su encanto. En los tipos como yo ni siquiera se fijan, pero en un hombre como usted… —había comentado mientras le daba unas palmaditas de reconocimiento en la espalda—, usted tiene las mejores cartas.

Karl se había limitado a sonreír, aunque en realidad no tenía ganas de seguir hablando del tema con aquel hombre. Había disfrutado conversando brevemente con la señorita Vandenberg. Su cabello rubio, su pálida tez y su inigualable inocencia… Karl había podido comprobar con satisfacción que todavía era capaz de cautivar a una dama.

Sin embargo, a continuación su acompañante de esa noche se había inclinado hacia él y en tono de conspiración le había susurrado al oído:

—Por lo que he oído, la joven viene con una inmensa hogaza debajo del brazo, por eso su tío está intentando mantenerla vigilada. Resulta que la muchacha trae consigo una nutrida herencia. Sin embargo, nada puede hacerse hasta que no…

Ese asunto había despertado, de pronto, un enorme interés en Karl. Cuando al día siguiente fue a pedir informes al respecto, lo sorprendió la magnitud de la fortuna que Juliette atesoraba. Muy interesante.

En un abrir y cerrar de ojos, se hizo una composición de lugar. En los últimos tiempos, su banco de Surinam le había aconsejado que hiciera un esfuerzo por cuidar sus relaciones comerciales. Las cosas continuaban marchando bien, pero en esa época de tanta competencia o bien uno destacaba, si quería superar la presión económica, o bien tenía que ceder terreno. Esa última opción, Karl ni siquiera se la planteaba. Por ese motivo había decidido, aunque a regañadientes, viajar a Europa: para fomentar y reavivar sus contactos.

En Surinam, además, el director del banco le había dado otro consejo: «Si lo que desea es expandirse, deberá mantener buenos tratos con sus vecinos. Cuando les llegue el día de retirarse… preferirán venderle sus tierras a usted en vez de dejarlas en manos del primer cazafortunas llegado de Europa o devolvérselas a la selva. Su plantación es tan próspera que, si no comete ninguna locura, podría estar entre aquellos que logran sacar beneficio incluso en tiempos de crisis. Leevken, usted se oculta demasiado en sus tierras. Recupere su vida social. Es de vital importancia. Tal vez le convendría buscarse otra esposa, no desestime la influencia de una mujer, y… —había agregado con una sonrisa de suficiencia— tal vez incluso acabe teniendo un heredero varón».

A Karl no le gustaba demasiado la vida social. Había maneras más agradables de pasarlo bien. Pero después de conocer a Juliette, lo pensó mejor. Esa muchacha podría servir para sanear todas sus cuentas, estaba disponible y había recibido la instrucción propia de su categoría social. Por su dulzura y sus maneras casi pueriles se le antojaba una persona ideal, preparada desde el punto de vista de los modales y el saber estar, para convertirse en esposa y madre devota. Al menos eso es lo que él esperaría de una señorita educada en una escuela femenina superior.

Naturalmente, las damas de la colonia se disputarían la simpatía de la joven muchacha europea, como se disputaban todo aquello que llegaba del viejo continente.

Con una sola operación, podía volver a subirse al tren de la prosperidad sin tener que hacer ningún esfuerzo especial. Su esposa podría representarlo como es debido en sociedad. Naturalmente. Y eso a cambio de un pequeño sacrificio: renunciar a su libertad. Al menos, oficialmente.

Qué distinta era a las mujeres que él solía escoger, mujeres negras a las que no hacía falta cortejar, esclavas que hacían exactamente lo que se les decía. Como Suzanna…

Pero Juliette todavía era joven y moldeable. Las cosas no resultarían muy complicadas con ella.

La invitación de Wilhelm Vandenberg para asistir al baile de San Silvestre fue de lo más oportuna. Aquella noche pudo comprobar que la señorita Vandenberg se sentía atraída por él. La había cautivado, no le cabía la menor duda. Si se llevaba a la joven a Surinam, el resultado sería más que positivo. La elevada herencia era un punto más a favor. El siguiente paso sería hacerle una oferta a Wilhelm Vandenberg, y este, en su situación, sería un necio de no aceptar. En caso necesario, incluso podría ayudarlo con un empujoncito, amenazándolo con hacer público que estaba estafando a sus proveedores, pero probablemente ni siquiera sería necesario. Vandenberg era avaricioso.

Karl se recostó con gesto de satisfacción en el asiento del coche. Ah, el ritmo allí en Europa era agotador y, además, hacía un tiempo absolutamente miserable, pero pronto estaría de regreso en casa y podría proseguir con su vida de siempre.

—¿Mi sobrina? ¿Está usted en su sano juicio? Yo ni siquiera lo conozco mucho y usted… Usted no la conoce en absoluto. —Wilhelm Vandenberg se levantó del sillón de un respingo y comenzó a dar vueltas por el despacho con las manos entrelazadas a la espalda.

No cabía duda de que había interpretado la propuesta de Karl como un acto descarado, aunque al mismo tiempo Karl advirtió que la cabeza de Wilhelm comenzaba a maquinar al reparar en el aspecto comercial del trato. Karl se limitó a esperar sentado tranquilamente en la silla mientras iba pegando tragos a la copa de whisky.

—No se lo tome de ese modo, Vandenberg. Según he oído, hasta la fecha la muchacha no ha sido para usted más que una piedra en el zapato. Ocho años en un internado, apenas ningún contacto con la familia…, y tengo entendido que incluso ha estado informándose sobre algún convento.

—Me ofenden sus comentarios. Yo me tomo muy en serio todo cuanto guarda relación con el bienestar de mi sobrina. —La voz de Wilhelm Vandenberg traslucía cierta indignación. Pero en sus palabras se apreciaba también un asomo de recelo. Había picado el anzuelo.

Karl hizo un gesto de rechazo con la mano.

—No es necesario que me cuente nada, Vandenberg, ya lo sé todo. No es ningún secreto que la muchacha es la heredera de la fortuna de su padre. Se trata por tanto de un buen partido y comprendo perfectamente que no quiera casarla con el primero que pase por la calle. —Karl se inclinó ligeramente hacia delante y juntó las manos sobre el regazo. Clavó la mirada en Wilhelm Vandenberg, que en ese instante había regresado a su escritorio y estaba agarrado al respaldo de su sillón—. El trato que yo le propongo se ajustará a las mil maravillas a sus deseos. Usted cédamela y podrá dar todas sus deudas conmigo por saldadas. Y eso sin tener que apretarse el cinturón lo más mínimo. Y quién sabe, además, qué otras cosas pueden pasar cuando salga a la luz que usted ha llegado a un acuerdo conmigo en tiempo de vacas flacas. —Karl hablaba en voz baja, pero su tono de voz traslucía determinación y un cierto asomo de amenaza—. Si usted decidiera casar a su sobrina conmigo, tendría todas las cuentas saldadas a cambio de la dote. Incluso podría comprometerme, en virtud de nuestra nueva relación de parentesco, a proveerle la mercancía a un precio más ventajoso en los años venideros. La voz no tardaría en correrse, lo que supondría, por supuesto, una caída generalizada de los precios, y eso obligaría a algunos de sus competidores a cambiar a mercancías europeas más baratas, lo que nos permitiría una vez más elevar el precio de nuestro azúcar de gran calidad. Piénselo bien. —Karl pegó un golpe con la mano en la pila de papeles que descansaba sobre el escritorio de Wilhelm. Los documentos sobre los pagos pendientes…

Wilhelm se desplomó sobre la silla y, durante un instante, se quedó mirándose los dedos.

—¿Qué es lo que debo hacer? —preguntó al fin de mala gana.

Karl levantó la mirada hacia el techo.

—Tiene que hacer, amigo mío, lo que tiene que hacer en estos casos el tutor de la novia. Prométame la mano de Juliette y encárguese de que ella consienta.

Wilhelm Vandenberg se enderezó, la decisión estaba tomada.

—¡Consentirá!

Karl asintió con satisfacción y se puso en pie. Su sirviente negro lo estaba aguardando, preparado para ayudarlo con el abrigo.

—Póngase en contacto conmigo en cuanto lo haya hablado con la muchacha —ordenó Karl sin mayores despedidas—. Y hágalo cuanto antes. He planeado mi partida para finales de este mes. Juliette debería estar preparada para esa fecha. —Con esas palabras abandonó la habitación.