CAPÍTULO 4

Los días hasta el fin de año transcurrieron rápidos como el viento. En casa de los Vandenberg, llegó el día del gran baile. El 31 de diciembre, Julie comenzó a prepararse temprano. Se vistió con esmero, el vestido de gala rojo oscuro favorecía su figura a pesar del enorme miriñaque y de las enaguas de seda. Lo había comprado en Elburg unas semanas antes con ayuda de Sofia. De hecho, para gusto de Julie resultaba demasiado atrevido, pero Sofia la convenció de que estaba a la última moda y de que le quedaba a las mil maravillas. Lo cierto es que ahora Julie no podía por menos que darle la razón. Cada vez que se movía, parecía que estuviera flotando.

Tal vez hasta encontraría pareja de baile. No es que bailase muy bien, pero le encantaba. Claro que en el internado solo tenían ocasión de bailar en pareja con otra chica, pero seguro que, si un hombre te dirigía, era otro cantar. Julie esperaba que el conjunto de invitados no estuviera formado únicamente por socios y conocidos de su tío entrados en años. La vez anterior le había tocado bailar con un hombre mayor que, pese a que la había tratado con simpatía y amabilidad, y parecía agradecido por haberla sacado a bailar, era tremendamente lento y torpe en los movimientos. Además, desprendía un olor desagradable. Para eso prefería bailar con Hendrik o Wim, aunque ninguno de los dos tenía aspecto de ser buen bailarín.

No podía evitar que apareciese en su mente la imponente figura del desconocido bronceado con el que había conversado durante la cena anterior. Ese tal Leevken, de Surinam… Por desgracia, la conversación había sido muy corta. A tía Margret no le gustó verla hablando sola con aquel hombre y se encargó enseguida de llevarla a una mesa con otras mujeres. Aunque Julie no se enfadó, a partir de ahí no fue capaz de articular palabra debido a los nervios. Wim mencionó de pasada que Leevken volvería el día del baile. Tal vez él sabía bailar. Fuese como fuese, Julie estaba determinada a pasar un buen rato. Y, si esa noche Leevken se dirigía a ella, no pensaba ponerse a tartamudear como si fuese una jovencita desvalida. Ni hablar. Eso lo tenía claro.

Una de las sirvientas la ayudó a peinarse. En esas ocasiones sus rizos largos y rubios la favorecían más aún. No necesitaba, como era el caso de otras mujeres, colocarse extensiones de cabello. Julie se decidió por un peinado con la raya en el medio. El resto del cabello iba recogido atrás en una trenza sujeta con peinetas de carey. Unos cuantos tirabuzones largos le flanqueaban el rostro. Se trataba de una variación atrevida y moderna, que según Sofia era el último grito, aunque con toda seguridad la tía Margret pondría el grito en el cielo al verla. Julie estaba intrigada por ver la cara que se les quedaría a sus primas. No era especialmente vanidosa, pero tratándose de ellas dos le gustaba pensar que al menos por una vez iba a poder presumir. Ese día, Julie quería estar radiante; un vistazo al espejo bastó para ver que lo había conseguido. De algún modo, intuía que ese día cambiaría su vida.

Cuando descendió las escaleras, Wim y Hendrik la estaban esperando.

—Mejuffrouw Vandenberg —Wim se inclinó y tomó a Julie del brazo con elegancia—, ¿me concede el honor de llevarla a la mesa? —Julie se echó a reír.

La mesa estaba ya servida, todavía había varios grupos de invitados que conversaban reunidos en corros. Julie se quedó sin respiración al divisar a Leevken en el otro extremo de la estancia. Él le dedicó una leve sonrisa. A continuación, Margret los invitó a sentarse a la mesa.

Después de comer, los invitados se dispersaron por las diferentes estancias de la planta baja. Julie salió al gran jardín de invierno que había en la parte trasera de la casa, donde habían montado una pista de baile y donde, en ese instante, unos músicos tocaban música de baile discreta. En general, se sentía cómoda y relajada. La comida transcurrió sin complicaciones, las personas que se sentaron a su lado a la mesa no eran del todo aburridas y ya se había bebido una copa de champán, lo cual le provocó un cálido cosquilleo en el estómago. ¿Qué estaría haciendo Sofia? Los De Weeks también daban un baile ese día. Rápidamente, Julie desterró ese pensamiento. Al fin y al cabo, allí no se estaba tan mal.

Por un momento, Julie miró a través de uno de los enormes ventanales de la habitación. En el jardín habían encendido antorchas y, con el reflejo de la luz, la nieve de los arbustos centelleaba como en los cuentos.

—Sí, rara vez la nieve convive con las palmeras —dijo a su espalda una profunda voz masculina que le resultó familiar.

Julie se sobresaltó. Al volverse, su mirada se encontró directamente con unos oscuros ojos verdes.

—¡Mijnheer Leevken! Qué alegría… —Para entonces el señor Leevken se encontraba ya muy cerca de ella.

—Mejuffrouw Vandenberg —replicó él con gran énfasis mientras señalaba las plantas que se elevaban a su lado—, donde vivimos nosotros son mucho más grandes, pero evidentemente allí crecen solas. En este clima eso es imposible.

Julie trató de huir del aprisionamiento de su mirada, que parecía reposar sobre ella a una profundidad infinita. En un primer momento, sintió frío y, de golpe, la invadió una sensación de calor. Notó cómo se le subían los colores. «Di algo», pensó para sus adentros. Buscó las palabras.

—Eh, ¿entonces el clima es muy diferente en su país? —se oyó preguntar.

Leevken sonrió y se situó junto a ella al lado de la ventana.

—Mejuffrouw Vandenberg, Surinam está en el trópico, allí hace calor durante todo el año.

—Llámeme Juliette… —Julie se sintió aliviada al no tener que mirarlo a la cara y, al mismo tiempo, le asaltó una duda: ¿era acaso demasiado pronto para ofrecerle su nombre de pila? La mirada de ese hombre producía en su cabeza un grado de confusión que jamás había sentido. Lo contempló de perfil con estupor. Tenía la piel curtida por el sol y surcada por escasas arrugas, pese a que era claramente mayor que ella. Destilaba una natural seguridad en sí mismo y su presencia resultaba imponente. Julie volvió rápidamente la mirada hacia la nieve centelleante.

—De modo que no hay nieve en Surinam. —Ella misma se dio cuenta de cuán torpe sonaba su comentario y acto seguido se lo reprochó; él acababa de mencionar el trópico. Julie intentó ocultar su inseguridad tras una sonrisa forzada.

—No —repuso Leevken soltando una risotada—, pero hay innumerables maravillas de la naturaleza que un europeo, créame lo que le digo, no se podría creer si no las hubiera visto con sus propios ojos. —Hablaba en voz baja pero articulando bien las palabras. Julie quería preguntarle algo, lo que fuese, porque solo deseaba seguir escuchándolo.

—¿Dónde ha dejado al hombre negro que iba con usted el otro día?

—¿El hombre negro? —Leevken volvió a soltar una carcajada—. El hombre negro se llama Aiku y es mi criado. No es necesario traerlo a una celebración como la de esta noche. —Se volvió hacia Julie sin dejar de sonreír y le preguntó—: ¿O acaso le parece a usted que su tío no dispone de personal suficiente en la casa? Venga, buscaremos un lugar cómodo y le contaré más cosas sobre mi país. —Ofreció el brazo a Julie y, antes de que esta pudiera plantearse si era adecuado o no, él la estaba conduciendo a una habitación más tranquila.

Tras dos copas de champán, a Julie se le había deshecho por completo el nudo que tenía en la garganta y conversaba con Leevken con una actitud más desenvuelta.

Este le habló, sin abandonar en ningún momento el tono de orgullo, de su plantación Rozenburg a la vera del río Surinam.

—Pero seguro que allí hay animales peligrosos…

—Por supuesto que los hay, pero viven en la jungla y suelen mantenerse bien alejados de las casas.

—¿Está usted casado? —Julie formuló la pregunta de un modo totalmente inesperado y, en cuanto reparó en la inconveniencia de su curiosidad, agachó la mirada, avergonzada.

Por un instante el verde de los ojos de Leevken pareció volverse más oscuro.

—Mi esposa falleció hace quince años.

—Ah…, lo lamento. —Las palabras le salieron de manera automática, pero en realidad Julie tenía que reconocer que no sentía ninguna compasión. ¿Qué le estaba pasando? Leevken la miró con gesto escrutador.

—No tiene que lamentarlo, Juliette, fue hace mucho tiempo. Y Surinam… Ese país tiene sus desventajas, lo admito, pero los limpios cielos estrellados lo compensan casi todo.

—¿Y qué cultiva en su plantación? —Julie consideró que era momento de cambiar de tema. Con la misma franqueza, Leevken le habló de la vida en la plantación y del cultivo de la caña de azúcar.

El tiempo pasó volando. Después de la conversación, Leevken volvió a llevar a Julie al jardín de invierno donde varias parejas bailaban al son de la música.

—¿Me concede este baile, Juliette? —le preguntó en tono solemne.

Juliette, ligeramente achispada, esbozó una sonrisa.

—Será un placer, aunque prometí concederles un baile a mi primo y a su amigo. Así que tendrá que aguardar su turno.

—Lo cierto es que, si echa un vistazo —repuso Leevken paseando la mirada por el grupo de invitados que bebía, charlaba y danzaba—, me temo que quedará decepcionada. Creo que los muchachos…

—¿A qué se refiere? —preguntó Julie intrigada, al ver que Leevken se interrumpía.

—Compruébelo usted misma —señaló con la copa en dirección a los dos jóvenes—. Creo que ellos dos se bastan y se sobran.

A decir verdad, Hendrik y Wim no parecían prestar demasiada atención a lo que estaba sucediendo en el jardín, y ya no digamos a las mujeres que revoloteaban en círculo a su alrededor, en las que ni siquiera habían reparado. Seguramente, habrían vuelto a embarcarse en una acalorada discusión sobre el diario que querían fundar juntos, sobre el dinero de sus padres…

Julie sonrió con fingida decepción y deslizó la mano bajo el brazo de Leevken.

—En ese caso…, tendré que reordenar los turnos de nuevo y conformarme con usted. —Entre risas, Julie cogió otra copa de champán de la bandeja que les ofrecía una de las sirvientas.

Leevken sonrió complacido.

—Será un completo placer.

Cuando la música volvió a sonar, Leevken la condujo hasta la pista de baile. Mientras posaba su copa sobre la bandeja de otro sirviente que pasó junto a ellos, Julie lanzó una mirada triunfal a sus primas y se dejó llevar por su acompañante.

—Llámeme Karl, por favor —le susurró él al oído. Julie jamás había estado tan cerca de un hombre, aunque la fuerza con que él la tenía agarrada por el hombro y la mano le resultaba excesiva y demasiado posesiva. Sin embargo, era un fantástico bailarín y Julie disfrutaba dejándose guiar por él, bajo su protección, flotando en sus brazos. Tío Wilhelm no había querido caer en mezquindades y había organizado unos fuegos de artificio. Julie se tambaleó por unos instantes al terminar el baile. Estaba un poco mareada.

—Venga conmigo, salgamos fuera y así podremos ver los fuegos de artificio desde el mirador. —Karl la condujo hasta la puerta, donde una de las sirvientas les alcanzó los abrigos.

El corazón de Julie latía cada vez más deprisa y el aire que exhalaba formaba pequeñas nubes en el helador ambiente de la noche. Karl la guio hasta la balaustrada del mirador. Estaba oscuro.

—¿Seguro que no tiene frío? —Con gesto determinado, rodeó a Julie con los brazos y la estrechó con suavidad. Julie contuvo la respiración por un instante. No, no tenía frío, al contrario, notaba un hormigueo cálido por todo el cuerpo. Antes de que pudiera decir nada, estallaron los primeros fuegos artificiales sobre sus cabezas y una lluvia de luces de colores lo inundó todo. Mientras los invitados contemplaban el cielo asombrados, Julie se volvió de nuevo hacia Karl. Quería decirle cuánto había disfrutado de la velada. Pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo, sus ojos volvieron a caer en el abismo casi negro de su misteriosa mirada. Karl la estrechó entre sus brazos y la besó en la boca. Sus labios suaves y cálidos se encontraron con los de Juliette, que por un instante creyó que se iba a desmayar.

A la mañana siguiente, Julie amaneció con un tremendo dolor de cabeza. ¿Tanto champán había bebido? En su mente se agolpaban y daban vueltas las sensaciones que la noche anterior le había dejado. Sin embargo, por encima de todos los demás recuerdos predominaba el instante en el que sus labios se habían tocado.

Por la tarde, Julie se encontró con sus primas en la peluquería. En un primer momento pensó darse la vuelta, no tenía ningunas ganas de estar con ellas y todavía notaba palpitaciones en las sienes. Pero, finalmente, optó por mantener las normas del buen comportamiento y se sentó a su lado.

—¿Un té, Juliette? Ay, qué fiesta tan fabulosa la de ayer. —En la voz de Martha se advertía un retintín que no auguraba nada bueno—. Tú lo pasaste en grande con ese Leevken…

Julie se ruborizó. ¿Acaso Martha los habría visto besarse?

Su prima se limitó a arrugar la nariz y esbozó una sonrisa sarcástica.

—Bueno, bien está que aproveches para disfrutar, porque pronto ingresarás en el convento.

A Julie se le heló la sangre. Miró a su prima de hito en hito. ¿Qué acababa de decir Martha? A Julie la palabra le retumbó en los oídos. ¿Un convento? Martha, en cambio, parecía dispuesta a seguir regodeándose en el tremendo asombro de Julie.

—No creerás que padre tiene intención de casarte… Primero nos llegará el turno a nosotras —comentó entre risas mientras le daba a Dorothea unos golpecitos en el brazo.

De pronto, Julie oía a sus primas como en la lejanía. No sabía qué futuro planeaba su tío para ella, pero desde luego jamás se le habría ocurrido pensar que pretendiera meterla en un convento. De pronto la invadió un miedo aterrador al futuro. ¿Acaso no iba a poder decidir por sí misma qué quería hacer con su vida?