CAPÍTULO 3

En el preciso instante en que el coche atravesaba el límite de la ciudad, Julie deseó regresar a la apacible Elburg o, mejor aún, estar en el campo con su amiga Sofia. Ámsterdam se le antojaba un lugar complicado y gris. La ciudad presentaba un aspecto sucio y desordenado, multitud de personas recorrían las calles en penumbra con paso apresurado y la nieve que caía del cielo, con las pisadas de los cascos y las ruedas de los carros, quedaba convertida en un barro caldoso que salpicaba hasta la ventana del coche.

El día estaba declinando cuando el carruaje atravesó la entrada de piedra de la residencia de los Vandenberg. A ambos lados del camino se abría una cuidada zona ajardinada con un aspecto espléndido, a pesar de la gran nevada. Julie no pudo evitar pensar que era una mansión señorial y casi un tanto ostentosa. En la ciudad no había muchas casas que dispusieran de un jardín alrededor. La de su tío, en cambio, se elevaba en el centro de una inmensa finca y era una grandiosa construcción de piedra roja y dos plantas de altura con las ventanas y las esquinas de las fachadas pintadas de blanco. Varios escalones conducían a la puerta de entrada, sobre la que se erigía un prominente balcón apoyado en gruesas columnas. ¿Qué habría dicho su tío si hubiera visto la angosta habitación donde vivía Julie en el internado? Por lo visto, no le interesaba lo más mínimo… Julie desterró el dolor por un momento de su mente y se preparó para abandonar el coche. El carruaje se detuvo con un gran crujido sobre el camino de grava y el cochero le abrió la puerta a Julie. La muchacha se apresuró a subir las escaleras procurando no resbalar en la lustrosa piedra. Para no causar una mala impresión en el momento de reencontrarse con la familia, un año después, se había protegido el cabello de la nieve con el abrigo. Por un momento, en la penumbra de la calle, el viento y la nieve la cegaron. Con la cabeza gacha, atravesó a toda prisa la puerta del vestíbulo —que se abrió en ese instante— y se llevó un susto terrible. Estuvo a punto de chocar con un hombre que se disponía a abandonar la residencia de sus tíos.

—¡Oh, disculpe! —Dio un paso a un lado con torpeza para apartarse y notó que su espalda chocaba con alguien. Se volvió avergonzada y descubrió los ojos blancos de un hombre de piel negro azabache. Asustada, se apartó dando un respingo—. Disculpe —murmuró de nuevo.

—Juliette, qué alegría verte. —Tras el desconocido asomó por la puerta el rostro de su tío, que tanto le recordaba a su padre. Pero ¡cuánto había engordado en el último año! Tenía las mejillas flácidas y caídas y por encima del cuello se advertía una imponente papada que ni siquiera la barba lograba disimular. ¿A qué venía de pronto esa fingida amabilidad…? Julie se echó a temblar.

En ese instante, fue consciente de lo irrespetuosa que había sido su entrada en la casa. Debería haber esperado hasta que la invitasen a entrar.

—Tío, disculpe que haya… —sintió que los colores se le subían por momentos—. Está cayendo una nevada terrible, tío Wilhelm —agregó entre tartamudeos. Con gesto cortés, realizó una ligera reverencia ante Wilhelm Vandenberg y se colocó el pañuelo cubierto de nieve sobre el antebrazo. Después, lanzó una fugaz mirada al visitante.

A Wilhelm Vandenberg, cuyo rostro no traslucía precisamente una expresión de alegría, no le quedó otro remedio que hacer las presentaciones oportunas.

—Mijnheer Leevken, le presento a mi sobrina, Juliette Vandenberg.

El hombre avanzó un paso hacia Julie y se inclinó a besarle la mano.

—Es un auténtico placer para mí conocerla —dijo en un tono de voz moderado sin apartar ni un instante la mirada de Julie.

Julie agachó los ojos hacia sus zapatos, bajo los cuales se habían formado dos pequeños charcos de barro y nieve. Cuando las personas mayores que ella la saludaban con el debido respeto en lugar de hablarle como a una niña, no podía evitar sentirse un poco abrumada.

Fuera, a lo lejos, se oyó el tintineo apagado de unos aparejos. Un coche de plaza atravesó la puerta de entrada al jardín. Wilhelm observaba la escena con incomodidad.

—Su coche ya está aquí. Nos veremos dentro de unos días —dijo en un intento de despedir con rapidez al invitado.

—Mijnheer Vandenberg. Mejuffrouw Vandenberg. —El señor Leevken volvió la vista atrás un instante antes de quedar expuesto a la ventisca al dirigirse a su coche. El sirviente negro lo siguió y cerró la puerta tras de sí.

Wilhelm sacudió la cabeza con indignación.

—¡Descalzo! Hay que ver cómo tratan esos colonos al servicio…

Entonces, cayó en la cuenta de que Julie, que se había quedado inmóvil en el vestíbulo, continuaba allí. En esa ocasión, Wilhelm ya no se esforzó por adoptar un tono de voz respetuoso.

—La cena es a las seis, ¡sé puntual! —le ordenó.

Julie forzó una sonrisa de amabilidad como respuesta.

Su tío la dejó en el propio vestíbulo en manos de una sirvienta de la casa que la acompañó hasta el dormitorio de invitados. Julie recorrió la estancia con una mirada curiosa. Cada vez que llegaba, la impresionaba la lujosa decoración de la casa. Los suelos se hallaban cubiertos de suaves alfombras y las paredes de los pasillos forradas de cuadros con marcos dorados. En cada ocasión, Julie descubría muebles nuevos de lo más exquisitos; parecía que a su tía Margret le gustaba ir variando el mobiliario. El dormitorio de invitados no tenía comparación con la pequeña alcoba que compartía con Sofia en el internado. Allí disponía de una gran estufa de obra que proporcionaba un ambiente cálido y confortable y la espaciosa habitación estaba, además, iluminada por pequeñas luces plateadas.

—Mandaré que le suban el equipaje ahora mismo. ¿Desea algo más, mejuffrouw Vandenberg? —La sirvienta se inclinó con una reverencia, pero el gesto negativo que hizo Juliette con la cabeza bastó para que la criada abandonase la estancia con premura.

Julie permaneció un tiempo indecisa en el centro de la habitación, luego se refrescó y, en cuanto le subieron el equipaje, se cambió de vestuario. No quería llevar la misma ropa del viaje cuando se reuniera con la familia. Al poco, la sirvienta llamó de nuevo a la puerta y condujo a Julie escaleras abajo hasta el comedor. Había llegado ese momento que ella tanto temía. El reencuentro.

Tía Margret la saludó con escasas palabras y cierta frialdad mientras la escudriñaba de arriba abajo.

—Qué alegría que al fin pudieras arreglarlo todo para venir a visitarnos. —A Julie le entraron ganas de echarse a reír. «Pudieras arreglarlo todo», como si hubiera tenido elección…

Sus primas se encontraban sentadas junto a su tía Margret y también dedicaron a Julie una mirada cargada de desprecio. Martha era de pequeña estatura y flaca y, a pesar de ser bastante más joven que Julie, presentaba un aspecto idéntico al de su madre. Llevaba el cabello recogido atrás en un tirante moño y lucía un vestido de cuello alto y rígido que, tal como Julie advirtió al primer vistazo, no respondía en absoluto a la moda del momento. Dorothea, en cambio, parecía haber heredado más bien los rasgos físicos de su padre: era casi una cabeza más alta que su madre y su hermana y tenía unas caderas muy marcadas. Su redonda cara de pan y sus siempre sonrojadas mejillas esbozaron una sonrisa tonta y desmañada dirigida a Julie. Con todo, Dorothea no era ni mucho menos tan torpe como Martha, aunque actuaba siempre bajo el yugo implacable de su madre y su hermana. Julie tampoco se mostraba amable con ella.

En ese momento, irrumpieron en la sala el tío Wilhelm y su hijo, que venían discutiendo de la habitación contigua. Wim parecía alterado y en un primer momento no reparó en la presencia de Julie.

—Padre, ya lo he invitado, ¡por favor! ¿No me estarás diciendo que me prohíbes invitar a un amigo?

Margret lo reprendió por lo bajo con tono de desaprobación:

—Wim, ¡tenemos visita!

En ese instante, el joven reparó en Julie. La saludó brevemente con aspereza y gesto distraído y volvió a fijar la mirada cargada de reproche en su padre. Este alzó la mano para interrumpirlo.

—Wim, más tarde…

Julie reprimió una sonrisa. Wim seguía siendo el mismo de siempre.

Julie se sentó a la mesa, miró a su alrededor, y se dio cuenta de que ninguno de los presentes se percataba de que ella recorría discretamente todos los rostros. Margret y Martha estaban sentadas tiesas como velas y jugueteaban con la comida. A Dorothea le habían asignado un lugar junto a Julie y estaba sirviéndose a su antojo toda suerte de exquisiteces para, acto seguido, llevárselas a la boca. Wilhelm y su hijo proseguían con la discusión por lo bajo. La disputa guardaba relación con la celebración del fin de año, aunque Julie no alcanzó a entender los detalles. Wim no parecía dispuesto a cejar en el empeño, cosa que tenía a su padre visiblemente sulfurado.

En un momento dado, Margret comenzó a sentirse irritada por la discusión entre los hombres.

—Wilhelm, si Wim quiere invitar a Hendrik, por favor…, deja que lo invite.

Wilhelm enmudeció al instante y la alegría se vio plasmada en el rostro de Wim. Aun así, este no pudo evitar lanzar una indirecta a su padre:

—Además, ¡tú acabas de añadir más invitados a la lista!

El efecto del comentario no se hizo esperar. Margret lanzó rápidamente una mirada inquisitiva a su esposo. La mujer de Wilhelm no soportaba que nadie modificara los planes ni las listas de invitados de celebraciones tan importantes como aquella. Julie lo sabía por años anteriores y en sus adentros le divirtió ese acto de abierta rebeldía de su tío. Este lanzó a su hijo una mirada rencorosa, pegó un buen trago a la copa y se encogió de hombros con resignación.

—Bueno, lo cierto es que… no invitar al señor Leevken, si para entonces todavía está en Europa, habría sido un acto de mala educación. Vendrá a cenar y al baile de San Silvestre.

Margret resopló y se limpió la comisura de los labios con una servilleta. Se había vuelto a irritar.

—Al menos espero que deje a ese negro en casa. De lo contrario, espantará al resto de mis invitados —espetó con rabia. Y lo decía en serio.

Julie siguió atentamente la conversación de la mesa. ¿Leevken? ¿Era ese el hombre con el que se había tropezado al llegar?

Los días anteriores a la noche de San Silvestre eran días de gran ajetreo en casa de los Vandenberg. La familia parecía haberse olvidado de Julie, cosa que a ella no le resultaba especialmente molesta, pues estaba acostumbrada a que nadie en casa de su tío se interesase por ella. En silencio, observó cómo se desarrollaban los preparativos de la cena que celebrarían esa noche. Con esa invitación a socios y amigos, los Vandenberg conmemoraban el fin de año. Julie ansiaba con curiosidad la llegada del compañero de clase de Wim. Según la descripción de su primo, se trataba de un joven muy interesante; de hecho, a Wim se le iluminaba el rostro cada vez que hablaba de ese tal Hendrik. El joven residía en el mismo internado que Wim y, al parecer, para Wim era todo un ejemplo a seguir. Hendrik escribía para los diarios de Ámsterdam, un trabajo que tenía a Wim fascinado, para desgracia de su tío, que había manifestado en más de una ocasión la esperanza de que su hijo siguiera sus pasos en la empresa familiar. Hendrik llegó a media mañana y se reveló como un conversador agradable y conciliador. Ya durante la comida, Margret lanzó una mirada de reproche y un comentario de censura a Julie cuando esta se atrevió a trabar conversación con Hendrik sobre los derechos de las mujeres.

—¿Eso es lo que os enseñan ahora en el internado, Juliette? —preguntó con sarcasmo. Julie prefirió no responder, pero siguió aguardando con ilusión la cena. Con Hendrik tendría la diversión asegurada. Y ese Leevken, rodeado de un aura tan exótica, sería un emocionante complemento a una reunión en la que, por lo demás, seguramente reinaría una atmósfera bastante recatada.

Con todo, durante la primera hora de la cena se respiró un ambiente más bien tedioso. El tío Wilhelm debía de haberles pedido a Hendrik y Wim que se contuvieran en la mesa; por lo menos, Hendrik se limitó a mantener una conversación cordial y Wim tampoco hizo ningún ademán de querer cambiar de tema. Julie paseó la mirada, aburrida, por el círculo de rostros hasta detenerse en el del señor Leevken, situado en el extremo opuesto, junto a su tío. Cuando se habían saludado unas horas antes, su carisma la cautivó de inmediato y en ese instante advirtió cómo su bronceado destacaba frente a las caras pálidas de los demás invitados. Además, a Julie le fascinaron los buenos modales de aquel hombre, se había quedado mirándolo aturdida mientras él saludaba con cortesía a los otros presentes en la fiesta. Por otra parte, su tío no se apartó de él ni un solo instante. De manera que todo apuntaba a que ese hombre era importante, pues los demás invitados también lo miraban con curiosidad. Era completamente distinto de los otros invitados, demacrados y entrados en años. Como si hubiera notado la mirada de Julie, Leevken levantó la vista y se giró directamente hacia ella. La contempló y, con un leve asentimiento, alzó la copa. A Julie le dio un vuelco el corazón. Después recordó lo que dictan las normas del buen comportamiento; una mujer jamás debe quedarse mirando a un hombre. Rápidamente, apartó la vista e intentó concentrarse de nuevo en la conversación.

Cuando los invitados se trasladaron al salón después de la comida, Leevken tomó asiento en un sillón y ordenó que le trajeran una bebida. Hendrik y Wim decidieron sentarse a su lado. A Hendrik se le despertó el instinto periodístico y, sin dudarlo un instante, le preguntó a Leevken:

—¿De modo que usted tiene una plantación de caña de azúcar en Surinam?

—En efecto, joven, así es. —La respuesta de Leevken resultó un tanto lacónica.

Julie se acercó con discreción a ellos. Tal vez así conseguiría descubrir algo más sobre aquel hombre. Surinam…, ¿dónde se encontraba exactamente ese lugar?

Entretanto, el rostro de Hendrik adoptó una expresión expectante.

—¿Explota usted sus tierras con esclavos?

Leevken sonrió con gesto de diversión y cruzó lentamente las piernas.

—Por supuesto —dijo sonriendo, antes de dar un trago a la bebida.

—¿Qué opina usted del hecho de que algunos miembros del gobierno tengan la intención de apoyar la abolición de la esclavitud en las colonias? —Hendrik no parecía tener ningún reparo a la hora de abordar temas espinosos.

Julie percibió la tensión que se respiraba en el ambiente. Leevken, sin embargo, ni se inmutó.

—¿Sabe usted qué pienso yo, Hendrik? Que esas personas no tienen presente que tal medida acabaría con la supervivencia económica de las colonias. Sin esclavos no podríamos mantener la productividad y, mientras el gobierno no ofrezca una alternativa, más vale que reflexionen bien antes de atender las peticiones de abolición de la esclavitud. —Hablaba de forma pausada, su voz tenía un tono profundo y dominante. No era un hombre proclive a embarcarse en discusiones.

—Pero ¿no cree usted que hay alternativas mejores que el trabajo esclavo? Podrían emplearse trabajadores europeos.

En ese instante, Leevken se inclinó ligeramente hacia delante y clavó la mirada en Hendrik.

—Si se ha informado sobre el asunto, por descontado sabrá que esa medida ha intentado aplicarse, pero que fracasó de manera estrepitosa a causa de la complexión y la predisposición al trabajo de los europeos.

Cuando Leevken prosiguió, Hendrik rompió a sudar visiblemente.

—El negro, por su incomparable condición física, está predestinado a trabajar en las plantaciones. Además, esa gente tolera el clima mucho mejor. Si se los dirige de manera adecuada, adaptándose siempre a sus capacidades mentales, consiguen unos resultados ostensiblemente mejores que cualquier trabajador de piel blanca.

En ese instante, Wim le lanzó una mirada de desprecio a Leevken y le dijo:

—Pero ¡la esclavitud atenta contra la dignidad de la persona!

Leevken soltó una carcajada burlona.

—¿De dónde ha sacado usted esa idea? Les recomiendo, jóvenes, que antes de hablar en contra de la esclavitud se informen de la posición de los esclavos. Nosotros damos trabajo, alimentos y acomodo a esos negros. Si uno los deja libres, como ha sucedido ya en otros países, volverán de inmediato a su salvaje estilo de vida. Lo que en la mayoría de los casos significa acabar sumidos en la pobreza y el alcoholismo. La esclavitud es ante todo la salvación de ese pueblo. En especial, es el mejor modo de sacar adelante las regiones cálidas.

Hendrik resopló con desdén, pero antes de que pudiera responder, Wilhelm Vandenberg se unió al corro. Probablemente, le daba miedo que Hendrik y Wim pudieran estar incomodando al invitado con temas inconvenientes.

—Wim, Hendrik: a mijnheer Streever le gustaría conversar con vosotros, ¿le concederíais el honor?

Julie sonrió para sus adentros ante la creativa estrategia de su tío. Mijnheer Streever, además de una casa de comercio, regentaba una pequeña imprenta que difundía las noticias más relevantes sobre economía y finanzas. Sin pensárselo dos veces, Wim y Hendrik salieron disparados a su encuentro. «Justo en el clavo, tío Wilhelm, si lo que querías era liberar a Leevken», pensó Julie para sí.

—Mijnheer Leevken, confío en que esos dos jóvenes no lo hayan importunado. —El tío Wilhelm rellenó la copa de Leevken.

—De ningún modo… —Leevken estaba brindando con el anfitrión cuando llegaron algunos invitados nuevos que requerían la presencia del tío Wilhelm.

Julie se dio cuenta, no sin cierto bochorno, de que repentinamente se encontraba allí sola con Leevken. Este dio un trago a la copa, se acomodó en el sillón y acto seguido se dirigió a Julie:

—Mejuffrouw Vandenberg, es un placer volver a verla.

Julie sintió que las palmas de las manos se le humedecían y que el pulso se le aceleraba.