Wilhelm Vandenberg estaba asomado a la ventana de su despacho contemplando con la mirada perdida el barrio de comerciantes que se extendía a los pies de su casa.
Margret, su esposa, en su momento se había mostrado reacia a mudarse a esa parte de la ciudad, pero para Wilhelm era importante estar cerca de su lugar de trabajo. El enorme solar y los planos de la casa, que respondían a la categoría social de la familia, contribuyeron a convencerla. Más tarde, varios comerciantes se asentaron en el vecindario y, actualmente, se trataba de una de las zonas mejor consideradas de la ciudad, algo de lo que Margret solía decir: «Yo siempre estuve a favor de que nos trasladáramos aquí». Wilhelm suspiraba. Margret. En su momento, al menos era una mujer llamativa, pero hoy… Era pequeña y nervuda, llevaba siempre el cabello cano recogido y tirante y solía lucir vestidos recatados con el cuello muy rígido que le añadían años a los cincuenta y seis que tenía. Ella, sin embargo, parecía disfrutar de ese papel de matrona avejentada. Dirigía su casa y el servicio con mano dura y no les daba jamás oportunidad de tomar una decisión ni a su marido ni a sus hijos. No obstante, con sus dos hijas, Martha y Dorothea, mostraba algo más de benevolencia que con su hijo Wim. Wilhelm Vandenberg, a decir verdad, vivía atemorizado por su esposa. O, mejor dicho, vivía atemorizado por su colérico carácter, por sus incontrolados arrebatos si se le llevaba la contraria y por sus desmayos cada vez que discutían. Ella le reprochaba a su marido de manera constante y en presencia de los hijos que no le gustaba el tipo de vida que llevaba. A veces, él se decía que ojalá tuviera el valor de decirle a la cara que era precisamente su actitud arrogante y autoritaria la causa de que pasara tanto tiempo fuera de casa. Una buena comida y vino abundante constituían el remedio para olvidar a su hostil esposa.
Wilhelm se acarició el cabello encanecido y cada vez más escaso y arrastró su voluminoso cuerpo de nuevo hasta el sillón situado tras su escritorio. Con gesto pensativo, pasó la mano por el oscuro tablero de madera noble. Los negocios ya no marchaban tan bien, la competencia había aumentado de forma escandalosa en los últimos años. Wilhelm Vandenberg había logrado mantener el monopolio de algunos productos importados, en especial el del azúcar procedente de las colonias, pero algunos años atrás se habían introducido en el mercado astutos vendedores que ofrecían precios más ajustados y le hacían la vida más difícil. El precio del azúcar de remolacha, sobre todo, había caído en picado. Las ganancias habían sufrido un drástico descenso y, teniendo en cuenta las elevadas exigencias de su familia, la situación económica empezaba a complicarse. A Margret no se le podía ni plantear la posibilidad de que modificase su tren de vida. Y, en un futuro cercano, tendría que pensar además en casar a sus hijas, lo cual iba a suponer un duro golpe a las arcas; eso si hallaba hombres adecuados para las dos. Él calculaba que tendría que destinar parte de su fortuna a ello, aunque no perdía la esperanza de que las dos encontraran hombres de categoría que, una vez casadas, las mantuvieran. Hasta que llegara la hora, debía mantener los negocios en marcha; no solo por el bien de su único hijo varón, que heredaría la empresa familiar, a pesar de que este tenía en mente otros planes, algo que enojaba profundamente a Wilhelm. Él esperaba que, antes o después, Wim acabara entrando en razón.
De todos modos, todavía tenía un último as en la manga. Juliette. En su momento se había convertido en tutor de su sobrina a regañadientes, a pesar de que su hermano ni siquiera mencionaba su nombre en el testamento. Tenía derecho a administrar y ocuparse de la herencia, sí, pero ¿podía disponer del dinero? En absoluto.
«¡El refinado señorito de su hermano!». A Wilhelm lo invadió la ira, una ira que le sobrevenía cada vez que pensaba en su hermano a pesar de que este llevase ocho años muerto.
Al principio, habían comenzado dirigiendo juntos el negocio. Habrían podido levantar un auténtico imperio de no ser por la cobardía de Jan Vandenberg y por su empeño en hacer siempre las cosas bien. La vida del comerciante era dura y en ocasiones había que trampear un poco; Wilhelm, a diferencia de Jan, aprendió enseguida esa lección. Al final, los hermanos terminaron enfrentándose. Jan, el más joven, decidió emprender su propio camino y, para gran indignación de Wilhelm, las cosas no le marcharon nada mal. Hasta el momento de su muerte, la empresa de los Vandenberg en Róterdam siguió prosperando, mientras que la parte de Wilhelm, en Ámsterdam, quedó estancada.
En todo caso, Juliette era como una pequeña garantía. Su padre le había dejado en herencia toda su fortuna. Aunque al cumplir los veintiún años ella tendría acceso al dinero, Wilhelm todavía abrigaba la esperanza de poder intervenir en el juego de alguna manera. Con un poco de suerte, conseguiría concertar un matrimonio conveniente con un hombre que estuviera dispuesto a invertir, sin dudarlo, toda la fortuna de Juliette en el «seguro negocio» de su tío. Wilhelm llevaba largo tiempo tramando ese plan y no veía ningún motivo para no llevarlo a cabo. El único problema era la propia Juliette, que casi con toda seguridad se iba a negar a aceptarlo. En ese sentido, lo preocupaba también la valoración de Juliette que le había hecho llegar la nueva directora del internado. Esta no solo ensalzaba la valía de la joven en cuanto a las materias escolares —la muchacha destacaba en neerlandés, alemán, francés, inglés, cálculo e historia—, sino que además elogiaba su carácter: «Su dulzura y su virtuoso comportamiento apuntan a la conveniencia de que emprenda una formación posterior como maestra», rezaba el informe. Wilhelm golpeó exasperado la mesa con el puño. Con un poco de suerte a la muchacha todavía no le habrían llenado la cabeza de pájaros. Esa tendencia moderna a empeñarse en que las mujeres trabajaran… Wilhelm quería ver a Juliette como una esposa virtuosa y no como una mujer dispuesta a renunciar al matrimonio para ejercer una profesión. De esa manera, a él no le serviría de nada. La antigua directora coincidía más con esa visión, aunque a veces —tenía que admitirlo— era tan estricta que incluso daba miedo. Casi como Margret, pensó sin querer.
Margret y Juliette… por alguna razón jamás se habían entendido bien. Ocho años atrás, Margret se había opuesto radicalmente a acoger a la niña en su casa. Por mucha lástima que sintiera, ella ya tenía tres hijos y con eso era más que suficiente. Lo cierto es que Wilhelm nunca había esperado que reaccionara de otro modo. A través de unos conocidos, consiguieron encontrarle acomodo en poco tiempo. Muchos de los hijos de sus amigos ingresaban en internados y todos coincidían en recomendar el colegio femenino de Elburg. Se trataba de una gran institución dirigida por profesionales competentes, según habían oído. Y la matrícula costaba un precio módico, a diferencia de las elevadas cuotas que se pagaban en los internados de alcurnia de Róterdam y Ámsterdam. De forma que no tardaron en decidirse por la escuela de esa pequeña ciudad a orillas del lago Veluwemeer. ¡Un lugar ideal para aquella cría! Y en principio un gran acierto, ya que en ningún momento recibieron queja alguna, más bien al contrario. Todos los informes anuales sobre el comportamiento de Juliette habían sido positivos.
Tampoco les interesaba saber mucho más sobre Juliette. A Wilhelm su sobrina le traía sin cuidado, no le molestaba especialmente y la discreción de la muchacha le resultaba incluso agradable. A Margret, sin embargo, por alguna razón no le gustaba absolutamente nada. Wilhelm no pudo reprimir una sonrisa. Pensó que tal vez Margret se sentía celosa porque, con el tiempo, Juliette se había convertido en una bella mujer. En secreto, Wilhelm admiraba la hermosura de la muchacha mucho más que la de sus hijas. Margret le había dado a entender en diversas ocasiones que estaba ansiosa por deshacerse cuanto antes de la responsabilidad de la joven, aunque en el fondo su sobrina no representaba una carga excesiva. Precisamente, desde hacía no mucho, Margret había comentado que dentro de poco tiempo la estancia de Juliette en el internado llegaría a su fin. Después habría que empezar a pensar en casarla… o en meterla en un convento de hermanas de la caridad…
—¿Quieres meterla en un convento? —le preguntó Wilhelm a su esposa con tono de incredulidad.
—No podemos traerla a casa con nosotros —replicó Margret escandalizada y, una vez más, al borde del desmayo.
Wilhelm suspiró. La dote para ingresar en un convento de monjas era elevada… Puede que ahí perdiera casi la mitad de la herencia. Por no hablar de que no podían obligar a Juliette a renunciar al mundo. Ni hablar. Lo mejor sería encontrar un candidato adecuado con el que casarla. Y cuanto antes, mejor.
Wilhelm se sirvió un whisky de la garrafa de cristal que descansaba sobre el escritorio. A decir verdad, la tenía allí para los invitados, pero ahora necesitaba urgentemente un refrigerio. Le aguardaba una conversación de lo más desagradable. Uno de sus proveedores había anunciado su visita: Karl Leevken, que venía de ultramar. Al parecer el hombre había recorrido el largo camino hasta Ámsterdam para hablar personalmente con Wilhelm, lo cual no hacía presagiar nada bueno. En los últimos años, Wilhelm había decidido reducir los pagos a sus proveedores a su conveniencia. Él pensaba que se hallaba a buen seguro, pues al fin y al cabo toda esa gente se encontraba tan lejos que las cartas tradicionales solían tardar semanas en llegar y las reclamaciones legales, incluso meses. Además, la economía de las plantaciones estaba por los suelos, de forma que muchos de sus proveedores podían darse por contentos con recibir algo de dinero. Pero, si el motivo de la visita de Leevken era reclamarle los pagos pendientes…, a saber cuántos otros decidirían seguir su ejemplo.
Todavía no estaba todo perdido y lo principal era evitar males mayores. Wilhelm recapituló una vez más lo que sabía de Leevken: el hombre, propietario de una plantación de caña de azúcar en Surinam, era uno de sus mayores productores y, sin duda, el proveedor al que Wilhelm había estafado la mayor suma de dinero.
Surinam, ¿dónde estaba ese lugar exactamente? Debía de hallarse en algún rincón de la selva sudamericana. Wilhelm esperaba que Leevken fuera una especie de granjero, el descendiente de algún colonizador aventurero que décadas atrás hubiera emprendido el viaje a las Américas en busca de una vida mejor. Aunque en la actualidad muchos comerciantes de los Países Bajos conservaban plantaciones en tierras de ultramar, la administración de estas solía hallarse en manos de los nativos, porque vivir, lo que se dice vivir, nadie quería vivir en aquel lugar. Demasiado caluroso, demasiado húmedo, demasiado alejado de la civilización…
Cuando, al poco, Karl Leevken traspuso la puerta del despacho de Wilhelm Vandenberg, el empresario estuvo a punto de perder el habla. El hombre que apareció ante él no era el dueño de una plantación con aspecto de granjero que él esperaba encontrar, sino un hombre apuesto y elegante ataviado con un traje refinado. Lo acompañaba, como una sombra oscura, un corpulento mozo negro que tomó el sombrero y el abrigo de su señor para, acto seguido, colocarse con discreción y obediencia junto a la puerta mientras Leevken se acercaba a Wilhelm. Por un instante, este escudriñó con desconcierto al sirviente negro, quien pese a lucir ropas europeas caminaba descalzo. Después, Wilhelm volvió a centrar la atención en su invitado. No debía mostrar irritación alguna, al fin y al cabo lo que le interesaba era dar una imagen de honestidad ante Leevken.
Sin embargo, ya en el saludo, Leevken le transmitió una sensación de fortaleza y seguridad en sí mismo que lo despojó por completo de cualquier atisbo de tranquilidad. El tono de voz de Leevken no dejaba lugar a dudas respecto a que aquel hombre estaba acostumbrado a dictar órdenes.
—Mijnheer Vandenberg, es un placer conocerlo. Sentémonos.
Wilhelm notó que aquel hombre le había arrebatado el papel de anfitrión. ¿Quién se creía aquel tipo que era? Antes de que Wilhelm hubiera acabado de rodear la mesa para dejar caer todo su peso sobre la silla, Leevken ya había tomado asiento, se había recostado con actitud relajada y había cruzado las piernas. Wilhelm advirtió también que el hombre recorría la estancia con una mirada de desprecio. Menos mal que había recibido a Leevken en el despacho de su casa, que era considerablemente más representativo que el del trabajo. A pesar de ello, lo invadió una inusual sensación de inseguridad, aunque se esforzó mucho por disimularla. Con un gesto resuelto, levantó la vista y clavó la mirada en los ojos de su interlocutor.
Leevken debía de rondar los cuarenta años de edad, tenía la piel ligeramente bronceada, el cabello oscuro y unos llamativos ojos verdes. Un hombre guapo y apuesto, aunque afeitado; no seguía, pues, la moda que se había impuesto en Europa de lucir bigote y perilla.
—¿Puedo ofrecerle algo de beber? —le preguntó Wilhelm con determinación señalando la garrafa.
En un abrir y cerrar de ojos, el criado negro de su visitante apareció junto a ellos y sirvió la bebida en las copas dispuestas en la mesa. Leevken le hizo un gesto con la cabeza y, acto seguido, el mozo volvió a retirarse a su lugar.
—Por favor —Wilhelm asintió en dirección a las copas tratando de obviar la aparición del criado, pero no se sentía cómodo en su papel. ¿Quién era allí el señor de la casa?
—Mijnheer Vandenberg, vayamos directamente al grano. En las cuentas que usted nos ha hecho llegar existen una serie de irregularidades que nos perjudican de manera considerable. Actualmente, la suma de dinero que se nos debe asciende a una importante cantidad. —Leevken miró a Wilhelm fijamente a los ojos y por un momento dio la impresión de que el color verde de su mirada se volvía más oscuro.
En ese mismo instante, Wilhelm comprendió con total claridad que el deshilachado discurso de disculpas que él había preparado para un supuesto hombre provinciano no valía un comino. Leevken sabía lo que quería y no estaba dispuesto a permitir que lo despacharan ni con palabrería ni con limosna. Y de algún modo, o esa impresión le dio a Wilhelm, el nivel de vida en las colonias no parecía en absoluto tan mala como solía decirse.
De pronto, los pensamientos de Wilhelm comenzaron a divagar. Tal vez no debería haber bebido. La concentración le estaba fallando. Por un momento, se quedó mirando fijamente por la ventana para recobrar la compostura. Fuera había empezado a nevar.
Se recompuso y se sentó bien erguido. Leevken no podía llevarse la impresión de que aquella conversación no se producía entre iguales.
—Mijnheer Leevken, lamento terriblemente que haya realizado un viaje tan largo para… tratar un asunto que podríamos haber solucionado por carta.
Leevken interrumpió a Wilhelm con un esbozo de sonrisa.
—Mijnheer Vandenberg, no pensará que me he desplazado hasta Europa por usted. Tengo asuntos mucho más importantes que abordar. Pero pensé que era buena idea aprovechar mi presencia aquí para venir a pedirle una explicación.
Wilhelm comenzó a sudar.
—Por supuesto… En todo caso, no sabe cuánto me alegro de que haya venido a visitarme. —Wilhelm carraspeó mientras intentaba pensar cómo proseguir la conversación—. He dado órdenes al departamento de cuentas para que revisen de nuevo todas las operaciones. Como usted comprenderá…, en una empresa tan grande —y acompañó el comentario con un gesto de grandeza— no puedo encargarme personalmente de todo. Por desgracia, les llevará unos días repasar y poner orden en todos los documentos. Espero que goce de tiempo y ocasión para venir a visitarme de nuevo.
Leevken asintió.
—Me quedaré unos días en Ámsterdam. Estoy seguro de que podremos solventar las irregularidades. Es muy desagradable comprobar que tu propia contabilidad se desequilibra a causa de las deficiencias de otro.
Wilhelm recibió aquellas palabras como una bofetada. Leevken no podría haber expresado con mayor claridad lo que pensaba de él. A Wilhelm le indignó verse humillado de esa manera y trató de pensar con sensatez sin dejarse llevar por la rabia. ¿Y si anunciaba a Leevken el fin de la colaboración? La idea resultaba atractiva, pero también debía tener en cuenta que Leevken era un proveedor fiable con un género excelente. Si lo dejaba, tardaría meses en encontrar otro proveedor para sustituirlo y no quería revelar su punto flaco ni, tras tantos años como importador, verse obligado a cambiar a la venta de azúcar de remolacha, cuyo precio era mucho más bajo. Wilhelm admitió aterrorizado que no le quedaba otra opción que pedir prestado el dinero de Leevken o recortarlo de otro lugar. Pero ¿de dónde? Se recompuso interiormente. Lo más importante era tratar de apaciguar a Leevken. De entrada, ni siquiera estaba seguro de que el departamento jurídico pudiera arreglar las irregularidades tan rápido.
—Mijnheer Leevken, la semana que viene mi esposa y yo daremos una cena y sería para nosotros un honor contar con usted entre nuestros invitados —señaló con toda la amabilidad de que fue capaz, aunque en lo más hondo de su ser le fastidiaba formular esa invitación.
—Será un placer —respondió Leevken mientras se levantaba—, en ese caso nos veremos dentro de unos días. Me pondré en contacto con usted. —Acto seguido, el criado negro alcanzó el sombrero y el abrigo a su señor y le abrió la puerta. Wilhelm tuvo que apretar el paso para seguirlos. Por el rabillo del ojo, vio pasar a Margret por una de las puertas del pasillo. ¡Qué mujer tan cotilla! En cuanto Wilhelm recibía visita en casa, ella se quedaba merodeando por los pasillos con la esperanza de enterarse de algún chismorreo que poder comentar después con sus hijas. Sin lugar a dudas, la visita de Leevken y su acompañante negro descalzo iba a convertirse en la comidilla de las damas. Lo que él no imaginaba era hasta qué punto Leevken iba a dar que hablar más adelante.