Julie recorrió a todo correr los pasillos del internado con la carta en la mano. Subió una escalera, dobló una esquina y siguió corriendo por otro pasillo. A esas alturas ya se conocía los recovecos del edificio de memoria. Llevaba ocho años allí, aunque no había empezado a sentirse bien hasta que la señora Koning, tres años atrás, había ocupado el puesto de directora; casi al mismo tiempo, habían alojado a Sofia en su habitación. El internado se convirtió en su casa, pero nunca llegó a sentirlo como un hogar. La señora Koning asumió la dirección del internado después de que su predecesora, que en su día había recibido a Julie, se viera obligada a abandonar el cargo a causa de varias disputas. El despido de la señora Büchner fue para Julie una auténtica bendición. La nueva directora le inspiraba admiración y respeto. La llegada de la señora Koning había significado un cambio como de la noche al día, al menos así lo vivió Julie. El internado femenino Admiraal van Kinsbergen se había levantado muchos años atrás sobre las ruinas de un antiguo monasterio para complementar la escuela masculina, situada también en Elburg, que gozaba de una fantástica reputación. A pesar de las expectativas depositadas en el proyecto, el internado femenino jamás logró un prestigio comparable al de la escuela masculina. Cuando el número de internas se estancó, se decidió nombrar directora a la señora Büchner, una experimentada pedagoga. El plan de rescatar la escuela fue una noticia bien recibida por todos. Sin embargo, la dama sufrió un giro radical que nadie llegó a comprender. Al poco tiempo —cuando Julie aún no había ingresado en el internado—, la directora Büchner se sumió en un súbito fervor religioso que, para la escuela, resultó más dañino que favorable. Las familias fueron sacando a sus hijas del internado hasta que solo quedaron allí las jóvenes que no tenían otro lugar adonde ir. Aunque Julie se preguntó en varias ocasiones si su tío conocía la fama de la escuela, nunca se atrevió a preguntárselo a él. En su día, él se había limitado a dejarla allí y jamás había vuelto a preocuparse por ella. Sencillamente, se ocupaba de pagar la mensualidad puntualmente y, una vez al año, Julie tenía que visitarlo durante tres semanas, pero nunca más de tres. La familia de su tío seguía siendo desconocida para Julie; esas breves estancias no eran suficientes para crear un clima de confianza.
Por lo demás, Julie jamás se atrevió a quejarse sobre la situación en la escuela, de manera que durante casi cinco años le tocó sufrir los múltiples servicios religiosos, siempre iguales, en la gélida capilla del convento —que fueron los que en gran medida marcaron su rutina en la escuela— y tuvo que soportar pacientemente horas y horas de interminables oraciones.
Cuando, poco antes del fin definitivo de la escuela, las riendas de la institución pasaron a manos de Alida Koning, la situación escolar y cotidiana cambió de manera drástica. La nueva directora introdujo un plan de estudios moderno y concedía permiso regularmente a las alumnas para que salieran. Por no hablar de las estufas nuevas que mandó instalar… Su gestión no tardó en dar sus frutos y pronto comenzaron a llegar nuevas internas, entre las cuales estaba Sofia. Julie presenció en silencio el proceso de transformación que se estaba produciendo a su alrededor. Para ella era como si el tiempo hubiera estado detenido y, de pronto, el ritmo de los relojes se hubiera desatado. En pocas semanas, los pasillos oscuros, habitados únicamente por corrientes de aire, se convirtieron en espacios luminosos y cálidos con un agradable ajetreo. Julie escuchaba fascinada las voces de las muchachas, de vez en cuando incluso se oían risas y se veían vestidos de colores. Al principio, la timidez venció a Julie, que no se atrevía a sumarse al nuevo ambiente.
Alida Koning gozaba de un refinado olfato para las personas y Juliette Vandenberg la preocupó desde el primer momento. La joven muchacha vivía gran parte del tiempo absorta en sus pensamientos y parecía haber perdido la ilusión por vivir, algo que, por otro lado, no era de extrañar, teniendo en cuenta la historia y las prácticas medievales que habían imperado en el internado. Por eso, adoptó la sabia decisión de ponerle como compañera de habitación a la alegre Sofia. Esta, con su buen instinto y su afecto, logró arrancar a Julie de su timidez y, poco a poco, esta empezó a abrirse a los demás.
Durante los primeros años en Elburg, Julie vivió en soledad sus preocupaciones de juventud y sus necesidades. Habría preferido que se la tragara la tierra antes que depositar su confianza en alguien. Las antiguas compañeras parecían criaturas divinas a las que sobre todo no afectaban los cambios físicos propios de la edad. Ella, por el contrario, durante mucho tiempo tuvo que ocultar avergonzada los cambios que se estaban produciendo en su cuerpo. La transformación de niña a mujer la tenía atemorizada. Pero ¿con quién habría podido compartir esos miedos? Ni sus compañeras ni la señora Büchner le habrían resultado de ayuda, ya que en aquella época en el internado estaba terminantemente prohibido distraerse con temas como la moda o los muchachos jóvenes. Cuando llegaron las nuevas internas, ante Julie se abrió de pronto el nuevo mundo de las jovencitas, una experiencia totalmente nueva, emocionante y, al mismo tiempo, aterradora. Aunque con cierto titubeo, poco a poco Julie fue adentrándose en el tema. La primera experiencia que Sofia compartió con Julie fue que las muchachas jóvenes se alegraban de que les creciera el pecho. Y también la «deshonra» mensual se convirtió de pronto en algo completamente normal y dejó de ser algo por lo que disculparse ante Dios. Julie se acordaba perfectamente del día en que Sofia la había llevado aparte y le había hablado con una claridad turbadora sobre determinadas cosas de la vida. Julie se había puesto roja como un cangrejo, pero Sofia la había tranquilizado:
—Todo es completamente normal.
Julie trabó amistades por primera vez y halló en la directora una persona de confianza que, si bien no podría sustituir a su madre, sí que podría guiarla en la senda de la vida adulta, en cuyo umbral se encontraba en aquellos momentos. Cada vez era más consciente de que tenía que empezar a pensar en el futuro. Hacía tiempo que las demás muchachas se planteaban qué querían hacer al terminar la escuela. Julie no tenía ni idea de qué camino tomar. Le gustaba la idea de hacerse maestra, pero su tío no había expresado todavía ninguna opinión al respecto. ¿Acaso era algo que debía decidir ella por su cuenta? A decir verdad, lo dudaba. Soñar con el matrimonio, como hacían las demás muchachas, ni siquiera se le pasaba por la cabeza. ¿Dónde iba a encontrar un joven para ella? Cada vez que lo pensaba desterraba rápidamente la idea de su mente, aunque nunca la descartaba del todo.
En aquel momento, Julie irrumpió sin aliento en la habitación. Sofia pegó un respingo.
—¿Juliette? ¿Qué pasa?
Julie le entregó la carta sin mediar palabra. Sus rubios rizos se habían soltado del prieto moño y caían desgreñados sobre las mejillas sofocadas. Con un gesto nervioso, Julie se colocó los mechones detrás de las orejas.
—¡Léela! No quieren que me vaya contigo. ¡Tengo que ir con ellos! —Mientras Sofia tomaba el papel con mirada inquisitiva, Julie se sentó en el borde de la cama y trató de serenar la respiración—. ¡Léela! —la apremió con impaciencia.
Sofia se sentó en su cama y desdobló el pliego de papel. En el rostro de su amiga, Julie advirtió una expresión de sorpresa, que fue tornándose en rabia.
—Juliette…, pero si… Entonces tienes que… ¡Ahora que ya nos habíamos hecho ilusiones! —Sofia miró desconcertada a su amiga.
Julie se encogió de hombros con resignación.
—Yo me he llevado la misma sorpresa cuando la señora Koning me ha entregado el escrito. Nunca creí que se negarían. ¡No quiero ir allí! —exclamó con un suspiro—. Sabes cuánto odio esa visita anual obligatoria. ¡Ojalá pudiera ir a tu casa! —Julie dirigió una mirada triste a su amiga. Se lo habían imaginado todo muy bonito: Julie podría pasar por primera vez las vacaciones de invierno con Sofia. Un plan que le agradaba mucho más que la estancia con su tío. Habían enviado una petición por escrito. Y resulta que la correspondiente respuesta era negativa.
—Bueno, vamos, tampoco será tan terrible. El año pasado también lo pasaste… bien. —Sofia intentaba salvar la situación. Sabía lo que significaba para Julie pasar las vacaciones con ella en casa. Pero si el tío se oponía, no había nada que hacer.
Cuando Alida Koning asumió la dirección, las vacaciones de verano estaban a la vuelta de la esquina y todas las muchachas, salvo Julie, estaban preparando sus equipajes. Entonces a la nueva directora se le había ocurrido una idea.
—¿Juliette? ¿No vas a visitar a tu tío en verano?
Julie había sacudido la cabeza afligida.
—No, solo me dejan que los visite en invierno. En verano, la familia se marcha de vacaciones. Y yo…, bueno, no quieren que yo…
A la directora la muchacha le había inspirado lástima. ¿Cómo iba a pasar la pobre joven la época más hermosa del año encerrada entre aquellos oscuros muros?
—A lo mejor podrías marcharte con Sofia. Lo consultaré con los De Weeks —había sugerido de manera espontánea. Y con ello logró que Julie, por primera vez en muchos años, disfrutase al pensar en la protección de una familia.
Desde el primer momento, la familia de Sofia se había mostrado entusiasmada. En gran medida, también porque sabían que Sofia solía sentirse un poco sola entre sus tres hermanos mayores. Los De Weeks acogieron a Julie con gran afecto y cariño. Al principio, ella se sentía un poco incómoda porque no quería molestar, pero el miedo se disipó enseguida y pronto comenzó a disfrutar plenamente de la estancia en casa de Sofia. Desde entonces, Julie pasaba todas las vacaciones, salvo las tres semanas de invierno, con Sofia y su familia, que desde hacía varias generaciones poseía una villa de vacaciones en Hallerscoge. Era una imponente y antigua mansión señorial en medio de misteriosos bosques rodeados de charcas donde chapoteaban patos y de prados donde pastaban caballos. Era una casa llena de vida y amor. Sofia tenía una extensa familia y en la casa siempre reinaba mucho ajetreo. Salían de excursión y de picnic, recibían visitas a menudo y el momento álgido del verano era siempre la gran cacería. Para Julie, las semanas en Hallerscoge eran como un sueño. Allí tenía su propia habitación, podía lucir hermosos vestidos y estaba completamente integrada en la vida familiar. La madre de Sofia jamás marcó diferencias de trato entre Julie y sus propios hijos. Algunas noches, antes de dormir, Julie daba las gracias a Alida Koning en silencio por haber ideado aquel plan.
Ahora el sueño de pasar las vacaciones de invierno con Sofia se había desmoronado.
Como siempre que las asediaban preocupaciones o problemas, Sofia y Julie salieron del asfixiante espacio del internado y se adentraron en la naturaleza. Durante los primeros cinco años, Julie no había disfrutado de la belleza de la ciudad de Elburg porque solo conocía la vista desde las ventanas y el camino a la iglesia. Por eso, durante los últimos tres años había saboreado la libertad más que nadie.
Era principios de diciembre y el aire empezaba a notarse frío. Las muchachas se abrigaron bien, su aliento formaba pequeñas nubes blancas de vaho y sus pies hacían crujir la alfombra de hojas secas de los viejos robles. Una junto a la otra, avanzaban con gesto pensativo por el ancho camino entre las antiguas murallas y el hondo foso que rodeaban la ciudad.
El camino que discurría por el exterior de las murallas se hallaba a pocos minutos de distancia del internado y muchos habitantes de Elburg acudían allí a pasear y tomar el fresco, algo que resultaba bastante difícil en las intrincadas y angostas callejuelas de la ciudad. En verano, familias enteras iban a hacer picnic y los niños jugaban en las explanadas de hierba. Los jóvenes galanes llevaban a pasear a sus prometidas en pequeños botes y en ocasiones se entreveían parejas de enamorados ocultos entre las sombras de los enormes árboles. Observar todos aquellos movimientos era una de las distracciones favoritas de las jóvenes del internado. Pero ahora en invierno, con el frío helador, apenas había gente.
Julie suspiró.
—No entiendo para qué quiere mi tío que vaya a Ámsterdam. —En efecto, para ella era todo un misterio por qué, año tras año, su tío se empeñaba en que Julie fuera a pasar con ellos el cambio de año. Julie no se llevaba bien ni con él ni con su esposa ni con sus hijas—. A lo mejor le remuerde la conciencia por haberme abandonado aquí —gruñó.
Sofia rodeó a su amiga con el brazo. Ella también estaba muy ilusionada con la idea de que Julie pasara las vacaciones en su casa y comprendía perfectamente el disgusto de su amiga.
—Bueno, Juliette… Yo creo que lo hacen con buena intención. —Al pronunciar aquellas palabras, ella misma se dio cuenta de que sonaban vacías. Cuando llegaron a la torre defensiva, cuyos cimientos utilizaban como mirador, se sentaron en un banco. Algunos patos intentaban alcanzar el agua a través de la fina capa de hielo y dos cisnes imponentes descansaban en la orilla bajo las ramas colgantes y cubiertas de escarcha de un sauce.
—Solo son tres semanas. —Sofía suspiró de nuevo.
—Llevan siendo solo tres semanas desde hace nueve años, pero ya no puedo más —replicó Julie en tono malhumorado. Y entonces se le ocurrió una idea—: A lo mejor…, si fingiera que he caído enferma, tal vez podría quedarme aquí.
—Por Dios, Juliette, que tienes dieciocho años, ¡no te comportes como una cría pequeña! Además, en Nochevieja tu tío organiza una buena fiesta, ¿no? Al menos eso será divertido. Vestidos deslumbrantes, bailes, música, gente interesante… Y en Semana Santa volverás con nosotros. —Sofia trató de ocultar la tristeza que la frustración de sus planes le provocaba. Ya era bastante difícil para Julie.
Julie siguió refunfuñando, pero Sofia tenía razón, todos los años la fiesta de la despedida del año constituía el momento estelar de las vacaciones, y eso compensaba, al menos en parte, el resto de la estancia. No porque Julie consiguiera distraerse durante los demás días que pasaba en familia. Ni tampoco porque nadie se preocupara especialmente por ella. Pero al menos por unas horas cesaba el insoportable discurso de la «pobrecita muchacha». Como nadie de la familia, salvo el primo Wim, gozaba en realidad de la confianza de Julie ni se esforzaba lo más mínimo por ganársela, todos se limitaban a compadecerla por la pérdida de sus padres y de su hogar… Esa compasión fingida a Julie no le procuraba consuelo alguno y, en cuanto regresaba al internado, olvidaba a la familia por completo hasta el año siguiente.
—¡Ámsterdam es una ciudad preciosa! Hay fabulosas calles comerciales y allí conocerás a infinidad de gente nueva. ¡Es emocionante! —exclamó Sofia en un nuevo intento para animar a su amiga, pero poco a poco se le acababan los argumentos y Julie continuaba con la misma cara larga—. Y piensa además que estará allí tu primo…, tu primo Wim.
Sí, Wim. Por un instante se le iluminó la mirada, tenía que admitirlo. Su primo Wim, el hijo de Wilhelm, era la única persona de toda la familia que le caía bien. La primera vez que la invitaron a Ámsterdam, después de haber pasado el primer año en el internado, él no era más que un pilluelo descarado, pero ahora estaba hecho todo un hombre. De niña, Julie se había resistido a acercarse al pequeño Wim, al que sacaba dos años de edad, pese a que advertía con agrado que al muchacho le gustaban su madre y sus hermanas tan poco como a ella. Con él se había entendido bien desde el principio y, además, era el único que aportaba un poco de diversión al aburrido día a día en la residencia familiar de su tío.
De pronto se le escapó una carcajada. Le había venido a la mente la imagen de la rubia cabellera y la pícara mirada de su primo el día que le propuso —ella debía de tener unos doce años— que robaran un pedazo del pastel recién horneado que había en la cocina. Julie no estaba muy convencida porque no quería ocasionar problemas en casa de su tío y, menos aún, que la tomasen por una ladrona. Pero acabó dejándose tentar por su primo y accedió a hacerlo. Lo cierto es que el hormigueo que sintió al coger el pastel fue de lo más excitante y, además, tal como Wim había predicho, no los atraparon.
Hasta las vacaciones, el tiempo transcurrió a toda velocidad.
—¿Juliette? Venga, vamos, los coches están esperando abajo.
Sofia se hallaba en la puerta preparada para partir.
Julie estaba tendida en la cama, leyendo, con el abrigo de viaje puesto, pero en su actitud no se advertía el menor asomo de premura. Cerró el libro, obligada por la mirada censora de Sofia, y lo dejó sobre la mesilla de noche. Se levantó resoplando de la cama y, antes de comprobar su aspecto en el espejo, estiró la colcha primero y a continuación su vestido liso marrón.
Cuando llegó a Elburg, el espejo devolvía el reflejo de una pequeña muchachita; ahora, sin embargo, la imagen era la de una joven mujer. Aunque Julie no era tan madura como Sofia, su cuerpo revelaba en lugares precisos unas curvas ligeramente más pronunciadas que las de su delgada compañera de habitación.
Las otras compañeras veían en Julie a una muchacha hermosa de dorada cabellera, de refinadas facciones y de naricilla pequeña y algo respingona.
—Pareces una auténtica aristócrata —solía decirle Sofia para burlarse.
—Sí, claro, y un día aparecerá un príncipe a caballo y me rescatará —contestaba siempre Julie y se le dibujaba una profunda arruga en el entrecejo, sobre los límpidos ojos azules, como cuando algo la enojaba.
En esos instantes, su rostro exhibía esa misma expresión mientras, entre resoplidos, se ajustaba el sombrero a la cabeza.
En los últimos días, Sofia había intentado destacar las virtudes del viaje de su amiga a Ámsterdam en diversas ocasiones, aunque con escaso éxito. La sombra de su tío planeaba sobre Ámsterdam y le causaba a Julie demasiado miedo como para que se ilusionara con el viaje. Wilhelm era un desconocido que un día había irrumpido en su vida y la había arrancado de todo lo que le resultaba familiar y cercano. En ocasiones, sentía una ira irrefrenable contra él. A él le interesaba la herencia mucho más que ella; con el tiempo Julie ya no tenía duda alguna. Ella no le concedía mucha importancia al dinero y en su momento no comprendió lo que estaba pasando con la herencia de sus padres. Julie tenía todas sus necesidades cubiertas, la señora Koning le había explicado que, en lo que concernía a su situación financiera, no debía preocuparse por nada. Pero cada vez que tenía que ir a Ámsterdam, andaba con mil ojos. Temía que su tío pudiera volver a quitarle algo o a enviarla a algún lugar adonde no quisiera ir. Seguía teniendo grabado a fuego el recuerdo y el dolor de la despiadada despedida, ocho años atrás. A sus padres se los había arrebatado el destino. Pero su hogar, la casa de sus padres, lo único que ella tenía, se lo había arrebatado él. En el corazón de Julie había nacido una frialdad imborrable hacia ese hombre. A él no le gustaba Julie y tampoco la quería. Eso no había cambiado con el paso de los años.
Sofia, que se percató de que Julie estaba enfrascada en sus cavilaciones, la rodeó con el brazo en un gesto afectuoso pero decidido.
—Vamos, bajemos a ver si han llegado los coches. —Y condujo a su amiga hacia la puerta.
Cuando Sofia divisó el coche de sus padres desde la ventana del pasillo, echó a correr todo lo deprisa que le permitía la falda plisada que lucía. En ese instante, Julie se alegró por su amiga. Los padres de Sofia eran personas de muy buen corazón.
Cuando, poco después, Julie traspuso el umbral de la puerta del internado, tuvo que ajustarse la capa. Era a primera hora de la mañana del 20 de diciembre y hacía un frío helador. Delante del edificio había un gran ajetreo. La madre de Sofia se acercó enseguida con los brazos abiertos.
—Juliette, qué alegría me da volver a verte, ¿cómo estás?
—Gracias, estoy bien, mevrouw De Weeks —contestó Julie en tono amable, aunque sus palabras no respondían del todo a la verdad. Después, recorrió con la mirada la plazuela que se abría ante el internado y vio el coche de su tío. En la puerta se mostraban con ostentación las iniciales «WV», de Wilhelm Vandenberg, en grandes y recargadas letras doradas. El cochero exhibía una expresión hosca porque llevaba largo rato aguardando a Julie. Esta, sin embargo, solo lamentó haber obligado a los pobres caballos a esperar en el frío. Reprimió el asomo de mala conciencia, sacudió el brazo para despedirse de su amiga por última vez y accedió al fin a emprender el viaje forzoso a casa de su tío.