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Otro día de calor insoportable; el cielo es de un sádico color azul sin nubes.

Regreso a mi sala.

Las ventanas están abiertas pero no pasa la brisa, sino que el calor de fuera se instala en el interior. Las enfermeras están sudando; los mechones de pelo se pegan a sus frentes.

No hay rastro de los tacones de la doctora Bailstrom, y agradezco que la moda no me distraiga en lo que estoy segura debe ser un momento serio y emocional.

Miro por última vez el brillante linóleo y las feas taquillas de metal y las cortinas horrendas. La gente del siglo XXI no tenemos ni idea de cómo hacer frente a la muerte. Me acuerdo del final de la película sobre J. M. Barrie, cuando empujaba a su amante moribundo en una silla de ruedas hacia el escenario mágico del mundo de Peter Pan que había mandado construir en su jardín. No había cortinas de estampados geométricos de color marrón. Pero en mi caso, tendrán que bastar.

Lucho por entrar en mi cuerpo, a través de las capas de carne y músculo y hueso, hasta que lo consigo.

Estoy atrapada, como sabía que sucedería, bajo el casco de un enorme barco naufragado en el lecho del océano.

Tengo los párpados soldados; mis tímpanos están rotos; mis cuerdas vocales, arrancadas.

Todo es oscuro y silencioso y pesado aquí abajo; hay una milla de agua negra por encima de mí.

Solamente puedo respirar.

Recuerdo que la palabra latina para respirar y espíritu es la misma.

Aguanto la respiración.

Cuando Jenny se enfrentó a su muerte en esa capilla y buscó el cielo, yo también me enfrenté a la mía. Plena y totalmente. Entonces te dije que no permitiría que muriera.

Sabía que la supervivencia de mi hija pasa por delante de todo. Por el dolor de Adam, por el tuyo. Por delante de mi miedo. Lo supera todo.

No debo respirar.

Pero aun así, esperaba que fuera otra persona. La madre, la hija y la mujer de otra persona. La vida de otra persona.

Mi esperanza era fútil, desagradable y desesperada. Porque nunca iba a ser otra persona. Y quizá eso sea justo. Conservamos a nuestra hija, me pierdo a mí. Es un equilibrio.

No debo respirar.

Es una adulta, ya no es una niña, es una lección que he aprendido. Ahora lo sé.

Pienso que en el fondo, ya lo sabía. Sencillamente tenía miedo de que cuando fuera mayor, ya no me necesitara.

Temía que no me quisiera tanto.

No me di cuenta de que se había hecho mayor.

Y de que me sigue queriendo mucho.

No debo respirar.

El instinto te hace luchar. Es una oleada de deseo egoísta, de supervivencia, contra el último latido de energía que poseo. Pero me he hecho más fuerte durante los días que he pasado en el hospital. Y aunque no fue el motivo por el cual abandonaba la piel protectora del hospital, significa que ahora tengo suficiente fuerza como para hacerlo.

No debo respirar.

Cuando estaba embarazada de veinte semanas de Jenny, descubrí que sus ovarios ya se habían formado. En mi interior, nuestra hija que aún no había nacido ya poseía el potencial de darnos nietos (o al menos, existía esa parte de nosotros que sería parte de ellos). Sentí el futuro acurrucado en mi interior; mi cuerpo era una muñeca rusa de tiempo.

No debo respirar.

Pienso en Adam, mucho más arriba, en la superficie del mar con su bote salvavidas, hinchado con el aliento y el cariño de un montón de gente.

Pienso en Jenny, alcanzando la orilla de su edad adulta.

Pienso que el miedo que tenía de que mis hijos se ahogasen me mostró el camino y que podía hacer esto.

Queda tan poco aire en mis pulmones ahora.

¿Le leerás a Addie «La sirenita»? Está en su libro Cuentos para niños de seis años, en la última estantería de su biblioteca. Dirá que hace años que no lee esos cuentos, papá, y que son de chicas, pero tú insiste. Abrázale y entonces él girará las páginas del cuento.

Le leerás el pasaje acerca del dolor que sintió la sirenita cuando abandonó el agua, y caminó sobre cuchillos, porque amaba tanto a su príncipe. Porque quiero que sepa que cuando dejé mi cuerpo en el hospital, cuando me iba demasiado lejos para que los escáneres me encontraran, caminé sobre cuchillos porque no podía soportar que le acusasen de un crimen tan terrible. Porque creí en él. Porque le quiero. Dile que lo más duro que he hecho en este mundo es dejarle atrás.

Ya no tengo que contener la respiración.

Me deslizo fuera del barco naufragado que es mi cuerpo, y asciendo por el océano negro, vasto y profundo.

Una vez me dijiste que el último sentido que se pierde es el del oído. Pero te equivocas. El último sentido que se pierde es el amor.

Floto hasta la superficie, y sin esfuerzo salgo de mi cuerpo.

Salta una alarma, estremeciendo el aire, y un médico corre hacia mí.

Llega un carrito lleno de instrumental, corriendo a través del linóleo como si fuera sobre patines, con una enfermera asustada empujándolo.

Mi corazón se ha detenido.

Oigo tacones rojos.

La doctora Bailstrom dice que hay un testamento vital.

Hablan de trasplante.

Mantendrán mi cuerpo con vida hasta que puedan darle mi corazón a Jenny.

Observo sus máquinas mientras mi cuerpo inerte recibe el oxígeno que entra artificialmente. Te acompañan rápidamente hasta una habitación para que firmes el consentimiento.

No debería estar aquí, seguro que no, observándolo todo. ¿No debería ir a otro lugar ahora? Me siento como un invitado que sigue sentado en la mesa mientras los anfitriones están ya lavando los platos y recogiendo.

¡Y sigo hablándote!

El fin de semana pasado, mientras estábamos sentados en la mesa de la cocina de nuestra vida anterior, leí en el periódico algo sobre «aire que se pega». Un futurólogo predice que algún día la gente podrá dejarse mensajes en el éter. Así que nunca se sabe, quizá un día puedas oír todo lo que te he estado diciendo. Porque seguramente, cuando lo hacía, las moléculas de aire a mi alrededor cambiaban; el aire, cargado de palabras.

Debe ser que me iré cuando me extraigan el corazón, y apaguen las máquinas.

Recuerdo que al final de La sirenita, ella no consigue al príncipe, sino un alma.

Voy a la UCI, donde están preparando a Jenny para el trasplante. Se está mirando, mientras Sarah se inclina sobre su cuerpo. Una vez tuve celos de lo unidas que estaban, pero ahora estoy desvergonzadamente agradecida.

Jenny me ve y yo tomo su mano.

—Ya no podrás independizarte, querida —digo—. Ahora siempre estaré contigo.

—Mamá, eso es macabro.

—A tu ritmo.

—¡Mamá, por favor!

—En serio, solamente es una máquina de bombear —digo.

—Es tu máquina de bombear.

—Te será más útil a ti.

No sabemos qué decir. Ninguna de las dos ha hablado sobre si lo recordará todo o no. Si se acordará de mí.

—Te pondrás bien —le dice Sarah a Jenny, llenando el silencio—. Y cuidarás muy bien de Adam. Pero también habrá más gente cuidando de él.

Te veo saliendo del despacho del médico.

—Así que puedes seguir siendo una chica, Jen —dice Sarah—, no hace falta que crezcas de golpe.

—Eres jodidamente maravillosa —le digo a Sarah, que por supuesto no me oye; pero Jenny sonríe.

Le digo a Jenny que ha llegado la hora de que ella también regrese a su cuerpo.

Me abraza, y me gustaría abrazarla durante más tiempo, aferrarme a ella, pero me obligo a apartarme.

—Ivo y papá y la tía Sarah y Adam están esperándote —digo, y vuelve a su cuerpo.

Seguramente este es el momento de la tormenta dramática, el calor acumulado de los últimos cuatro días, liberado con una cortina de lluvia y relámpagos.

Por la ventana de la sala, el cielo sigue imperturbablemente azul, una neblina de calor difumina los bordes del paisaje, pero me siento bien y fresca.

Te veo caminando hacia la cama de Jenny.

Recuerdo cómo tiré de Jenny por las escaleras, en el incendio, y pensaba en el amor como un lugar blanco y tranquilo y frío.

Me miras. Y en ese momento, me ves.

Así es el amor, después de un número infinito de palabras.

Me acerco a ti y te doy un beso.

Te veo irte acompañando a Jenny, mientras la llevan al quirófano. Pienso en ángeles. No en los duros y robustos ángeles del Viejo Testamento esta vez, sino en los de Fra Angelico, con sus ropajes brillantes y de preciosos colores, como joyas, y enormes alas en la espalda; o los de Giotto, que sobrevuelan la Tierra como luciérnagas, y sus halos dorados y resplandecientes desprenden chispas de luz; o el ángel azul de Chagall, con su rostro pálido y triste. Pienso en los ángeles de Rafael y Miguel Ángel, y en los Hieronymous Bosch y Klee.

Pienso que bajo cada ángel —justo cuando termina la pintura— están los niños que tuvieron que dejar atrás.

Pero el después celestial no está dónde yo me encuentro, aún no.

Estoy en el último peldaño de nuestras escaleras, terminando de preparar la bolsa de Adam, la que necesitará para cambiarse después de la clase de deporte. Estoy anudándole la corbata para que solamente tenga que ponérsela y tirar del borde corto, porque aún no sabe hacerse el nudo, y espero que tú le enseñes.

Y estoy en la sala de estar, buscando una pieza de Lego debajo del sofá mientras tú te acercas, me abrazas y dices «hermosa esposa mía», y arriba oigo a Jenny hablando por teléfono con Ivo y a Adam, que está leyendo sobre su alfombra y os necesito tanto que me falta el aire.

Me están quitando el corazón.

La luz, el color y la calidez están dejando mi cuerpo y entran en mí, en lo que me he convertido, sea lo que sea.

Mi alma está naciendo.

Y Jenny tiene razón, es hermoso, pero aun así este parto de luz me enfurece. Quiero ver a mis nietos, o tocarte una vez más, y llamar a Jenny, «la cena ya casi está, ¿de acuerdo?»; o decirle a Adam «ahora vengo»; y a todos los que me esperan en el coche, «¡estoy en dos minutos!».

Solamente un poco más de vida.

Entonces la rabia se va y no siento miedo ni arrepentimiento.

Soy una luz esbelta, dura como el diamante, que puede deslizarse por los resquicios del mundo que conocemos. Vendré en tus sueños y susurraré palabras dulces cuando pienses en mí.

No hay final feliz, pero hay un después.

Esto no es nuestro final.