34

—Nunca creí que Maisie White estuviera implicada en el incendio directamente —le dice Penny a Sarah. Todo el mundo la está esperando en el despacho, pero tiene que contárselo a Sarah; se lo debe.

—Parecía genuinamente alterada por lo que les había pasado a Jenny y a Grace —continúa Penny—. Y tardó mucho en decirme que había visto a Adam. Casi tuve que sacárselo a la fuerza.

—Si lo hubiera sabido… —empieza a decir Sarah.

—Sí. Lo siento. Desde que descubrimos lo del fraude, bueno, desde que lo descubriste, nos hemos cuestionado la validez de su declaración, pero hemos seguido trabajando suponiendo que quería proteger a su marido. Resulta, en retrospectiva, que nos engañó desde el principio. Lo siento.

—Le dije a Maisie que había un testigo que decía haber visto a Adam —dice Sarah—. Y se sorprendió. Pensé que significaba que no tenía ni idea.

—¿Una buena actriz? —sugiere Penny.

Sarah piensa un momento y sacude la cabeza.

—No, es porque soy policía. Debió pensar que yo ya sabría que ella era el testigo. Suponía que me lo habrían dicho. Fue mi ignorancia lo que la sorprendió.

Ahora entiendo el nerviosismo de Maisie, esa noche, en la cafetería.

Penny entra en el despacho.

Hay tanta gente que Rowena parece muy pequeña. Está mirando el suelo de la moqueta, sin levantar la vista.

—Le dijiste a uno de nuestros hombres hace un rato que tu madre sabía que ibais a arruinaros, ¿no es cierto? —pregunta Baker.

—Sí.

—¿Por qué dijo tu madre que había visto a Adam saliendo de la sala de arte? —pregunta Penny, y el detective inspector Baker parece irritado.

—Quería que le echaran la culpa al niño —dice Rowena, en voz baja—. Para que nadie sospechara lo del fraude. Fue pura casualidad el hecho de que Adam cumpliera años ese día.

—¿El día de los deportes al aire libre?

—Sí. No quería que nadie resultase herido.

—¿Y tampoco que hubiera personal que pudiera apagar el incendio?

Rowena guarda silencio.

—¿Quién prendió fuego al edificio?

Rowena sigue sin decir nada.

—¿Fuiste tú? —pregunta Mohsin—. ¿Te pidió tu madre que lo hicieras?

No responde.

—Dijiste que tenías que decirnos la verdad —le recuerda Mohsin.

—No sabía lo que iba a hacer. No hasta que fue demasiado tarde. Y solamente me lo contó todo cuando estuvimos aquí, en el hospital. Pensó que podía confiar en mí. Dios mío.

—¿Fue tu madre, entonces? —pregunta el detective inspector Baker.

Ella sacude la cabeza.

—Hizo que Adam lo hiciera.

Pero nadie podría obligar a Adam a hacer algo así. Es demasiado bueno, demasiado reflexivo.

—Le dijo a Adam que el señor Hyman le había dejado un regalo de cumpleaños en la sala de arte —continúa Rowena—. Le dijo que era un volcán, de esos que habían preparado en tercer curso, ya sabe, con vinagre y harina, que al final hacen erupción. Le dijo a Adam que era un tipo de volcán diferente, y que tenía que encenderlo. Dijo que podía utilizar las cerillas de su pastel de cumpleaños, y que se las había traído. Dijo que el patético y estúpido crío no quiso ni tocarlas.

Ese vocabulario lo utiliza una persona que no conozco. Pienso en sus palabras, no en lo que ha hecho. Porque aún no, aún no puedo pensar en lo que ha hecho.

—Dijo que entonces tuvo que jugársela —continúa Rowena—. Le dijo que el señor Hyman le había traído el regalo a la escuela en persona, aunque podía meterse en un buen lío si le descubrían allí.

Ahora todo encaja, terriblemente: un volcán, no un fuego, para el señor Hyman, su querido profesor.

—Le dijo a Addie que el señor Hyman esperaba para desearle un feliz cumpleaños en persona. Que iba a volver en cualquier momento, y que estaría muy decepcionado si Addie no jugaba con el regalo que le había traído.

Así que Silas Hyman sí estaba relacionado con el fuego: su presencia fantasmal, la fuerza motriz, inocente de lo que los demás hacían en su nombre.

—Y Adam encendió el volcán —dice Rowena, con calma.

—¿Qué había en el volcán? —pregunta Penny.

—Disolvente, y algún otro acelerante. Eso dijo. También puso un montón de esprays a su alrededor. Me dijo que Adam debió ser un gallina y tiró la cerilla desde lejos, porque de otro modo habría estallado en su cara.

—¿Quería matarle?

—No. Claro que no.

—Acabas de decir que le habría estallado en la cara, si se hubiera acercado, como claramente era su intención que hiciera.

—No puede haber intentado matarle —pero su voz tiembla, porque ya no le queda el más mínimo soporte ni convicción para creerlo.

—¿Algo más?

Rowena asiente, incapaz de mirar a la cara a los demás, su propio rostro envuelto en desgracia y vergüenza.

—Se acercó a Addie, cuando su madre entró para sacar a Jenny. Le dijo: «¡No tenías que haberlo hecho de verdad, por Dios, Addie!».

Rowena imita la voz de su madre con enervante precisión. Me aparto involuntariamente y hasta Rowena parece alterada. Continúa, más calmada:

—Le dijo que era la prueba de valor de un caballero, y que había fallado. Que todo era culpa suya.

Y Adam la había creído.

Porque Adam cree en búsquedas, aventuras, pruebas de valor y de honor.

Porque en su imaginación de niño de ocho años, él era Sir Gawain.

Porque a los ocho años, puedes creer que eres un caballero que ha fallado una prueba.

Pero en lugar de un enorme tajo en el cuello, tu hermana y tu madre están atrapadas en un edificio en llamas, delante del cual alguien te dice que es culpa tuya.

Tengo que correr hacia él ahora mismo, tengo que decirle que no es culpa suya. ¡No lo es!

Pero mis cuerdas vocales no pueden emitir el menor sonido.

Y tampoco las de Adam. Lo único que Baker adivinó correctamente es que la culpa le llevó a enmudecer.

—Por eso entré, después de lo que le había dicho a Addie —dice Rowena.

Se calla un momento, nerviosa.

—Me gustaría verle, decirle que no fue culpa suya en absoluto —dice Rowena—. Quiero decir, es probable que él no quiera verme a mí, pero me gustaría mucho decírselo.

Por un instante le falla la voz.

—En parte fue culpa mía —continúa—. Yo le hablé a mamá del experimento del volcán. Era la profesora adjunta de la clase de Adam el pasado verano. Yo le dije lo bueno que era Adam. Pensé que era muy dulce lo mucho que le gustaban los libros sobre caballería y caballeros andantes, y cómo se consideraba uno, o al menos quería ser como ellos algún día. Yo se lo dije.

Pero Maisie ya lo sabía, porque yo se lo había contado innumerables veces, y cómo su bondad me preocupaba. Que deseaba, a veces, que fuera bueno jugando al fútbol.

Rowena guarda un silencio culpable. Me gustaría que uno de los policías le dijeran que tampoco es culpa suya, pero tienen un trabajo que hacer. El aspecto «sensiblero», como lo llamó Sarah una vez, vendrá más tarde. Solía pensar que eso quería decir que no valoraba la empatía.

—¿Tienes idea de por qué tu madre querría hacerle daño a Jenny? —pregunta Penny.

—No era su intención. No fue hasta que Grace entró, gritando su nombre, cuando supe que estaba dentro del edificio. Y seguro que a mamá le pasó lo mismo. No le habría hecho daño a Grace o a Jenny en la vida. Sé que no lo habría hecho. Fue un terrible error.

Ahora está temblando con violencia. Mohsin la mira preocupado.

—No creo que pueda seguir —le dice a Baker.

—¿Crees que tu padre sabía lo que tu madre planeaba? —pregunta Baker.

—No. —Hace un pausa—. Pero me echa la culpa por no haberla detenido a tiempo. Quiero decir que yo estaba ahí. Debería habérselo impedido.

Penny acompaña a Rowena fuera del despacho, de regreso a la unidad de quemados.

Vuelvo a mi sala. Las cortinas están corridas alrededor de la cama.

Sigues dentro, a mi lado, apretándote contra mi cuerpo. Sollozas con tanta fuerza que tu cuerpo tembloroso mueve la cama.

Lloras porque sabes que ya no estoy ahí.

Me muero por acercarme pero eso sólo hará las cosas más difíciles; mucho más difíciles.

Sarah entra y corre hacia ti y te rodea con los brazos y me siento tan agradecida por lo que está haciendo.

Te cuenta lo de Maisie, pero apenas la oyes.

Luego te dice que engañaron a Adam para que encendiera el fuego; que le dijeron que era culpa suya.

Por primera vez, te apartas de mí.

—¡Dios mío, pobre Ads!

—¿Irás a verle? —pregunta Sarah.

Asientes.

—Tan pronto como haya podido hablar con los médicos de Grace.

Has pedido una reunión con mis médicos, frente a mi cama, como si necesitaras ver mi cuerpo en coma delante tuyo para hacer esto.

Estoy al fondo de la sala. No quiero acercarme más, porque tengo miedo de que sientas mi presencia y de que esto sea imposible para ti.

Una enfermera empuja un carrito de medicamentos de cama en cama, y el ruido que hace al descargar su mercancía disimula los sonidos sutiles de tu conversación.

Le has pedido al doctor Sandhu que también esté presente, y yo miro su amable rostro, no el tuyo. No puedo soportar mirar el tuyo. Me equivocaba acerca de él, lo que pensé hace un par de días. No llegó donde está gracias a una serie de casualidades y coincidencias, fue fruto de un viaje vocacional que le llevó directo a una familia como la nuestra.

La enfermera del carrito se detiene frente a una cama más tiempo del normal, y el silencio trae tu voz desde el otro lado de la sala.

Les dices que ahora entiendes que no lograré salir jamás del coma.

Que ya no estoy «ahí dentro».

Les dices que mi padre tenía la enfermedad de Kahler, y que Jenny y yo nos hicimos pruebas para ver si podíamos ser donantes de médula ósea.

Les dices que Jenny y yo somos compatibles.

Les pides que utilicen mi corazón.

Te quiero.

El carrito vuelve a rodar, y la enfermera charla con alguien y no oigo el resto de la conversación. Pero sé lo que sucederá, porque ya he recorrido este camino lógico con Jenny.

Al otro lado de la sala, me esfuerzo por escuchar, atrapar las palabras al vuelo, conectar las frases que espero oír.

La voz aguda de la doctora Bailstrom es la que viaja más lejos. Te dice que respiro sin máquinas. Que se tardaría un año, probablemente aún más, antes de que acepten estudiar la petición de una orden judicial para retirar la alimentación intravenosa.

Te has enfrentado a la realidad de mi muerte en vida por amor a Jenny, y ahora crees que no ha servido para nada. Solamente te quedan los hechos brutales.

El doctor Sandhu sugiere que firmes un testamento vital en mi nombre, garantizándome el derecho a morir dignamente. Me imagino que es un procedimiento habitual en estos casos. Pero, como señala la doctora Bailstrom, sea o no un procedimiento estándar, no hay motivo para que mi sistema sufra un colapso y necesite tratamiento médico urgente. Mi cuerpo, irónicamente, está sano.

Creo que el doctor Sandhu trata de darte un poco de esperanza, algo de amabilidad. Porque si mi cuerpo sufre un colapso, y has firmado esos documentos, me mantendrían oxigenada el tiempo suficiente como para trasplantar mis órganos vitales.

En la oficina del doctor Sandhu, firmas el testamento vital. Jenny entra y te observa.

—No puedes hacerlo, mamá.

—Por supuesto que sí, y tú…

—He cambiado de idea.

—Es demasiado tarde para eso, cariño.

—¡No es como si tuviera que elegir entre mostaza o crema, joder!

Me echo a reír. Está furiosa.

—No debería haber aceptado. No puedo creer que lo hiciera. Me pillaste en muy mal momento y…

—No voy a despertarme nunca más, Jen, pero tú puedes curarte. Así que lógicamente…

—¿Lógicamente? ¿Vas a reencarnarte en Jeremy Bentham?

—¿Le has leído?

—¡Mamá!

—Estoy impresionada, eso es todo.

—No, estás cambiando de tema. Y no puedes. Es demasiado importante como para cambiar de tema. Si sigues adelante con esto, me niego a volver a entrar en mi cuerpo. Para siempre jamás.

—Jenny, tú quieres vivir. Tú…

—Pero no quiero matarte.

—¡Jen…!

—¡No quiero!

Lo dice de verdad.

Y al mismo tiempo, anhela terriblemente vivir.

Vas a casa a ver a Adam y yo te acompaño. Mientras caminamos por el pasillo, te inclinas ligeramente hacia mí, como si supieras que estoy ahí. Quizá ahora que ya no crees que estoy en mi cuerpo, sientes mi presencia a tu lado en otros lugares.

Dejamos atrás el jardín, y las sombras se alargan bajo el atardecer. Jennifer se reúne allí con Ivo. Antes me maravilló que fuera capaz de verla, de saber dónde estaba, me asombró esa conexión entre los dos. Me pareció algo espiritual. Pero ahora que los miro, solamente quiero que esté en este mundo, el mundo real, y que él pueda tocarla, que físicamente estén juntos.

Igual que yo quisiera poder tocarte a ti.

Vuelvo a fantasear unos minutos, en el coche, que nuestra vida anterior sigue intacta, y que vamos a salir a cenar y llevamos una botella de vino en el maletero. Deseo, absurdamente, que fuera yo la que conduce. (¡Esa botella es un buen Burdeos, Gracie! Así que cuidado con las curvas).

Hasta fantaseo que discutimos, para hacer que parezca más realista.

—Te has pasado con el intermitente —dices.

—¿Que me he pasado con el intermitente? ¿Me puedes explicar cómo se hace para pasarse con el intermitente?

Me lo estoy pasando bien, una mezcla de bromas y discusión y flirteo.

—Ese cambio de marchas…

Ahora, o bien me echo a reír por lo ridícula que es nuestra pelea en broma, o empiezo una pelea de verdad porque me estás tratando con condescendencia. Así que me rio de ti y oyes lo que no te digo. Sigo conduciendo y cinco minutos después, no mencionas mi giro ilegal a la derecha.

La pequeña fantasía se derrumba en cuanto veo nuestra casa.

Las cortinas de la habitación de Adam están corridas. Son las siete y media. Es la hora de dormir.

Te vuelves hacia mí como si hubieras vislumbrado mi rostro. ¿Soy un fantasma para ti ahora? ¿Te estoy atormentando?

Entras en la casa, pero yo espero un poco antes de seguirte. Los geranios de nuestras macetas se han marchitado y se han secado bajo el sol; pero las zanahorias y los tomates que Adam está cultivando en otra maceta sí se han regado, y me siento extrañamente satisfecha por eso.

¿Es esta la vida de un fantasma? ¿Se pasan el rato sentados en coches, imaginando falsas discusiones con sus maridos, y comprobando los huertos urbanos que cultivan bajo sus ventanas?

Estás con mi madre en la cocina. Un poco asustada, preparándose para tu reacción, te cuenta que después de la primera gran reunión con los médicos, le dijo a Adam que yo no iba a despertar. Que había muerto.

Tú estás agradecido.

Creo que como yo te das cuenta del valor que tuvo mi madre. La única que tuvo la fortaleza de espíritu de asumir lo que dijeron los médicos desde el primer momento.

Le cuentas tu intento fallido de donar mi corazón.

Dice que espera un milagro, que pueda suceder algo así.

—No podría soportarlo, que viviese mientras su hija muere. Que sufra algo así.

La rodeas con el brazo.

—¿Y tú, Georgina?

—Oh, no te preocupes por mí. Soy una vieja cacatúa, dura como una piedra. No me vendré abajo. No hasta que Adam se haya ido de esta casa hacia la universidad y yo esté en una residencia. Entonces sí, entonces me caeré a pedazos.

«Caerse a pedazos» es una de mis expresiones, de cuando tenía veinte años, que mi madre se apropió. «Vieja cacatúa» es una de las suyas. Amo el legado del lenguaje. ¿Cuánto de lo que he dicho terminará en el vocabulario de Jen y Adam? Y cuando utilicen esas palabras, pensarán en mí; me sentirán mucho más que a un idioma, más profundamente.

—Adam ha hablado del gran diluvio universal con el que empezó el mundo —te dice mamá.

Te conmueves.

—¿Se le ocurrió eso?

—Sí. Ella no se va, Mike. Todo lo que Gracie es, no desaparecerá así como así.

—Tienes razón.

Subes las escaleras hasta la habitación de Addie.

Miro nuestro dormitorio desde el umbral de la puerta. Alguien ha hecho nuestra cama, pero las cosas están exactamente igual como las dejamos; mi mesita de noche, un momento enmarcado de nuestra vida. Antes de Jenny, encima de una mesa auxiliar repleta de cosas, había una novela; un enorme clásico de letra apretada, un paquete de Marlboro Light y una copa de vino tinto que me había llevado a la cama. Te horrorizaba mi estilo de vida tan poco sano, y yo no te hacía ni caso. Cuando llegó Jenny, la novela, los cigarrillos y el vino desaparecieron y fueron sustituidos por cuentos infantiles y manuales prácticos. Hoy llevo gafas para leer y vuelvo a tener novelas, esta vez novedades, con brillantes cubiertas y reseñas atrayentes.

Estás de pie frente a la habitación de Adam.

—Soy papá.

La puerta sigue cerrada.

—¿Addie…?

Esperas. Silencio al otro lado.

Abre la puerta, pienso, ¡abre la maldita puerta!

Por Dios, me he convertido en mi niñera interior. Lo siento. Tal vez tienes razón y hay que esperar a que Addie se acerque a ti; demostrarle que le respetas. Yo habría entrado ahí como un tanque, pero no es la única manera de hacerlo.

—Sé que piensas que es culpa tuya, cariño mío —dices—. Pero no es así.

Nunca le habías llamado cariño mío. Es una frase que solía utilizar yo, y que ya has adoptado, y eso me hace tan feliz.

—¿Me dejas entrar, por favor?

La puerta sigue cerrada.

Yo habría entrado, le habría abrazado ya y estaría…

—Está bien, mira —dices—. Te quiero. No importa lo que creas que hiciste, yo te quiero. No hay nada, absolutamente nada, que pueda cambiar eso.

—Es culpa mía, papá.

Es lo primero que ha dicho desde el incendio. Palabras tan enormes que han aplastado su capacidad para hablar.

—Addie, no…

—No me gustan las cerillas. Me dan miedo. Y que no tengo que utilizarlas. Tú y mamá y Jenny siempre me lo decís. Quiero decir que cuando encendemos el fuego de la chimenea y tú prendes la mecha, nunca me dejas hacerlo. Dijiste que no hasta que no tuviera doce años. Así que sabía que estaba mal hecho.

—Por favor, escúchame…

—El señor Hyman dijo que Sir Covey pasaría la prueba. Sir Covey soy yo. Él creía que yo era un caballero, pero no lo soy.

—El señor Hyman no estaba allí, Addie. Nunca estuvo. Él te quiere y jamás, jamás te pediría que hicieras algo así. Tú aún eres Sir Covey.

—No, no lo entiendes…

—Ella se lo inventó todo. Lo del señor Hyman. El regalo que te trajo. Todo. Se lo inventó para que hicieras algo por ella. La policía la ha detenido. Todo el mundo sabe que no fue culpa tuya.

—Pero es que lo fue. ¡No debería haberlo hecho, papá! No importa lo que me dijera. Las sirenas y la hermosa esposa del gigante verde también intentan engañar a la gente, pero los buenos no hacen lo que les dicen. Los caballeros que son fuertes no ceden. Yo sí cedí.

—Ellos son hombres hechos y derechos, Addie. Y tú eres un niño de ocho años. Uno muy valiente, pero un niño de ocho años.

Silencio al otro lado de la puerta.

—¿Qué me dices de esa vez que defendiste al señor Hyman? Hizo falta mucho valor para eso. No muchos adultos habrían hecho lo mismo. Tendría que habértelo dicho antes. Siento no haberlo hecho. Porque la verdad es que estoy muy orgulloso de ti.

Hay un silencio quieto en la habitación de Addie. Pero ¿qué más puedes decirle?

—Es que no es sólo eso.

Esperas, y ese silencio es atroz.

—No entré a ayudarlas, papá.

Su voz, cargada de vergüenza, nos golpea a los dos en el estómago.

—Gracias a Dios que no lo hiciste —dices.

Addie abre la puerta y cae la barrera entre los dos.

—No podría soportar perderte a ti también —dices.

Le rodeas con tus brazos y algo fluye por su cuerpo, relaja sus miembros tensos y su carita asustada.

—Mamá no va a despertar. Me lo dijo la abuela G.

—Así es.

—Está muerta.

—Sí. Ella…

Por un momento creo que vas a decir algo más, quizá explicar la diferencia entre «función no cognitiva» y estar muerto, pero Adam tiene ocho años y no puedes darle los detalles de por qué ya no tiene madre.

Empieza a llorar, y le abrazas lo más fuerte que puedes.

El silencio se expande entre los dos, una burbuja de jabón enorme que contiene emoción, y luego se quiebra.

—Me tienes a mí —dices.

Y tus brazos ahora ya no solamente rodean a Adam para consolarle, sino que eres tu aferrándose a él.

—Y yo te tengo a ti.