33

Rowena y Maisie están esperando en un despacho, con un joven policía al que no reconozco.

Sarah está con Mohsin y Penny espera fuera.

—Baker está con una llamada. No tardará —dice Mohsin—. No estoy seguro de que debamos permitir a Maisie White quedarse durante el interrogatorio.

—Así podremos observar sus reacciones —dice Penny—. Y el interrogatorio de Rowena quizá empuje a su madre a decirnos la verdad. Si eso no funciona, Jacobs está buscando un trabajador social para que actúe como adulto a cargo.

Por fin Baker llega. Veo que mira a Penny y se entienden, pero no logro desentrañar el significado de su mirada. Quizá es lo más cerca que Baker estará de mostrar vergüenza.

—¿Nos ha dicho ya Maisie White dónde está su marido? —pregunta Sarah.

—Dice que no tiene ni idea —responde Penny—. Esa puta estúpida vuelve a mentir para protegerle.

Me choca lo brutal del lenguaje que emplea para describir a Maisie. Qué extraño que eso aún tenga el poder de sorprenderme.

Entran, y Sarah se queda fuera, esperando.

Hace calor dentro del despacho; hay un puñado de sillas de plástico apiladas. Las fibras de nylon de la moqueta relucen bajo la dura luz.

Rowena parece frágil, con su camisón y su bata, y las manos aún vendadas. Maisie revolotea a su alrededor, colocando bien el gota a gota.

Mohsin presenta formalmente a todo el mundo mientras el joven policía empieza a transcribir el interrogatorio.

—¿Seguro que estás cómoda? —le pregunta Mohsin a Rowena.

—Sí, estoy bien. Gracias.

Maisie posa su mano en el brazo de Rowena, no puede coger las de su hija. Vuelve a llevar camisa de manga larga, que ocultan cualquier posible moratón bajo la tela.

—Tu padre tiene una coartada para el momento en que tuvo lugar el incendio —empieza Mohsin, con voz átona, aunque veo que observa atentamente el rostro de Rowena. Penny está concentrada en Maisie.

—Sí —dice Rowena, sin apenas reaccionar—. Papá estaba en Escocia el miércoles.

—¿Tu padre te pidió que incendiaras el colegio, Rowena? —pregunta Mohsin, como si preguntara la hora.

—Por supuesto que no lo hizo —dice Maisie, en tono agudo. Una vena late en su sien.

—¿Y Silas Hyman? —le dice Mohsin a Rowena, en voz más grave—. Antes te pregunté sí…

—Y le dije que no —dice Rowena, angustiada—. No me pidió que hiciera nada.

—Hace una hora alguien intentó asesinar a Jennifer Covey —dice Baker—. No tenemos ni tiempo ni paciencia para que proteja al hombre que lo hizo.

Oigo una abrupta inhalación de aire. Maisie ha empalidecido. Parece mareada, como si fuera a vomitar.

Rowena está callada, dudando. Se gira hacia su madre.

—Creo que sería mejor que te fueras.

—Pero tengo que estar contigo.

—Podemos encontrar otro adulto para que se haga cargo de Rowena durante el interrogatorio —dice Baker.

—¿Preferirías eso? —le pregunta Mohsin a Rowena.

Asiente.

Maisie se va. No veo su rostro, pero sí su paso vacilante, rechazado.

La puerta se cierra tras ella.

—Necesitaré un poco de tiempo —le dice Penny a Rowena—. Tenemos que localizar al…

—Tengo que contarles la verdad ahora. Por Jenny, ¿entiende? Tengo que hacerlo. No fue papá. No tuvo nada que ver con él.

Pienso en Silas Hyman flirteando con Jenny y luego enamorando a Rowena. Pienso en él, gritando y armando escándalo en la entrega de premios. Pienso en las flores que le dio a la bonita enfermera y la puerta de la UCI, abriéndose de par en par para él.

—Fue mamá —dice Rowena.

¿Maisie?

Veo su cara amable y recuerdo sus abrazos de oso.

Pienso en ella, ese día del campo de juegos, dándome una tontería para Adam, una cajita con el envoltorio perfecto y un regalo ideal.

Sabía que era su cumpleaños.

¡Claro que lo sabía! Lo conocía desde que era un bebé. Y otras trescientas personas también sabían que era su cumpleaños.

Fue a la escuela poco antes del fuego.

Para ir a buscar a Rowena. Para acompañarla. Porque el metro estaba imposible. «¡Mamá chófer al rescate!».

La madeja de nuestra amistad se remonta a muchos años atrás, nos conocemos desde siempre y no es fácil deshacer eso.

—Mamá tiene miedo de ser pobre —dice Rowena, en voz baja—. Siempre ha tenido un montón de dinero. Mis abuelos eran ricos, y nunca ha tenido que trabajar.

Pero Maisie dijo que no le importaría eso, y que tampoco sería terrible buscar un trabajo. «De hecho, siempre he querido trabajar».

—Fue a Sidley House a ayudar con las sesiones de lectura —continúa Rowena— para poder vigilar cómo iban las cosas. Sally Healey no le dijo a nadie que no había admisiones nuevas. Ni siquiera a papá. Bueno, tardó mucho en decírselo. Pero mamá se enteró por Elizabeth Fisher que no había llamadas de padres nuevos.

¡Pero no fue a espiar! Iba porque le gustaban los niños, las sesiones de lectura. Le encanta.

Siento nuestra amistad. Es sustancial, corpórea, cálida como su cocina llena de electrodomésticos; hemos invertido muchos años en ella, todos pesan.

—¿Te dejó sola en algún momento durante tu estancia en el hospital? —pregunta Mohsin.

—Bueno, sí. Entra y sale y va a buscar cosas para comer. Fue a casa, para traerme un camisón de recambio y mi neceser. También sale para hablar por teléfono. No se puede encender el móvil en el recinto.

—Hace una hora o así, cuando nos fuimos con tu madre —dice Mohsin—, ¿volvió a salir de tu habitación?

La voz de Rowena es casi inaudible; tengo que esforzarme para oírla.

—Sí. Casi enseguida.

No es posible, no es posible que Maisie tratara de matar a Jenny. Todo esto es una locura.

—Gracias, Rowena. Tendremos que interrogarte de nuevo, formalmente, con lo que se conoce como un adulto competente a cargo.

En el exterior del despacho, Baker se vuelve hacia el joven oficial.

—Tráeme a ese trabajador social. No pienso darle ni agua al abogado de la defensa con esta declaración.

—Maisie White debió ver que sacaban a Jenny de la UCI y la siguió —dice Mohsin—. Tuvo suerte en la sala del escáner. Allí la seguridad no es tan extrema.

Sarah asiente.

—Cuando manipularon el oxígeno de Jenny la primera vez, fue en la unidad de quemados. Maisie estaba en la habitación de Rowena, justo al otro lado del pasillo. Nadie le habría preguntado qué hacía allí, si la hubieran visto.

—¿Así que crees que fue Maisie y no Natalia Hyman? —pregunta Mohsin.

—Sí.

Solamente vi la figura de espaldas y no me había podido acercar. Pero no es posible que fuera Maisie. No es posible.

—Jenny debió verla en la escuela —dice Sarah.

—Y tenía el móvil de Jenny —dice Mohsin—. Si había algo que la incriminase en ese móvil, tuvo tiempo de sobras para borrarlo.

Mientras van hablando, es como si rellenáramos uno de esos dibujos que hay que colorear por zonas, un color tras otro.

Pero no pienso mirar ese retrato distorsionado de mi amiga.

Porque Maisie conoce a Jenny desde que era una niña de cuatro años. Me ha escuchado durante horas, mientras le hablaba de Jenny y de Adam. Horas. Sabe lo mucho que los quiero.

Es mi amiga y confío en ella.

No puedo añadir esto a todo lo que ya ha sucedido.

No puedo.

Así que le doy la espalda al retrato.

—¿Y qué me dices del maltrato? —pregunta Mohsin.

—Dios sabe lo que ha pasado en esa familia —dice Sarah.

—Encuentren a Maisie White —le dice el detective inspector Baker a Penny—. Y arréstenla por el incendio y por el intento de asesinato de Jennifer Covey.

—Está en la habitación de Rowena —dice Sarah—. Acabo de verla ahí hace unos minutos.

Me doy cuenta de que Sarah la ha seguido.

Penny va a arrestar a Maisie. No quiero verlo, en lugar de eso sigo a Sarah de vuelta al agobiante despacho.

—De acuerdo, Rowena. Vamos a esperar a que llegue un trabajador social. Mientras tanto…

—¿Van a arrestar a mamá? —pregunta Rowena.

—Sí, lo siento.

Rowena no dice nada y se queda mirando el suelo. Sarah espera.

—No pensó que se lo contaría a nadie —dice Rowena, y parece avergonzada.

—Pero ella sí te lo dijo a ti —dice Sarah.

Rowena no contesta.

—No tienes por qué decir nada. Esto no es un interrogatorio, solamente estamos charlando. Si quieres.

No creo que Sarah esté tratando de averiguar nada más, creo que sólo quiere ser amable con Rowena. O quizá sí necesita averiguar la verdad, ahora mismo, sin esperar a que llegue nadie.

—Mamá se siente fatal. Muy culpable. Ha sido muy duro para ella —dice Rowena—. Tenía que contárselo a alguien. Y quizá por lo de mis quemaduras… Quizá sintió que me debía algo. —Empieza a llorar—. Ahora me odiará.

Sarah se sienta a su lado.

—Es horrible, pero me alegro de que me lo contara —dice Rowena—. Quiero decir, que confiara en mí. No lo hace, nunca lo ha hecho. Todo el mundo piensa que estamos muy unidas, pero no es verdad. Soy su «pequeña decepción».

Pero Maisie la adora.

—Es que cuando era pequeña, yo era muy bonita, ¿entiende? —continúa Rowena—. Entonces sí estaba orgullosa de mí. Pero cuando me hice mayor, bueno, dejé de ser linda. Y ella dejó de quererme.

Discute con ella, le digo a Sarah. Dile que las madres no hacen esas cosas. Que no dejan de querer a sus hijos así como así.

—Sé que parece una estupidez, pero empezó con mis dientes —dice Rowena—. Me hizo ir a un dentista porque estaban torcidos, pero además también amarilleaban. Se ve que fue por un antibiótico que me dieron cuando era un bebé. Mamá lo intentó todo, los blanqueaba en casa cada noche, aunque el dentista dijo que no serviría de nada, porque estaban muy manchados. Y luego lo típico, ya sabe, el pelo rubio que se vuelve castaño y mis cejas enormes y mi cara redonda como un pan, pero mis ojos se quedaron igual. Así que me volví fea. Como Cenicienta, pero al revés, supongo. Ya no era el tipo de hija que quería.

Y Sarah sigue sin decir nada. Pero por Dios, si hay algo de lo que estoy totalmente convencida acerca de Maisie, es que quiere muchísimo a Rowena.

—¿Es duro, sabe? —dice Rowena—. No ser guapa. Quiero decir que en la escuela, las chicas más populares son lindas y tienen el pelo largo y saben bailar y se les da bien el inglés y la literatura. Las que somos listas y tenemos la piel grasa no lo pasamos tan bien. Menudo cliché, ¿verdad? ¿Una chica inteligente que es feúcha? Y luego vuelves a casa y te pasa lo mismo.

—¿Te han admitido en Oxford, verdad? —pregunta Sarah.

—Sí, en ciencias naturales. Eso no suele decírselo a la gente. Finge que me pasaré el día de fiesta en fiesta, con chicos guapos, en lugar de meterme en un laboratorio y estar en una residencia femenina. ¿Sabe ese soneto de Shakespeare, ese que dice que el amor que cambia cuando cambia el enamorado no es amor? Creo que habla de una madre y de lo que siente por su hija cuando ella crece. Pero no habla de la mía.

Solamente puedo pensar en lo orgullosa que Maisie se siente de lo inteligente que es Rowena: «Hasta se ha presentado al examen de inglés, a pesar de que solamente necesita sacar buena nota en ciencia. ¡Le gustan tanto los libros!».

El orgullo, el amor que siente por Rowena. ¿Cómo es posible que no sean reales? Su verdadera fe, su religión. Porque es lo que hacen de Maisie la persona que es.

—Pensé que se alegraría con lo de Silas —dice Rowena, y oigo la pena en su voz—. Quiero decir que es guapo, ¿verdad? Pensé que estaba demostrándole que yo también podía ser una chica guapa.

—Pero si está casado, ¡por Dios! —le digo—. Y te dobla la edad. Por supuesto que a tu madre no le gustó que mantuvierais relaciones; por supuesto que quería algo mejor para ti.

—Fue a verle —continúa Rowena, vacilante—. Era el día de San Valentín y me había mandado una tarjeta. Ella se fue para su casa. Le dijo que tenía que ponerle fin a nuestra relación.

El acoso de Natalia había terminado el día después de San Valentín. La charla de Maisie con Silas había funcionado.

Y yo haría lo mismo por Jenny. Si ella tuviera dieciséis años y estuviera con Silas Hyman, yo haría lo mismo. Porque esto no se le parece en nada a lo que Jenny tiene con Ivo, en nada en absoluto.

—Yo le quería —dice Rowena, gravemente—. Aún le quiero. Creí que pelearía por mí. Pero no lo hizo. Y luego mamá logró que le despidieran. Llamó al periódico, sin pensar en lo que ocurriría con la escuela, solamente porque quería echarle; castigarle. Y me dijo que le había mandado velas, ocho velas azules, como las que había en el pastel de Addie. Dijo que quería que supiera que si alguna vez volvía a buscarme, convertiría su vida en un infierno. Que supiera que podía hacerlo.

La Maisie que he conocido durante años es cálida y vibrante y corría en la carrera de sacos de la madres y siempre llegaba la última y ¡no le importaba un comino! También he descubierto que es frágil y vulnerable y está herida. Las dos Maisies conviven en la imagen que tengo de ella.

Pero esto no.

Una enfermera llama y entra. Es Belinda, la sonriente y amable enfermera.

—Hay ronda de visitas y los médicos tienen que examinarla. Solamente tardarán unos veinte minutos.

Sarah se levanta.

—Por supuesto.

Aquí hace más fresco que en mi sala, con las ventanas abiertas y el linóleo blanco que al menos reducen visualmente la temperatura.

Un camillero empuja una cama con mi cuerpo en coma, boca arriba. Deben haber terminado el escáner.

Estás esperando.

Los zapatos de la doctora Bailstrom taconean contra el suelo, hacia ti. Hoy son Louboutins negros, el rojo de la suela como una advertencia discreta.

Te dice que según el escáner no hay señales de funciones cognitivas. No hay actividad cerebral más allá de los reflejos de tragar, respirar y toser.

No fui a un partido de tenis bajo el sol, con la piel cálida por el sol, corriendo tras la pelota, con la raqueta extendida, y devolviéndola al otro lado de la red. Estuve con Sarah mientras hablaba con Rowena.

Nunca he estado cerca de mi cuerpo cuando me hacían un escáner o una resonancia.

No me extraña que piensen que no estoy ahí.

Pides quedarte a solas conmigo.

Me tomas de la mano.

Dices que lo entiendes.

Y me asombras.

Corres la cortina.

Pones tu cabeza al lado de la mía, y nuestros rostros se tocan, mi pelo cae contra tu mejilla. Nos unen casi veinte años de amor y diecisiete años de amar a nuestra hija.

La esencia de nuestro matrimonio se destila en ese instante.

Jenny está en la puerta.

—Jen, ven aquí.

Pero sacude la cabeza.

—No lo sabía —dice, y se va.

Yo tampoco lo sabía. Que nuestro amor de casados, duro como un par de botas viejas, contiene en el fondo de su ser esta delicada intensidad.

Pienso en cómo hablamos cada día, durante diecinueve años. Diecinueve años, por trescientos sesenta y cinco días, por todas las veces que hablamos al día. ¿Cuántas palabras deja eso, entre nosotros?

Un número infinito.

Mi pelo sigue cayendo contra tu mejilla pero me aparto.

Te ayudará pensar que no estoy aquí, amor mío. Hará las cosas más fáciles. Y quiero que esto sea fácil para ti.

Me voy de la habitación.

En el exterior del despacho de la planta baja, todo el mundo se reúne para el interrogatorio oficial con Rowena. El trabajador social ya ha llegado y la gente empieza a entrar en el despacho. Hace más calor en el pasillo, las caras están sudorosas. La camisa del detective inspector Baker se ha salido y sus manos dejan huellas húmedas en el expediente que sostiene.

Pienso en ti.

En cuando comprendas que ya no estoy contigo.

En el pasillo sólo quedan Sarah y Penny.

—Hay algo que deberías saber —dice Penny, mirando a Sarah a los ojos—. Probablemente debería habértelo dicho antes.

—¿Sí?

—Maisie White era la testigo que declaró haber visto a Adam saliendo de la sala de arte, con cerillas en la mano.

Nunca la conocí.