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—Ahora estamos seguros de que Silas Hyman está detrás del correo amenazador que Jennifer Covey recibía —continúa Penny—. El condón formaba parte de la campaña de acoso. Pensamos que debió ser él también la persona que atacó a Jennifer Covey con pintura roja. Por lo tanto, tenemos que valorar seriamente la posibilidad de que manipulara su provisión de oxígeno en el hospital. Podría tratarse de una escalada de violencia, a partir de su anterior ataque con pintura.

Me equivoqué por completo al creer que Silas Hyman era demasiado inteligente, o que tenía una personalidad demasiado sutil, como para recortar letras de una revista y pegarlas en una hoja DIN-A4, y mucho menos mandar un condón usado y porquería de perro por correo.

Recuerdo cómo flirteó con la bonita enfermera. Una sonrisa y un ramo de flores, con eso le bastó para cruzar la puerta de una unidad supuestamente segura.

—Tienen que enviar a un policía a custodiar a Jenny ahora mismo —dice Sarah.

Quizá no eran las sombras lo que me hizo saltar.

Baker se remueve incómodo en su asiento sudado.

—No hay pruebas que indiquen que necesite vigilancia. Quizá la conexión del tubo no funcionó bien. Los médicos dijeron que eso podía suceder.

—Porque de otro modo, ¿es su incompetencia lo que la dejó expuesta al ataque? —le dice Sarah—. Porque si no le hubieran tomado el pelo para hacerle creer que un niño de ocho años…

—¡Basta!

Le ha gritado, y creo que Sarah se alegra. Creo que tiene ganas de oír gritos en la sala.

Baker se gira hacia Penny.

—Arresten a Silas Hyman, acusado de acoso, e interróguenle sobre el ataque con pintura roja contra Jennifer Covey. —Mira a Sarah y añade—: Decidiré a su debido tiempo qué medidas disciplinarias deben tomarse en lo que a ti respecta.

—¿Y la custodia? —pregunta Penny, ganándose mi respeto, pero Baker está claramente furioso con las dos mujeres que le están haciendo frente.

—Ya le he comunicado mi decisión. No existen pruebas de que el oxígeno fuera manipulado. Si persiste en su paranoia, les recuerdo que la unidad de cuidados intensivos tiene una ratio muy alta de personal médico con respecto a los pacientes ingresados; y que Donald White está detenido, acusado de incendiar el colegio. Silas Hyman estará en la comisaría en muy poco tiempo, detenido por el acoso y las amenazas contra Jennifer Covey, y posiblemente también por el ataque con el bote de pintura.

—Si lo encontramos —apunta Penny.

Sarah llama para comprobar que Jenny está bien y para contarte lo de Silas Hyman. No oigo tu respuesta.

Se reúne con Penny en el aparcamiento de la comisaría.

—Sally Healey ha confirmado que Jennifer fue profesora adjunta de Silas Hyman el último verano —dice Penny—. Fue entonces cuando debieron conocerse.

No quiero escuchar, pero sé que debe continuar. Porque ahora sí hay una relación, forense incluso, entre Jenny y Silas Hyman.

Recuerdo cómo confió en Jenny y le contó lo de su matrimonio fracasado el pasado verano, o al menos eso decía él. Un hombre de treinta años, contándole intimidades a una chica de dieciséis. Ya entonces pensé que era un poco miserable, aunque no le di más importancia; porque sin duda Jenny era demasiado joven como para pensar que fuera algo más.

Recuerdo a Jenny, defendiendo a «Silas», incluso cuando yo había aceptado tus sospechas sobre él. Pero ella es una chica justa, abierta; es uno de sus encantos y de sus fortalezas.

Cada vez que me acerco al borde que marca el territorio en el que una relación entre ambos entra en el espacio de la posibilidad, me aparto.

Aunque ya no la conozco tan bien como para decir no, un rotundo no, eso no es posible.

Pensaba que quería a Ivo. Pensaba que estaba ansiosa por verle. Y me equivoqué.

No la conozco tan bien como creía.

De modo que patino en círculos, alrededor de la negativa a una relación entre Jen y Silas Hyman, incapaz de marcarla como algo definitivo, por mucho que quiera.

Sarah entra en el coche con Penny. Es un pacto tácito: Sarah debería estar presente cuando arresten a Silas Hyman.

—¿Crees que Donald White es el responsable del fuego? —pregunta Sarah.

—Sí. Después de tu investigación unipersonal —dice Penny esbozando una ligera sonrisa—. Estamos trabajando con la hipótesis de que fue un fraude.

—De modo que seguimos considerándolos dos casos distintos.

Me alegra que siga pensando en ella como parte de la policía; quizá Baker no la expulse, después de todo.

—Sí. El acosador de Jenny, ya identificado como Silas Hyman, debe ser también el culpable del ataque con pintura roja. Y Donald White, el que provocó el incendio para cobrar la indemnización de la aseguradora.

—A ver qué tal le va a Mohsin con eso —dice Sarah.

Le llama.

—Eh, nena. Me enteré de lo que pasó con Baker —dice él—. Todos nos enteramos. Como el equipo de rugby de los All Blacks frente a su puerta, mientras estabais enfrascados en la competición de gritos.

—Ya.

—El consenso general es que no llegará más lejos.

—Tal vez. ¿Le has sacado algo a Donald White?

—Nada. No abre la boca y espera a que llegue su caro abogado. Pero su mujer está montando un escándalo. Muy amable y educada, pero montándolo igualmente. Dice que la tarde del fuego él estaba en Escocia.

—Diría cualquier cosa que él quisiera —dice Sarah.

—Sí. Los tipos de informática han analizado el móvil de Jenny. Creen que se eliminaron dos mensajes y están tratando de recuperarlos, pero no están seguros de lograrlo.

—Vale.

—Nos pasaremos todos a verla al hospital —dice Mohsin—. Para ver cómo está y esas cosas. En rotación.

Le está ofreciendo protección policial para Jenny, bajo mano.

—No permiten visitantes no autorizados —dice Sarah—. Por el riesgo de infección. Tendría que ser oficial. Pero ahora Mike está con ella.

Le da las gracias y cuelga.

—¿Por qué crees que Silas Hyman ofreció voluntariamente muestras de su ADN? —le pregunta Sarah a Penny—. Tenía que haber sabido que íbamos a dar con su rastro.

—Quizá ignoraba que cruzamos informes, que todo termina en una única base de datos. O simplemente asumió que la investigación por el acoso había terminado, o que no analizaríamos todas las posibilidades exhaustivamente. Pero sin el ADN no le hubiéramos cazado. No había ni rastro de él en las grabaciones de las cámaras. Baker me machacará viva por haber desperdiciado tantos recursos en esa comprobación.

—Probablemente. ¿Cuántas horas exactamente dedicaste a revisar esas cintas? —pregunta Sarah, bromeando.

—Demasiadas —responde Penny, sonriendo. Pero es un intercambio forzado, una ilusión de camaradería que no les sale del todo bien.

Seguimos conduciendo en silencio; la radio de la policía y el aire acondicionado silban en tonos distintos. Veo que en el rostro de Sarah se dispara la tensión.

—¿Puedes decirme quién era el testigo que declaró haber visto a Adam?

—No, aún no. Lo siento. Baker me…

—Ya.

—Lo haré, en cuanto tenga autorización.

Me pregunto si alguna vez Penny sentirá el suficiente amor como para romper las reglas, o arriesgar su carrera —ponerla en peligro— como Sarah ha hecho por Adam. No puedo llegar a imaginarlo. Pero lo cierto es que tampoco imaginé que Sarah fuera capaz de hacerlo.

En la casa de Silas Hyman, otro coche policía aparca detrás del nuestro. Un joven policía de uniforme, el arquetipo del honesto defensor de la ley, sale y casi corre entusiasta hasta la puerta de Silas Hyman. Llama a la puerta. Penny le sigue, detrás, algo más lenta.

Natalia abre la puerta y vuelvo a sentir la claustrofobia del apartamento, deslizándose hacia la calle. Parece furiosa y cansada.

—¿Dónde está su marido? —pregunta el oficial.

—En una obra. ¿Por qué?

—¿En cuál?

Natalia ve los dos coches de policía aparcados frente a su casa.

—¿Qué pasa?

Penny se acerca a ellos, mirando fijamente a Natalia.

Natalia le sostiene la mirada a medida que la otra mujer se acerca.

—Fue usted —le dice Penny a Natalia—. No fue su marido, sino que fue usted.

Natalia da un paso atrás.

—¿De qué está hablando?

—La he visto en una grabación de seguridad —dice Penny—. Mandando una de sus malévolas cartas.

—¿Mandar una carta por correo no es ningún crimen, verdad?

Pero da otro paso hacia atrás.

Penny le pone la mano en el hombro, para impedirle que siga batiéndose en retirada.

—Queda arrestada en virtud de la ley contra las comunicaciones malintencionadas. Puede guardar silencio, pero es posible que perjudique su defensa si no facilita ahora información que más tarde, durante el juicio, haga pública.

Recuerdo el cómic de Postman Pat en el coche de Silas, ese día, en el aparcamiento del hospital. ¿Eran palabras rojas y alegres antes de que ella las desmembrara y las reordenara para que hablaran el lenguaje del odio?

Y la porquería de perro, ¿salió con una pala y una cajita en busca de ella? Su casa está solamente a tres calles de la nuestra. Qué fácil, dejarla en nuestro buzón y volver a casa, qué rápido.

Otras veces debió enviar su odio desde todos los puntos de Londres. ¿Fue para que la marea de odio fuera omnipresente? ¿O para disimular la geografía de su lugar de origen?

No quiero pensar en el condón. Aún no. Aún no.

Pero sí pienso en la pintura roja manchando el precioso pelo largo de Jenny. Eso es un toque femenino.

¿Quién iba a fijarse en una madre agobiada con tres hijos en un centro comercial? Debió fundirse con el resto de la gente, desaparecer en la multitud.

Gradualmente, me acerco a la figura del abrigo azul, la que se inclina sobre Jenny, la que manipula el tubo que garantiza su oxígeno, la que trata de matarla. La figura que podría ser la de una mujer. Solamente la vi de lejos, a distancia. Pero ¿cómo entró Natalia en un ala reservada del hospital? ¿Y su odio, realmente llegó a empujarla hasta cometer un intento de asesinato?

separ

Ahora Natalia está en la parte de atrás del coche de Penny. Sarah está sentada a su lado.

Durante un rato, nadie pronuncia una palabra. Natalia está tirando de un hilo en su cinturón de seguridad. Entonces Penny apaga el aire acondicionado, y sin el zumbido, el coche queda en absoluto silencio.

—¿Por qué lo hizo? —pregunta Penny.

Natalia sigue callada, tirando del hilo, y creo que se muere de ganas de hablar.

El coche empieza a calentarse como si el silencio tuviera su propia temperatura.

Recuerdo a Sarah contándonos durante una sobremesa que el mejor momento para «sacarle información a un sospechoso» es justo después de arrestarle, y antes de llegar a la comisaría; antes de que tengan tiempo para pensar, para evaluar, para calcular.

—¿Le ama, no es cierto? —dice Sarah, con una nota de sarcasmo entre sus palabras.

—Es un mierda. Débil. Inútil. Me ha jodido la vida.

Sus palabras se mezclan con el calor que hay dentro del coche, mezclándose con el odio.

—Entonces, ¿por qué empezó a mandar esas cartas? —pregunta Penny—. ¿Si ni siquiera le gusta?

—Porque es un mierda, pero es mío, ¿no? —replica Natalia.

Recuerdo cómo insistía en el posesivo de «mi marido». No es lealtad, es posesividad.

Las palabras de Jenny, diciendo: «Le dijo que era un fracasado. Que le avergonzaba… Pero no quiere firmar el divorcio».

Silas Hyman le estaba diciendo la verdad.

—La directora, Sally Healey, me dijo que tenía que vigilar lo que hacía mi marido. Que tenía que atarlo corto —continúa Natalia.

—Señora Hyman…

—Atarlo corto. Como si fuera un perro. Un jodido cocker spaniel. Le caló bien, vaya que sí. Le pregunté qué quería decir con eso, fingí que no lo sabía. Tengo mi orgullo, ¿sabe? Me dijo que no era aceptable que flirtease con una profesora adjunta. Flirtear, no follar. Qué refinada es la señora Healey. Pero fue muy lista. Me delegó el problema, lo dejó en mis manos. La admiro por cómo lo hizo. Demuestra que tiene narices.

—Pero usted optó por castigar a Jennifer Covey, y no a su marido —dice Penny.

—Esa estúpida puta me dejó en ridículo.

Trato de taparme la cara como si sus palabras llegaran con la fuerza de un escupitajo, para protegerme, pero se abren paso hasta mí.

—La vi, con esas piernas largas y su falda corta y su pelo largo y rubio. Menuda zorra, Dios sabe por qué la dejan vestirse así. Y él babeaba, no paraba de flirtear con ella. La señora Healey no tuvo que decirme qué tenía que hacer.

—¿Y la pintura roja? —pregunta Penny.

—Tuvo que cortarse el pelo, la muy zorra.

—¿Y el condón? ¿Por qué lo mandó? Tenía que saber que podríamos rastrearlo.

—No pensé que… —empieza, y la oigo volver a tirar del hilo—. Quería que supiera que aún lo hacíamos, él y yo. Que él se la tiraba, pero que a mí me hacía el amor.

Llegamos a la comisaría. Penny acompaña a Natalia al interrogatorio. Sarah se dispone a volver al hospital. Cuando sale del coche para cambiar al asiento del conductor, Mohsin se acerca.

Sarah sostiene su mirada interrogadora. La pregunta que él no hizo antes —la que Penny no formuló— es ahora demasiado grande y ruidosa como para que podamos ignorarla.

—Jenny no era la amante de Silas Hyman —dice Sarah—. Me lo habría dicho.

Siento envidia de la fe que tiene en lo mucho que conoce a su sobrina. Yo acabo de perder esa fe, y siento terriblemente su ausencia. ¿Existe ese momento en la vida de todos los padres? El instante en que comprendes que tu hijo ha madurado más allá de tu comprensión y tu conocimiento de ellos. El momento en que ya no estás a su nivel.

Por algún motivo, pienso en sus zapatos.

Primero, en los patucos de punto que se convierten en suaves zapatitos, luego pequeñas sandalias de velero para el verano y zapatos escolares negros para el invierno; van creciendo gradualmente, poco a poco, haciéndose más grandes hasta que pasan a los números pequeños de la sección de adultos, y la decisión en la zapatería lleva más tiempo. Un día empezó a ir sola, y volvió con botas; pero yo no me di cuenta de que se alejaba de mí con esas botas que no llevaban velero, pegadas a sus largas piernas de adulta.

No son los padres que empujan a sus polluelos lejos del nido, cuando ya tienen que aprender a volar; los expulsados son los padres, que tienen que huir a toda prisa del cómodo nido familiar, empujados por su vástago adolescente. Somos nosotros los que nos vemos obligados a independizarnos de ellos, y nos aplastamos contra el suelo si no logramos aprender a volar solos.

Tú y Sarah estáis en el pasillo de la UCI, mientras Jenny está escuchando. No puedo oír lo que decís, pero por tu postura sé que estás furioso. Me acerco.

—Por Dios, esa mujer está loca. Está equivocada.

—Lo sé, Mike —dice Sarah, pacientemente—. Solamente quería decírtelo.

—Eso es ridículo. Ese hombre tiene treinta años y está casado, ¡por el amor de Dios!

Jenny se vuelve hacia mí, divertida.

—¿Su esposa creyó que yo estaba liada con él?

Asiento. Luego reúno el valor suficiente y pregunto:

—¿Lo estabas?

—No. Flirteaba conmigo, lo hace con todo el mundo, pero nada más.

Y la creo. Por supuesto que la creo.

Me sonríe.

—Pero gracias por preguntar.

Lo dice de verdad.

No le pregunto por Ivo, al que he visto sentado en el pasillo, cerca del jardín, mientras la gente se divide en dos ríos para dejarle atrás.

Adivinar y esperar que no mantuviera un romance con Silas Hyman, confiar en que me haya dicho la verdad, no significa que vuelva a conocer a mi hija de nuevo.

—Ha llegado el doctor Sandhu —dice Jenny.

Me giro para verlo, y veo que le acompaña la cardióloga de Jenny, la joven señorita Logan.

—Vamos a llevar a Jenny a que le hagan una tomografía y escáner computarizado, durante el día de hoy —dice la señorita Logan— para comprobar si aún es una candidata válida para el trasplante.

—¿Creen que es posible, pues? —dices, aferrándote a sus palabras.

—La ventana de oportunidad en que nos movemos es muy escasa. Sencillamente seguimos el protocolo.

—¿Se acuerda de que hablamos de dos tipos de quemaduras? —dice el doctor Sandhu—. Ahora ya podemos confirmar que las quemaduras de Jenny son del tipo superficial, quemaduras parciales de segundo grado de profundidad. Eso significa que los vasos sanguíneos están intactos, y que su piel se regenerará. No quedarán cicatrices.

Parece derrotado, en lugar de complacido.

—¡Eso es fantástico! —dices, negándote a sentirte derrotado.

Entran en la sala, se acercan a la cama de Jenny.

Jenny se queda en el pasillo conmigo.

—Muerta, pero sin cicatrices —dice Jenny—. Menudo consuelo.

—Jen…

—Ya, bueno, a veces el humor negro es lo único que tengo.

—No vas a…

—Eso dices.

—Porque es la verdad. Vas a vivir.

—Entonces, ¿por qué no lo dijeron el doctor Sandhu, o la señorita Logan? Voy a dar una vuelta.

—Jenny…

Empieza a alejarse.

—Tienen un corazón.

No se gira.

—Soy demasiado mayor para los cuentos de hadas, mamá.