Me reúno contigo cuando sales del hospital, desesperada por veros a ti y a Addie juntos. La única vez que has estado con Addie después del incendio fue cuando te empujó para que te alejaras de Silas Hyman. Pero ahora, juntos de nuevo, seguramente será distinto.
Nuestro coche lleva demasiado tiempo en el aparcamiento sin sombra, y el interior está cargado; el cierre metálico de los cinturones de seguridad está caliente. Pero no abres las ventanillas, ni pones el aire acondicionado.
Mientras conduces, no pienso en las veces que íbamos a cenar con los amigos, sino que me siento como si fuéramos algo salvaje y sin leyes, expuesto y descarnado; o más bien como un par de leones en el Serengueti, protegiendo a sus cachorros contra los animales carroñeros, en lugar de vecinos del distrito de Chiswick, con sus vidas seguras y a salvo.
Adam me dijo unas semanas atrás que él y Jenny son la prueba de que somos parientes de verdad, porque gracias a ellos compartimos lazos de sangre. ¿Por eso nos estamos uniendo tan visceral y ferozmente ahora? Para asegurarnos de que Jenny sobreviva. Para demostrar que nuestro hijo es inocente.
Dejaste a Sarah velando a Jenny, con sus transcripciones ilegales y su libreta de notas de estampado incongruente, y el contrato de Elizabeth Fisher. Sarah debe haberse leído esos expedientes una docena de veces ya, y Dios sabe qué piensa sacar del contrato de Elizabeth. Sí, lo sé. No soy una detective profesional, así que mejor me callo. Además, confío en Sarah. Si cree que hay que hacer algo, que valdrá la pena, entonces así es.
Cuando nos acercamos a casa, pienso en la primera vez que hicimos el trayecto del hospital a casa. Adam tenía cuatro horas; yo estaba recostada contra un cojín, en la parte de atrás, mirándole. Era tan perfecto y vulnerable. Con Jenny, nueve años antes, regresamos a nuestro diminuto apartamento, mi niñera interior se pasó el camino diciéndome que era aterrador que me permitieran llevarme a un bebé a casa, porque no tenía ni idea de qué tenía que hacer. Podía pasar algo horroroso. Era demasiado joven, inmadura, en fin, estúpida perdida, como para hacerme cargo de un bebé. ¿De qué me servirían mis conocimientos sobre frescos florentinos, o la diferencia entre las figuras de Coleridge y Johnson en tanto que críticos literarios, para cuidarla? Entonces también me sentía más cercana a un animal salvaje en un lugar peligroso, mal equipada para impedir que a mi bebé le pasaran cosas malas.
Pero Jenny nos convirtió en padres. Cuando llegó Adam, sabíamos cómo colocar un asiento de bebé de forma que los airbags no lo aplastasen; habíamos aprendido a esterilizar biberones para evitar los microbios; hacíamos papillas sin sal, que no dañaba a los pequeños riñones del bebé; aplicábamos pomadas para los ojos y crema hidratante para evitar los roces y talco; y las vacunas que evitaban enfermedades horribles eran cosa rutinaria. Puse nueve años de experiencia, la Seguridad Social y el departamento de pediatría del hospital John Lewis entre mi bebé y los peligros de la vida del Serengueti.
Tú llevaste a nuestro bebé envuelto en una manta, dormido en su sillita, y subimos las escaleras que conducían a nuestra casa. Estaba a salvo.
Aparcas el coche y no sales. Yo sí me apresuro a entrar en la casa.
En la habitación de Addie, mamá está corriendo las cortinas para evitar que entre el sol. Está en la cama, y ella ha encendido el humidificador portátil; el ruido blanco es soporífero y tranquilizador.
—Cariño mío, estás muy cansado —le dice—. Sólo será una siesta. Yo me quedaré aquí contigo.
Mi madre le ha dicho que jamás despertaré, y él lo cree; piensa que ya estoy muerta.
No fue solamente la muerte de Jenny lo que imaginé como una vida ahogándose; también el dolor de Adam. Aún lo veo así.
Un niño pequeño, perdido en un océano oscuro y furioso, donde no puedo alcanzarle.
Con todas mis fuerzas deseo ir hacia él, pero sé que no podrá sentirme, y no soy capaz de soportar eso otra vez; así que contemplo a mi madre.
Está sentada a su lado, en la habitación a oscuras. Toma su mano y veo que la carita de Adam se relaja un poco. Solía hacer lo mismo conmigo, cuando yo era pequeña, y me reconfortaba tanto: mi mamá, sentada a mi lado, las persianas bajadas cuando aún había luz en el exterior.
Mientras los miro, trato de imaginarme qué le sucederá si no vuelvo a despertarme nunca más. Es solamente un momento, pero basta para abrir una ventana lejos de lo que más temo, hacia un paisaje de nuevos pensamientos. El aliento de mi madre, de Sarah y de Jenny quizá puedan inflar sus flotadores. Y tú, sobre todo tú. Quizá el amor de otras personas consiga mantenerle a flote.
Oigo la puerta principal cerrándose y tus pasos en el vestíbulo. Casi te oigo anunciar «¡Ya estoy en casa!», mientras subes las escaleras, y Adam se incorpora en la cama y abandona el libro que le estoy leyendo para gritar: «¡Papá!»,
«Un momento de lectura cada día», dijiste una vez, sin ni siquiera intentar ser irónico.
Pero cada vez tenías que irte durante más tiempo, e incluso cuando trabajabas en Londres, llegabas más tarde a casa. Tus momentos de lectura con Addie eran cada vez más escasos.
Adam se yergue, su cuerpecito en tensión.
Mamá baja las escaleras para recibirte. Cuando no está con Addie, el terror está instalado en su rostro.
—¿Ha pasado algo? —pregunta.
—Todo sigue igual.
—Addie está en la cama, pero despierto.
No dice que le ha contado que nunca me despertaré. ¿Es un despiste, o es algo deliberado? Sería un despiste mayúsculo, pero todo es desproporcionado y una locura desde el miércoles. Y parece tan triste, tan vulnerable sin la máscara que se pone delante de Addie.
Tus pasos suenan pesados en las escaleras, aplastados.
Llamas a la puerta de Addie. Él no contesta.
—¿Ads? —dices.
No hay respuesta.
—Addie, por favor, abre la puerta.
Silencio.
Soy testigo de tu dolor.
—Me odia —dices en voz baja, y pienso que mi madre debe estar ahí, pero solamente estoy yo. ¿De verdad has dicho eso? ¿O te conozco tan bien que sé lo que estás pensando?
No es sólo lo de Silas Hyman, ¿verdad?
Es el incendio.
Estás convencido de que como padre, tendrías que haber evitado que sucediese. Un padre no deja que la madre y la hermana de un niño queden terriblemente heridas. Un padre protege a la familia.
¿Crees que por eso te odia?
¿Que no te abre la puerta por esa razón?
Al otro lado de la puerta cerrada, Adam está enroscado en la parte superior de la cama, como si fuera incapaz de moverse, igual que no puede hablar.
Por el amor de Dios, Mike, entra ahí ahora mismo y dile que sabes que no fue él quien prendió fuego a la escuela.
Pero no dices nada.
Crees que él ya lo sabe.
La puerta cerrada que se yergue entre los dos, de un lado la pintura blanca gastada, del otro un póster de Peter Pan, me impide ver el paisaje de esperanza.
Regresamos al hospital y ya no pienso en la vez que regresamos con Adam a casa, sino en el viaje que hicimos diez horas antes, cuando cada contracción latía dentro de mí, más allá del perímetro de lo normal, lo imaginable y lo soportable.
Cuando llegamos, veo a Jenny entre el triste grupo de fumadores que se reúnen a las puertas del hospital, pero cuando vuelvo a mirar ya no la veo. Debo haberme equivocado.
Frente a la UCI, Sarah está hablando por el móvil. Me acerco, para escuchar su conversación. Está terminando de hablar con Roger, y suena frustrada y decepcionada. Cuelga, y llama a Mohsin.
—Eh, soy yo. Tengo cinco minutos, están haciéndole pruebas a Jenny. El doctor Sandhu me prometió que no se quedaría sola ni un segundo.
—Ahora el novio está prestando declaración, con Davies —le informa Mohsin—. Por Dios, cariño, ¿por qué no se lo dijeron a nadie?
—No querían preocuparnos. ¿Qué pasa con lo del acoso?
—Ahora está en categoría persecución y asalto, de modo que se ha incrementado la intensidad de la investigación. Penny va a ampliar el radio de investigación del ADN, y tiene a un equipo sudando sangre y revisando las grabaciones de las cámaras de vídeo de la zona. Lo ha reducido a un lapso de tiempo de unas tres horas: la carta debió enviarse en ese periodo. Su gente elimina a cualquier persona de más de sesenta años o menor de quince, y ella estudia las imágenes de los que quedan. Espera conseguir una identificación a partir de las fotografías que está extrayendo de la grabación.
—¿Han establecido la relación entre el acoso y el incendio?
—No.
—¿Y tú, lo crees ahora?
Se pone en tensión, mientras espera su respuesta.
—Creo que el hecho de que alguien estuviera persiguiendo y acosando a Jenny, y que llegara a agredirla físicamente, cambia el enfoque sobre la investigación del incendio. Creo que la existencia de un acosador activo significa que es más probable que el fuego fuera un ataque dirigido contra ella. Creo que es más que posible que el testigo, quienquiera que sea, esté mintiendo.
—¿Y el incidente del hospital?
—Eso no lo sé.
Sarah espera un momento, pero él no añade nada más.
—Creo que tenías razón en lo de Donald White —dice ella—. No debe haber conexión. —Hace una pausa y pregunta—: ¿Ivo te ha contado lo del mensaje borrado?
—¿Lord Byron? Gracias a Dios que no existían los mensajes de texto cuando yo era adolescente.
—Si realmente mandó ese poema justo después de las tres, el fuego ya se había declarado para entonces. Jenny no se habría dedicado a borrar poemas. ¿Podemos hacer que los chicos de la sección informática le echen un vistazo al asunto?
—Claro. Pero no sé qué debemos buscar.
—Ahora tengo que volver con Jenny.
Te acercas a mi cama, y corres las cortinas. Estamos rodeados de un montón de feos cuadrados geométricos.
—No quiere verme.
—Por supuesto que quiere. Te ama. Y te necesita. Y…
—No le culpo. He sido un inútil como padre. No es solamente por todo esto. Dios… Antes también. Tampoco fui un buen padre.
—Eso no es cierto.
—No me extraña que buscara cariño en Silas Hyman. Nunca estuve ahí cuando me necesitó, ¿verdad?
—Ganabas el dinero que necesitábamos para…
—Incluso cuando sí estaba, lo hacía todo mal. Nunca me buscó a mí cuando tenía problemas. Siempre fue a contártelo a ti, todo. Y ahora…
—Yo estaba allí, nada más. Y nunca ha tenido un problema grave, no hasta ahora. Solamente eran momentos de infelicidad, nada más. Si hubiera tenido problemas, te habría pedido ayuda a ti. Mírate: eres tan fuerte, estás ahí y eres una torre para todos nosotros.
—Tú eras la que sabía cómo hacerlo, no yo, y ahora no sé qué debo hacer.
—¡Claro que lo sabes! Solamente tienes que estar a su lado, eso es todo. Sólo tienes que hablar con él.
Sigues sin oírme, y tu inseguridad acerca de Adam bloquea todo lo que te estoy diciendo, con la misma eficiencia que mi falta de voz.
El hecho de que no confíes en tu relación con Addie es culpa mía.
Siempre te estaba rectificando, señalando lo que hacías mal, y diciéndote cómo debías comportarte con Adam; nunca dejé que hicieras las cosas a tu manera, nunca confié en que, como padre, también querías lo mejor para él. Las pequeñas cosas, tantas pequeñas cosas: qué tipo de regalo de cumpleaños, qué poner en su diario de deberes si no había terminado la parte de matemáticas, para que no tuviera problemas. «Déjale que tenga problemas», decías, y yo pensaba que eras cruel. Tal vez, si hubiera tenido más problemas, habría comprendido que no eran tan terribles. Tal vez le habría caído bien a más niños. Y quizá tendría que haberme arriesgado a llegar tarde a la escuela con él, como querías, aunque yo pensaba que eras insensible. Así habría entendido que no se termina el mundo por llegar tarde, y habría dejado de preocuparse.
E incluso si te equivocabas, ¿qué derecho tenía yo a rectificarte? ¿Es que conocía mejor a Adam?
Siento haber dicho que no le habías defendido durante la entrega de premios, o que no te sentías orgulloso de él, como si siempre fuera así. Unos meses más tarde, pediste una reunión con la directora Healey y te aseguraste de que Robert Fleming no volvería al siguiente año académico. Y el hecho de que lo consiguieras no tenía nada que ver con ser un hombre, o que fueras famoso y que eso «causaría ruido». Creo que la directora comprendió que no podía llevarte la contraria cuando tratabas de proteger a tu hijo. Me acuerdo de que esa noche, cuando yo te interrogaba acerca de lo que le habías dicho, me contaste que a la reunión también asistieron los padres de Robert Fleming, y el niño también, esperando quizá que la superioridad numérica te venciera. Pero en lugar de eso, te habías alegrado de poder decir públicamente que la culpa de todo era de Robert, y que Adam no tenía nada que ver con ello; y les dijiste que estabas orgulloso de la forma de ser de tu hijo. ¿Qué debieron pensar de ti, un hombre corpulento y duro, famoso porque era el presentador de una serie de supervivencia para machos, cuando les dijiste que estabas orgulloso de tu hijo, al que un compañero de escuela avasallaba y acosaba?
El recuerdo de eso se desvaneció demasiado pronto; quizá porque no volvimos a hablar de ello. Tú no querías que Adam se enterara de la reunión que habías mantenido, te preocupaba que se sintiera aún más importante, mientras que yo creía que si lo descubría, se sentiría culpable por haber sido la causa de que Robert tuviera que abandonar la escuela. Pero creo que ahora deberías decírselo; para que sepa que siempre vas a cuidar de él y a protegerle. Que estás ahí, para cuidarle cuando te necesita. Que estás orgulloso de él.
Aún sigues callado.
—Tú puedes hacerlo, Mike.
La doctora Bailstrom descorre las cortinas.
—Es importante que podamos observar continuamente a su esposa —dice escuetamente.
—Para demostrar que tienen razón, y no hay nada que observar, ¿verdad? —replicas mientras te vas, y sólo yo veo que tu paso es vacilante.
Llegas a la habitación de Jenny, donde Sarah está montando guardia. Tiene el contrato de Elizabeth frente a ella.
—¿Recuerdas algo de cuando Elizabeth Fisher se jubiló de la escuela?
—¿Quién?
—La secretaria de Sidley House, la que había antes.
—No —replicas impaciente, y al ver la expresión de tu hermana, dices—: Creo que Grace le compró un ramo de flores. Su esposo estaba muriéndose o algo así. Llevaba en el colegio desde el principio.
—De hecho, su marido la dejó —dice Sarah.
Me voy con Sarah. Aún no he visto a Jenny, y me gustaría saber dónde demonios está. La sensación de irritación es reconfortante porque me resulta familiar: ya volvemos a estar inmersas en ese número de ahora-tú-tiras-y-ahora-tiro-yo, que cualquier madre y su hija adolescente ofrecen. Ella, empujándome lejos y yo, agarrándola hacia mí.
Cuando llego al atrio con Sarah, diviso a Jen fuera, oculta entre un puñado de fumadores. Es ella, definitivamente. Me doy prisa y salgo. Hace muecas, le duelen las heridas que la gravilla causa en sus suaves pies; el sol quema la piel.
Me preocupa que esté esperando a que Ivo regrese de la comisaría.
Jen me ve.
—Necesito acordarme —dice—. Sé que te prometí que no lo haría sin ti, pero tengo que saber por qué volví a la escuela. Por Addie. Frente a la salida de la cocina, hay gravilla, y pensé que el sonido —la sensación— serían de utilidad. Bueno, en eso estoy.
Me alivia que no haya recordado nada a solas. Gracias a Dios, el olor de un cigarrillo no es comparable al de un incendio. También me siento mejor porque no está esperando a Ivo.
Uno de los fumadores enciende una cerilla y hace una copa con sus manos para proteger la llama y encender su cigarrillo. El humo de la cerilla es frágil, más débil que el de una vela, incapaz de empujar las puertas de la memoria.
Entonces, Sarah pasa por nuestro lado camino del aparcamiento. El sonido de sus pasos pisando la gravilla y el sol que hay sobre nuestras cabezas se une a los escasos restos de humo de la cerilla.
—La alarma de incendios había saltado —dice Jenny. Hace un pausa, como si necesitara enfocar la memoria. ¿Cuántas veces lo habrá intentado? ¿Esperando a que alguien encienda una cerilla, a que alguien pise la gravilla?
—Pensé que era un error —continúa— o un simulacro, y que Annette no tendría ni idea de lo que debía hacer. Pensé que no estaría bien dejarla sola, así que dejé las garrafas de agua en la gravilla y volví a entrar. Y entonces me llegó el olor de humo, y supe que no era ningún simulacro.
Se detiene, frustrada.
—Hasta ahí. No puedo ir más allá. —Se entristece y le duele—. Pensé que había entrado al ver algo, sabes, algo que no estaba bien. Una persona, haciendo algo. El pirómano, quizá. Pero solamente volví para asegurarme de que Annette estaba bien. Nada más. Dios mío.
La abrazo para tratar de consolarla.
Pero ¿si entró para ayudar a Annette, por qué no pudo volver a salir? Annette tuvo tiempo de llamar al Richmond Post, a una cadena de televisión, y de aplicarse el pintalabios; y aun así, pudo salir ilesa.
Si realmente existe ese mensaje eliminado, quizá no fue para que entrara en la escuela —su amabilidad hacia Annette se ocupó de eso— sino para evitar que saliera. Tal vez por ese motivo estaba en el último piso del edificio. Porque cuando la encontré estaba dos plantas por encima del despacho de Annette.
Está temblando, con el rostro contorsionado de dolor. No ha desarrollado la menor resistencia contra esto.
—Vuelve dentro, cariño —le digo, y me hace caso.
No ha mencionado a Ivo, y yo tampoco saco el tema.
Alcanzo a Sarah cuando llega a su coche.
Veinte minutos más tarde, volvemos a estar frente a la casa con manchas cansadas de Elizabeth Fisher; el Polo de Sarah está mal aparcado sobre la estrecha acera. Bajo los brutales rayos de sol, un charco de aceite en la calle refleja arcoíris deformados de color negro.
Elizabeth parece contenta de ver a Sarah. La acompaña amablemente hasta su pequeño saloncito.
—Me han contado que los padres de los alumnos de Sidley House le mandaron flores cuando se fue. ¿Es verdad? —pregunta Sarah.
—Candelillas y fresias, con una carta encantadora. La señora White y la señora Covey se encargaron de organizarlo.
—Pensaban que su marido estaba moribundo.
Elizabeth se gira y parece avergonzada.
—Eso fue lo que les contaron.
—¿Por qué no les dijo la verdad?
—¿Cómo iba a hacerlo? Después de esas flores tan bonitas, y de su amable carta. ¿Cómo podía decirles que mi marido me había dejado, y que me habían despedido porque era demasiado vieja?
La polución de la calle entra en la sala, el humo de los tubos de escape pesa en el aire agobiante del salón. Sarah saca el contrato de Elizabeth Fisher.
—Tengo una duda y me pregunto si podría ayudarme —dice Sarah—. En la descripción de sus funciones, hay un fragmento muy largo acerca de los nuevos alumnos, cómo enviar prospectos y folletos informativos, clasificar la documentación, y varias cosas más, ¿no?
Recuerdo que Elizabeth le había dicho lo mismo a Sarah, durante su visita.
—Sí. Era bastante laborioso.
—Su sucesora, Annette Jenks, no se ocupa de la tramitación de admisiones de nuevos alumnos, no aparece en la descripción de sus funciones.
Recuerdo la transcripción del interrogatorio de Annette Jenks. En aquel momento, solamente me fijé en que ya no era la enfermera de la escuela.
—No, bueno, supongo que la chica nueva no tiene que ocuparse de eso, o al menos…
Se calla de repente. Parece más vieja, más frágil.
—Después del accidente del patio —continúa Sarah—, ¿se redujo el número de nuevas admisiones?
Elizabeth asiente, en voz baja.
—No sucedió de golpe. Fue después del artículo que publicó el Richmond Post sobre el accidente. Pero yo no caí en la cuenta. ¿Cómo demonios iba a darme cuenta?
—¿Puede contarme qué sucedió? —pregunta Sarah.
—Dejaron de llamar nuevos padres. Antes de eso, solía recibir unas dos o tres llamadas semanales de padres y madres que querían inscribir a sus hijos en el colegio. Algunas de las madres acababan de dar a luz y ya llamaban. Una familia incluso intentó reservar una plaza cuando la madre aún estaba embarazada. Pero después de que publicaran esas tonterías acerca de Silas, no recibimos peticiones nuevas. ¿Por qué iban a escoger Sidley House, si hay otras dos escuelas privadas en la zona, con buenos resultados académicos y ningún niño que haya estado a punto de morir?
—¿Cuántos alumnos nuevos se habían inscrito para septiembre?
—Cuando me echaron, habíamos bajado a seis en las dos clases de primero para el próximo año. La mayoría de los padres llamaron y cancelaron la inscripción de sus hijos. Querían que les devolviéramos el dinero. El resto ni siquiera nos llamó; eran demasiado ricos o maleducados como para preocuparse.
Cuando Adam entró en Sidley House, las dos clases de primero estaban llenas, y había otros quince niños en lista de espera por si quedaba una plaza vacante.
—¿Quién lo sabía? —pregunta Sarah.
—Sally Healey. Y los patronos, supongo. Pero ella no quería que el personal se enterara; decía que lo solucionaría.
Ahora Elizabeth está encorvada.
—Gracias. Me ha ayudado mucho.
—Yo la creí, ¿sabe? Cuando decía que podría solucionarlo. Lo había hecho con los padres de los alumnos que ya estaban en Sidley House; había logrado que se quedaran todos. Creí en ella…
Vacila un momento y trata de recuperar la compostura.
—No quería que nadie se enterara —dice—. Por eso me echó, ¿verdad?
Entro en el coche con Sarah. Casi al instante, el teléfono suena.
—¿Sarah?
La voz de Mohsin suena distinta. Y casi nunca la llama por su nombre, siempre utiliza un apelativo cariñoso.
—Estaba a punto de llamarte —dice ella, excitada—. Acabo de entrevistarme con la anterior secretaria, la que sustituyó a Annette Jenks.
—No debes…
—Lo sé. No debería haberlo hecho. Pero escúchame. Annette Jenks no se ocupa de gestionar las nuevas admisiones a Sidley House, aunque en el caso de Elizabeth esas funciones ocupaban buena parte de su tiempo. Esa es la razón por la que Sally Healey echó a Elizabeth y el motivo por el que contrató a alguien tan estúpido como Annette…
—Sarah, escúchame, por favor. Sally Healey ha venido preguntando por ti y Baker está hablando de tomar medidas disciplinarias.
—Ya. Bueno. Mejor que no te pillen confraternizando con el enemigo, entonces.
—Cariño…
Cuelga. El teléfono vuelve a sonar pero ella no contesta.
Después de tres días de intenso calor, el césped está cuarteado y empieza a calvear; las flores de azalea, antes en forma de flor y que me llegaban a la altura del pecho, yacen secas en el suelo.
La puerta del barracón metálico de Sally Healey está abierta. Su rostro brilla de sudor y tiene el pelo pegado al cráneo.
Sarah llama a la puerta. Sally Healey está visiblemente sorprendida al verla.
—Sé que ha presentado una queja contra mí. Lo entiendo. Es justo. Pero ahora estoy aquí como tía de Jenny y cuñada de Grace.
Sally Healey la mira asombrada.
—No lo sabía.
—Si quiere que me vaya, solamente tiene que decirlo.
Sally Healey no dice nada y apenas se mueve. El húmedo y cálido aire parece aplastarnos a las tres en el reducido espacio.
—¿Damos una vuelta y charlamos un rato? —dice Sarah, saliendo del barracón.
Sally Healey espera unos instantes y finalmente sale también.
Hay una ligera brisa, que trae el eco distante de silbatos y voces de niños y piececitos que golpean el suelo con sus carreras.
Empiezan a recorrer el gran campo de juego, y yo las sigo.
—Me dijo que su escuela estaba llena el día de juegos —empieza Sarah—. Y me explicó lo mucho que había trabajado para lograrlo.
—Sí, y volveremos a empezar de nuevo, como le dije. Durante el verano me dedicaré a buscar instalaciones nuevas; estaremos listos para iniciar el curso el ocho de septiembre, según marca el calendario académico, y…
—Pero en septiembre apenas hay un puñado de alumnos nuevos, ¿no es cierto? Quizá el año que viene no tenga ninguno, ni de aquí dos años tampoco.
—Puedo lograr que regresen. Puedo hacer que suban las admisiones. Voy a ofrecer becas y otros formatos con descuentos, para llegar a las familias que normalmente no se plantearían llevar a sus hijos a una escuela privada.
Pero mientras habla, su voz está exhausta, agotada por la energía que necesita para mantener ese nivel de optimismo.
—¿Los demás patronos también comparten su confianza? —pregunta Sarah.
Sally Healey no contesta.
—Me imagino —continúa Sarah— que solamente pensaron en que la escuela se enfrentaba a la ruina financiera, y que todo el mundo lo vería en septiembre. Presumiblemente, después todo iría a peor. Nadie quiere tener a su hijo estudiando en un colegio que está en decadencia. ¿Fue usted, o alguien más, quien decidió despedir a la persona encargada de gestionar las admisiones, para que no se supiera?
—Estaba demasiado mayor como para trabajar. Ya se lo dije.
—Eso son gilipolleces, ¿lo sabe, no?
Las zancadas de Sally Healey son tensas y rígidas. No responde.
—Y también fue usted quien se inventó que el marido de Elizabeth Fisher estaba muriéndose de cáncer.
La señora Healey no dice nada. Sarah está acercándose al borde del campo de juegos.
—Usted debía saber que su marido la había dejado, por eso sabía que su historia funcionaría.
—Sí, me enteré de que la había dejado.
—¿Aunque no le presta atención a los rumores?
—Otra empleada, Tilly Rogers, me lo dijo cuando descubrió que iba a despedir a la señora Fisher, esperando que reconsiderara mi decisión.
—Pero en lugar de eso, usted utilizó esa delicada información personal contra ella.
La señora Healey se vuelve hacia Sarah.
—No quería que se pusiera en contacto con los padres y les contara lo de la caída de las admisiones.
—Así que se aseguró de que se sintiera demasiado avergonzada como para eso.
—No podíamos permitirnos más negatividad. No estoy orgullosa de lo que hice, pero fue necesario.
—Y procedió a reemplazarla con una secretaria que tenía la mitad del cerebro de Elizabeth Fisher, porque estaría segura de que no se fijaría en que ya no llegaban nuevas peticiones de inscripción.
—No fue exactamente así.
—Creo que fue exactamente así.
Ahora ya hemos llegado al borde del campo. A través de las ramas de los castaños que se yerguen a lo largo del camino, es posible divisar el negro cadáver del edificio.
—¿Y esto? —dice Sarah. Se gira hacia la señora Healey, con los ojos en llamas—. ¿De quién fue la idea?
—No tuve nada que ver con esto —dice Sally Healey—. ¡Nada! Me pasé años construyendo una escuela de la que enorgullecerme.
—¿Entonces fue uno de los dueños el que quiso incendiarla?
—Nadie querría un incendio. ¡Nadie!
—¿No fue esa la razón de todas sus regulaciones, para garantizar que la aseguradora pagase?
—¡No!
—Y a nadie le importa un carajo Jenny y Grace. Solamente el jodido dinero.
Está aquí como tu hermana y puede hablar como le dé la gana.
La señora Healey está mirando fijamente a la escuela.
—Me enteré de que algunos de los niños ya tenían plazas en otras escuelas —dice, en voz muy baja—. ¿Y quién va a darme un trabajo? ¿A mí, que permití que mi escuela se quemara, y una de mis profesoras adjuntas está gravemente herida?
—Uno de mis colegas la interrogará formalmente —dice Sarah, secamente.
Las lágrimas se mezclan con el sudor en las mejillas de la señora Healey.
—Nunca íbamos a poder recuperarnos de esto, ¿verdad? No importa lo que hiciera.