27

Sábado por la mañana. La radio debería estar encendida, y yo tomándome el café en la cama, el que me has traído hace media hora, pero como no me he despertado ahora está tibio y sin embargo me alegro. Debería oler a bacon y salchichas friéndose abajo, mientras preparas el desayuno monstruoso para ti y para Addie. Espero que te acuerdes de abrir la ventana de la cocina, para que nuestro hipersensible y neurótico detector de calor no despierte a los vecinos y acelere a los conejillos de Indias en sus ruedecitas de metal. Jenny aún está durmiendo profundamente, ajena a los pitidos de los mensajes de texto que van llegando a su móvil y que han empezado a llegar a las ocho, claramente se equivocan de numero porque ninguno de los amigos de Jenny está despierto a esa hora. Pronto llegará, con los ojos somnolientos, y se sentará al borde de mi cama, quejándose de que no le has traído su té.

—El té lleva más trabajo que el café, Jen.

—El de bolsitas no.

—Aun así, hay que dejarla en el agua caliente y luego sacarla y tirarla a la basura. Luego la leche. Papá solamente prepara desayunos de un solo paso.

Se echa hacia atrás, contra los cojines, a mi lado, y me cuenta con quién ha quedado esa mañana y parece que fue hace un momento cuando me dijo que iba a pasar el sábado con sus amigos, para preparar la fiesta de la noche. ¿Cómo puede ser que me despierte cada mañana y sea una mujer de treinta y nueve años y con dos hijos? Incluso antes de que Tara lo mencionara, ya pienso en mí misma en esos términos. Preferiría ser merecedora de un titular como «¡Valiente mujer de treinta y nueve años, con dos hijos, banco!», cualquier variante menos esa línea sensiblera.

Jen me da un beso y dice que va a «hacerse su propio té».

El doctor Sandhu dice que Jenny está más débil; que su organismo se está deteriorando lentamente, tal y como predijeron.

—¿Aún es candidata para un trasplante? —preguntas.

—Sí. Está lo bastante fuerte como para resistir la operación. Pero no sabemos durante cuánto tiempo.

Jenny está esperándome frente a la UCI. No me pregunta si han encontrado un donante. Como yo, ahora es capaz de descifrar una expresión a diez pasos de distancia y comprender el significado de un silencio. Antes, pensaba que el único silencio aplastante era el que venía después de un «te quiero».

—La tía Sarah ha ido a ver a Belinda, la enfermera —dice Jenny.

—De acuerdo.

—Y alguien le mandó un mensaje para que se encontraran en la cafetería, en media hora. Parecía contenta. ¿Crees que es su novio?

La última vez que Jen mencionó estos temas, sentí celos de Sarah, pero ahora es al revés. Jen y yo no hablamos en absoluto de cosas así. Digo cosas así porque incluso el lenguaje es un campo de minas. Por ejemplo, «sexy» está pasado de moda y demuestra que no tengo ni idea de nada, pero decir «está bueno» es inapropiado para alguien tan vieja como yo (una mujer de treinta y nueve años y con dos hijos). De hecho, no es así; no es que haya que negociar un campo de minas, sino que todo el territorio está vetado. Cada generación selecciona su propio espacio y lo acordona, lingüísticamente hablando. Pero de alguna manera, a Sarah sí le permiten entrar.

Eso no quiere decir que considere que tener sexo es un ritual que marque el paso a la edad adulta. En realidad, a veces incluso significa lo contrario. Tú te ríes de mí y me llamas hipócrita cuando digo eso. Soy yo la que suele preferir la expresión más creativa, «hacer el amor», en lugar del posesivo término «sexo». Pero ahora tengo que poner fin a esta conversación a la cul-de-sac porque alcanzamos a Sarah, que camina animada por el pasillo.

Belinda, impecable en su uniforme de enfermera, repasa el expediente de Maisie con Sarah.

—El pasado invierno se rompió la muñeca —dice Belinda—. Dice que resbaló en un portal, con el suelo helado.

—¿Habría alguna razón para que médicos o enfermeras hicieran un seguimiento, quizá sospecharon algo?

—No. Las urgencias se llenan de gente con piernas y brazos rotos cuando bajan las temperaturas y las placas de hielo cubren las aceras. Luego, a principios de marzo de este año, ocurrió el siguiente incidente.

Leo junto a Sarah las notas: Maisie fue ingresada inconsciente en el hospital, con dos costillas rotas y el cráneo fracturado. Dijo que se había caído por las escaleras. Después de que le dieran el alta del hospital, al cabo de dos semanas, no se presentó a las citas de control con el médico.

Durante esa época la llamé varias veces, pero saltaba siempre el contestador. Más tarde me contó que Donald le había regalado una estancia en un spa. Me pareció que era algo raro, no el tipo de sitio al que ella iría, y cuando se lo comenté, pareció incómoda. Pensé que no se lo habría pasado bien.

No hay nada más en el historial médico de Maisie. No le mostró a los médicos su mejilla amoratada, ni tampoco los hematomas de su brazo el día del incendio, ocultos bajo las mangas largas de su camisa.

Belinda saca el historial de Rowena, pero está claro que ya lo ha leído. Su rostro normalmente animado está alterado.

—El año pasado se quemó gravemente la pierna. Dijo que se le había caído la plancha encima, y la marca tenía efectivamente la forma de una plancha.

Vuelvo a acordarme del cigarrillo de Donald, y de cómo Adam se apartó de él.

¿Por eso llevaba pantalones largos el día de juegos Rowena, a causa de su cicatriz? Pensé que había optado por vestirse de una forma más discreta que Jenny.

—¿Algo más? —dice Sarah.

—No, a menos que fueran a otro hospital. A veces pasa. Y la comunicación entre hospitales no es tan eficiente como debería ser.

—Me gustaría que me avisara si Donald White vuelve a visitarlas —dice Sarah—. No queremos que tenga acceso a su habitación, sin supervisión.

Belinda asiente y mira a Sarah fijamente.

—No puedo hacer nada hasta que una de las dos presente denuncia —dice Sarah, frustrada.

—¿Las animará a que lo hagan?

—Vamos a intentar ayudarlas a que lleguen a la conclusión de que es una opción factible para ellas. Cuando Rowena esté sana, y fuera de aquí, sobre todo. No quiero tener que pedirles que hagan algo así cuando están en un estado de vulnerabilidad tan elevada. Para empezar, si se decidiesen a hacerlo estos momentos, es posible que más tarde retirasen la denuncia.

Sarah se encuentra con Mohsin en la cafetería del hospital. Su cara de color caramelo está cansada; hay bolsas bajo sus ojos.

—¿Es él? —pregunta Jenny.

—No. Su amante es más joven y guapo —digo.

Ni siquiera parpadea cuando pronuncio la palabra «amante»; en lugar de eso, sonríe.

—Bien por ella.

Sarah y Mohsin están hablando con las cabezas muy juntas, como viejos confidentes. Nos unimos a ellos.

—Tiene pinta de ser maltrato, tanto en el caso de la madre como la hija —dice Sarah.

—No tenemos nada contra él —dice Mohsin—. Solamente una multa de tráfico por exceso de velocidad, el año pasado. Nada más.

—Según la transcripción del interrogatorio de la directora, Rowena White iba a ocuparse de la enfermería de la escuela durante el día de juegos —dice Sarah—. Cambiaron de opinión y la sustituyeron por Jenny el pasado jueves.

—¿Crees que estaba tratando de hacerle daño a su hija? —pregunta Mohsin, pensando lo mismo que había sugerido Jenny un rato antes.

—Es posible —dice Sarah—. Quizá creyera que Rowena seguía estando asignada a la enfermería. Tal vez nadie le comentó que la habían sustituido. ¿Puedes averiguar si Maisie y Rowena White tienen historiales médicos en otros hospitales? ¿Por si se nos ha escapado algo?

Él asiente.

—¿Qué hay de los patronos de Sidley House? —pregunta ella.

—Nada importante, un par de pequeños inversores, que también tienen fondos en proyectos similares: gente de negocios, legítima. Luego hay otro inversor, con más peso en la propiedad, la Compañía de Fondos Whitehall Park Road.

—¿Sabes quién es el dueño de esa empresa?

Él sacude negativamente la cabeza.

—Podría ser un caso de violencia doméstica —dice, con cuidado—. Y luego otro, de acoso por correo. Y finalmente el del incendio. Quiero decir, tres casos completamente separados, sin relación entre sí.

—Tiene que haber una conexión. Estoy segura.

—Si investigas a fondo cualquier institución —incluyendo un colegio— vas a encontrar casos de violencia doméstica, de acoso escolar, aunque no al nivel tan violento por el que pasó Jenny, pero siempre pasarán cosas crueles en la clase, o en la sala de los profesores, o incluso en las redes sociales, por Internet.

—¿Y lo del ataque contra Jenny, aquí en el hospital?

Mohsin se mueve hacia atrás, un diminuto movimiento involuntario.

—¿Aún no crees que sucediera? —pregunta Sarah.

Mohsin guarda silencio. Sarah le observa.

—¿Entonces, qué crees que pasó?

—Creo que tienes que averiguar la verdad.

—Bueno, eso es más de lo que están haciendo los demás, así que gracias.

No están acostumbrados a sentirse incómodos.

Él le toma la mano y aprieta.

—El pobre Tim lo está pasando muy mal por ti.

—No fue… —Sarah duda antes de seguir—. No es apropiado, ya no. Tengo que volver con Mike.

Poco antes, han aplicado los productos limpiadores a la mesa, un líquido de olor fuerte.

¿Se puede echar de menos una mesa? Porque me arrastra la nostalgia que siento por nuestra vieja mesa de madera de la cocina, con las figuritas de caballeros de Adam en un extremo, el periódico de ayer en el otro, y la chaqueta o el jersey de alguien tirado en una silla. Sí, ya sé que me enfadaba por ¡el desorden!, y le pedía a la gente que ¡recogieran! Ahora echo de menos una vida desordenada, en lugar de una destrozada a la que han transferido a una unidad superorganizada de superficies limpias y brillantes.

Veo que Jenny ha cerrado los ojos y que está muy quieta.

El olor del líquido limpiador sigue llegando con fuerza desde la mesa de fórmica.

—Entré en la cocina de la escuela —dice—. Estaba limpia y recogida. Había vapor, porque los lavavajillas estaban en marcha.

Aquí, el vapor procede de los vasos y las tazas que aparecen, limpios, en la bandeja de la máquina de café.

—Me sentía animada —continúa Jenny— porque iba a salir por fin.

La vigilo de cerca, porque no pienso dejar que vaya demasiado lejos por el pasillo de la memoria; no voy a permitir que cruce el último par de puertas, ni siquiera que se acerque al final.

—Saqué dos garrafas de agua de la cocina —dice Jenny—. Dos grandes, ya sabes, ¿esas con las asas de plástico para cargarlas mejor? Era la encargada de ir trayendo agua, al final del día, por si acaso no había suficiente. Las asas de plástico eran muy estrechas y se clavaban en la palma de mis manos. Las saco por las escaleritas estrechas que hay a la salida de la cocina.

Se calla y sacude la cabeza.

—Eso es todo. Iba a salir de la escuela, definitivamente, iba a salir. Pero no sé qué sucedió después.

—Las garrafas estaban fuera, en el camino de gravilla al que da la salida de la cocina —digo, recordando que Rowena las había utilizado para empapar la toalla con la que entró en el incendio.

—¿Pero, por qué volví a entrar? —pregunta Jenny.

—¿Quizá para ayudar?

—Pero los niños de primero salieron sin problemas, los evacuaron, ¿verdad? ¿Y Tilly también, no? Todo el mundo logró salir.

No sé qué decirle.

—Quizá fue entonces cuando perdí mi móvil —dice ella—. Cuando me incliné para dejar las garrafas. Estaba en el bolsillito de mi falda roja. A veces me pasa, se cae.

—Sí.

—Deberías ir a ver qué se cuenta la tía Sarah —dice—. Yo me quedaré aquí, si no te importa. Es el único lugar medianamente normal.

—¿Me prometes que no intentarás recordar nada más?

—Mamá…

—No sin mí. Prométemelo.

—Está bien.

Dejo a Jenny en la cafetería y me voy a la UCI.

Ivo está de pie en el pasillo. Me basta verlo, su estrecha figura y su corte de pelo a la moda, y recuerdo vívidamente la dimensión de Jenny que se ha quedado atrás desde el fuego: la adolescente exuberante y enérgica, llena de alegría de vivir y de un sentido del humor apasionado; mi Jenny, que camina por las nubes. Y ese desamparo cuando se enamoró, tan confiada y segura de que Ivo la recogería si se caía.

No se ha acercado a su cama, pero al menos no ha echado a correr.

Me aproximo. Su cara está blanca mientras la mira a través del cristal. Su cuerpo se estremece y veo a un chico que yace en el suelo, mientras le están dando una paliza: golpes y patadas y puñetazos.

Siento una arrolladora piedad por él.

Sarah está a su lado.

—Hablé con ella el miércoles —dice Ivo—. Parecía igual que siempre. Feliz. Le escribí un montón de mensajes. El último debió llegarle poco después de las tres, hora de aquí.

Se gira y deja de mirar a Jenny.

—¿Qué va a pasar?

—Está muy malherida. Su corazón tuvo una parada ayer. Necesita un trasplante para sobrevivir. Si no, solamente le quedan unas semanas.

Las palabras de Sarah siguen cayendo sobre él como una lluvia de palos.

—Lo siento —añade Sarah.

Creo que va a preguntar si quedará desfigurada; y no sé si Sarah le dirá que aún no lo sabemos. Se queda callado.

—Fue intencionado —dice Sarah—. No sabemos si se trata de un ataque deliberado contra Jenny, posiblemente conectado con el acoso por correo. ¿Sabes algo que pueda ayudarnos?

—No. No tenía ni idea de quién podía ser.

Habla en voz baja; está alterado.

Veo que dejas por un instante de velar a Jenny y sales al pasillo, pero ellos dos aún no te han visto.

—Alguien le arrojó pintura roja —dice Ivo—. Me llamó por teléfono. Dijo que una amiga le había cortado el pelo, porque la pintura no salía. Estaba llorando.

Sarah salta y pregunta:

—¿Vio quién era?

—No. Fue por la espalda.

—¿Alguna descripción, o detalles?

—No.

—¿Cuándo sucedió, Ivo?

—Hace unas ocho semanas.

—¿Sabes dónde fue?

—En un centro comercial de Hammersmith, justo al lado de Primark. Pensó que el tipo debió haberse metido corriendo en una tienda, o salió por un lateral a la calle justo después. Dijo que había una mujer chillando porque pensó que era sangre, no pintura.

Veo que tratas de asumir la información, pese a que no queda espacio libre en tu mente para ningún dato más, pero la noticia se abre paso.

—Tendría que haberle dicho que fuera a la policía —dice Ivo—. Si lo hubiera hecho…

Yo soy la policía, Ivo —dice Sarah—. No, por favor. Mírame. Tendría que haber creído que podía contármelo. Soy su tía y la quiero. Pero no lo hizo. Es mi responsabilidad, no la tuya.

—Dijo que sus padres se preocuparían mucho si se enteraban. No quería causarles más angustias. Quizá tampoco quería que usted se preocupase.

—Sí. Me gustaría que fueras a declarar a la comisaría, te daré el nombre de uno de mis compañeros. Haré que vengan a buscarte en coche y que te acompañen de vuelta aquí, para que sea lo más rápido posible.

Ivo asiente.

Sarah le da el móvil de Jenny.

—¿Puedes revisarlo, y decirme si ves algún contacto que no reconozcas? ¿O mensajes que te parezcan raros? Yo ya lo he hecho, pero no veo nada raro.

Toma el teléfono y sus dedos lo aprietan con fuerza.

—¿Quiere que lo haga ahora? —pregunta—. ¿Mientras esperamos?

Como tú, quiere hacer algo.

—Sí.

Sarah te ve.

—Hubo un incidente con pintura roja, Mike…

—Lo he oído.

Quizá piensa que estarás furioso con Ivo, pero no es así. ¿Es porque tardaste dos semanas en denunciar lo del correo amenazador a la policía? Todo tu cuerpo parece encorvado, y tu cara delgada.

—¿Por qué no vas a ver a Adam? —dice Sarah—. Puedo quedarme con Jenny un rato ahora.

Creo que Sarah acaba de comprender cuánto necesitas ver a Adam, igual que él te necesita a ti.

—Ivo tiene que declarar en la comisaría —dice ella—. Y yo tengo que repasar algunos informes, y eso puedo hacerlo aquí. Te llamo inmediatamente si hay cualquier novedad.

Ivo se acerca, interrumpiéndoles.

—No estoy seguro de qué significa, pero el último mensaje de texto que le mandé el miércoles por la tarde ha sido borrado.

—Tal vez lo hizo ella —sugiere Sarah.

—Era un poema. No era tan malo, e incluso si lo fuera, no lo habría borrado.

—El teléfono de Jenny apareció en el camino de grava, justo frente a la escuela —dice Sarah—. Cualquiera podría haberlo manipulado.

—Pero ¿por qué iban a borrar mi mensaje? —pregunta Ivo.

—No lo sé —dice Sarah.

—¿Han descubierto ya qué hacía fuera ese teléfono? —preguntas.

—No, aún no. Y tampoco pudimos obtener huellas, porque lo habían tocado la profesora de primero y Maisie.

—¿Quiere que espere aquí a que vengan de comisaría, o me voy un rato al vestíbulo? —dice Ivo.

Aún no se ha acercado a la cama donde está Jenny.

Creo que siente alivio ante la oportunidad de alejarse de ella.

Encuentro a Jenny en el atrio de la pecera, con gente pasando a su alrededor como una banda de peces. ¿Cree que si está rodeada de personas y de movimiento, se aferra con más fuerza a la vida? O quizá está esperando a Ivo, sin saber que ya ha llegado, que está en la UCI. «Deberías habérmelo dicho. Tengo derecho a saberlo».

—Ivo está aquí —le digo—. En la UCI, con papá y la tía Sarah.

—No quiero verle —dice ella, en voz baja.

Ayer tampoco tenía ganas de hablar de la llegada de Ivo. Quizá ha comprendido que una parte de su relación se basa en la belleza física. Es tan vulnerable, y yo me alegro de ver que se protege del rechazo y del dolor adicional.

No le cuento que Ivo miró a través del cristal y que lo que vio le torturó.

No le digo que no se acercó a su cama.

—Le ha contado lo del ataque con pintura roja a la tía Sarah —le digo, en cambio—. También que te mandó un mensaje de texto a las tres, pero que está borrado.

—Yo nunca borro sus mensajes.

—Quizá alguien lo hizo, después de que se te cayera el teléfono.

—Pero ¿por qué?

—No lo sé. Va a declarar a la comisaría, sobre lo de la pintura.

—¿Entonces, pasará por aquí? —Hay pánico en su voz. Se gira y se aleja del patio de cristal.

La sigo.

—¿Cuánta gente tiene tu número de móvil, Jen?

—Un montón.

—No me refiero a tus amigos, sino a la gente de la escuela, por ejemplo.

—Todo el mundo. Estaba anotado en el tablón de anuncios, en la sala de profesores. Allí hay una lista para que todos pongamos nuestros números. Se suponía que iban a llamarme, si pasaba algo durante el día de juegos, si hacía falta algo de la enfermería.

Sigue apresurándose, alejando la posibilidad de ver a Ivo.

Pero me quedo quieta un instante, sintiendo la frustración como si fuera una fuerza física. Tengo que hablar con Sarah.

Tiene que saber que Jenny salió de la escuela y que luego volvió a entrar. Algo o alguien tuvo que haberla convencido para hacer eso, o bien la obligaron. ¿Y si fue un mensaje? ¿Tal vez la persona que se lo mandó lo borró, y con las prisas también eliminó el mensaje de Ivo?