Llegamos a las oficinas del Richmond Post.
Hace siglos desde la última vez que estuve aquí, porque prefería mandar mi artículo mensual por correo electrónico. Cuando entramos, me avergüenza pensar que Sarah descubrirá que mis compañeros no me aprecian tanto como los suyos, en la comisaría. Francamente, lo más probable es que me valoren tanto como la yuca pasada de moda que hay en la esquina de lo que pasa por el vestíbulo.
Sarah debe haberles llamado antes, porque Tara llega casi inmediatamente, con sus rosadas mejillas resplandecientes. Sarah no parece tan contenta de verla.
—Hablé con uno de sus colegas —dice Sarah escuetamente—. Geoff Bagshot.
—Sí, y reconocí su nombre, sargento detective McBride —responde ella—. Usted me echó del hospital.
Recuerdo la voz de Sarah, de uniforme y cachiporra, mientras virtualmente empujaba a Tara lejos de ti. Pero Tara solamente la reconoce como oficial de policía; no como miembro de nuestra familia.
—Geoff me ha dicho que yo me encargue de usted.
Noto que Sarah se pone rígida, ante la mención de Tara «encargándose» de ella.
—Por aquí. Vamos a un despacho —dice Tara, con paso firme y decidido. Le encantan las peleas.
—Cuando nos vimos, dijo que usted era amiga de Grace —dice Sarah.
—Trataba de entrar en una zona restringida del hospital, así que jugué un poco con la verdad. A veces es lo que hay que hacer, cuando uno es periodista. Está claro que no tengo mucho en común con una mujer de treinta y nueve años, y madre de dos hijos.
—Ni ella con usted. Está claro.
Gracias, Sarah.
Tara la escolta hasta el despacho de Geoff; debe haberle mandado a paseo para recibir aquí a Sarah. Parece el escenario de una película sobre periodistas: tazas de café usadas con restos de líquido frío y ceniceros ilegales repletos de colillas. Solamente vengo a la redacción una o dos veces por año, y siempre me han ofrecido agua mineral y una galleta integral, si hay suerte; aquí no se puede fumar. Quizá Tara se ha hecho con la ambientación.
—¿A qué hora llegó a Sidley House el día del incendio? —empieza Sarah, sin perder tiempo en preliminares.
—A las tres y cuarto de la tarde. Ya se lo dije a su compañero.
—¿Eso es llegar muy pronto, no?
—¿Qué es esto? ¿Ahora los interrogatorios son duplicados? —Se lo está pasando bomba.
—¿Quién se lo dijo? —pregunta Sarah.
Tara se queda callada.
—Llegó apenas quince minutos después de que se declarara un incendio que ha dejado tras de sí a dos personas gravemente heridas, y necesito saber quién le dio el aviso.
—No puedo revelar mis fuentes.
—No es como si su informador fuera Garganta Profunda. Y esto —dice Sarah, señalando al avejentado despacho— tampoco es el Washington Post.
Debe haber oído a Jenny, bromeando sobre Tara; se ha acordado. A diferencia de mí, se lo ha dicho a la cara.
—¿Podemos hacer un trato? —pregunta Tara.
—¿Disculpe?
—Se lo diré, si a cambio promete darme información en exclusiva. Para el periódico.
Sarah se queda callada.
—¿Ya no creen que lo hiciera el niño, verdad? —dice Tara—. Han cambiado de rumbo la investigación, o no estarían aquí haciendo preguntas, aún.
Sarah sigue sin decir nada, y Tara se lo toma como una confirmación. Resplandece, satisfecha, como el gato que consiguió la nata y encima se encontró con un plato de sardinas.
—¿Así que esta vez van a investigar a fondo a Silas Hyman? —dice.
De nuevo, Sarah no dice nada.
—Si voy a colaborar con ustedes, necesito que me den algo a cambio —insiste Tara.
—Adam Covey no es el responsable del incendio —dice Sarah—. Y dentro de unos minutos hablaremos de Silas Hyman.
Tara casi ronronea, encantada.
—Fue Annette Jenks —dice—. La secretaria de la escuela, la persona que nos llamó. Un minuto o dos pasadas las tres. Tuvo que gritar, por encima del ruido de la alarma de incendio.
—¿Por qué llamó a su periódico?
—He estado pensando en eso. Hace unas semanas, publicamos un reportaje con unas fotografías, porque la escuela había organizado un acto benéfico para recaudar dinero en nombre de una organización caritativa. Ya sabe, un cheque gigante de cartón, niños ricos y complacidos sosteniéndolo y sonriendo a cámara… Sidley House estaba encantado porque representaba publicidad, y nosotros aceptamos. Debió conservar nuestro número de teléfono, después de eso.
—¿Sabe si llamó a más periódicos?
—No lo sé. Pero sí avisó a una televisión. Sus reporteros y cámaras llegaron una media hora después que nosotros.
Vuelvo a recordar las noticias, la televisión emitiendo imágenes del incendio mientras tú corrías por el hospital, en busca de Jenny.
—Quería que le sacáramos unas cuantas fotos —continúa Tara—. Creo que Dave, nuestro fotógrafo, lo hizo para tenerla contenta. Pero en cuanto llegó la tele, se fue a por ellos.
Recuerdo a Maisie contándole a Sarah lo que vio, en la cafetería en sombras. «Había mucho humo, pero ella estaba sonriendo, como si lo estuviera disfrutando, o al menos no parecía afectada. Se había puesto pintalabios».
La idea de que alguien pudiera gozar con aquello, durante un subidón ególatra, es horrible. ¿Puede ser algo más que eso? ¿Es posible que su necesidad de protagonismo la empujara hasta el punto de crear el escenario? ¿Construir su propio momento de reality para poder estar en el centro de todas las miradas? Recuerdo a Jenny, hablando del globo de aire perdido, del niño extraviado: «Si Annette tuviera un hijo, lo habría metido dentro en persona».
—Volviendo a Silas Hyman —dice Sarah—, ustedes publicaron una noticia sobre él unos meses atrás. Después del incidente del patio.
—Así es.
—¿Cómo se enteró de eso?
—Mandaron un mensaje de texto anónimo al teléfono fijo del periódico.
—¿Sabe quién fue?
—Ya le he dicho que era anónimo.
—Sí. Pero ¿sabe quién fue?
La irritación endurece el rostro de Tara.
—No. Fue imposible rastrearlo. Procedía de un teléfono público. Pero no fue Annette Jenks, si es lo que está pensando, porque en ese entonces no trabajaba ahí. Aún estaba esa vieja vaca, la secretaria de antes. Me llevó diez minutos convencerla para que me dejara hablar con la directora para contrastar la noticia.
—Y publicaron el artículo en primera página.
Tara se echa la sedosa melena hacia atrás como respuesta.
—El artículo contenía declaraciones de padres y madres indignados. ¿Les habló del incidente, o fueron ellos los que contactaron con el periódico?
—No me acuerdo, la verdad.
—Estoy segura de que no es así.
—Está bien. Llamé a unas cuantas familias; logré algunas reacciones a lo que yo les contaba. Dígame, ¿qué ha averiguado la policía sobre él? ¿Hay más indicios?
—No hay nada.
Tara mira a Sarah, fríamente enfadada. Apaga su iPhone. Estaba grabando la conversación hasta ahora; no quiere que su humillación conste en acta.
—Dijo que haríamos un trato —afirma, petulante. Sus padres deberían haber jugado con ella al Monopoly, y dejar que perdiera alguna vez.
—No —dice Sarah, tranquila—. Eso es lo que usted dedujo.
Mientras nos dirigimos al coche, echo una mirada hacia el Richmond Post, y en un ataque de autocompasión, veo mis sueños guardados en un feo archivador de color gris.
Porque desde que estoy siguiendo a Sarah, y veo su talento y su capacidad de compromiso, me doy cuenta de que no he cumplido con ninguna de mis promesas. Ella me ha hecho recordar lo que una vez esperaba de mí; lo que deseé. No quería ser una crítica de arte o de literatura, sino que quise convertirme en la artista o la escritora. Fue absurdo creer que era capaz de producir en serie Anna Karenina o un Hockney mientras acompañaba a mis hijos al colegio y luego pasaba por Sainsbury’s para la compra diaria. Pero hay gente que lo hace. Y hubiera bastado con un libro o una pintura mediocre. Algo; solamente intentar crear algo.
Solía repetirme los motivos; cuando tuviera más tiempo, cuando Jenny fuera mayor, cuando Adam empezara la escuela. Pero de algún modo, sin ni siquiera darme cuenta, dejé de buscar excusas porque había dejado de intentarlo.
En el coche, Sarah llama a Mohsin por el manos libres. Apaga el aire acondicionado para oírle mejor.
—Hola.
—Hola, cariño, ¿cómo te va?
—¿Ha descubierto Penny algo más sobre el acosador?
—No, aún no.
—Hasta que consiga algo, voy a trabajar suponiendo que Jenny vio al pirómano, o a su cómplice, y que por eso quiere matarla ahora.
Mohsin no contesta.
—¿Te llegó lo del tipo en el hospital, no?
—Sí.
No dice nada más, y el sonido de su silencio llena el aire caliente del coche.
Veo el efecto que eso tiene en Sarah, sus hombros que caen ligeramente, y desearía poder decirle que estoy allí, apoyándola.
—Fue la secretaria, Annette Jenks, quien avisó al Richmond Post acerca del fuego —dice Sarah—. Pero hace cuatro meses recibieron otro soplo, sobre lo de Silas Hyman y el incidente del patio. Alguien quería echarle de la escuela.
Mohsin sigue callado. Oigo un ruidito, quizá está apretando el bolígrafo, abriendo y cerrándolo.
—¿Y si el testigo dice la verdad, Sarah?
—¿Tú no tienes sobrinos, verdad? —dice ella.
—No, aún no, pero mi hermana está en ello.
—Conozco a Adam. Sé quién es, cómo es su esencia, si prefieres, porque es parte de Michael. Por lo tanto, también es parte de mí. Y él no lo hizo.
El silencio gruñe contra el calor del coche.
—Silas Hyman tenía velas de cumpleaños en su casa —dice Sarah—. Ocho, azules, como las que debían estar en el pastel de Adam. Y también tiene el calendario escolar con el cumpleaños de Adam marcado en rojo. Y sé que su mujer está mintiendo, o al menos oculta algo. Estoy segura de eso.
—¿Fuiste a casa de Silas Hyman? —Su voz suena horrorizada.
—Nadie está haciendo nada más, ¿verdad? —replica ella—. No, ahora que todo el mundo ha decidido que mi dulce sobrino es un pirómano.
—Joder, Sarah, no puedes entrar así como así en casa de la gente.
Ella no dice nada. El sonido de fondo del bolígrafo se ha intensificado, como si lo estuviera golpeando contra la mesa, o tal vez es un pie, nervioso.
—Estoy preocupado por ti, cariño. Qué pasará si alguien descubre que…
Sarah le interrumpe, su tono ahora es más cansado:
—Lo sé. De hecho, desde el punto de vista de pasarse tres pueblos, es mucho peor.
—¿Cómo?
—Su esposa estaba bañando a sus hijos, y yo pasé de eso. Soy madre y soy tía; bañar a los críos es algo normal y…
Se calla. De modo que era eso lo que la había alterado. Llevó a cabo un interrogatorio policial delante de niños, inocentes, bañándose.
—Me fui en cuanto me di cuenta —dice—. Pero me enfureció verme obligada a estar en esa posición. Y luego, todo lo demás. Para colmo, esa maldita mujer sentía pena por sí misma. ¡Sentía pena!
—¿Crees que informará a la policía de tu visita?
—Si descubre que no estaba autorizada, seguramente sí. Es lo más probable.
—Bueno, debo decir que estoy impresionado, la verdad —dice Mohsin—. Siempre supe que tenías un punto subversivo, pero jamás pensé que fueras una rebelde.
—Gracias. ¿Me ayudarás?
Ambos esperamos a que llegue el sonido de la voz de Mohsin. Nada.
—Me contaste que los expedientes no estaban custodiados —aventura Sarah.
—Lo sé. Fue muy poco profesional por mi parte. Baker me romperá las pelotas si se entera de que lo hice. —De nuevo oímos los golpecitos de bolígrafo—. ¿Qué necesitas?
El alivio de Sarah se expresa con una profunda exhalación de aire, cambiando la atmósfera del coche.
—Los nombres de los dueños de Sidley House.
—Penny me dijo que habían descartado un posible fraude casi desde el principio —explica Mohsin—. Todos están cómodamente forrados de dinero, al menos según sus bancos.
—Sí, y van a volver a construir la escuela para septiembre. No hay motivo para sospechar que se trata de un fraude, al menos que yo sepa. Pero necesito comprobarlo todo. Y cuando hablé con la directora, no le gustó que tocáramos el tema de los patronos, y quiero saber por qué no.
—¿También hablaste con ella?
Sarah se queda callada.
—Cariño… Por Dios.
—También necesito saber si tenemos datos sobre un hombre llamado Donald White. Estoy casi segura de que maltrata a su hija y posiblemente también a su mujer.
—Está bien. Haré lo que pueda —dice él—. Esta noche hago turno doble, así que te veo mañana por la mañana para desayunar, ¿de acuerdo? ¿Aún tienen esa horrible cafetería en el hospital?
Llegamos al aparcamiento del hospital, y el calor residual del atardecer que flota en el aire me quema. Me apresuro y adelanto a Sarah, entro primera en el edificio. Esta vez no veo a Jenny esperándome.
Una vez en el interior de la piel protectora del hospital, el dolor vuelve a desvanecerse, y por un instante la ausencia de dolor me pone eufórica.
Sigo a Sarah hasta la UCI. Jenny está recostada contra la pared, en un pasillo.
—Lo intenté. Eso de olisquear el hospital, a ver si me acordaba de algo —dice—. Pero no ha servido de nada. Un colegio no huele igual que un hospital. Al menos, Sidley House no.
Era lo que yo esperaba. Sidley House olía a barniz y suelos alfombrados y flores recién cortadas, y no a desinfectante industrial y antiséptico y linóleo.
Un poco más allá, Sarah está leyendo sus mensajes y correos electrónicos en su móvil, antes del punto de la UCI a partir del cual no se permiten aparatos electrónicos. Miramos por encima de su hombro. Nos estamos acostumbrando a ser unas metomentodo curiosas.
Entre sus mensajes, hay uno de Ivo. Ha conseguido billete desde Barbados, un vuelo nocturno, y estará aquí por la mañana. Miro a Jen, esperando ver su rostro feliz, pero está tensa, angustiada; parece incluso miedo. Tal vez ha empezado a ver la realidad de su relación con Ivo, y es posible que sea mejor que se dé cuenta ahora, antes de que él llegue.
—Jen… —empiezo, pero ella me interrumpe.
—Estaba a punto de entrar —dice, señalando una puerta a sus espaldas.
Es la capilla del hospital, no me había fijado en ella hasta ahora. Es el único lugar del recinto que no huele a desinfectante ni antiséptico.
Entramos las dos juntas. No me preocupa, aquí no huele a incendio. Además, estaré con ella.
Hay bancos de madera y una alfombrita, muy sencilla. Incluso hay violetas, como las que tenía la directora Healey en el pequeño antedespacho frente a su oficina; su olor llena la estancia.
La combinación de olores me transporta de regreso a Sidley House, como si las puertas de la memoria tuvieran un código de acceso, y acabáramos de introducir la secuencia sensorial correcta.
Miro a Jenny y me doy cuenta de que a ella le pasa lo mismo.
—Estaba cerca de la oficina de la directora Healey —dice— y el olor de violetas llegaba con fuerza, hasta se podía oler el agua. Me acuerdo de eso.
Calla un momento y espero. Está sumergiéndose en sus recuerdos. ¿Debería detenerla?
—Me siento feliz, estoy bajando las escaleras.
A nuestra espalda, se cierra la puerta. Una mujer mayor acaba de entrar. Ha roto el camino sensorial que estábamos siguiendo hacia el pasado.
—¿Bajabas las escaleras? —pregunto—. ¿Estás segura?
—Sí. Debía haber llegado al entresuelo, porque es allí donde la directora Healey pone sus ramos de violetas.
Quizá Annette Jenks estaba diciendo la verdad, después de todo, y Jenny salió del edificio y firmó el registro.
Vuelve a cerrar los ojos y de nuevo no sé si debo impedirle que siga intentando recordar. ¿Pero, cómo vamos a ayudar a Addie, sino?
Su rostro se relaja. Todo está bien. Vuelve a estar en la tarde de verano de la escuela.
Grita.
—¿Jenny?
Sale corriendo de la capilla.
En el fondo, la mujer acaba de encender una vela. El humo no es más que una ligera línea en el aire. Pero es suficiente.
La alcanzo.
—Lo siento, no deberíamos haber…
—No es culpa tuya.
La abrazo. Está temblando.
—Estoy bien, mamá. No había regresado al incendio, solamente estaba cerca.
Vamos al jardín.
Creía que los recuerdos se guardan detrás de unos portones de hierro forjado, así lo imaginaba yo, con resquicios por los que mirar, y que a veces se abren por breves espacios de tiempo, para que uno pueda recorrerlos de nuevo.
Pero ahora veo un pasillo, como el de un hospital, largo y tras cada par de puertas batientes hay un recuerdo y otro que lleva inexorablemente hasta el fuego. No creo que se pueda controlar la distancia que uno recorre, o saber qué nos espera tras las puertas cerradas. Y temo el momento en que llegue al final y al horror absoluto de esa tarde.
Aquí, en el jardín, las sombras se alargan hasta convertirse en una apacible oscuridad.
—Era buena idea —digo— pensar en la capilla.
El único lugar del hospital que sí podía oler como la escuela; donde incluso había velas y cerillas.
—No quise entrar por esa razón —dice.
Se aparta ligeramente, ocultando su rostro en la oscuridad.
—Quería hacerle la pelota a Dios. Una búsqueda por la red a última hora, para encontrar un lugar en el paraíso.
Las angustias se esconden en las mangas y los bolsillos y el miedo rellena los jerséis, pero Mike, por Dios, no esperaba algo así.
—No es que tenga miedo, en realidad —dice—. Quiero decir, todo esto, lo que somos ahora, es probable que haya cielo, qué se yo, algo así como una vida después de la vida, ¿no? Demuestra que el mundo físico y los cuerpos no son lo único que existe.
Me había imaginado hablándole de tantas cosas: las drogas, el aborto, las enfermedades de transmisión sexual, los tatuajes y piercings, cómo protegerse por Internet. Hablamos de algunas de ellas, y tenía un montón de documentación a mano, estaba lista para la charla. Pero jamás busqué datos para hablar de esto. Nunca me imaginé algo así.
Pensé que éramos tan liberales, que educábamos a los niños sin religión, sin ir a la iglesia, sin dar las gracias antes de las comidas, sin rezar antes de ir a dormir. En secreto, estaba convencida de que éramos mucho más honestos que nuestros amigos practicantes, que suponía que se apuntaban a la iglesia para conseguir que sus hijos tuvieran acceso gratis a círculos selectos. Yo pensaba dejar que mis hijos decidieran por sí mismos, cuando fueran mayores. Mientras, dormíamos los domingos por la mañana e íbamos a un parque, no a la iglesia.
Pero mi perezosa falta de fe, mi ateísmo de moda, ha privado de una red de seguridad a las vidas de nuestros hijos. Nunca se me ocurrió cómo sería hacerle frente a la muerte, sin haber pensado antes en un lugar al que ir, o un Dios, como una figura paterna a la que acudir.
Quizá en otro tiempo, cuando la mortalidad infantil era tan alta, la gente era más religiosa porque tenía que saber a dónde iban a parar los niños muertos. Y si un niño se moría, tenían que decirle a dónde iría. Que todo estaba bien. Y necesitaban creer en eso. No me extraña que todos terminaran yendo a la iglesia. ¿Son los antibióticos los que mataron la devoción? ¿La penicilina ha reemplazado la fe?
Estoy hablando demasiado, y mis ideas caen como un castillo de cartas; como Maisie, tratando de ocultar la dolorosa verdad tras un torrente de palabras, intentando ahogar el ruido del reloj, el coche que se acerca a toda velocidad, el sonido de la muerte al aproximarse.
—¿Los cristianos creen que uno va al purgatorio si no estás bautizado? —pregunta Jenny.
Está haciéndole frente a la muerte.
—Tú no vas a ir a ningún purgatorio —replico, enfadada—. No existe nada parecido a un purgatorio.
¿Cómo se va atrever Dios, no importa cuál, a mandar a mi hija a un purgatorio? Reacciono igual que si pudiera entrar en el despacho de la directora para decirle que es absolutamente injusto que mande castigar a mi hija, y que me la llevo a casa ahora mismo.
Sigo hablando demasiado.
Tengo que unirme a ella, hacerle frente a esto juntas.
Me giro y miro a la gorgona.
La muerte no es un reloj que marca los segundos, ni un coche acelerando hacia ella.
Veo a una chica cayéndose por la borda de la vida, y nadie es capaz de alcanzarla.
Es vulnerable y está sola.
Tiene tres semanas menos un día hasta ahogarse.
Quizá lleva así desde el primer día; este silencio de chica-sola-en-el-océano; esta terrible y vasta inmensidad de la que no quiero ni oír hablar.
—Así que por eso estabas tan pesada con el tema del agua —dice la voz de mi niñera—. Era por esto, desde el principio.
Tal vez. Sí.
Pero no va a ahogarse. No voy a permitirlo.
Mi certidumbre me sorprende. Y hay miedo, también; de ese nervioso, alterado. Pero cualquier otra cosa es simplemente impensable.
Jenny muriéndose antes del veinte de agosto, una fecha de verdad en el calendario de nuestra cocina, y todos los días que vienen después y que no contengan su presencia; es absurdo. Insoportable.
Ya no me aferro a tu esperanza, sino que ahora creo en ella —lo sé— por mí misma.
Jenny vivirá, y esa es mi única verdad.
Porque la supervivencia de tu hijo lo supera todo.
—Vas a vivir —le digo a Jenny—. No necesitas pensar en nada de eso. Porque vas a vivir.
Mi cuerda rodea su cintura; está a salvo.