—¿Mike? —pregunta Sarah.
—Estuvo aquí. Mirándola a través del cristal. Le vi, mirándola a través del cristal.
—¿Quién era?
—No lo sé. Llevaba una capucha, y había un carrito entre los dos, no pude verle la cara.
—¿Cómo sabías que era peligroso?
—Estaba quieto.
Sarah te mira, esperando a que sigas hablando.
—Totalmente quieto —dices—. Nadie está inmóvil de esa manera. Todo el mundo se mueve. Nadie se queda de pie, mirando. Estaba esperando a que se quedara sola. A que yo me fuera.
Pienso en la figura al borde del campo de juegos; la figura en la que me fijé a causa de su quietud.
—Quiere matarla —dices.
—¿Viste algo más? —pregunta Sarah.
—Cuando me vio mirándole, se giró y solamente pude divisar su abrigo, nada más. Un abrigo azul, con capucha.
—¿Eso es todo? —dice Jen—. ¿Un tipo con un abrigo que se queda quieto?
Pero yo me doy cuenta de que tiene miedo.
—Estaré en el jardín.
—De acuerdo.
Se va, le da la espalda a todo esto.
—Podría haber sido Hyman —le estás diciendo a Sarah—. Si Jen le vio en la escuela, o algo le incriminase.
Ya lo habías dicho antes, y es como si la repetición le diera más validez a tus sospechas.
—O el acosador se ha vuelto más peligroso de lo que creíamos —dice Sarah, y de nuevo desearía, más que nada en el mundo, poder contarle el incidente de la pintura roja.
—Cuando tengan que detener los sedantes que le están dando a Jenny, podrá decirnos si vio a alguien —dices.
Pero ni Sarah ni yo compartimos tu confianza. En el caso de Sarah, porque no está segura de que Jenny llegue a recuperarse lo suficiente como para que los médicos dejen de sedarla; y yo, porque sé que no puede acordarse de nada después del mensaje que le envió a Ivo a las dos y media.
—Llamaré a la comisaría —dice Sarah. Se va de la UCI para poder llamar.
Te abrazo, pongo mi cara contra tu camisa, siento tu corazón latiendo.
Me siento tan cerca de ti ahora, en este momento, amor mío.
Somos las únicas personas que saben que el hombre del abrigo azul es real. Sarah lo acepta porque confía en ti, pero tú y yo lo sabemos a ciencia cierta. Y estamos totalmente unidos contra la amenaza que sobrevuela a nuestra hija. Somos la Tierra contra los alienígenas; una familia en forma de testudo.
Y aunque no obligues a Jen a terminar sus deberes y estudiar, ni le digas que tendría que presentarse a la repesca de septiembre, la vigilas feroz y devotamente contra el peligro del acosador que le manda cartas malévolas; cuando un maníaco quiere matarla.
Y cuando un médico te dice que si no recibe un trasplante en tres semanas, morirá, tú le dices que conseguirá un corazón.
Dices que no permitirás que muera. Y ruego a Dios poder creerte.
Una suave corriente de aire nos roza cuando empujan a un joven, inconsciente y totalmente inmóvil, en una camilla que pasa a nuestro lado. No tendrá más de veinte años. Su madre está con él. Los dos nos quedamos mirando.
Sarah regresa.
—¿Puedes quedarte con Jen? —le pides—. ¿Hasta que llegue la policía? Tengo que estar con Addie, un rato aunque sea, y…
Te pone la mano en el hombro.
—No vendrá nadie más. Lo siento.
Como Jenny, la policía no cree que alguien muy quieto sea motivo de alarma. El camino de confianza en tu sospecha empieza y acaba con Sarah.
—Iré a ver a Silas Hyman, y averiguaré dónde ha estado esta mañana —dice Sarah—. También iré al Richmond Post, para que me digan cómo descubrieron lo del fuego.
—Pero primero tengo que ver a Addie, y…
Sarah te interrumpe.
—Si alguien intenta matar a Jenny, tenemos que descubrir quién es lo antes posible. Y eso también ayudará a Addie. Porque no quiero que pase un día más de su vida con la gente pensando que es culpable.
Asientes; quizá recuerdas todas las estadísticas policiales que Sarah nos recitó a lo largo de los años. El número de casos resueltos decrece exponencialmente a medida que pasa el tiempo. Las pistas se enfrían; los testigos se pierden y son imposibles de localizar, las investigaciones puerta a puerta pierden sentido si no se hacen a tiempo.
Te quedas velando a Jenny, pero sé que de nuevo sientes el dolor de estar partido en dos.
Voy a buscar a Jenny al jardín. El sol cae desde la mitad del cielo, las sombras son siluetas de sus figuras originales, sin un ápice de espacio resguardado.
Jen está sentada, rodeando las rodillas con los brazos.
—Me voy con la tía Sarah —digo.
Se vuelve hacia mí.
—¿Te acuerdas de la última vez que viste a Addie?
Asiento, parpadeando ante el dolor del recuerdo. Mamá le había dicho a Adam que yo no iba a despertarme, y traté de calmarle, abrazarle, pero él no me oía.
—Justo antes —continúa Jenny— me preguntaste si un olor podía haberme hecho oír la alarma antiincendios. Sabes, ¿lo de mi zumbido de oídos?
—Donald acababa de entrar en la habitación de Rowena —digo—. Pensé que podría tratarse de su loción de afeitado, o de sus cigarrillos.
—¿Como un teletransportador sensorial? —dice, interesada por la idea—. ¡Teletranspórtame, Scotty!
Una frase típica de ti y de Adam. Sonrío.
—Algo así.
—¿Crees que un olor podría hacerme recordar algún detalle del fuego?
Pienso en las flores del jardín y el aire cargado de aroma a césped en el campo de juegos hoy por la mañana, y en cómo cada vez el pasado me capturó, y por unos instantes hasta creía estar allí. Su teletransporte sensorial no es una idea tan descabellada.
—Tal vez —digo.
Pero regresar al fuego, aunque sea por unos instantes, sería aterrador.
—Solamente necesito acordarme de lo que pasó antes del fuego —dice, al notar mi preocupación—. Cuando el pirómano le prendió fuego a la escuela.
—No estoy muy segura de que puedas controlar tanto tu memoria.
—Tengo que hacer algo para ayudar a Addie.
Recuerdo su carita cuando mamá se lo llevó, las oscuras sombras de tristeza bajo sus ojos, la forma en que todo su cuerpecillo parecía enmudecer.
—Vete con la tía Sarah, y yo iré a dar una vuelta por el hospital, a ver qué huelo —añade.
Acepto, porque no me preocupa la posibilidad de que pueda recordar nada remotamente cercano al fuego. No hay nada en el hospital que huela a un incendio, ni siquiera a una escuela.
—¿Estás segura de que no hace daño salir fuera? —insiste.
—Por supuesto. —Y cruzo los dedos por la espalda.
Esta vez, no creo que quiera deshacerse de mí. Pero sí sé que hay otra razón por la que quiere quedarse en el hospital.
—Por estas fechas, hay muy pocos vuelos libres —digo—. Quizá le lleve un poco de tiempo conseguir billete.
Se gira, como si la hubiera pillado con las manos en la masa; incluso un poco avergonzada.
—Ya.
Me voy con Sarah.
Mientras conduce, pienso en el joven que vi en la UCI. Al verle, me pregunté si se moriría o si ya estaba en muerte cerebral y solamente le mantenían con vida. Me pregunté si sus tejidos serían compatibles con los de Jenny. Deseé que así fuera.
Entonces vi a su madre; su sufrimiento. Y me sentí avergonzada. Porque aún sigo deseando que sus tejidos sean compatibles con Jenny, y que esté muerto. La esperanza que anida en mi interior es fea y desagradable, y ensucia la persona que una vez fui.
Creo que tú sientes lo mismo.
Las cosas que unen a la gente no siempre son buenas, ¿verdad?
Sarah aparca frente a la casa de Silas Hyman. Aún no siento el dolor. Tal vez me estoy volviendo más resistente.
Natalia abre la puerta con aspecto acalorado, irritado y furioso.
—¿Sí?
Su voz es agresiva, el ambiente de rabia la rodea como si fuera una neblina de calor.
—Soy la sargento detective McBride —dice Sarah, con calma—. ¿Puedo pasar?
—¿Puedo escoger? —dice la otra, pero su rostro delata miedo. Sarah no contesta pero la sigue hasta el interior del apartamento.
—¿Su marido está en casa?
—No.
No añade nada más.
Hace un calor terrible. Las paredes del piso probablemente son húmedas en invierno, pero ahora atrapan el calor a la perfección. Un bebé, sucio y acalorado, está chillando, con el pañal caído.
Natalia le ignora y entra en el baño. Sarah la sigue.
—¿Sabe dónde está? —pregunta.
—En la obra. Está ahí desde primera hora de la mañana.
La última vez que Silas le dijo que había ido a trabajar, estaba en el hospital.
En la bañera hay dos niños pequeños peleándose, uno de ellos salpica el agua espumosa fuera, al suelo del lavabo, de losas desconchadas. Tienen el cuello y la cara quemados por el sol.
—¿Podría decirme en qué obra está? —pregunta Sarah.
—Quizá es la misma de ayer. Están construyendo casas en Paddington. Pero no sabían si volverían a contratarle hoy. Jason, sal de la bañera, ¡ahora mismo!
Las obras en construcción son una coartada bastante buena.
—¿No es un poco pronto para bañarlos? —dice Sarah, y aunque creo que quiere ser amable, suena como una crítica.
Natalia la mira furiosa.
—Más tarde estaré demasiado cansada.
El más pequeño sigue chillando, más desesperado, con el pañal casi hasta las rodillas, por el peso de la orina. Natalia ve que Sarah lo está mirando.
—¿Sabe cuánto valen los pañales? ¿Lo sabe?
Veo a Sarah a través de sus ojos, por un instante. Yo también solía pensar que me juzgaba.
—¿Sabe cuándo volverá a casa su marido? —pregunta Sarah.
—No. Ayer no volvió hasta pasadas las diez. No dejó de trabajar hasta que se hizo de noche.
Natalia agarra a uno de los niños y lo clava contra la toalla, mientras él trata de zafarse. Las marcas de piel enrojecida son ahora franjas de vivo color rojo.
No me extraña que su belleza exótica se esté marchitando. Tres niños menores de cuatro años, en un piso diminuto, sin paciencia que ayude a ampliar el espacio.
—El miércoles por la tarde, ¿estaba con usted Silas?
—Sí. Fuimos al parque Chiswick House de excursión. Salimos de aquí hacia las once, volvimos a eso de las cinco.
—¿Un picnic un poco largo, no?
—¿Usted se quedaría encerrada entre estas cuatro paredes? El parque es gratis. La crema de protección solar, no. ¿Cómo voy a ponérsela a los críos tan a menudo como hace falta? Silas se puso a jugar con ellos, los dejó montarse a caballito, ese tipo de cosas. Podría estar haciéndolo hasta el fin del mundo. A mí me aburre soberanamente.
—¿Su marido conoce a Donald White?
Quiere saber por qué motivo Donald llamó a Sally Healey la noche de la entrega de premios, con la contraorden de no hacer caso de la petición de Maisie de pedir una orden de alejamiento. ¿Por qué le protegió Donald?
—¿A quién? —dice Natalia, y su desconocimiento parece auténtico; o quizá es una actriz de primera categoría.
—¿Le importaría si espero en el salón a que vuelva Silas?
—Usted misma.
Sarah se va del baño.
Vuelvo a mirar a los niños, la tensión impregna el vapor y la humedad. Y me parece tan triste que la hora del baño sea dura y hostil.
Recuerdo a Jenny, cuando tenía tres años, y se escondía bajo la toalla después de bañarse.
—¡Piedra mágica, piedra mágica! —Era lo que yo tenía que decir.
—¡Sí! —salía su voz bajo la toalla.
—¿Podrías concederme a una niña de tres años, de pelo rubio y que se llame Jenny, por favor?
La toalla caía y ella exclamaba:
—¡Aquí está!
Yo abrazaba su cuerpo cálido, aún húmedo, y la sostenía contra mi pecho.
Magia.
En el pasillo, Sarah pasa frente a la puerta abierta de la cocina, y entra. Se ha fijado en el calendario escolar que está colgado en la pared: 11 de julio —el cumpleaños de Adam y el día de juegos— marcado con un círculo rojo, como una maldición.
Se dirige al salón, y una vez allí revisa discretamente una pila de papeles y correo que está amontonado con descuido encima de una mesa. No sé hasta qué punto es ilegal, o qué le pasará a Sarah si la descubren, pero ella sigue, rápida y metódicamente, con ese valor callado que he descubierto que tiene.
Al final del montón, en un sobre, hay velas de pastel de cumpleaños. De color azul pastel. Ocho.
Natalia entra silenciosamente en la sala mientras Sarah está dándole la espalda.
Sus movimientos, como sus ojos, son felinos. Grito para advertir a Sarah, tan alto como puedo, pero ella no me oye.
—Silas dijo que las encontró en el buzón ayer por la mañana —dice Natalia, y Sarah se sobresalta.
—¿Qué raro, no? ¿Para qué iban a enviarnos unas jodidas velas de cumpleaños?
Me acuerdo de Jenny, hablando del pirómano y de su teléfono móvil. «Quizá quería un trofeo».
¿Fue eso lo que había hecho Silas Hyman? ¿Fingir que alguien se las había enviado?
Dos de los niños, mojados, entran corriendo en la habitación; uno está gritando, el otro le pega, y su algarabía no llena el silencio que hay entre los dos adultos.
Sarah se dirige a la puerta.
—¿No va a esperar a Silas? —pregunta Natalia.
—No.
De modo que aún no vamos a descubrir dónde estaba esta tarde.
Creo que Sarah ha visto algo. Quizá acaba de darse cuenta del número de leyes que está violando al venir a esta casa y registrarla.
O tal vez son las velas.
Natalia les grita a los niños que se callen. Luego bloquea el paso de Sarah hasta la puerta. Parece hostil y sudada y normal.
—Yo no era así —dice, como si se viera a través de los ojos de Sarah.
No, pienso yo. Eras exótica, hermosa y elegante, no hace mucho, cuando Silas aún tenía trabajo y solamente tenías un hijo.
—¿Que no era así? —dice Sarah, y su voz suena furiosa—. Jenny tampoco era así, y Grace podía caminar. Sonreír. Cuidar de sus hijos. Tiene suerte de que sus hijos estén sanos y pueda cuidarlos. Tiene mucha suerte.
Natalia se aparta como si el torrente de palabras de Sarah la hubiera golpeado, y Sarah se va.
No se me había ocurrido que podía envidiar a Natalia Hyman. Ahora comprendo que tengo todas las razones del mundo para hacerlo.
Conducimos hacia el Richmond Post. Observo a Sarah mientras maniobra.
—Eres hipersensible, Grace —solías decir. Utilizabas mi nombre, lo cual era mala señal—. A Sarah le caes bien, ¿cuántas veces tengo que decírtelo?
—Me tolera.
—Bueno, yo no sé de cosas de mujeres.
No, pensé yo, porque los hombres no se pasan horas en la cocina, pensando que cuando uno está cerca de la comida o lavando juntas, se establecerá una relación de complicidad. Hasta las mujeres con carreras profesionales de altos vuelos dicen eso de «¿Te ayudo con los platos?». Sarah y yo lo habíamos hecho innumerables veces durante los años, pero siempre terminábamos como bebés gateando en paralelo.
Y pensar que todo este tiempo podríamos haber sido amigas.
—Eso dices tú —interrumpe mi niñera interior— pero ¿qué te hace pensar que ella querría haber sido amiga tuya?
Ojalá mi niñera hubiera conocido alguna otra niñera positiva, de esas que son amables después de años de terapia cognitiva, pero la mía sigue impertérrita.
—No tenéis nada en común, ¿lo sabes, no?
Y tengo que admitir que, aparte de la familia, no tenemos nada en común.
Pensaba que cuando Sarah tuviera hijos, un año después de que Jenny naciera, podríamos establecer una relación más cercana. O, mejor dicho, que demostraría tener algún que otro defecto, por fin. Pero fue una madre estupenda, igual que era muy buena en su trabajo; su bebé dormía toda la noche y cuando llegó el momento de ir a la guardería, lo hizo sonriendo. Luego, el niño contaba hasta diez y leía mucho antes de ir a primero, mientras que Jenny se pasó sus primeros años berreando a las cuatro de la mañana, agarrada a mi falda durante las excursiones, y las letras le parecían jeroglíficos incomprensibles.
Por si fuera poco, Sarah volvió a trabajar en un santiamén, ¡y la ascendieron! No perdió comba en su vertiginosa carrera profesional. Antes te dije que estaba celosa de ella; a veces incluso la odiaba. Venga, ya lo he dicho. Es terrible, lo sé. Lo siento.
La verdad es que odiarla a ella era más fácil que el hecho de no gustarme a mí misma.
Me ocupaba de hornear pastelitos los domingos, y era la mamá que iba de excursión, y ayudaba con los deberes e invitaba a los amigos de mis hijos a pasar la tarde en casa. Pero no sabía cómo ocuparme de lo importante.
—Piedra mágica, piedra mágica, dame una adolescente confiada, ambiciosa y que crea en ella y en sus posibilidades de sacarse la selectividad e ir a la universidad, y que encuentre un novio que la merezca. Dame un niño de ocho años que juegue feliz, al que nadie avasalle, y que crea que no es estúpido.
Yo tenía que haber sido su piedra mágica, y les fallé.
No tengo excusa.