24

El rostro de la señora Healey, habitualmente cubierto de una capa de maquillaje, está ahora profusamente cubierto de sudor, y la capa de líquido brilla bajo las luces potentes del barracón.

—Era demasiado mayor como para seguir trabajando. Ya se lo dije a la policía.

La señora Healey está arrodillada en el suelo, como hasta ahora, pero ya no guarda las cartas en los sobres. ¿Es porque no puede seguir trabajando mientras miente?

—A mí me pareció que seguía siendo una mujer eficiente —dice Sarah.

—Nuestra política de jubilación para empleados es el retiro a los sesenta años.

—Pero esperó siete años más para jubilarla.

—Fue por amabilidad. Pero la escuela no es ningún centro de beneficencia.

—No, es verdad. Es un negocio, ¿no?

Sally Healey no responde.

—¿Es mejor Annette Jenks? —pregunta Sarah, sin el menor ápice de ironía.

—Los patronos y yo cometimos un error cuando la contratamos.

—¿Los patronos participan en el proceso de contratación del personal?

—Sí, asisten a las entrevistas.

—Me fijé en lo meticuloso que es su protocolo antiincendios —dice Sarah, volviendo a cambiar de tema bruscamente. Quizá es deliberado, para poner nervioso al testigo y lograr que hable más de la cuenta.

—Como ya le dije a su colega, la seguridad de los niños es mi prioridad número uno.

—¿De modo que cumplió con todas las regulaciones legales?

—Más que eso.

Se limpia el sudor de la frente.

—Pero con los edificios antiguos, es imposible impedir que un incendio se propague. Lo hemos descubierto a un altísimo precio. ¿Y cómo se puede planear nada para prevenir un acto individual de destrucción? ¿Cuando esa persona prende fuego a la escuela en el peor lugar posible, sin prácticamente personal que pueda contener el incendio? ¿Cómo íbamos a planear nada contra eso?

—¿Cuándo empezó? —pregunta Sarah, inconmovible—. Me refiero a ese «más que» cumplir con las regulaciones legales.

—Celebramos una reunión con los patronos poco antes de mitad del semestre. A finales de mayo. Uno de los puntos de la agenda del día era examinar y actualizar nuestro protocolo de prevención antiincendios. Todos lo acordamos y yo me encargué de la implementación.

—¿La reunión tuvo lugar después de la entrega de premios?

—Sí, pero no tiene ninguna relación. Como todas las escuelas, con regularidad analizamos nuestras instalaciones y tratamos de mejorar nuestro sistema de seguridad.

—Y seis semanas después, un fuego catastrófico. Es casi como si lo esperasen.

—Pues sí, planificamos en caso de que sucediera. Es cierto. Tenemos que hacerlo, imaginarnos posibilidades aterradoras. Planeamos qué debemos hacer con los niños si Londres sufre un ataque terrorista, o si se produce la explosión de una bomba. Planeamos cómo proceder si se planta un loco con una escopeta y se cuela en nuestras instalaciones. Planeamos continuamente. Tenemos que hacerlo. Pero por el amor de Dios, eso no significa que pensáramos que iba a suceder algo, realmente.

—Hay algo que me parece un poco sorprendente —dice Sarah, de nuevo sin que el discurso de la señora Healey parezca afectarle en lo más mínimo—. Usted se aseguró de que todas las medidas de seguridad antiincendios estuvieran implementadas, la señalización adecuada, el hecho de que no colgasen cuadros combustibles en los pasillos y todo eso. ¿Tomó usted todas esas precauciones de lo más sensatas, no?

—A sí es.

—Entonces, ¿por qué permite que los niños traigan cerillas a la escuela?

Por un instante, la directora no dice nada. Luego se levanta, trata de limpiar el polvo de su falda, pero tiene las manos demasiado sudadas y la suciedad deja marcas en el delicado lino.

—Solamente lo hacemos los días de cumpleaños. Y las cerillas se entregan directamente a la profesora de la clase, para que las guarde ella.

—¿Y la profesora las deposita en un armario?

—Sí. Está claro que el día de juegos, algún profesor debió haber caído en la cuenta… —Frunce el ceño al ver las marcas de suciedad en su falda—. Pero por desgracia, los errores humanos existen. Su profesora debió haberse asegurado de que las cerillas estaban guardadas en el lugar correspondiente.

Dudo que la señorita Madden fuera consciente de esa responsabilidad.

—Seguramente el edificio está asegurado, ¿no? —dice Sarah.

—Por supuesto.

—Y la aseguradora querrá saber cuáles eran las medidas de prevención antiincendios y si se respetaron, antes de pagar.

—Ya he hablado con la aseguradora, y les he contado lo de las cerillas. Por fortuna, no invalida nuestra reclamación. Fue un error de juicio de un miembro del personal, un error humano. Todos nuestros sistemas funcionaron. Además, ahora usted me dice que no fue Adam Covey quien prendió fuego a la escuela. Así que las cerillas ya no son importantes.

—Dijo antes que el endurecimiento de las regulaciones antiincendios se decidió en una reunión de patronos.

—Sí.

—¿Los patronos participan a nivel financiero en los beneficios de la escuela?

—Sí, claro, son sus propietarios.

—De modo que los patronos son los dueños.

—Sí.

—¿No son votados por nadie?

—Exacto. Es un sistema completamente distinto al de una escuela pública, o una organización benéfica.

—¿Tiene usted acciones?

—Recibí una parte de la propiedad cuando acepté el empleo de directora. Es una de las ventajas de empezar con una escuela recién fundada. Pero es una parte relativamente pequeña. Solamente el cinco por ciento.

—De un negocio cuyo valor debe oscilar en varios millones; no es tan pequeña esa parte.

—¿Qué está insinuando? Por Dios, hubo gente que resultó herida. Gravemente herida.

—Aun así, debe sentirse aliviada. No pueden negarles el pago del seguro gracias a sus impecables medidas de prevención antiincendios.

—Sí, estoy aliviada, pero solamente mientras pueda seguir al frente de una escuela de excelente nivel. Una escuela que forma y educa a sus alumnos, para que alcancen los estándares más elevados posibles, y les imbuya de un sentido de responsabilidad y valor, junto con el de los logros académicos, evidentemente.

Parece apasionada, y la recuerdo como la ardiente defensora de las teorías educativas que conocí cuando Jenny ingresó en la escuela. Gesticula hacia la barraca de metal.

—Esto es una solución temporal y claramente insatisfactoria, pero durante las vacaciones de verano encontraré un alojamiento alternativo, y estaré lista para empezar las clases el ocho de septiembre, cuando dé inicio el año académico. Lo que se quemó fue un edificio, no la escuela. Los profesores, los niños, el espíritu, los padres son los que construyen una escuela. Simplemente, buscaremos otro lugar y seguiremos a partir de ahí, donde lo dejamos, lo mejor que podamos. Y lo haremos, se lo aseguro.

—¿Podría darme la lista de patronos del colegio?

Veo la sospecha endureciendo el rostro de Sally Healey.

—Ya se la di a la policía.

No estaban en la transcripción de su entrevista. Quizá sucedió durante una llamada telefónica, alguien cerrando los flecos de la investigación. El hielo se hace más frágil bajo los pies de Sarah, pero finge no darse cuenta.

—Por supuesto. Hablaré con mis colegas —dice.

—Y también me preguntaron si los patronos eran dueños de la escuela.

—Sí —dice Sarah, dirigiéndose a la puerta—. Gracias por su tiempo.

Sale de la barraca.

Sally Healey la observa mientras se aleja; el hielo quebrándose bajo sus pies.

Al borde del campo de juegos, al lado del Polo de Sarah, el coche deportivo negro de la señora Healey brilla como una cucaracha gigante y laqueada. Es de la mujer que decía, cuando Jenny empezó, mientras pedaleaba hasta Sidley House: «¿No podemos dejarles el planeta hecho unos zorros a los niños?, ¿verdad?».

Entonces la escuela solamente contaba con sesenta alumnos, y era un lugar verdaderamente cálido. Cuando Adam entró, nueve años más tarde, me había negado a ver el cambio que se había producido. Pero Jenny sí se dio cuenta de que la institución se había convertido en un negocio. Tú solías quejarte cada año por lo cara que salía, cada año más, y jurabas que los niños irían a un instituto público, uno que tuviera un consejo de patronos independientes, frente a quien poder quejarse de lo que no te parecía bien. En Sidley House ni siquiera sabíamos quiénes eran. Y aunque lo hubiéramos sabido, como inversores seguramente no se hubieran puesto del lado de los padres, para votar su reducción de beneficios.

Mientras observo el feo y ostentoso coche deportivo sé que la imagen que tengo de la escuela es tan caduca como la de Sally Healey en un sillín de bicicleta. Esa escuela cálida y amable se endureció hasta convertirse en una amalgama de rígidas reglas y jerarquías, preocupada por el uniforme y no por el niño que lo llevaba, a medida que los pupilos se convertían en perspectivas financieras con patas.

Me alejo del deslumbrante coche y todo lo que simboliza. Los matorrales de azalea que marcan el final del campo de juegos tienen las flores marchitadas, por el calor, y sus hermosos capullos una vez lozanos yacen en el suelo, marrones y secos.

Sé que existe un globo de memoria, de esa tarde, dentro del cual abrazo aún a Adam, y su chapa que pone «¡Tengo 8 años!» se clava en mi pecho; aún busco a Jenny; aún pienso que pronto saldrá y estará con nosotros. El cielo es de color azul verano y los setos de azalea brillan como joyas.

Sarah conduce y nos alejamos del campo de juegos y del edificio de la escuela. Está callada, probablemente repasando su entrevista con Sally Healey. Por mi parte, vuelvo a concentrarme en la conversación con Jenny.

Me pidió, sin ninguna duda, que la viera como una adulta. Pero ¿cómo puedo hacer eso? No nos dijo lo del ataque de pintura roja porque quería seguir saliendo hasta tarde de noche. Demasiado joven como para comprender que no la habríamos «castigado», sino que la habríamos protegido. No se da cuenta, no lo comprende.

¿Y qué decir de Ivo? Ella querría que lo considerara un adulto, también. Pero tampoco nos contó lo del ataque, ni le dijo que fuera a la policía por su cuenta. ¿Cómo voy a considerarle un hombre, o algo más que un chico inmaduro e irresponsable? Es lo contrario de ti, en todos los sentidos.

Y no es la pintura roja, no es el hecho de que no acabe los deberes de historia porque prefiere ir a una fiesta, o que pase mucho tiempo con sus amigos, en lugar de repasar para un examen. Es que vive el presente, sin pensar en el futuro, y eso es la alegría de los niños, sí, porque no han crecido. Porque no son adultos.

Sé que no estás de acuerdo conmigo. Te pones del lado de Jenny, y a menudo yo defiendo a Adam, y nuestra familia se separa por una línea de falla habitual.

¿Sabes qué detendría las guerras en el mundo, de verdad? —preguntó Adam. Acababa de leer el cuento infantil Los guisantes de la paz, pero no estaba convencido de que si los niños de todo el mundo boicoteaban las verduras, los conflictos globales llegaran a su fin.

—¿El qué? —pregunté, pelando patatas, con la esperanza de que se las comiera.

—Una invasión alienígena del espacio. Entonces todo el mundo se uniría contra la amenaza exterior.

—Es cierto —asentí.

—Pero drástico —dijiste tú, apareciendo.

—Imaginativo —te corregí.

¿Siempre te corrijo cuando hablamos con Adam, verdad?

—Como el testudo —le dijiste.

Adam te sonrió, y luego vio mi expresión. No entendía nada.

—Son soldados romanos que sostienen sus escudos por encima de sus cabezas y forman una cascara que protege a todo el grupo —dijo—. Y así nadie resulta herido.

—«Testudo» es «tortuga» en latín —dijiste, disfrutando irritantemente el hecho de que desplegabas más erudición que yo.

El hilo de mis pensamientos sobre testudos y alienígenas se detiene en seco cuando Sarah aparca en una calle de tráfico ajetreado en Hammersmith, subiéndose a medias sobre la escasa acera.

La sigo hasta una casa pequeña adosada, con los ladrillos rojos manchados de negro por los tubos de escape.

Llama al timbre. Unos instantes después, se oye la voz de Elizabeth Fisher al otro lado de la puerta, sin abrir.

—Si quiere hablarme de religión o que me cambie de compañía de gas, ya estoy cubierta en ambos frentes.

Me había olvidado de lo divertida y ácida que podía ser, al mismo tiempo. Pero me parece que también está nerviosa, incluso asustada. No abre la puerta. Está sola en un barrio difícil. De nuevo me chocan las diferencias financieras entre el personal y los padres de Sidley House.

—Me llamo Sarah Covey. Soy la cuñada de Grace. ¿Puedo pasar?

—Un momento, por favor.

Desde el interior, el ruido de los cerrojos y la cadena al abrirse.

Abre la puerta por fin, enfundada en unos pantalones de traje y una camisa planchada, como si estuviera a punto de salir para Sidley House; está rígidamente erguida. Los pantalones brillan en las rodillas, donde están un poco gastados.

—¿Ha pasado algo? —pregunta, preocupada.

—No hay cambios —dice Sarah—. ¿Le importaría si le hago algunas preguntas?

—Claro que no. Pero como le he dicho antes, no creo que pueda ayudarla mucho.

Conduce a Sarah a un diminuto salón. Fuera, se oye el ruido del tráfico que hace temblar las paredes.

—¿Podría decirme en qué consistían sus funciones en la escuela?

La señora Fisher parece un poco sorprendida, pero asiente.

—Pues claro. Me ocupaba de todas las tareas administrativas propias de una secretaria; atendía al teléfono y mecanografiaba la correspondencia. También supervisaba el control de los registros y las listas de clase. Era la primera persona que trataba con las nuevas familias potenciales, mandaba prospectos y organizaba invitaciones para los días de puertas abiertas; luego me ocupaba de que el papeleo estuviera listo para todos los nuevos alumnos. También era la enfermera de la escuela, y era la parte de mi trabajo que más disfrutaba, la verdad. Aunque solamente aplicaba hielo en los golpes, o les administraba algún sedante para el dolor de vez en cuando. Solía arrebujar al niño bajo una manta en el sofá de mi despacho y esperaba a que su mamá o la niñera llegasen. Solamente tuvimos un incidente serio una vez, lo que le conté.

Su trabajo era mucho más amplio que el de Annette Jenks. Y lo hacía bien. ¿Entonces, por qué la despidió realmente la directora Healey?

Si hubiera seguido allí —si aún fuera la enfermera— todo habría sido distinto.

—¿Qué me dice de la puerta? —pregunta Sarah.

—Sí, me ocupaba de dejarles entrar. Había un intercomunicador y me aseguraba de que se identificaban siempre con nombres y apellidos.

—¿Tenía una pantalla?

—Dios mío, no. Solamente les hablaba. Parecía suficiente. Uno termina aprendiéndose las voces de la gente, igual que las caras, al cabo del tiempo. Pero de hecho el sistema de seguridad era bastante débil. La mitad de los críos y la mayoría de los padres se sabían el código de memoria. No tenía que ser así, claro.

—¿Tiene una copia de la descripción de sus funciones? —pregunta Sarah.

—Sí. Está en mi contrato.

Busca en su escritorio y saca un documento, muy manoseado, guardado en una funda de plástico.

—La parte acerca de la jubilación está en la página cuatro —dice Elizabeth, tendiéndoselo a Sarah.

—Gracias. ¿Tiene un calendario escolar?

Elizabeth se sienta, claramente en su silla habitual. Hace una señal en dirección a la pared opuesta, la que le queda más cerca. Allí está el calendario de la escuela Sidley House.

—Se lo dan a todo el personal al final del semestre de Navidad. Lo miro bastante a menudo…

Me doy cuenta de lo mucho que echa de menos a los niños. Siempre los anteponía a todo; hacía esperar a los adultos, si había un niño en su despacho que precisara de sus cuidados porque se había rascado la rodilla, o si traían un dibujo o una creación de Hama Beads que querían enseñarle.

—¿Sabe cuál es el código actual de la puerta? —dice Sarah.

—Cuando me fui era siete siete dos tres. Probablemente ya lo habrán cambiado.

Es el mismo. Recuerdo a Sally Healey recitándoselo a Sarah hace unos minutos.

Se me ocurre que Sarah quizá piense que Elizabeth Fisher es sospechosa. ¿Es posible? La idea es ridícula. Deben ser preguntas habituales. Porque Elizabeth quizá sepa cuál es el código de acceso de la verja del recinto de la escuela, y quizá tenga el calendario de Adam con su cumpleaños marcado el mismo día del campo de juegos, y se sienta maltratada porque la han despedido, pero es del todo imposible que Elizabeth Fisher le haya prendido fuego a la escuela.

Esta vez, el dolor tardó alrededor de una hora en aparecer, y ahora estoy regresando a toda prisa al hospital, mientras la gravilla me destroza los pies. Demasiado tarde, me doy cuenta de que Jenny me está observando desde dentro. Debo estar haciendo muecas a causa del dolor.

Se acerca a mí, ansiosa.

—¿Mamá?

—Estoy bien.

Y lo estoy, porque ahora que estoy de vuelta entre la blancura de las paredes protectoras del hospital, mi piel quemada se calma y el frío y brillante suelo sana las heridas de las plantas de mis pies.

—Lo siento —dice—. No debería haberte obligado a salir. ¿Te hizo daño, verdad?

—No tanto.

—Eres una mentirosa terrible.

—Bueno, un poco. Pero no mucho. Y ahora ya ha pasado.

—¿Es tu manera de intentar suicidarte?

—¿Cómo?

No entiendo.

—Si experimentas ese dolor durante el tiempo suficiente…

La interrumpo.

—No, no le he hecho por eso. Tu cuerpo no cambió un ápice cuando saliste con la abuela G. y Adam, ¿verdad?

Asiente.

—Además, nosotros los vegetales somos duras.

—¡Mamá! —exclama, sorprendida pero son riéndome.

Seguimos a Sarah cuando llega a la UCI.

—¿Vas a contarme lo que ha pasado? —pregunta Jenny—. No, no me lo digas. Has descubierto que la amante de Silas era la señora Healey, ¿verdad? —Al ver la expresión de mi cara, se apresura a añadir—: Era broma.

Pero ¿es tan cómica y ridícula la idea? La señora Healey tiene unos cuarenta y tantos. No hay tanta diferencia de edad entre ella y Silas Hyman, no más que entre Sarah y su hermoso policía gacela. Pero Jen tiene razón. Es una idea absurda. Fue la señora Healey la que despidió a Silas; ella aplastó su carrera. E incluso si no hubiera sido así, la señora Healey es demasiado profesional como para tener un romance con un colega más joven que ella.

Sí, y también habría pensado lo mismo de Sarah, una vez.

Resumo nuestro encuentro con la señora Healey a Jen. Vaya, mírame: «nuestro encuentro», como si fuera una participante activa, en lugar de una simple testigo muda. Pero por extraño que suene, sí me siento un poco como la compañera silenciosa de Sarah.

—Lo que me resulta más extraño —digo— es la llamada de teléfono de Donald, la noche de la entrega de premios, para pedirle a la señora Healey que no hiciera caso de lo que Maisie le había pedido. ¿Por qué iba a proteger a Silas Hyman así?

—Quizá porque estaba ahí, mamá, como tú, y no le pareció que Silas fuera amenazador en absoluto. Igual que a ti tampoco. No hasta que todo esto sucedió, y empezamos a señalar con el dedo en todas las direcciones.

Su certidumbre inocente acerca de Silas Hyman, un hombre más de diez años mayor que ella, me parece otra razón para no considerarla una adulta.

—O tal vez la señora Healey no estaba preocupada por si se producía un incendio —continúa Jenny— sino que planeó incendiar la escuela, y quería asegurarse de que se cumplía con el reglamento al pie de la letra para poder reclamar después el seguro. No hizo más que enumerar sus malditas precauciones por televisión la noche del incendio. Incluso entonces, quería asegurarse de que todo el mundo sabía que ella se había preocupado de todo.

Recuerdo de nuevo la camisa de lino rosa de la señora Healey, su voz firme.

Puedo asegurarle que tomamos todas las medidas de seguridad antiincendios necesarias.

—Sabía que las medidas antiincendios no impedirían que el edificio quedase devorado por las llamas —continúa— porque es una estructura vieja y el fuego muy intenso.

Debe haber pensado largamente sobre esto; lo ha deducido incansablemente.

—Pero la señora Healey estaba en el campo de juegos —digo—. La gente se hubiera fijado si se hubiera ido.

—Es una mini-dictadora. Casi todos los profesores están contratados de forma temporal, por semestre, de modo que puede escoger libremente a quién renueva y a quién no. Y si los echa, también necesitan que les dé referencias para conseguir otro trabajo. Podría haber chantajeado a alguien.

Jenny tiene tantas ganas de que las cosas sean así; de que sus terribles heridas sean un accidente, que no fueran el fruto de un ataque deliberado. Desde el principio pensó —esperó— que lo sucedido tuviera algo que ver con la escuela, con el negocio; un fraude contra la compañía de seguros.

—Escogió el día de juegos —dice Jenny— porque no habría ningún miembro del personal para apagar ese incendio. Quiero decir que Annette no sirve para nada, y yo tampoco lo haría mejor, y eso solamente nos deja a Tilly que estaría mucho más ocupada evacuando a los niños; no podría detener el incendio.

Estoy de acuerdo con ella en que alguien escogió deliberadamente el día de juegos. También significa que apenas había gente que pudiera haber visto al pirómano abriendo las ventanas y vertiendo el disolvente.

—¿Pero qué sacaría ella? —digo, amable.

—¿Es propietaria de la escuela, no? Obtendría su parte del seguro.

—Pero ¿por qué iba a quemar un negocio de éxito? Ahora ya está manos a la obra, buscando otra localización para poner la escuela en marcha de nuevo. No tendrá beneficios. Tendrá que utilizar el dinero del seguro para reconstruir la escuela.

Aún no puedo ver a Jenny como una adulta, pero intento ser más sincera con ella.

Seguimos analizando a Elizabeth Fisher; a Jenny siempre le ha gustado. Como yo, sabe que Elizabeth no tiene nada que ver con el incendio.

Aún no hemos hablado de las tres semanas, menos un día, que le quedan. Mi fe en tu optimismo no es lo bastante fuerte como para enfrentarse al reloj que sigue marcando los segundos, el coche a toda velocidad, empleando palabras. Creo que Jenny está tratando de evitar el tema, también. Es como si hablásemos de eso con normalidad, o incluso nos limitáramos a echarle un vistazo, nos convirtiera en piedra, aterrorizadas y mudas. El hecho está ahí, sin embargo; enorme y monstruoso. Y estamos bailando un minué alrededor de la gorgona.

Ves a Sarah cuando llegamos a la UCI. Y echas a correr.

Literalmente, echas a correr. Veo la urgencia de tu cuerpo con las noticias que tienes que darle. ¡Deben haber encontrado un corazón! El hecho monstruoso ha quedado hecho pedazos.

Entonces, veo tu rostro.