23

Tiene seis años y lleva un bañador rosa y naranja, con estampado de flores, y se sumerge en el agua poco antes de desaparecer bajo una ondulante ola, ¡nuestro pescadito! Y la observo, y mi mirada es una cuerda a su alrededor porque saltaré, ¡splash!, y la rescataré en el instante en que tenga dificultades. Y luego tiene doce años, y se siente rara en un bañador discreto de color azul marino, comprueba que todo está bien antes de nadar; después, un bikini de color plata que realza su perfecto cuerpo adolescente, y hace que todo el mundo la mire y ella nota sus miradas como rayos de sol sobre su piel, disfrutando de su belleza.

Para mí, sigue siendo la niña del bañador rosa y naranja, con sus flores, y mi cuerda invisible sigue alrededor de su cintura.

—Puedes quedarte con mi corazón —digo.

Me mira un instante y sonríe y veo por su sonrisa que me ha perdonado.

—Por el amor de Dios, mamá —exclama.

—Si no sale ningún otro.

—«¿Si no sale ningún otro?».

Me está tomando el pelo.

—Nuestros tejidos son compatibles —digo.

Antes pensaba que nuestros tejidos eran del tipo equivocado; nuestra médula ósea no servía para ayudar a mi padre a sobrevivir la enfermedad de Kahler.

—Eres muy amable —responde— y eso es quedarse corto. Pero hay un par de obstáculos en tu plan. Estás viva, para empezar. Y aunque papá y la tía Sarah les dejasen, que no lo harán, no piensan dejar de alimentarte hasta dentro de mucho tiempo.

—Entonces tendré que buscar una manera de hacerlo yo misma.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo piensas hacerlo, si puede saberse?

¡Sonrisas, más sonrisas! En este momento, precisamente. Antes me he equivocado. No tiene ni idea de lo desesperada que es nuestra situación. Y yo solía desear que se tomara la vida «un poco más en serio».

No me parece nada divertido que pienses en no examinarte.

—No me río de eso.

—¿Entonces?

—Que nadie te lo dice: cuando estás repasando, estudiando para los exámenes, preparando los deberes, y todas esas técnicas de estudio, nadie te dice que esa opción existe.

—Pero es que no lo es.

—Sí que lo es, porque es lo que voy a hacer.

Y le parece divertido, como si acabaran de soltarla de prisión, en lugar de cerrar la puerta de su futuro.

Había dejado por imposible ese aspecto de su personalidad, ese ocultarse detrás del humor en lugar de hacer frente a la verdad. Ahora, me alegro de que sea así.

Pero su pregunta sobre cómo pienso suicidarme es válida. No puedo abrir los párpados ni mover un solo músculo, ¿cómo voy a organizar una sobredosis o saltar frente a un tren? (Siempre he pensado que era una opción muy egoísta, por los pobres conductores). Ironías de la vida: hay que estar en un estado de salud razonable para suicidarse.

Sarah pasa a nuestro lado, tú estás con ella. Por primera vez, te alejas de tu puesto de guardia.

—Encontrarán un corazón para ella, a tiempo —dices—. Vivirá.

Pero es más difícil oír tus palabras ahora. Tu vigorosa esperanza se debilita hasta llegar a mí.

Trato de aferrarme a ella, busco un lugar donde agarrarme.

—Por supuesto que sí, Mike —dice Sarah.

La voz de Sarah se superpone a la tuya, duplica la creencia, y vuelvo a sentirme segura. De algún modo, se pondrá mejor. Tiene que ser así. «Por supuesto que sí».

Vuelves al ala mientras Sarah se dirige hacia la salida del hospital.

—Vete con la tía Sarah —dice Jenny—. Yo me quedaré aquí por si Donald White regresa.

—Prefiero quedarme contigo.

—Pero antes has dicho que tenemos que estar en todas partes, por si somos las que al final tenemos que encajar las piezas.

Quiere que me vaya con Sarah.

Quiere estar sola.

Solía odiar que hiciera eso: la puerta de la habitación cerrada, el hecho de que se alejara unos pasos de mí cuando hablaba por el móvil. Aún lo odio. No quiero que quiera estar sola.

—Tenemos que dejar que cometa sus propios errores —dijiste, hace unas semanas—. Que extienda sus alas. Es natural que quiera hacerlo.

—La peste bubónica también es natural —repliqué yo—. Y no significa que sea buena.

Me abrazaste.

—Tienes que dejarla ir, Gracie.

Pero no puedo desatar la cuerda que me une a ella, aún no. He extendido el radio mientras sus piernas crecían y se hacían largas y su figura más esbelta y curvada, y las miradas se detenían durante más tiempo, pero seguiré aferrada a esa cuerda hasta que pueda nadar y ponerse a salvo sola, sin ahogarse, desde la orilla de su infancia hasta la de la edad adulta.

No pienso dejarla ir hasta que pueda nadar sola.

Camino al lado de Sarah por el camino de gravilla hasta el aparcamiento pero las piedrecillas ya no se clavan en mi carne como agujas, y el cruel sol de mediodía no me quema la piel, como si estuviera construyendo una capa protectora que me permite sobrevivir.

Sarah respeta los límites de velocidad: no se salta una legislación menor mientras está conduciendo con el propósito de violar otras mayores.

La voz de mi niñera interior me dice que la metáfora de la cuerda y el mar está «¡totalmente desfasada!». Jenny dice que tengo que dejarla ir, «¡que ha crecido! Ya no quiere tu dichosa cuerda».

Respondo que bajo la superficie aún me necesita tanto como siempre, y ahora más que nunca. Todas las adolescentes tienen que intentar dejar atrás su infancia, aunque solamente sea para respetarse a sí mismas, pero creo que muchas, como Jen, esperan que alguien las rescate antes de ir demasiado lejos.

—Bueno, pero no te contó lo de la pintura roja, ¿verdad? —dice la niñera, dándome un golpe seco en los nudillos con un hecho afilado—. No te buscó; no te necesitaba.

Quizá estuve fuera ese día.

Era el diez de mayo. Te acuerdas de la fecha, ¿verdad?

Era el día en que la clase de Adam se iba de excursión y aunque había despejado mi día, no me permitieron acompañar a los niños.

—Ya ha sido acompañante en tres ocasiones, señora Covey. Es mejor que le demos a otra madre la oportunidad de disfrutar de la excursión.

Como si hubiera una cola infinita de madres con brújulas en sus bolsos de Prada, ansiosas por orientarse bajo la lluvia, en lugar de la mezquina señorita Madden, que no me quería a su lado. (La miré con censura cuando les gritó en el museo de Historia Natural).

De modo que me quedé en casa preocupándome de si Adam encontraría el norte o tendría con quien charlar. No me preocupé de Jenny. Porque en ese entonces creíamos que el acoso había terminado.

Estuve en casa todo el día.

Jenny volvió esa noche, más tarde de lo que había prometido, con un peinado nuevo, más corto. Parecía nerviosa y lo atribuí a su nuevo corte de pelo. Traté de tranquilizarla, le dije que le sentaba bien.

Incluso para ser Jen, se pasó una cantidad absurda de tiempo hablando por teléfono y aunque no podía oírla (porque su puerta estaba cerrada) su tono parecía angustiado.

Si me lo hubiera contado, le habría lavado el pelo, habría sacado la pintura como fuera y no tendría que habérselo cortado.

Habría llevado su abrigo a esa tintorería cara pero muy buena que hay en Richmond. Sacan prácticamente todas las manchas.

Si hubiera acudido a mí, yo habría presentado una denuncia en la comisaría y quizá ahora no estaría herida en el hospital.

Sí, aún necesita mi cuerda alrededor de su cintura, incluso si no lo comprende.

—¿De qué va toda esta temática marina? ¿Quién se está ahogando? —dice la niñera—. Adam y sus flotadores, Jenny y la cuerda. Bueno, quizá es porque es lo único que uno les permite hacer a sus hijos en esta cuidadosa vida moderna: ir a la playa los sábados, realizar una actividad potencialmente dañina. Los psicoanalistas dicen que las imágenes acuáticas tienen un trasfondo sexual; las madres solamente ven peligro en el agua.

Y luego, me imagino que está a salvo.

Me había distraído pensando en Jenny y discutiendo conmigo misma, y me sorprende ver que nos acercamos a la escuela. Tengo miedo de ver el lugar del incendio; la ansiedad me provoca náuseas.

Sarah gira por la pequeña carretera que conduce a los campos de juego, y aparca.

Hay tres pequeñas barracas metálicas en el prado. Hacen que tenga un aspecto tan distinto al del día del campo de juegos que me siento aliviada. No quiero recordar. Pero cuando salimos del coche veo que las líneas pintadas en la hierba siguen ahí, y que reflejan el implacable sol que nos observa. Aparto la mirada deprisa.

Huelo la hierba; el pesado aire cálido está preñado con su aroma, y me arrastran de nuevo a la tarde del miércoles, con los silbatos de los profesores resplandeciendo al sol y las piernecitas correteando por el campo y Adam apresurándose hacia mí, sonriente.

¿Se puede hacer un globo de cristal de verano, como los de invierno pero en lugar de nieve, lleno de hierba verde, azalea en flor y cielo azul? Porque aquí estoy, dentro de ese círculo. Si lo sacudes, quizá se llene de humo negro, en lugar de copos de nieve que revolotean.

Sarah llama a la puerta de uno de los barracones y el sonido me saca del globo de nieve de la memoria.

La señora Healey aparece. Su rostro habitualmente maquillado está enrojecido; su falda de lino arrugada y cubierta de polvo.

—Soy la sargento detective McBride —dice Sarah, saludando con la mano levantada, ocultando por defecto que es pariente nuestra. Nunca comprendí por qué no conservó su nombre de soltera, pero ahora pienso que es porque quiere un yo público: la adulta, responsable sargento detective McBride, casada con el estoico y sensato Roger. Así mantiene a la adolescente Sarah Covey a salvo, oculta en su interior.

Entramos en el asfixiante barracón. Partículas pringosas del perfume de la señora Healey, Chanel 19, flotan como porquería en el pesado y calurosamente húmedo ambiente.

—El próximo lunes llegarán otras diez aulas prefabricadas, y también lavabos portátiles —dice la señora Healey, con voz rápida y cargada de energía nerviosa poco propia de ella—. El consejo nos ha concedido una licencia de emergencia temporal. Los niños tendrán que traerse la comida de casa, pero estoy segura de que los padres se harán cargo. Por fortuna, tenemos toda la información en el servidor, así que tenemos copia de todo: datos de contacto, el horario trimestral, los informes de los alumnos…

—Muy bien organizado.

Sarah parece educadamente interesada, pero me pregunto si hay otra razón, más dura, para su comentario.

—Uno de los padres es presidente de una gran empresa informática; se ocupó de instalar todo el sistema en la nube. A los padres y madres les gusta ayudar. Ahora ha resultado ser un regalo caído del cielo, la verdad. He podido imprimir etiquetas personalizadas para todas las familias. Mañana por la mañana recibirán una carta describiendo lo que va a suceder y tranquilizándoles.

Una impresora susurra, escupiendo cartas. En el suelo hay una pila de sobres con las direcciones ya impresas.

—¿No sería más fácil mandarles un correo electrónico? —pregunta Sarah.

—Es mejor mandar una carta formal, en papel. Es una demostración de que estamos controlando la situación. ¿Cuánto tiempo tardaremos? Como ve, tengo muchísimo que hacer y ya he hablado con la policía.

—Podemos hablar mientras usted sigue trabajando —ofrece Sarah, como si fuera un gesto de benevolencia. Pero me acuerdo de una vez que lavábamos los platos juntas, después de una comida de domingo, y de cómo me contó que ojalá pudiera lavar los platos con un sospechoso. Ella fregaría, él secaría, y seguro que le contaría muchos más detalles, y le diría la verdad, mientras permanecía ocupado en la tarea. En ese momento, me preocupé pensando qué querría averiguar de mí.

—¿Sabe que Adam Covey ha sido acusado de incendiar la escuela? —dice Sarah.

—Sí. Mi decisión de no presentar cargos, o tomar ninguna otra medida, tiene todo el apoyo de los patronos del colegio. Por lo que sé, fue una broma que terminó calamitosamente y el pobre Adam ya ha recibido su castigo por ello. Debe sentirse desesperadamente culpable.

—¿Le conoce bien?

—No. Quiero decir que por supuesto, le reconocería, pero no le conozco bien. Los directores de la escuela somos más parecidos a gestores que a maestros hoy en día, de modo que desgraciadamente no puedo decir que llegue a conocer a muchos de mis pupilos.

Cuando Jenny estuvo en Sidley House, la puerta de la señora Healey siempre estaba abierta y los niños entraban y salían de su despacho; daba clases una vez a la semana, para mantenerse en contacto con los niños. Pero Adam apenas llegó a verla.

—¿No le parece raro que un niño de ocho años, recién cumplidos, sea capaz de incendiar una escuela? —pregunta Sarah.

—Al parecer, sucede con relativa frecuencia. Por lo que recuerdo de cuando era profesora, con los niños de esta edad no me sorprende nada. Es horrible pensar de qué son capaces.

Pienso en Robert Fleming.

—Adam no es ese tipo de niño —dice Sarah.

—¿No lo hizo él? —pregunta la señora Healey.

—Parece preocupada.

—De acuerdo, es cierto. Lo estoy. Necesito darle carpetazo a esto. Para poder seguir adelante, ¿entiende? Pero bueno, me alegro por él, claro está. ¿Por qué ha venido, entonces?

—Tengo algunas preguntas. Siento tener que pedírselo, pero necesitaría que volviera a contarme ciertos detalles.

La directora Healey asiente. Ahora está doblando las hojas de papel y poniéndolas en los sobres; sus cartas se doblan a la perfección.

—¿Dónde estaba usted cuando se declaró el incendio? —pregunta Sarah.

—Estaba en el campo de juegos, corriendo la carrera de sacos en representación de nuestra clase de niños de dos años. Tan pronto como supe lo que sucedía, me aseguré de que los niños de los que me encargaba quedaran bajo el cuidado de otra profesora, y luego me dirigí lo antes posible a la escuela. Cuando llegué, todos los niños de primero estaban sanos y salvos, fuera del edificio.

—¿Y Jennifer Covey?

La señora Healey dobla rápidamente una de las cartas; no le queda bien.

—No siguió el protocolo de incendios. Había firmado el registro y salido de la escuela, pero no volvió a firmar cuando entró de nuevo en el edificio. Nadie podía saber que seguía allí.

—¿Vio usted el registro firmado por ella?

—No.

—Entonces, ¿cómo sabe que lo firmó?

—La secretaria de la escuela, Annette Jenks, me lo dijo.

—¿Y usted la creyó?

—No soy policía sino directora de una escuela. Tiendo a creer lo que la gente me dice.

Sarah reacciona a su momento de antagonismo.

—¿Por qué no nos contó el incidente de Silas Hyman durante la entrega de premios?

La señora Healey parece desconcertada por este abrupto cambio de tema. ¿O es por el nombre de Silas Hyman?

—¿Por qué no le contó a la policía que Silas Hyman había amenazado con vengarse de la escuela?

—Porque no lo decía en serio.

—El edificio de la escuela se ha quemado hasta los cimientos, hay dos personas gravemente heridas y un hombre que amenazó con vengarse, pero usted…

que no lo decía en serio.

—¿Tiene pruebas de eso?

Guarda silencio. Tiene un corte en uno de los dedos, se lo ha hecho con el papel afilado de las hojas impresas. En cada uno de los finos sobres blancos Conqueror Weave hay una fina línea roja.

—¿La llamó algún padre después de la entrega de premios?

—Sí.

—¿Le pidieron que informara a la policía y que solicitara una orden de alejamiento o una prohibición para que Silas Hyman no volviera a acercarse a la escuela nunca más?

—¿Habla usted de Maisie White?

—Responda a la pregunta, por favor.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no hizo lo que le pidió?

—Porque una hora más tarde su marido me llamó y dijo que su esposa estaba muy alterada y que no había ninguna necesidad de ponerse en contacto con la policía. Como yo, y el resto del personal y de los padres, él sabía que Silas era un fanfarrón y que había montado un escándalo, pero que no iba a hacer nada peligroso.

¿Por qué había llamado Donald a la directora, para anular la petición de Maisie? ¿Por qué iba a proteger a Silas Hyman?

—Así que ni siquiera denunció el incidente.

—No.

—No estaba preocupada, ¿en absoluto?

—Un poco, sí, claro. Pero no era por lo que pudiera hacer Silas. Me había pasado meses, meses, reconstruyendo una buena reputación para Sidley House, después del fiasco del accidente del patio, y pensé que sus cinco minutos de borrachera estúpida podrían volver a destrozarlo todo. Pero el hecho es que aparte de la señora White, nadie más lo tomó en serio. Solamente montó un número y quedó como un idiota, eso es todo.

—¿Podría hablarme del «fiasco del patio»?

—Un niño se rompió las piernas cuando se cayó por una salida de incendios. Tuvimos suerte de que no fuera algo peor. Silas Hyman tenía que vigilar el patio en ese momento, pero no estaba allí.

—De modo que le despidió.

—No me quedó otra alternativa.

—¿Fue antes o después de que se publicara el artículo sobre el incidente en el Richmond Post?

—Está claro que el artículo incrementó la presión de los padres. —Hace una pausa, como si el recuerdo le doliera—. Tuve que despedirle tres días después de que se publicara. Sin el artículo, podría haberse quedado en la escuela al menos hasta el final del semestre.

—¿Tiene algún sistema de notificaciones administrativas en caso de que un profesor no se comporte debidamente?

—Sí, ya había recibido una advertencia, cuando llamó «malvado» a un niño. Naturalmente, los padres se quejaron. Su actitud hacia el niño y la forma en que le hablaba eran del todo inaceptables.

Pienso en la fría crueldad de Robert Fleming.

—¿Sabe cómo se enteró el Richmond Post del incidente del patio?

—No.

—¿Alguien de la escuela filtró la historia?

—De verdad que no sé quién se lo contó a la prensa.

—¿Tenía Silas enemigos en la escuela?

—No que yo sepa, no.

—¿Qué consecuencias tuvo ese incidente en la escuela, aparte de su despido?

—Durante una temporada fue duro. No lo niego. Los padres y madres nos entregan a sus hijos para que les cuidemos y enseñemos, y uno de nuestros pupilos resultó gravemente herido. Comprendo su enfado y su malestar. También me hice cargo de que algunos padres podrían estar pensando en llevarse a sus hijos a otra escuela. Por eso hablé con todos ellos, clase por clase, en reuniones especiales. Si los padres seguían preocupados, entonces mantenía reuniones individuales con ellos, y les tranquilizaba personalmente, garantizándoles que algo así no volvería a suceder. Y pudimos sobrevivir a ese temporal, sin que ninguno de los padres se llevara a su hijo. Ni uno solo. El día de deportes, había doscientos setenta y nueve niños en la escuela. Solamente queda una plaza libre, en tercero, porque una familia se ha mudado a Canadá a final de semestre.

Sé que está diciendo la verdad. En el día de juegos, todas las clases contaban con veinte niños, el máximo permitido en Sidley House.

—¿Qué opina usted de Silas Hyman? —pregunta Sarah.

—Es un profesor brillante. Tiene un don. Es el mejor que he conocido jamás. Pero sus métodos son demasiado poco ortodoxos para una escuela privada.

—¿Y como hombre?

—No llegué a tratarle socialmente.

—¿Mantenía relaciones con alguien en la escuela?

Duda un instante.

—No que yo sepa.

Una respuesta cuidadosa.

—¿Algún rumor?

—No le presto atención a los rumores. Trato de desanimar su existencia, con mi ejemplo.

—¿Podría decirme cuál era el código de la puerta de entrada el miércoles?

—Siete siete dos tres —replica. Ahora está mirando a Sarah con una pizca de cansancio suspicaz—. Ya se lo dije a otro policía.

—Quería confirmarlo —dice Sarah, sin perder la compostura, y por el momento apacigua a la directora Healey. Pero seguramente sospechará, si este interrogatorio ilegal se prolonga mucho más. Ese hielo del que Sarah te habló parece ahora peligrosamente fino.

—¿Por qué despidió a Elizabeth Fisher?

Sally Healy la mira sobresaltada, aunque trata de ocultarlo. Se queda callada mientras Sarah la observa y el ruido de la impresora se oye como si fuera un martillo en la barraca de metal, mientras sigue vomitando cartas al suelo.

—¿Señora Healey?