Sarah va en busca de la enfermera que estaba con Rowena.
—¿Cree que las heridas que tiene Rowena White en las manos son por accidente? —dice—. Me refiero a las lesiones recientes.
Así que lo ha adivinado.
—Usted es la tía de Jenny, ¿verdad?
—Sí. También soy policía.
—¿Podría mostrarme su identificación?
Sarah escarba en su bolsa en busca de su tarjeta y la muestra: Sargento Detective McBride.
—Es mi nombre de casada —explica.
—Bien. No, no creo que fueran un accidente. Al menos, no entiendo cómo pudo hacerse eso tropezando. Las ampollas que tiene en la palma de la mano, más cerca de la muñeca, también se han reventado.
Recuerdo a Donald, su brutal forma de agarrarle las manos vendadas. El callado grito de dolor de Rowena.
—¿Tiene idea de cuándo pudieron producirse esas heridas?
—No. Pero las ampollas estaban curándose con normalidad a las cuatro y media de la tarde de ayer, porque yo misma le cambié las vendas y las vi. Mi turno terminó a las cinco.
—¿Sabe qué enfermera estaba de guardia en el turno siguiente?
—Belinda Edwards. Voy a buscarla.
Diez minutos más tarde, Sarah está hablando con Belinda, la enérgica y eficaz enfermera que acompañó a Donald a la habitación de Rowena durante el día de ayer. Comprueba con cuidado la identificación de Sarah.
—Fue después de la visita del padre —dice.
—¿Está segura?
—No digo que fuera él. Pero hablé con ella cuando acababa de empezar mi turno, y estaba animada, hasta alegre. Su padre la visitó poco después, a eso de las cinco y cuarto. No estuvo mucho rato. Cuando se fue, yo entré como de costumbre, para administrarle los sedantes. Ella y la madre estaban muy nerviosas. Rowena trataba de ocultar el dolor que sentía, pero claramente sufría mucho. Retiré las vendas de sus manos y vi que las ampollas se habían reventado, en ambas manos.
—¿Ella le dijo que había tropezado…? —pregunta Sarah.
—Sí, y que había extendido las manos para protegerse de una caída más grave. Pero eso no explica el daño que se hizo en la parte superior de las manos. Le pedí a un médico que la examinara, y le contó la misma historia.
—¿Tiene el historial médico de Rowena en el hospital?
—Aún no tenemos todos los historiales digitalizados, bueno, la verdad es que tardaremos un poco, así que tendré que buscar el expediente impreso.
—¿Y le importaría sacar también el historial de Maisie White, su madre?
Belinda cruza la mirada con Sarah y un acuerdo tácito se establece entre ambas.
—Buscaré ese expediente también —dice.
—Gracias.
—Nos preocupa el riesgo de infección —dice Belinda—. De modo que se quedará en el hospital durante unos días más.
Sarah se dirige a la comisaría. Jenny y yo la acompañamos hasta la puerta del hospital. No quiero que Jen salga fuera.
—Tenemos que estar pendientes de todo, por si al final resulta que las que resolvemos el caso somos nosotras —le digo—. ¿Puedes quedarte aquí, por si Donald regresara? También tenemos que vigilarle a él.
Le encomiendo una tarea, como solía hacer años atrás; remover el azúcar, para que no le importara que fuera yo la que sacaba los pastelitos del horno, demasiado caliente para que un niño se acercara.
—¿Estás segura de que no te duele? —pregunta.
—Casi nada.
Me mira, lejos de estar convencida.
—Es que aparte de los resfriados, soy muy fuerte.
—Dios, no debería haber dicho eso. Lo siento. Si entraste en un edificio en llamas y…
—Jen, no pasa nada, de verdad.
Me observa, y hay algo más en su mirada. Espero.
—¿Cuánto crees que tardará el vuelo desde Barbados?
—Unas nueve horas —digo.
Sonríe, con una expresión tímida y feliz, y odio a Ivo porque la hace sonreír así y por lo que va a suceder cuando llegue aquí.
Me voy del hospital con Sarah, dejo atrás la piel protectora de las paredes del hospital, pero durante unos instantes, quizá un minuto o incluso más, me siento bien. Luego, el dolor me golpea. La gravilla que conduce al aparcamiento me corta los pies desnudos. Aún es pronto, pero la luz del sol se refleja en los coches con la intensidad deslumbrante y cegadora de una migraña.
En el coche, Sarah habla con Roger por el manos libres, terminando su anterior discusión. Las palabras son tensas, las voces rígidas. Él la acusa de olvidar que era el último día para que «tu hijo» entregara los deberes semanales. Ella le dice que tú la necesitas más. Roger contesta que debería repartir su tiempo «con más cuidado». Sarah le dice que le está entrando una llamada. Le cuelga y toca la bocina —demasiado fuerte, durante demasiado tiempo—, pitándole a una camioneta que se demora en un cruce. Conduce en silencio durante el resto del camino.
Por primera vez, me siento como una espía o una metomentodo.
Aparca, y alcanzamos la comisaría de Chiswick caminando por una acera de cemento bañada en calor mientras la carretera suda asfalto. Al lado de la comisaría hay una tienda Eco, con su tejado y sus paredes llenos de plantas. Quisiera detenerme frente a ella y respirar el oxígeno nuevo frente a su escaparate, como solía hacer con Jenny, y admirar su ecléctica selección de productos.
Pensaba que en la comisaría de al lado Sarah estaba en su elemento. Creía que encajaba bien en un entorno laboral que incluía uniformes y números y placas y rangos claramente delimitados. Todos y todo estaba etiquetado y señalizado; había estrictos protocolos que debían seguirse, reglas y reglamentos que respetar y que implementar. Estaba convencida de que si Sarah no hubiera sido oficial de policía (me machacó con esa expresión, después de mi primer y calamitoso error: llamarla mujer policía), se habría alistado en el Ejército, en un puesto de la cadena de mando que requiriera capacidades organizativas.
Porque no quería pensar que era valiente y decidida y que hacía algo que valía la pena.
Era más fácil creer mi versión, porque hasta entonces la policía no parecía nada importante, o que tuviera conexión con nosotros, con nuestras vidas. Sí, es cierto que se ocupan de detener a los criminales, pero en Chiswick apenas hay basura, y mucho menos ladrones o asesinos en las recién construidas y anchas aceras, en las que es agradable pasear con un carrito o un cochecito para bebés. Los peores actos de vandalismo que sufrimos son los carteles pegados en las paredes anunciando los festivales de música, y de vez en cuando algún anuncio de gatos perdidos. Por lo que leía en los periódicos y veía en las noticias, creía que la policía, en general, se dedicaba a echar abajo la puerta de las casas de los asesinos y terroristas cuando ya habían cometido sus fechorías y trataban de huir en coches robados.
Pero ahora el crimen no está «ahí fuera», sino que explota en medio de mi familia, y la policía es esencial para nuestras vidas.
Entramos en la comisaría y avanzamos por un pasillo con paredes desconchadas y suelos de cemento que huelen a lejía o a desinfectante, del mismo que se utiliza en los hospitales. Es un olor institucional arquetípico, sólo que la razón de ser de esta institución es el crimen, no las heridas de los enfermos.
Dejamos atrás despachos con teléfonos que suenan durante demasiado tiempo, y en los que se oyen voces masculinas y hay pedazos de papel clavados en tablas de corcho viejas, sin orden aparente. Es un lugar tan desorganizado y sucio que me parece increíble que Sarah trabaje aquí; no es el espacio limpio y ordenado que había imaginado.
Una joven oficial de policía se acerca por el pasillo. Abraza a Sarah y le pregunta por Jenny y por mí. Luego otro policía, un hombre más mayor, le toma la mano cuando pasa cerca y le dice que lo siente mucho y que si está en su mano hacer algo. Lo que sea.
Entramos en la zona principal de oficinas, que apesta a desodorante y sudor, mientras los ventiladores luchan ruidosa e infructuosamente contra el calor, encima de sus cabezas. Todos los presentes se acercan, preguntan por Jenny y por mí, le ofrecen su cariño, la abrazan o sostienen su mano por un instante. Todo el mundo la conoce y se preocupan por ella. Me doy cuenta de que aquí la quieren y la valoran. Este lugar es su elemento, sí, pero por motivos completamente distintos a los que yo creía.
Entra en un despacho auxiliar y un hombre atractivo de unos treinta años, de piel color de caramelo, prácticamente echa a correr en cuanto la ve, cruza el diminuto espacio y la rodea entre sus brazos. No lleva uniforme, debe ser un detective. Su camisa de algodón de color crema está manchada de sudor en las axilas. Aquí ni siquiera hay ventilador.
—Hola, Mohsin —dice ella, mientras le abraza.
—Has hecho la ronda de la pena, ¿eh? —pregunta él.
—Algo así.
—Mi pobrecita nena.
¿Nena? ¿Sarah? A sus espaldas, una mujer en la veintena finge mirar la pantalla de su ordenador. Lleva el pelo corto, que enmarca sus fracciones duras y angulares. Es la única persona que no se ha acercado a Sarah.
—¿Penny? —dice Sarah, y la joven de aspecto severo se gira hacia ella—. ¿Dónde estamos en la investigación sobre el acosador?
—Estoy repasando las declaraciones iniciales. Tony y Pete están intentando localizar grabaciones de las cámaras de vigilancia, para ver si hay imágenes del buzón en el que se depositó la tercera carta. La Sociedad de Edificios Nacionales instaló una el año pasado, y el buzón está al lado.
—Creo que el acoso podría estar relacionado con el incendio —dice Sarah.
Penny y Mohsin no dicen nada.
—De acuerdo —dice Sarah, apretando los dientes—. Quizá sea una extraordinaria coincidencia que Jenny recibiera correo amenazador y que luego su puesto de trabajo fuera incendiado y que resultara ser la única trabajadora de la escuela que sufrió heridas de gravedad.
—Pero el acoso había terminado por entonces, ¿no? —pregunta Penny y le pido a Dios que Ivo, si es que realmente se presenta, les cuente lo del ataque con pintura roja, de unas pocas semanas atrás.
—Si resulta que hay relación con el fuego —continúa Penny—, por el momento solamente es una consecuencia afortunada. No podemos hacer que el incendio sea el centro de la investigación del acoso.
—Necesitamos una conexión más sólida, cariño —dice Mohsin—. Algo que realmente relacione el acoso con el ataque incendiario.
—Existe la posibilidad de que alguien manipulara su máquina de respiración artificial —dice Sarah.
Penny parpadea y la mira.
—¿Existe la posibilidad?
—Todos dicen que no fue así —continúa Sarah—. El hospital, Baker. Pero yo creo que alguien quiso asegurarse de terminar el trabajo.
—¿Dicen que no fue así? —repite Penny, y veo la irritación en el rostro de Sarah.
—Baker es un vago y todos lo sabemos.
—Pero no es tan incompetente —replica Penny. Se vuelve a la pantalla de su ordenador.
—¿Quién es el testigo que supuestamente vio a mi sobrino? —pregunta Sarah, acercándose a su compañera.
—El detective inspector Baker ha dejado perfectamente claro que debemos respetar el anonimato del testigo.
Su dureza me recuerda a Tara, pero al menos ella la exhibe, quien avisa no es traidor.
Sarah se gira a Mohsin.
—¿Está en el expediente?
—No —responde Penny—. Baker pensó que vendrías a por él. Es astuto cuando se trata de ti.
—Pero no cuando se trata de lo demás —replica Sarah—. ¿Así que lo ha escondido?
—Solamente está respetando el derecho a la privacidad y al anonimato del testigo.
—Qué práctico para él que tenga alguien a mano que le haga el trabajo sucio.
Mohsin trata de volver a abrazarla, pero ella se aparta.
—Y además es barato. ¿Cuántas horas extras lleva acumuladas con el caso? Para llevar a cabo una investigación a fondo del incendio y de un intento de asesinato, tendría que tener un presupuesto mayor. En cambio, el testigo le dio un regalo, con lazo y todo. Así no tiene que gastar ni tiempo ni dinero, y en cambio mejora su porcentaje de resolución de casos. Es un modelo para los policías del siglo XXI.
Penny sale por la puerta.
—Te diré lo que Tony y Pete saquen en limpio —dice.
—¿Habéis investigado la coartada de Silas Hyman? —pregunta Sarah.
—Coge esa baja —dice Penny al salir, su personalidad tan cuadrada como su corte de pelo y su mandíbula, todo aristas.
Sarah se queda a solas con Mohsin.
—Por Dios —dice Sarah—. ¿Siempre tiene que hablar como si tuviera un corcho taponándole el trasero?
Él se ríe y yo me sorprendo un poco. Sarah no suele hablar así. Y nunca la he visto tan relajada, físicamente, con otra persona aparte de ti, su hermano pequeño. Pero no puedo creer que tenga un amante; Sarah imposible, cualquiera menos Sarah. Es demasiado respetuosa con la ley como para violar la primera regla del matrimonio.
—¿Sabes quién es el testigo? —pregunta de nuevo.
—No, no lo sé. Quizá no te guste Penny, pero no tiene un pelo de tonta.
—¿Así que fue Penny quien le tomó declaración? Ya me imaginaba que tenía que ser ella. Menuda jodida broma, ¿no? Es la única persona que seguro que no va a echarme un cable.
—Es cierto, pero si el testigo se hubiera contradicho, Penny es la primera que habría hecho saltar las alarmas. Esa mujer es un cruce entre un sabueso y un Rottweiler.
—¿Podrás sacarle quién es el testigo?
—No puedo creer que me acabes de pedir eso.
—¿Podrás, sí o no?
—Nunca has roto una regla, y mucho menos violado la ley. Ni se te pasaría por la cabeza pedirle a nadie que hiciera eso por ti.
—Mohsin…
—Ni siquiera has archivado un expediente incorrecto en tu vida.
Ella le da la espalda.
—Ya sabes cómo es, con los papeles apilados en esa pila de bandejas después de que se hayan pasado a limpio las transcripciones de las entrevistas —continúa él—. La gente no para de guardarlas en el sitio menos pensado, ¿sabes? Ese área es terriblemente insegura. Probablemente debe saltarse todos los artículos de la ley de protección de datos. Vamos, pero no creo que la declaración de ese testigo esté suelta por ahí. Ahora, otras entrevistas quizá…
—Vale, gracias —le da un beso ligero en la mejilla de caramelo.
—¿Cómo está tu marido? —pregunta él.
Sarah se detiene un momento antes de contestar.
—Una siempre piensa que cuando llegue el momento, cuando de verdad importe, la gente se comportará más que cuando las cosas son normales. Que será mejor, de alguna manera. Una espera que alguien se porte así contigo, cuando las cosas importan.
—¿Piensas seguir esperando a que Mark cumpla dieciocho?
—No lo sé.
—Fue una locura.
—Tal vez, pero ninguno de los dos queremos que los chicos pasen por un divorcio. No hasta que sean mayores, ya te lo dije.
—Gente de familia. Tantas complicaciones.
—Gente depravada. Tan pocos compromisos.
Se acerca a la puerta.
—¿Puedo pedirte un favor?
Él asiente.
—Hay un impresor, Prescoes, el que imprimió el calendario escolar de Sidley House un poco antes de Navidad. Su nombre está en la parte de atrás del calendario, pero no hay ningún teléfono de contacto. ¿Podrías localizarlos y averiguar cuántos imprimieron?
—Claro que sí. Ten cuidado, ¿de acuerdo?
—Ajá.
—Llámame si te hace falta. A cualquier hora.
—Gracias.
Así que Sarah tiene un compañero del que yo nada sabía, con el que puede hablar en un idioma que no utiliza con nadie más, o al menos no cuando yo estaba con ella. Me alegro.
No estoy segura de si eres consciente de que su matrimonio con Roger tiene fecha de caducidad. Pero no creo que te sorprenda que lo hayan planeado tan cuidadosamente. Encaja con el perfil de la mujer práctica y organizada que he conocido durante todos estos años. También con la mujer buena, y emocionalmente generosa, que he conocido estos dos últimos días.
La acompaño a una habitación llena de cajas, papeles y expedientes. Toma un archivo y se lo guarda bajo la chaqueta, escondiéndolo. Le tiemblan las manos.
Sé que Sarah ha hecho un montón de cosas peligrosas, desde perseguir a criminales armados hasta enfrentarse a gente violenta, mucho más alta y fuerte que ella; pero siempre pensé que se trataba de bravatas en busca de atención. «¡Miradme, miradme!». No sabía de su callado valor.
Entra en la sala de fotocopias y empieza a sacar un juego del expediente. De repente, se abre la puerta a sus espaldas. Sarah se sobresalta. Es un hombre mayor, por los galones que hay en su hombro, claramente un superior.
—¿Sarah? ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Me preocupa lo que vaya a sucederle.
—¿No estabas de baja? —pregunta.
—Sí.
—Pues deja de trabajar y vete a casa. O al hospital. El trabajo te estará esperando cuando vuelvas. Quizá creas que es más sano enterrarte aquí, pero con toda franqueza, no es la opción más inteligente.
—No. Gracias, señor.
—Lo siento. Siento lo de tu sobrina y tu cuñada.
—Sí.
—Y lo de tu sobrino. Todos lo sentimos.
Y se va. Sarah esconde rápidamente las fotocopias en su bolso, sin doblarlas, arrugándolas. No sé si ha logrado fotocopiar todo lo que necesita.
Va a devolver el expediente donde lo ha encontrado, con el archivo apretado en el costado izquierdo de su chaqueta, apretado contra su axila. Está sudando, tiene el flequillo pegado a la frente. Cuando deposita la carpeta en su sitio original, se apresura a alejarse por el pasillo.
Casi hemos llegado a la salida y yo también siento alivio egoísta porque el dolor me está azuzando, como si fuera el material del que estoy hecha.
—¡Eh, tú!
Un joven se acerca hacia ella. Tiene facciones agradables, ojos grises y no tendrá más de veintitantos años. Es asombrosamente guapo. Por alguna razón, me recuerda a aquellos versos que querías incluir en nuestra ceremonia de boda, «mi amante, que salta como una gacela», del Cantar de los cantares. Es ágil y hermoso. (Yo estaba embarazada de seis meses y pensaba que los presentes se echarían a reír al oírlo).
—Te olvidas de algo —le dice.
Están solos en el pasillo institucional, que huele a limpiador y desinfectante.
La besa, abriendo la boca, un poderoso beso sexual que deshace los huesos de Sarah y llena el momento porque mientras dura el beso, se permite desaparecer del mundo real y entrar en el suyo. Me doy la vuelta, recordando la primera vez que te besé; tu boca sobre la mía, una puerta abierta a un espacio distinto, intensamente físico.
Sé que mientras la está besando, durante estos largos segundos, ella se olvidará de Jenny y de mí y de Adam y de tu sufrimiento. Se olvidará de las fotocopias ilegales que guarda en su bolso y de la promesa que te ha hecho. Es un beso, es un regalo.
Entonces, ella se aparta.
—No podernos —dice—. Lo siento.
Se aleja, y me doy cuenta de que su respuesta ha sido el golpe más duro que el joven haya recibido jamás, y también lo mucho que le duele. Veo que a pesar de la diferencia de edad, y de que él es guapo y ella no, está enamorado de Sarah. Me pregunto si ella lo sabe.
Jamás he pensado cómo debió ser la vida de Sarah cuando murieron tus padres y tú solamente eras un niño. Supuse que la Sarah adolescente, y también la adulta, eran responsables de forma natural. Pero ¿y si se vio obligada a crecer de repente? Porque en el interior de su personalidad sensata, responsable y que respeta las reglas, hay otra que ama la vida y que corre riesgos. Quizá ha tenido que cumplir cuarenta años para dejar a su yo adolescente en libertad.
No me extraña que su matrimonio con Roger esté a punto de terminar.
Nos vamos de la comisaría y deseo haberla conocido así antes, de nuevo. Ojalá hubiéramos tomado una copa juntas, ojalá nos hubiéramos hecho amigas. Siempre quisiste que pasara más tiempo con ella, las dos juntas, pero como una niña reticente, no me gustaba que me empujaran a jugar con alguien que creía que no me caía bien.
La verdad es que sentía celos de ella. Lo sé, jamás lo admití, y no comprendes por qué no. Bueno, en parte porque no me atrevía a reconocerlo, ni siquiera frente a mí misma, especialmente frente a mí misma. Solamente miraba de reojo hacia ese sentimiento, de vez en cuando. Pero ahora lo veo claramente. No, no te preocupes. No es por ti. No se trata de un caso de Antígona-hermano raro (y sé que sabes quién es Antígona, porque una vez te obligué a asistir a una representación de la obra en el Barbican. Lo siento).
Los celos son por la carrera profesional de Sarah. Porque lo que hace es importante. Ahora lo sé, ahora soy plenamente consciente.
Y también sé que esos celos son la temblorosa base sobre la cual construí una opinión sobre ella. Así que no es de extrañar que se haya tambaleado, después de lo sucedido.
Jenny está esperándonos en el vestíbulo de la pecera.
—¿Estás bien? —pregunta.
—Sí.
Tan pronto como hemos regresado, el dolor ha cedido. Pero en la comisaría, el suelo volvía a tener aristas, y el aire del coche quemaba mi yo sin piel.
Le cuento lo de las fotocopias robadas.
—¿Le viste? —dice Jenny.
—¿A quién? —digo.
Se encoge de hombros y me mira incómoda y comprendo que ha conocido a la gacela, al amante de Sarah.
—¿Lo sabes? —digo.
Asiente.
Lo más sorprendente es que no siento celos porque Sarah esté tan unida a Jenny; siento celos de Jenny. Sarah jamás me dijo nada de ese hombre.
Seguimos a Sarah mientras enfila el pasillo en dirección a la cafetería.
—¿Por qué no va a buscar a papá? —dice Jen.
—Probablemente quiere leerlo primero ella, con calma.
El Palms Café está iluminado, pero aún siento la sombra de la conversación de Maisie y Sarah de la noche anterior sobre Silas Hyman. «Es malo… perverso… Pero logra que la gente le quiera».
Sarah extrae un pedazo de papel del bolso y aplasta las arrugas. En la parte superior hay una franja de cuadros blancos y negros, la marca de la policía. Debajo, en letras destacadas en blanco contra una línea negra, se lee «RESTRINGIDO — SÓLO POLICÍAS».