Un rato después, mamá llega a mi lado. A diferencia de ti y de Sarah, ella no discutió con los médicos, y vi cómo cada uno de los hechos médicos —supuestos hechos médicos— le golpeaba el rostro como si fueran pedazos de una ventana estallando, grabando nuevas arrugas en su piel.
—Hay una enfermera con Addie —dice—. No puedo quedarme mucho rato, no quiero dejarlo solo. Pero tenía que hablar contigo, a solas. —Hace una pausa—. Alguien tiene que decirle que no vas a despertar.
—¡Joder, mamá, no puedes hacer eso!
Nunca en la vida le he hablado así a mi madre.
—Solamente quiero lo mejor para él —prosigue en voz baja.
—¿Cómo va a ser lo mejor para Ads que alguien le diga eso? ¡Dios!
Hace años que no nos hemos peleado, e incluso entonces fue más bien un desacuerdo, no una discusión. No deberíamos empezar ahora, aquí, de entre todos los momentos que podríamos haber escogido.
—Sé que puedes oírme, Gracie, ángel mío. Dondequiera que estés.
—Estoy aquí, mamá. Aquí, a tu lado. Y muy pronto, sus pruebas se darán cuenta de eso. Voy a ser Roger el jodido Federer, voy a darle a la pelota a una velocidad de ciento cincuenta kilómetros por hora, hasta llevarla al otro lado de la red para que oigan que ¡SÍ, LES COMPRENDO! Y cuando sepan que aún pienso, entonces buscarán una forma de curarme.
—Tengo que volver con Addie.
Descorre la cortina. Jenny está fuera y lo ha oído todo; la cortina, después de todo, sí obedece las leyes de la ciencia. Parece muy angustiada.
—La abuela G. se equivoca —le digo—. Y los médicos también. Puedo pensar, y puedo sentir, ¿no es cierto? ¿No estoy hablando contigo ahora mismo? Sus escáneres y sus pruebas no son lo suficientemente sofisticadas como para detectarlo, eso es todo. Así que un día, espero que pronto, les daré la sorpresa de su vida.
—¿Roger el jodido Federer? —dice.
—Eso. Venus Williams, si no tengo ganas de cambiar de sexo. De verdad, cariño, en cuanto realicen las pruebas adecuadas, verán que estoy bien.
Pero sigue preocupada; tiene la cabeza inclinada y sus estrechos hombros están hundidos.
—Fuiste tan valiente. Entrando en la escuela a buscarme.
—Papá también dijo eso, y sois muy amables los dos, pero no es verdad, y me hace sentir como si fuera un fraude.
Casi esboza una sonrisa.
—Ya. Entonces, ¿qué hay que hacer para ser valiente? ¿O es que lanzarte al interior de un edificio en llamas para salvar a alguien ya no cuenta?
—Fue algo instintivo, nada más. De verdad. Cualquier madre haría eso por su hijo.
Pero no estoy siendo del todo sincera. La mayoría de madres —quizá todas excepto yo— haría eso, sí, y arriesgarían instintivamente su vida para salvar a su hijo. Para empezar, eché a correr sin pensarlo. Solamente vi el edificio, las llamas y sabía que Jenny estaba dentro así que corrí. Pero cuando estuve dentro.
Dentro.
Cada segundo envuelta en ese horrible calor y el humo asfixiante fue una lucha a muerte entre mi amor por Jenny y mi arrollador instinto de supervivencia. Sentía la necesidad avasalladora de irme corriendo. Fue una marea de egoísmo que trataba de arrancarme del edificio. Hasta ahora me sentía demasiado avergonzada como para contártelo.
—¿Dijiste que podías volver a entrar en tu cuerpo? —pregunta.
—Sí.
—Creo que si puedes hacerlo, es que no vas a morir. Cuando mi corazón se detuvo, cuando estaba clínicamente muerta, supongo, fue el calor y la luz lo que abandonaba mi cuerpo, y venía hacia mí, y no al revés. Creo que vivir es lo otro.
—Desde luego.
Porque seguramente tiene razón.
Sarah nos interrumpe, con una mujer derecha como un poste, de pelo gris acero y unos sesenta años, a la que conozco pero no sitúo inmediatamente.
—Señora Fisher —dice Jenny, sorprendida.
Es la secretaria de Sidley House.
Me ha traído un enorme ramo de flores de guisantes envueltas en papel de periódico que huelen gloriosamente y por un momento dominan el olor higiénico de ese ala del hospital.
Sarah mira los jarrones de flores que me rodean y hábilmente se deshace del feo ramo de rosas amarillas del señor Hyman. Le sonríe a la señora Fisher.
—Creo que en la lucha por el espacio, su ramo acaba de ganar —declara con ligereza, pero veo que nota de quién es la tarjeta, y se la guarda.
—No creí que me permitieran verla —dice la señora Fisher—. Solamente quería traerle un ramo de flores. Solíamos hablar de jardinería, a veces. Pero no la conocía muy bien.
Ahora recuerdo que la señora Fisher es la única persona de su calle que cultiva flores de guisantes, en lugar de guisantes comestibles. Me lo dijo durante el primer día de escuela de Jenny; su conversación sobre flores me distrajo y para cuando terminamos de hablar de horticultura, Jenny había dejado de llorar y estaba echada en el alfombra de lectura.
—¿Le importaría que hablásemos un momento? —pregunta Sarah—. Soy oficial de policía, y la cuñada de Grace.
Cuñada. Jamás me había detenido a pensar que existe una conexión separada y personal entre nosotras dos, en la matriz de la familia.
—Por supuesto que no —dice la señora Fisher—. Pero no creo que pueda serle de mucha ayuda.
Sarah la acompaña a la sala de los familiares.
—Antes de que me haga ninguna pregunta, tengo que decirle que estoy fichada por la policía —dice la señora Fisher.
Jenny y yo nos quedamos boquiabiertas. ¿La señora Fisher?
—Fui activista para los ecologistas y para Greenpeace. Aún lo soy, pero hoy en día ya no me arrestan.
Sarah parece contemplarla con censura, pero ahora sé que ya no debo malinterpretar su actitud.
—¿Dice que era secretaria en Sidley House?
—Sí, durante casi trece años. Tuve que irme en abril.
—¿Por qué?
—Al parecer, era demasiado mayor. La directora me dijo que en mi contrato había una cláusula de «jubilación no voluntaria para el personal administrativo mayor de sesenta años». Tengo sesenta y siete. Esperó siete años antes de comunicarme que existía esa cláusula.
—¿Y es verdad que era demasiado mayor para seguir trabajando?
—No. Era muy buena. Todo el mundo lo sabía. Incluyendo a Sally Healey.
—¿Entonces, por qué cree que se deshizo de usted?
—No se anda con rodeos, ¿eh? Pues no lo sé. No tengo ni idea.
Sarah sacó un cuaderno de notas, una libreta incongruente con lechuzas estampadas, y escribió algo.
—¿Podría darme sus datos de contacto? —pregunta—. Su nombre completo…
—Elizabeth Fisher. Y no hace falta que me llame señora; mi esposo me dejó hace seis meses y creo que eso significa que ya no tiene que utilizar ese apelativo. No puedo sacarme el anillo. Tendré que hacer que me lo corten, eso me han dicho. El simbolismo es un poco brutal, en este momento.
Sarah la mira con compasión, pero yo me estremezco. La directora Healey mandó una carta a todos los padres y madres de la escuela diciéndoles que el marido de la señora Fisher sufría de una enfermedad terminal y que por eso tenía que dejar la escuela. Yo había comprado una tarjeta de despedida, y Maisie había localizado una floristería exquisita en Richmond para encargar un ramo de flores y, a sugerencia mía, también semillas.
—¿Podría indicarme su dirección?
Elizabeth anota su dirección de contacto en la libreta de Sarah, y yo me muero por contarle a Sarah la mentira que la señora Healey le contó a los padres y madres. ¿Por qué lo hizo?
—¿Conoce a Silas Hyman? —le pregunta Sarah. Es lógico, pero no es la pregunta que yo esperaba.
—Sí. Fue profesor en Sidley House. Le despidieron por algo que no hizo. Un mes antes que yo. Desde entonces hemos hablado un par de veces por teléfono. Cosas en común, como se imaginará.
—¿Por qué le despidieron?
—¿Resumiendo? Un niño de ocho años que se llamaba Robert Fleming quería echarle.
—¿Y la versión completa?
—Robert Fleming odiaba a Silas porque fue el primer profesor que le plantó cara. Silas hizo venir a los padres de Fleming después de una semana de clases, y les dijo que era «malvado». No dijo que sufriera de déficit de atención, o que tuviera problemas de socialización. Dijo que era malvado. Pero por desgracia, uno no puede decirle algo así a unos padres que pagan una fortuna por escolarizar a su hijo. En marzo, cuando Silas era el profesor a cargo de la vigilancia del patio, Fleming le dijo que un niño de once años se había encerrado en un lavabo con una niña de cinco, y que se oían gritos. Fleming dijo que no había encontrado ningún otro profesor. Así que Silas se fue en busca de la niña, para ayudarla. A pesar de sus defectos, tiene ese tipo de bondad. Y Robert Fleming lo sabía. En cuanto logró que Silas dejara el patio, Fleming obligó a un chico llamado Daniel a subir por la escalera de incendios y luego le hizo saltar. Dios sabe lo que le dijo al pobre crío para convencerle de que subiera, pero una vez arriba Fleming le empujó. El niño se hizo daño, mucho daño. Se rompió las dos piernas. Por suerte, no se rompió el cuello. Como parte de mis funciones, yo también era la enfermera de guardia de la escuela. Le cuidé hasta que llegó la ambulancia. El pobre niño estaba sufriendo muchísimo.
A mí solamente me llegó la versión de los hechos de Adam, y los rumores de los adultos, cada vez más distorsionados a medida que pasaba el tiempo. Se convirtió en un terrible accidente, no deliberado, y la culpa terminó a los pies del señor Hyman, por no vigilar debidamente el patio, en lugar de recaer en Robert Fleming. Porque, ¿quién quiere creer que un niño de ocho años puede llegar a ser tan perturbadoramente manipulador, tan despiadado, tan malévolo?
Nosotros ya sabíamos que lo era por Adam, que vivía aterrorizado físicamente por él. Sabíamos que no se trataba de un caso de enemistad infantil, o ni siquiera de acoso escolar. Creo que fue cuando le apretó la corbata a Adam, con tanta fuerza que dejó una marca roja durante una semana, diciéndole que le mataría si no le «besaba el culo». O la cuerda con la que ató a mi hijo, mientras dibujaba esvásticas por todo su cuerpo.
Jenny le llamaba psiconiño, y tú estabas de acuerdo.
«Un crío no debería hacer cosas así», decías. «Si fuera un adulto, le llamaríamos sociópata. Incluso psicópata».
Fue después del incidente con las esvásticas, justo antes de su último semestre, cuando solicitaste una reunión con la directora Healey, y ella te prometió que Robert Fleming no volvería a Sidley House en septiembre.
—La señora Healey sabía que un accidente como ese nunca debió haber ocurrido en una escuela primaria —continúa la señora Fisher—. Necesitaba un chivo expiatorio, así que le echó la culpa a Silas Hyman. No creo que tuviera intención de echarle. No es idiota. Sabía que era un buen profesor, y aunque sólo fuera porque beneficiaba a su negocio, no era su intención despedirle. Pero entonces se publicó ese artículo en el Richmond Post, y los padres empezaron a llamar, pidiendo que actuara. Tal como lo vio, no le quedaba opción. Los padres tienen mucho poder en una escuela privada, especialmente si es una que lleva poco tiempo en marcha. Lo realmente abyecto es que si ese chico horrible hubiera recibido su castigo y le hubieran hecho pagar por lo que hizo, entonces quizá habríamos tenido una oportunidad de detenerle antes de que fuera demasiado tarde.
Pero no le hicieron pagar, ¿verdad? La señora Healey le dejó ir discretamente.
—¿Cree que volverá a hacer algo? —pregunta Sarah.
—Por supuesto que sí. Si a los ocho años puede diseñar y ejecutar un plan para romperle las piernas a un compañero de clase, ¿qué hará cuando tenga dieciocho?
¿Abandonó el campo de juegos Robert Fleming ese día? No. No puedo creerlo. Sé que nos dijeron que casi todos los incendios en escuelas son provocados por los niños, pero no son fuegos que terminen con tantos heridos. No son incendios como este. Me niego a ser como el detective inspector Baker y creer que un niño es capaz de eso.
—¿Dice que después del artículo, los padres y madres no dejaban de llamar? —pregunta Sarah.
—Así es. Y Sally Healey se vio obligada a despedir a Silas.
—¿Tiene idea de quién se lo contó a la prensa?
—No.
—¿Tiene enemigos Silas Hyman?
—No que yo sepa.
—Un poco antes dijo «a pesar de sus defectos». ¿Qué quiso decir con eso?
—No debería haberlo dicho.
—¿Pero hay una razón?
—Solamente quería decir que es un poco arrogante. Los profesores masculinos en una escuela primaria son una excepción. Era el gallito del corral.
Hace una pausa y me doy cuenta de que está conteniendo las lágrimas.
—¿Cómo están? —dice—. ¿Jenny y la señora Covey?
—Las dos están graves.
La estirada postura de Elizabeth Fisher se encorva ligeramente y aparta su rostro, como si le avergonzara mostrarse emocional frente a Sarah.
—Estuve ahí desde el primer año, y Jenny también. Los niños de primer curso solían venir a mi despacho para enseñarme lo que hacían. Jenny Covey entraba y me abrazaba y salía de nuevo. Venía a eso, a enseñarme su abrazo. Durante el primer año, se aficionó a las Hama Beads. Mientras los demás niños se dedican a dibujar imágenes meticulosamente geométricas, ella creaba algo completamente aleatorio, sin diseño ni matemáticas ni nada, y era hermoso. Pequeños pedacitos de plástico de colores, unidos sin ningún patrón. Pura energía despreocupada.
Sarah sonríe. ¿Quizá también se acuerda de la fase Hama Beads de Jenny? Seguro que le tocó una esterilla anárquica como regalo de Navidad.
—Y Adam es un niño encantador —continúa—. La señora Covey debe estar orgullosa de él. Ojalá se lo hubiera dicho, pero no lo hice. No es que hubiera significado que las cosas saldrían de otro modo; quiero decir, que yo pensara eso, pero ojalá se lo hubiera dicho de todos modos.
Sarah parece conmovida, y eso anima a Elizabeth Fisher a seguir hablando.
—Algunos críos apenas se molestan en saludar a sus madres al final del día, y ellas tampoco les dicen nada; están ocupadas cotilleando, y no se fijan ni en sus propios hijos. Pero Adam sale de la escuela volando como un avión que busca su pista de aterrizaje, con los brazos extendidos hacia la señora Covey, y ella le mira como si no existiera nadie más en el mundo. Solía observarlos cuando venía a buscarlo, desde la ventana de mi despacho.
Ya no tiene nadie con quien hablar de nosotros, ahora me doy cuenta, desde que su marido ha muerto. Y tampoco puede ponerse en contacto con ninguno de los padres y madres de la escuela, después del vergonzoso incidente de las flores para-su-marido-enfermo.
—¿Se le ocurre quién podría haberle prendido fuego a la escuela? —pregunta Sarah.
—No. Pero si fuera usted, buscaría alguien con el perfil de Robert Fleming, en adulto. Alguien a quien no le pararon los pies a tiempo.
Jenny y yo regresamos a mi ala, y recuerdo tu reunión con la directora Healey acerca de Robert Fleming. A mí me molestó que te hiciera caso, porque yo llevaba mucho tiempo diciéndole lo mismo y no me había prestado la menor atención cada vez que iba a la escuela para quejarme. Pensé que fue porque tú eras un hombre, y yo solamente otra mamá con pedacitos de Kit Kat en el bolsillo y calcetines limpios de repuesto en el bolso. Dijiste que era por tu categoría de famoso: «Puedo montar un pollo más grande».
Maisie se acerca a mi cama. Aparta las feas cortinas que la rodean.
—Más visitas —le digo a Jenny—. Esto es como un salón del siglo XVII, ¿no te parece?
—Eso pasaba en Francia, mamá —dice, haciendo un gesto hacia las cortinas marrones con figuras geométricas que rodean mi cama—. Y tenían paredes. Con pinturas al óleo y espejos ornamentados.
Hace unos meses, charlamos de los salones. Me alegra que estuviera escuchando.
—Qué puntillosa. ¿Tenían divanes y camas, no? Y una mujer era el centro de atención, n’est-ce pas? De acuerdo, se suponía que era una intelectual de agudo y deslumbrante ingenio, pero…
Sonríe.
Maisie se sienta a un lado de mi cama, desechando la silla del visitante, y me toma la mano. Ahora sé que la Maisie confiada, exuberante, me-importa-un-carajo no existe, pero una vez sí existió. De eso estoy segura. No sé en qué momento empezó a imitarse, a fingir ser la que una vez fue; la persona que aún debería ser.
Pero su amabilidad y su calidez son auténticas.
—Tienes mucho mejor aspecto —me dice, sonriéndome como si yo también pudiera verla—. ¡Como si tuvieras rosas en las mejillas! Y ni siquiera te pones colorete, ¿verdad? No como yo. Tengo que ponerme un montón, pero a ti te sale de forma natural.
En lugar de un salón francés, me imagino que estamos en su cocina llena de electrodomésticos reconfortantes.
Cuando vino a verme la última vez, estaba casi segura de que iba a contarme algo pero que la interrumpieron. Tal vez ahora confíe en mí y me hable de Donald. Espero que lo haga; una de las cosas que más me cuesta entender es que no quisiera, o no pudiera, contármelo.
Está rebuscando algo en el bolsillo de su cárdigan. Saca el teléfono móvil de Jenny, con el pequeño colgante que Adam le regaló en Navidad.
—Tilly, la profesora de primero, me lo dio —dice Maisie.
Jen mira su teléfono en silencio. En su interior hay mensajes de texto sobre fiestas y planes de viajes y tonterías cotidianas que intercambió con sus amigos; una vida adolescente que cabe en ocho centímetros de plástico. Está brillante, en perfectas condiciones.
—Tilly lo encontró en la gravilla, frente a la escuela —prosigue Maisie—. Me lo dio cuando subía a la ambulancia con Rowena. Quería asegurarse de que se lo daría a Jenny. Como si eso fuera importante. Supongo que solamente quería hacer algo, lo que fuera, para ayudar. Bueno, nos pasó a todos. Luego me olvidé. Lo siento.
—¿Cómo pudo olvidarse de eso? —pregunta Jenny.
—Pasaron muchas cosas —digo, maravillándome ante mi discreta descripción de lo sucedido.
—Tendría que habértelo devuelto antes, lo siento mucho —añade Maisie, como si hubiera oído a Jenny—. Tengo el cerebro de un espantapájaros.
Maisie encuentra un hueco entre los jarrones de flores y deposita allí el teléfono.
—Subieron muchísimo el aire acondicionado de la habitación de Ro —dice—. Así que fui a buscar mi chaqueta de punto. Encontré el teléfono en el bolsillo, y quería que lo tuviera. Ya sabes cómo son las chicas con sus móviles.
—¿Cómo pudo caérseme? —dice Jenny—. Ivo y yo nos estábamos escribiendo mientras estuve arriba, en la enfermería. Y luego hubo el incendio, y aún estaba dentro. ¿Por qué lo encontró fuera?
—No lo sé, cariño.
—¿Y si el pirómano me lo robó y luego se le cayó por accidente?
—¿Por qué querría robarte el móvil?
—Si fuera el acosador —dice Jenny lentamente—, quizá buscaba un trofeo.
La idea me da náuseas.
—O quizá saliste fuera, por algún motivo —digo—. Y luego volviste a entrar.
—¿Por qué haría algo así?
No tengo ni idea. Las dos nos quedamos calladas.
Maisie vuelve a sentarse en mi cama, parloteando con su suave voz, tratando de imprimir algo de normalidad a la situación, como si quisiera fingir que estamos juntas en la cocina, y que todo es muy agradable y cómodo. Una mentira dentro de otra mentira.
Hasta el día de hoy, pensaba que la manera dispersa de hablar de Maisie era producto de un exceso de cosas por decir, una especie de vertido amigable y cariñoso, pero quizá sea más bien un hábito nervioso, un río de cháchara para que recorra la tierra desgastada de su infelicidad.
Como la chaqueta de punto, grande y con bolsas, que ahora le cubre los moratones.
—No me dejaron darle el teléfono a Jenny mientras estaba en la UCI —continúa—. Por si producía interferencias con las máquinas, cosas así. Les dije que estaría apagado, que solamente quería que lo viera cuando se despertara. Pero aunque esté apagado, dijeron que no valía, porque podía llevar microbios, y eso es lo último que queremos, ¡claro! Así que te lo dejaré a ti, y le diré a Mike que está en tu habitación. Tal vez quiera llevárselo a casa, y guardarlo allí hasta que ella despierte.
Jenny está mirando su reloj.
—Sigo sin poder acordarme. Joder, si pudiera…
Se calla, furiosa consigo misma.
Maisie se aparta ligeramente de mí.
—Tengo que decirte algo, Gracie. No quiero que me odies por ello. Por favor.
Las cortinas se abren de repente y dos médicos entran para realizar sus comprobaciones cotidianas. Uno de ellos se gira hacia Maisie.
—Por favor, no corra las cortinas. Tenemos que monitorizarla visualmente en todo momento.
—Claro, por supuesto. Lo siento mucho.
Los médicos se van pero el ruido y la urgencia del hospital nos rodea; ya no podemos fingir que es un salón o una cocina.
—Donald vino a visitar a Rowena un poco antes —dice Maisie.
Por fin va a confiar en mí. Quiero que lo haga. Quizá represente un alivio para ella.
—Está tan orgulloso de ella.
—Oh, por el amor de Dios —salta Jenny. Está nerviosa, angustiada; su impaciencia roza la superficie.
Pero yo intento comprender. Quizá Maisie necesita conservar esa pátina de familia feliz, como una película, frente a alguien que la ha estado observando desde hace años, preservando esa ilusión, porque la realidad —que su marido le causa dolor a su hija convaleciente de un incendio— es demasiado dura.
—Tú sabes que haría lo que fuera por Rowena —dice en voz baja—. ¿Lo sabes, verdad?
—Excepto abandonar a un marido que te maltrata para evitar que siga haciéndole daño —suelta Jenny.
—No es tan sencillo, Jen.
—Yo creo que sí.
—No terminé de contarte lo que pasó —prosigue Maisie—. Así que no sabes por qué está tan orgulloso de ella.
—Esto es absurdo —dice Jenny, aún irritada. Le pido que se tranquilice para que podamos escuchar a Maisie.
—Te dije que cuando corriste hacia el edificio, yo me fui corriendo hacia el puente. Me alejé. Fui en busca de los bomberos, les dije que había gente en el interior de la escuela y todos apartamos los coches para que pudieran pasar. Eso te lo conté.
Recuerdo el ruido de la gente gritando, las sirenas, el olor de los tubos de escape, del fuego alcanzando el puente, como si la memoria sensorial de Maisie se hubiera convertido de algún modo en la mía. No es ninguna película blanda e insustancial, esta vez.
—Mientras estaba ahí, en el puente, o incluso antes, cuando corría hacia ellos, Rowena entró en la escuela.
—No lo entiendo —dice Jenny. Yo tampoco.
—Te había visto correr hacia ahí —continúa Maisie—. Oyó que gritabas el nombre de Jenny. Pero ella no corrió en otra dirección. Encontró una toalla en el cobertizo del patio y la empapó de agua. Se la puso en la cara. Luego entró en la escuela para ayudarte.
Por el amor de Dios. Rowena, entrando en un edificio en llamas. Por Jenny. Por mí.
—Creen que el humo debió entrar en sus pulmones y cayó inconsciente. Así estaba cuando entraron los bomberos y la encontraron. No está herida de gravedad, pero no están seguros de que no tenga ninguna lesión interna; sigue en observación por eso.
Jamás me imaginé que tenía ese tipo de valor, ni nada parecido.
Su heroísmo es extraordinario.
No creo que tú lo entiendas, pero es que yo sé lo que significa entrar en un edificio en llamas. Pon el horno a la potencia más alta, y luego mete la cara dentro. Luego todo el cuerpo. Sigue, y además ahógate porque no hay oxígeno, solamente humo. Después, enciérrate dentro.
Fueron el instinto y el amor los que me empujaron a entrar en ese edificio, y me siguieron impulsando a avanzar. Sí, experimenté el deseo egoísta de escapar, como te he contado. Pero necesitaba tener a Jenny en mis brazos más de lo que jamás he deseado nada en este mundo. Y en última instancia, lo deseaba más que salvarme a mí misma. Descubrí, en esa escuela en llamas y llena de humo, que la razón por la cual el instinto de supervivencia de una madre queda en segundo plano es porque tu hijo es parte de ti.
Pero lo de Rowena es distinto: no entró empujada por el amor de madre. Por ningún tipo de amor, de hecho: apenas la he visto desde que empezó secundaria, y no es amiga de Jenny. Y sin embargo, de algún modo, superó su terror. Solamente avanzaba a causa de su valentía. Como los caballeros de las leyendas artúricas de Adam, su actitud fue heroicamente desinteresada.
Adam.
Rowena estaba abrazándole cuando entré corriendo en la escuela, y ni siquiera me detuve a hablar con mi hijo. ¿Quizá fue la tristeza de Adam, su soledad, lo que la impulsó a actuar?
—Ni siquiera me di cuenta de que no estaba ahí —dice Maisie—. Cuando los bomberos llegaron a la escuela, había tanta gente —padres y alumnos y niños y la prensa— y yo pensé que estaría allí en la multitud, entre ellos, pensé…
—Creo que trataba de hacer que su padre se sintiera orgulloso, de nuevo —dice Jenny.
—Y entonces salió un bombero, con ella en brazos, inconsciente —prosigue Maisie—. Cuando se lo conté a Donald…
Se interrumpe, incómoda. Luego, con gran esfuerzo y emoción, sigue hablando:
—Uno no debe condenar a los demás, ¿no es cierto? Si les quieres, si son tu familia, tienes que intentar ver su bondad. Quiero decir que eso es amar, en cierto modo, ¿no? Creer en la bondad de alguien.
—¿De verdad se lo cree? —dice Jenny.
—Sí. Creo que sí.
—Jesús.
Maisie me aprieta la mano con fuerza.
—Es curioso, basta una tarde para saber de qué madera está hecha una. Y también para descubrir a tu propia hija. Y al mismo tiempo, sentir tanto orgullo y tanta vergüenza, las dos cosas al mismo tiempo.
Pero Rowena quiere que su padre se enorgullezca de ella, no su madre. Fue por él. Entró en la escuela en llamas por él, y fue en vano.
Recuerdo el horrible odio de la voz de Donald. «Toda una heroína, ¿verdad?». Y el grito de dolor de su hija cuando le agarró con fuerza las manos quemadas.