Tus largas zancadas se han convertido en pasos cortos, como si te encontraras en territorio hostil, desconocido.
Pero cuando te acercas a mi cama, te das prisa.
Llegas a mi lado y te sientas pero no dices nada.
No dices nada.
Me acerco a ti. ¡Háblame!
—Grace, cariño —dices cuando llego a tu lado, como si supieras que estoy ahí. ¿O es una mera coincidencia?
La cantidad de flores que hay a mi alrededor serían suficientes para abastecer a una floristería. Solamente hay un vaso lleno de rosas feas, sin aroma ni espinas, compradas a última hora en el hospital. «Para la señora Covey, con mis mejores deseos, de parte del señor Hyman».
No miras las flores, solamente a mí.
—Aún no hay novedades acerca del corazón de Jenny —dices. Creo que soy la única persona a quien le has hablado de las tres semanas de periodo de vida—. Pero estoy seguro de que encontrarán un donante para ella. Lo sé.
«Periodo de vida». Por Dios, ¿cómo he podido utilizar esa expresión? Jenny parece un renacuajo o una mosca de la fruta. El resultado de un cuenco lleno de melocotones maduros. Los niños no tienen un maldito periodo de vida.
Vuelvo a dejarme llevar por un tren de pensamientos aterradores; dejo que me arrollen, que me ensordezcan, para intentar que el tictac que ha vuelto a empezar se apague. Es débil pero audible; un ritmo horrendo e imposible de detener.
—Sarah dice que te habló de Addie —dices.
Recuerdo que Sarah estuvo a mi lado, en la cama.
—Tienes el derecho a saber, Grace. Seguro que odias a la policía por esto. Lo entiendo. Pero te prometo que haremos justicia.
Estaba incómoda conmigo, no se daba cuenta de lo mucho que ahora me gusta.
Te preocupaba que contarme eso, además de lo de Jenny, acabaría con las pocas fuerzas que me quedan. Pero Sarah comprende que una madre, cuando sus hijos están bajo amenazada, no pierde fuerzas. Las recupera; se estimula.
Te levantas. ¡No te vayas! Solamente vas a correr las frágiles cortinas a nuestro alrededor, para bloquear el ajetreo de la sala general al otro lado de la pared, y de algún modo, aunque contradice todas las nociones básicas de la ciencia, es como si también bloquearas el ruido.
Me tomas de la mano y dices:
—Ads no quiere que esté a su lado.
«Eso no es verdad. Tienes que ir a buscarlo, tienes que decirle que sabes que no fue él, y tienes que estar a su lado. Sarah puede quedarse con Jen un rato más. No importa si empieza a investigar un poco más tarde».
Estás callado.
«Eres su padre y nadie más puede reemplazarte».
No puedes oírme. Tampoco adivinar lo que te estoy diciendo.
Te quedas mirándome, como si así pudieras hacer que abriera los ojos.
—Siempre hacemos lo mismo, ¿verdad, Gracie? —dices—. Hablamos de Addie o de Jen. Pero ahora quiero hablar de ti y de mí, solamente un momento, ¿de acuerdo? Me gustaría mucho.
Me conmueves. Sí, a mí también me gustaría. Cambiar de tema, hablar de nosotros. Unos minutos, unos pocos minutos.
—¿Te acuerdas de nuestra primera cita? —preguntas.
No es un cambio de tema: es como proyectar la película de hace veinte años, de un pasado seguro. Dejar este hospital londinense de paredes blancas y volver a una tetería en Cambridge.
Por un instante, me permito volver allí contigo.
Fuera está lloviendo a cántaros; dentro, hay una neblina de charla y anoraks húmedos.
Más tarde me dijiste que creías que sería romántico, pero alguien debió verter leche sin querer en el suelo y no la limpiaron, y el olor rancio se instaló en la atmósfera del local. Las cortinas eran baratas y estaban pensadas para los turistas. Tus manos parecían absurdamente grandes mientras sostenían la pequeña y estúpida tacita de té.
Era tu primera «primera cita».
—Eras la única chica a la que pedí una cita —dices.
Me lo confesaste entre las cortinas y la porcelana de la tetería.
Después descubrí que normalmente solías irte a casa con una chica, al final de la fiesta, y a veces aún seguía allí a la mañana siguiente, bajo tu horrendo edredón. A veces pienso que Sarah lo escogió para que actuara como método contraceptivo. Si la chica te gustaba, seguíais así durante un tiempo. Las cosas buenas te pasaban: las chicas bonitas que permanecían bajo tu feo edredón.
—A ti te cortejé —dices.
Hablamos de la atracción.
Tú eras un científico (¿qué hacía yo con alguien aficionado a las revistas de ciencia?) y creías en las feromonas y el imperativo biológico, y yo iba de amantes púdicas y miradas luminosas caminando por el precipicio.
Pensabas que Marvell era un cómic.
—Citaste un poeta que se pasaba un siglo en cada pecho y creo que capté la indirecta.
En esa fina tetería de Cambridge me dijiste que te morías por dejar atrás los confines de la universidad, para «salir al mundo y hacer cosas».
Yo no conocía a nadie que hablara de «hacer cosas». Me había pasado un año estudiando historia del arte, y luego un semestre de literatura inglesa y nadie me había dicho algo así. Mis amigos vestían de negro, y eran estudiantes de humanidades comprometidos con la literatura y con un vocabulario de diccionario ideológico.
Me gustó. También me gustó que no fueras un chico pálido de pómulos pronunciados, estudiando a Kant; eras alto y fuerte y querías escalar montañas y bajar en canoa por los ríos y hacer rafting y recorrer el mundo practicando deportes de aventuras, en lugar de leer y filosofar sobre él.
—Me gustó lo de escalar un volcán —digo—. Era una locura, pero atractiva.
—Quería impresionarte. Eras tan jodidamente guapa.
—Muchas gracias.
—Perdón. Eres jodidamente guapa.
Como si me hubieras oído, pero solamente es un desliz, ¿verdad?
—Te zampaste dos pastelitos —dices—. ¿Te acuerdas? Y me gustó, lo mucho que comías.
No quería que te dieras cuenta de que estaba nerviosa, así que comí para demostrar que todo iba como la seda.
—Llovía.
Las gotas golpeaban las pequeñas vidrieras del escaparate de la tetería, y el sonido era maravilloso.
—Yo había traído paraguas.
Me preguntaste si podías acompañarme a casa.
—Sabía que tendríamos que apretujarnos bajo el paraguas, ¿entiendes?
Vi tu bicicleta y te enfurruñaste cuando comprendiste que la había visto.
—Maldita bicicleta. Tendría que haberla aparcado a la vuelta de la esquina.
Me acompañaste de regreso a Newnham bajo la lluvia, empujando la bicicleta por el asfalto con una mano, pero caminando por la acera a mi lado, sosteniendo el paraguas con la otra.
—No podía tocarte.
La primera noche que pasamos juntos —dos semanas después, porque yo no era una amante púdica— recordamos nuestra primera cita, creamos nuestra propia mitología. Pero eso fue hace años, y ahora deberíamos hablar de nuestros hijos. Los dos lo sabemos. Y así será, dentro de unos instantes. Están con nosotros, todo el tiempo. Pero ahora, en este momento, hay un diminuto rayo de felicidad antes de hablar de ellos. Nos aferramos a eso, durante un poco más de tiempo. Solamente un poco más. Así que sigo caminando a tu lado, a través del frío amargo y la lluvia, tu zancada más larga que la mía, preguntándome qué sucederá cuando lleguemos a Newnham.
Aunque, por supuesto, sé lo que sucedió.
Tú querías una segunda cita, esa misma noche, ignoraste a Marvell por completo, y yo bailé —¡bailé!, con un estilo absurdamente robótico que hizo que la gente se detuviera a mirarme— durante todo el trayecto del segundo pasillo más largo de toda Europa.
El recuerdo sigue empujándome hacia ti, hasta que llego al presente, aquí y ahora, a tu lado en esta habitación; estamos incluso más cerca el uno del otro que antes. Puedo sentir cómo el valiente optimismo que albergas por Jenny entra en mí; hago el amor con la esperanza.
Y cuando me abrazas, yo también creo que Jenny se pondrá mejor.
Se pondrá mejor.
Las cortinas se abren bruscamente y aparece la doctora Bailstrom.
—¿Podría venir a la reunión? —pregunta.
—Vuelvo enseguida, cariño —me dices; y le dejas claro a la doctora Bailstrom que aún oigo y comprendo lo que sucede a mi alrededor.
Llego frente a la puerta del despacho de la doctora Bailstrom, donde el equipo médico está esperando, y me imagino que se pone un gorro negro, antes de leer mi veredicto. Creo que le gustaría la idea de vestirse para la ocasión. Pero si aún puedo utilizar el vocabulario necesario para hacer una frase irónica sobre la doctora Bailstrom, entonces está claro que no soy un vegetal —¿por qué esa expresión?— así que no hay necesidad de que se ponga el gorro negro.
Estoy alerta, despierta, con todas las de la ley, cuerda por completo, en cuerpo y mente. Soy la misma Grace que era ayer, sólo que, de algún modo, estoy partida por la mitad.
Cuando hablemos de esto, cuando todo haya acabado, me dirás que eso de estar partida en dos es ¡una solemne tontería, Gracie! Pero eso es porque avanzas por la vida a golpe de deportes de aventuras, en lugar de enterarte de las cosas de oídas. Porque si leyeras más y escalaras menos montañas, sabrías algo del dualismo cartesiano, de identidad y ego, de cuerpo y alma. Sabrías que hay todo un género literario que se llama «el yo dividido». Sí, de verdad. Así que déjame recordarte, mientras chasqueas la lengua, los cuentos de hadas que solías leerle a Jenny cuando era pequeña: princesas que bailaban en un mundo de fantasía cada noche, y ranas que se convertían en príncipes y chicas que se transformaban en cisnes. Y si quieres que te caiga una buena reprimenda, entonces citaré a Hamlet: «Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las que pueda soñar la filosofía».
Y levantarás las manos, como diciendo ¡basta! Entonces te ignoraré.
El mundo visible no es el único que existe, y los escritores de los cuentos de hadas y de las historias de fantasmas, los místicos y los filósofos, hace siglos que lo saben. Jenny está inconsciente en su cama, y yo en la mía; no somos ellas en realidad, y esa es la única verdad: que no hay una única verdad.
Ahora tengo que ir contigo.
En lugar de imaginarme el gorro negro en la cabeza de la doctora Bailstrom, miraré sus pies y pensaré en las zapatillas rojas de Dorothy. Uno nunca sabe qué puede pasar: quizá la doctora Bailstrom hará chocar sus tacones tres veces y yo volveré al mundo real.
Lo siento, menuda digresión. Sabes que tiendo a distraerme en los momentos importantes. La cuestión es que estaré de nuevo contigo y con Addie. Porque Jenny se pondrá bien, así que yo seré libre, y volveré a entrar en mi cuerpo y me despertaré.
Sólo que la última vez que volví a entrar en mi cuerpo no pude hacer nada. Nada en absoluto. «¡Olvídate de eso ahora mismo!», exclama mi niñera interior. «No hay lugar para los pensamientos negativos». Y tiene razón. Es que no estaba lista en ese momento. Seguro. Pero volveré a estar con vosotros.
Nunca te he visto superado antes. Pero aquí, con un montón de doctores a tu alrededor, pareces más frágil, vencido. La doctora Bailstrom no te mira a la cara cuando habla.
—Hemos llevado a cabo una serie de pruebas y exámenes, Mike. Muchos eran repetidos, comprobaciones de los que se hicieron ayer.
¿Crees que utiliza tu nombre de pila para caerte bien, o porque «señor Covey» subrayaría la conexión que nos une, yo que soy la señora Covey, y ahora mismo quiere evitar eso?
—Me temo que tiene que prepararse para la posibilidad de que Grace nunca vuelva a recuperar la conciencia.
—Se equivoca —dices.
¡Pues claro que se equivoca! El mero hecho de que lo sepa es prueba suficiente. Y la parte de mí que piensa, que siente y que volverá a mi cuerpo está segura de que despertaré.
—Sé que es difícil asumir esta noticia —dice la doctora Bailstrom—. Su esposa solamente tiene reflejos básicos: respirar y tragar. No creemos que se produzca ninguna mejora.
Sacudes la cabeza, te niegas a que la información entre en tu mente.
—Lo que mi colega quiere decir —interviene un médico más mayor— es que el daño que el cerebro de su mujer ha sufrido le impide oír, ver o escuchar nada. Tampoco puede pensar ni sentir. Eso quiere decir que ha perdido sus funciones cognitivas. Y no mejorará. No se despertará.
Está claro que es un ferviente seguidor de la rama de la facultad de medicina del suéltaselo-sin-anestesia-al-familiar. Es una rama total y absolutamente equivocada.
—¿No hay escáneres más avanzados? —dices—. Sé de casos de gente clasificada como vegetales a los que les dicen que se imaginen que están jugando a tenis si quieren decir que sí, y el escáner cerebral lo detecta.
Lo había oído durante uno de mis viajes, escuchando la radio, y te hablé de ello mientras charlábamos sobre información interesante. Me gustó la idea de que alguien pudiera interpretar el acto de jugar al tenis como un sí. Un golpe fuerte, imaginé, o un servicio. Como un sí positivo y vigoroso. Me pregunté si no importaba que uno fuera un desastre jugando al tenis, y que eso no fuera un impedimento para visualizar esa pelota golpeando la red, honestamente, o si en consecuencia termina saltando a la pata coja, patética, hasta llegar a su destino. ¿Creerán los médicos que eso es un «no lo sé»?
—Seguiremos sometiéndola a todas las pruebas existentes —dice el médico, algo picado—. Ya le hemos practicado muchas. Pero déjeme que sea muy sincero: la cuestión es que no va a mejorar.
—¿No lo entiende, verdad? —digo—. Lo de ser madre.
—Por decirlo llanamente, todos los escáneres y tomografías muestran un trauma masivo e irreparable en el cerebro.
—Mi hijo me necesita. No solamente por lo importante, demostrar que es inocente. Es que por las mañanas, le ayudo a diseñar un escudo imaginario que se pone encima del corazón, para que no le duela tanto cuando la gente es mezquina con él.
—Su tejido cerebral está dañado, más allá de cualquier recuperación.
—Y algunas noches, sólo puede dormirse si le sostengo la mano.
—No hay nada que podamos hacer. Lo siento.
—Pero también podrían ser un montón de gilipolleces, ¿verdad? —dice una voz en el umbral de la puerta. Por un segundo creo que es mi niñera interior, metiéndose con otra persona para variar, aunque nunca dice palabrotas. Me giro y veo a Sarah. A ella tampoco la he oído decir nunca «gilipollez».
Entra en el despacho. Detrás llega mi madre. Las dos han oído el veredicto de los médicos.
—El doctor Sandhu se ha quedado con Jenny —te dice Sarah—. Ha prometido no separarse de ella ni un segundo.
Y ya no pareces frágil, porque Sarah está a tu lado.
—Me llamo Sarah Covey. Soy la hermana de Mike —anuncia Sarah—. Esta es la madre de Grace, Georgina Jestopheson. Seguramente hay pacientes que despiertan del coma después de años, ¿verdad? ¿Con sus «funciones cognitivas» intactas?
El doctor de la rama suéltaselo-sin-anestesia-al-familiar no parece intimidado.
—Sí, se publican reportajes en la prensa de vez en cuando sobre casos parecidos, pero cuando se analizan con atención, la realidad es que responden a patologías muy diferentes, a nivel médico.
—¿Y la terapia de células madre? —preguntas—. ¿Cultivar nuevas neuronas, o algo así?
Sigues aferrándote a la información que uno oye a medias cuando conduce, escuchando la radio, o que se ojea mientras lees los periódicos dominicales.
Pero yo también estoy ahí contigo, aferrándome igual; imaginándome una grúa inmensa izando ese pesado barco, el cuerpo que está naufragado en el lecho del océano. Y alguien limpiándome la herrumbre de los ojos.
—No hay ninguna prueba científica de que esas terapias funcionen. Sobre todo, se aplican en casos de pacientes que padecen enfermedades degenerativas, como Parkinson o Alzheimer, no en casos de trauma masivo.
Le da la espalda a Sarah y se dirige a ti:
—Sin duda querrá saber durante cuánto tiempo estará así su esposa. La respuesta es que puede ser mucho tiempo. No hay razón para que muera. Respira por sí sola, y está intubada, recibiendo alimentación. Seguiremos haciéndolo, claro está, de modo que su estado puede prolongarse indefinidamente. Pero no estoy seguro de que podamos calificarlo de vida tal y como la concebimos. Y aunque ahora se sienta aliviado al saber que no va a morir, puede tener un impacto concreto en la vida de su familia.
Ahora que soy una carga a largo plazo, soy «tu esposa», lo cual subraya tu onerosa responsabilidad.
—¿Está hablando de una orden judicial que le retire la alimentación y los fluidos básicos para su supervivencia? —pregunta Sarah, y me digo que si un tigre se reencarnara en oficial de policía, se parecería a Sarah.
—Por supuesto que no —dice la doctora Bailstrom—. Aún es pronto, y sería prematuro…
—Pero eso es lo que apuntaban, ¿no? —interrumpe Sarah, merodeando a su alrededor, rugiendo.
—¿Es abogado? —dice la médico.
—Soy policía.
—Es una tigresa protegiendo a su hermano, para el que ha sido como una madre —añado, para intentar clarificar la situación, y al mismo tiempo amo a Sarah por lo que está haciendo.
—Solamente queríamos ser claros con usted —continúa el médico de la rama suéltaselo-sin-anestesia-al-familiar—. Con el tiempo sí tendremos que mantener una conversación sobre lo que es mejor para Grace…
—Basta —dice Sarah, interrumpiendo de nuevo—. Yo estoy de acuerdo con mi hermano; Grace puede pensar y escuchar. Pero eso no es lo que importa.
Hace una pausa y luego pronuncia la frase, palabra por palabra, dejándolas caer en la silenciosa piscina en que se ha convertido esta habitación.
—Ella. Está. VIVA.
El médico comprende que Sarah es una rival digna de él, así que vuelve a girarse hacia ti. Veo que Jenny ha entrado en la sala.
—Señor Covey, creo que…
—Ella es más inteligente que todos ustedes —dices, interrumpiéndole mientras tengo que mirarte de reojo; después de todo, son neurólogos, cariño, son cirujanos. Tú ni te fijas en ese detalle—. Sabe de literatura, de pintura, todo tipo de cosas; todo le interesa. No sabe lo lista que es, pero es la persona más brillante que he conocido nunca.
—¿Qué pasa por esa cabeza tuya? —me preguntaste un año después de que empezáramos a salir, con admiración y afecto. Tú soñabas con prados, yo tenía la cabeza llena de bibliotecas y galerías de pintura, repletas hasta los topes.
—Todo eso no desaparece —continúas—. Todo lo que pensó, y sintió y aprendió; toda su amabilidad y su calidez y su sentido del humor. No desaparece así como así.
—Señor Covey, como neurólogos lo que nosotros…
—Son científicos. Sí. ¿Sabían que cuatro billones de años atrás llovió durante miles de años, y que así fue como nacieron los océanos?
Le escuchan educadamente. Van a dejarte este momento Desaparecido en Combate, después de comunicarte la terrible noticia. Pero yo sé a dónde quieres ir a parar. Le hablaste de eso a Addie, hace unos meses; así sus deberes sobre el ciclo del agua le resultaron más interesantes.
—El agua que había caído desde el cielo hace cuatro billones de años es exactamente la misma que tenemos hoy —prosigues—. Quizá está congelada en los glaciares, o en las nubes, o en ríos o lloviendo. Pero es la misma agua. Exactamente la misma cantidad. Ni más, ni menos. No se fue a ninguna parte. No pudo irse.
La doctora Bailstrom golpea con impaciencia su tacón rojo en el suelo, casi sin darse cuenta, quizá porque no entiende lo que dices o prefiere no intentarlo. Pero a mí me gusta la idea de que soy un pedacito de glaciar fundido, mezclándome con el océano; igual, pero cambiada. O, más optimista, parte de una nube que volverá a caer con la lluvia, de regreso al lugar de donde procedo.
—Seguiremos con las pruebas —te dice la doctora Bailstrom—. Pero debe saber que no hay ninguna posibilidad de que su esposa vuelva a recobrar la conciencia.
—Acaba de decir que puede vivir durante años —replicas—. Así que un día puede que haya una cura. Tendremos que esperar, no importa cuánto tarde.
Si tan sólo tuviéramos suficientes mundos y tiempo.
Con el tiempo, una nube vuelve al océano.
Basta con esperar lo bastante, y un aburrido grano de arena se convierte en una perla luminosa. La noto en mi mano, redonda y suave hasta que se vuelve cálida; es la mano de Adam, en la mía, mientras se duerme.