Estás al lado de Jenny, mirando el monitor que controla su latido. Apenas miras a Sarah cuando llega.
—¿Baker piensa detener a ese bastardo, sí o no? —le dices.
—Aún piensa que lo hizo Adam.
Es como si te hubiera dado una bofetada.
—No lo entiendo.
—No dijo nada, Mike. No puede hablar.
—Pero ¿no sacudió la cabeza, no hizo…?
—No. Nada de nada. No pude evitarlo. Lo siento, lo siento muchísimo.
—Dios mío. Pobre Ads —te levantas—. ¿Cómo demonios puede creer las mentiras de Hyman?
—No puede haber sido él, ya te lo he dicho. Si admitiera haber visto a Adam en la escuela ese día —dice Sarah—, tendría que explicar qué estaba haciendo allí, para empezar.
—Sé que ya me lo habías dicho. Pero es tan fácil como hacer que alguien mienta en su lugar.
—Mike…
—¿Quién coño es su coartada?
Sarah no contesta.
—¿Lo sabes, verdad?
La miras, y ella responde, sosteniendo tu mirada:
—Fue su esposa.
—Voy a verles.
—No creo que eso sea…
—Me importa un carajo lo que piensen los demás.
Nunca te había oído hablarle así a tu hermana. Le sabe mal, pero no te das cuenta.
—¿Te quedarás aquí, con ella?
—No creo que consigas nada, Mike.
Guardas silencio.
—Un amigo te trajo el coche de la BBC, está en el aparcamiento del hospital —dice—. El de fuera. Han dejado el estacionamiento de larga duración pagado. Toma.
Te entrega el resguardo. Al verlo, vislumbro gente de pie en las orillas de nuestra antigua vida, saludándonos con cepillos de dientes nuevos y camisones para mí y comida que dejan en el umbral, para mamá y Adam.
Sarah ocupa tu lugar al lado de Jenny.
—No hay cambios desde esta mañana —le dices—. Estable, dijeron, por el momento.
Cuando Jenny me dijo que le dolió intentar salir fuera, me preocupó que hubiera afectado su cuerpo en cierto modo, pero gracias a Dios, no fue así.
—Si pasa cualquier cosa, no importa qué, avísame de inmediato.
—Por supuesto —te dice Sarah.
Te vas de la UCI, y quiero decirte que Silas Hyman está aquí ahora, en este hospital. Pero quizá sea mejor que veas a su esposa a solas. Quizá descubras más así.
Y Sarah se quedará con Jenny. Mamá está con Adam. Nuestros dos hijos están a salvo.
Jenny está frente a la UCI.
—¿Dónde va papá?
—A casa de Silas Hyman.
Se da la vuelta, para ocultarme su rostro.
—¿Jen?
—Si pudiera acordarme de esa tarde, entonces la policía no le echaría la culpa a Addie; papá y tu no le echaríais la culpa a Silas. Pero no puedo, ¡no puedo acordarme!
—No tienes que sentirte culpable, cariño.
Le pongo la mano en el hombro, pero me aparta, como si estuviera enfadada por necesitar que la reconforten.
—Quizá es la medicación, los sedantes que te están administrando —digo—. El detective inspector Baker le dijo a la tía Sarah que podían afectar la memoria.
En realidad, lo que había dicho era que «la única vez que he visto a alguien amnésico de verdad es cuando un detenido estaba ciego de droga».
—Pero la medicación no tiene otras consecuencias, ¿verdad? —dice Jenny—. Puedo pensar con claridad, y puedo hablar contigo.
—¿Quién sabe cómo actúan? Y si no es la medicación, quizá haya otros motivos. Hay algo llamado amnesia retroactiva. Bueno, creo que se llama así.
No quiero que se torture; en lugar de eso, busco una razón que pueda entender. Así que sigo hablando:
—Es cuando tu cerebro bloquea el acceso a un recuerdo traumático, para que no sufras. Puede afectar el periodo de tiempo anterior y posterior al hecho.
Aunque estoy bastante segura de que no es lo que le pasa a Adam, quizá sí sea lo que Jen está experimentando.
—¿Es como un mecanismo de defensa? —pregunta.
—Sí.
—Pero el recuerdo sigue ahí.
—Creo que sí, que funciona así.
—Entonces solamente tengo que ser más valiente.
Recuerdo el estremecimiento de miedo que sintió cuando trató de recordar lo sucedido la tarde anterior.
—Aún no, cariño. Tal vez la tía Sarah y papá descubran lo que pasó, sin que tú tengas que recordar.
Parece aliviada.
—¿Te importa si voy con papá? —pregunto.
—Claro que no. Pero ¿no te hará daño salir?
—Bueno, soy dura como una piedra —digo; es una de las expresiones de mi madre.
—Sí, claro. Lo dice una persona que se mete en la cama cuando está resfriada.
Dejo atrás el hospital, contigo. El aire caliente me quema la piel y la gravilla se clava en las plantas de mis pies como si fueran puñales de cristal, como si el edificio del hospital, con sus paredes blancas y frías y su linóleo resbaladizo me hubiera protegido todo este tiempo, y ahora alguien me arrancara esa protección.
Me agarro a tu mano, no importa que no la sientas. Haces que me sienta mejor.
Llegamos a tu coche y veo los libros de Adam guardados en una bolsa, detrás del asiento del conductor, una barra de lápiz de labios de Jenny tirada en el salpicadero, un par de botas que hay que llevar al zapatero en el asiento de atrás; como restos arqueológicos de una vida muy lejana. Son sorprendentemente evocadores.
Nos alejamos del hospital en el coche.
El dolor me asaeta, como una lluvia de golpes, así que trato de concentrarme en otra cosa. ¿Pero, en qué?
Hay silencio en el coche. Nunca había silencio en el coche. O bien charlábamos, o poníamos la radio (a todo volumen, si Jenny llevaba la voz cantante). Si estoy sola, después de haber pasado mucho rato con niños de ocho años o chicas adolescentes, pongo Radio 4.
Te miro mientras conduces. La gente siempre tiene ganas de hablar contigo. A veces me pregunto cómo lo consigues. No eres tan alto, ni tan guapo, de hecho no eres guapo; entonces, ¿por qué les caes tan bien? Cuando te pregunto, dices que como te han visto por la tele, piensan que ya te conocen.
Pero yo siempre he creído que eres carismático, que tienes seguridad en ti mismo. Después de todo, yo no te había visto por televisión antes de enamorarme de ti.
Involuntariamente, estiras la mano izquierda hasta el asiento del pasajero para sujetar mi mano, como siempre haces cuando conduces. «Una de las ventajas del cambio de marchas automático». Por un instante, vamos a casa de unos amigos a cenar, tú conduces y alabas los navegadores por satélite, porque te permiten hablar en lugar de estar pendiente de un mapa, y la botella de vino rueda en la parte de atrás. Entonces apartas la mano.
En nuestro coche silencioso, recuerdo tu antigua voz, profunda y cálida y confiada. La voz que tenías hasta ayer por la mañana.
Siempre has sido tan feliz, hasta ahora, a tu manera fácil y masculina; a veces me enfurecía, incluso. Todo saldrá bien, ¡no te preocupes! Es la frase que pondrán en tu lápida, te replicaba yo. Pero esa manera de ser es atractiva, esa felicidad que llevas dentro, tu forma de estar bien con el mundo; mirabas al exterior con confianza, no te analizabas con preocupación.
—¿Siempre feliz, eh? —me riñe la niñera interior, recordándome que el accidente de coche de tus padres tuvo lugar cuando no eras mucho mayor que Adam.
—Annie, la huerfanita —dijiste, cuando me lo contaste por primera vez—. Pero sin los ricitos.
Así que has sufrido cosas terribles, terribles antes de ahora, incluso si las cicatrices se han borrado. «Tenía a Sarah, así que sobreviví», me dijiste cuando nos conocimos mejor. «Es la versión humana de una navaja suiza».
Giras y sales de la carretera principal.
El dolor produce un fuerte sonido, una vibración aguda, rompe las barreras de los pensamientos que estoy tratando de mantener a raya.
Vuelvo a pensar en Jenny, cubierta de pintura roja. Imagino un hombre entrando en una ferretería, unos días antes; un lugar enorme, nadie se acordará de él. Pienso en él, caminando por el pasillo donde están las latas de pintura, dejando atrás la pintura normal, y se decantó por el barniz de poliuretano. En mi cabeza, pasa de largo rápidamente frente a los botes y latas de color blanco y crema, hasta llegar a los de color; no hay tanto donde escoger, porque ¿cuánta gente quiere pintar los postigos y las barandillas de un color muy llamativo? Él escoge el color sangre.
Me imagino a la cajera, que no le extraña que compre un bote de pintura roja y disolvente, porque la única forma de limpiar el barniz rojo brillante es con disolvente y sí, está comprando una cantidad muy alta, pero hay cola y dentro de nada llega su pausa para el café.
¿Cómo logró ocultármelo Jen? ¿Se fue a casa de una amiga, a lavarse el pelo? No debía saber que el barniz no se quita así como así. ¿Fue a la peluquería, o fue su amigo Ivo el que corta, corta, corta, ocultó el rastro del incidente?
¿Frotó con agua su abrigo, desesperada, antes de llevarlo a la tintorería? Seguramente chasquearon la lengua y sacudieron la cabeza, y le dijeron que no podían prometerle que la prenda quedara como nueva.
¿Por qué no me lo contó a mí?
Avanzas por una calle que está a tres de la nuestra. Allí está la casa del señor Hyman.
No sabía que me estabas escuchando, cuando te decía que a menudo nos encontrábamos con el señor Hyman de camino a la escuela.
Dejas el coche contra la acera, ni te preocupas de aparcar bien.
Cierras la puerta con un golpe tan fuerte que el coche se estremece.
Pienso que para sobrevivir al amor que sientes por Jenny, y esta terrible compasión, necesitas hacer contrapeso con un río de furia.
Desde el coche te observo llamando a todas las puertas, preguntando dónde vive Silas Hyman. El dolor se hace más terrible cuanto más tiempo estamos lejos del hospital. Trato de visualizarlo, como hice cuando di a luz a mis hijos, aunque en ese momento eran cuerpos de verdad que sentían dolor, pero quizá la piel y la carne y los huesos están protegiendo algo dulcemente tierno en su interior.
Te voy a buscar cuando llamas a la puerta del señor Hyman, cuando aprietas el timbre con el pulgar clavado en el cobre.
Su mujer atiende la puerta. La reconozco, me acuerdo de que se llama Natalia. La conocí una noche, en una de esas veladas de la escuela dos años atrás (te negabas a ir a nada parecido a una velada-por-el-amor-de-Dios). Parecía una criatura salida de una novela de Tolstói, y me pregunté si se había cambiado el nombre de Natalie por uno más apropiadamente exótico. Pero su belleza se había embrutecido sutilmente desde entonces. Algo —¿angustia, cansancio?— tiraba de la piel de su rostro, y deformaba la línea perfecta de sus ojos verdes de gato; presagiaba su envejecimiento, cuando su belleza felina quedará oculta, sin dejar rastro.
Mirando su cara, imaginándola en el futuro, porque no quiero mirarte a ti. Ya no eres un hombre a quien la gente quiere caerle bien.
—¿Dónde está su marido? —preguntas.
Natalia te observa; sus rasgos felinos se estiran, sienten la amenaza.
—¿Usted es…?
—Michael Covey. Soy el padre de Jenny Covey.
Adam se saca el yelmo de plástico con un gesto dramático, mientras finge ser un gladiador romano, interpretado por Russell Crowe.
—Me llamo Máximo Décimo…
—Meridio —dice Jenny.
—Máximo Décimo Meridio. Comandante de los ejércitos del norte. General de…
—Bla, bla.
—Los ejércitos no son bla, bla.
—Lo bueno viene ahora.
—Vale, vale. Soy Máximo Décimo Meridio. Fuera el trozo de los ejércitos. Padre de un hijo asesinado, marido de una mujer asesinada, y alcanzaré mi venganza, en esta vida o en la otra.
—Me estremezco —dice Jenny—. Cada vez.
Adam, sosteniendo su yelmo, asiente solemne. Tratas de no reírte desesperadamente, y yo intento por lo que más puedo no mirarte.
Aún no ha visto la película, no le hemos dejado. Es demasiado violenta. Pero Jen le ha enseñado las mejores frases.
Sí, sé que tu situación no es la de Máximo Décimo Meridio, porque tu hija y tu mujer aún están vivas.
—Mi marido no está —dice Natalia, con un ligero énfasis en el posesivo, el hincapié de su lealtad.
—¿Dónde está? —preguntas.
—En una obra.
Le ha mentido. Siento una punzada de angustia por Jenny y Adam. Pero Sarah está con ella, y mamá con Adam. Ninguno de los dos abandonará su puesto.
—¿Qué obra, dónde está?
—No lo sé. Es distinta cada día. Los trabajadores no cualificados no disfrutan del lujo de tener un empleo fijo. —Suena como si le importara de verdad. Prosigue—: Leí lo que les pasó a su esposa y su hija.
Espero a que diga algo cortés y amable, pero no lo hace.
En lugar de eso, se da la vuelta y deja la puerta abierta tras ella, alejándose hacia el interior de la casa. La sigo. Hace calor, es agobiante. Hay tres niños pequeños, con aspecto sucio y descontrolado; dos de ellos se están peleando.
Su casa es casi idéntica a la nuestra, a unas pocas calles de distancia, pero hay una puerta en la entrada del primer piso. Es un apartamento, no una casa. Nunca había caído en la diferencia financiera que hay entre los profesores de Sidley House y los padres de los alumnos.
Entra en una pequeña cocina. El calendario de la escuela está colgando de la pared, con las tres fotos de los niños que cumplen años en julio. El 11 de julio está marcado en letra grande, «Deportes al Aire Libre», y en más pequeño, «Adam Covey cumple ocho años».
La fecha está marcada en rotulador rojo.
Adam se puso muy contento cuando el señor Hyman le mandó una tarjeta de felicitación por su cumpleaños.
Recuerdo lo que Sarah le dijo a Baker.
«Cualquier persona que tuviera ese calendario en su poder sabría que el día de los deportes al aire libre coincidía con el cumpleaños de Adam. Incluyendo el culpable. Lo planeó todo para que le culparan a él».
Natalia coge un ejemplar del Richmond Post. Vuelve hacia ti, sosteniendo el periódico. Sus dedos señalan la fotografía de Jenny.
—¿Por eso está aquí? —pregunta—. ¿Por este jodido montón de mierda?
Me sorprende su vulgaridad, delante de los niños. Sé que es absurdo. Si un periódico dijera esas cosas de ti yo también estaría hablando como una verdulera.
—Es todo mentira —dice—. Absolutamente todo.
—¿Y la coartada que le dio? —preguntas—. ¿Eso qué significa?
—¿Qué le parece si le digo lo que sé? —dice ella—. Y luego contestaré a sus preguntas.
Estás a contrapié, lo noto. Eres Máximo Décimo Meridio en busca de tu venganza contra el señor Hyman. No estás seguro de qué hacer con un debate a la BBC como el que tienes delante, con la opción de seguir discutiendo dentro de unos minutos.
—Silas es el hombre más amable que pueda imaginarse —dice, aprovechando tu momentánea vacilación—. Para ser sincera, a veces me molesta que sea tan bueno. A nuestros hijos no les iría mal un poco de disciplina. Pero no es así, ni siquiera es capaz de levantarles la voz. Así que la mera idea de que pudiera prenderle fuego a una escuela, bueno, es simplemente ridícula.
—¿Y qué me dice de la entrega de premios? —interrumpes—. No fue precisamente «amable» allí. Le vi con mis propios ojos.
—Quería que todo el mundo supiera que no era culpa suya —replica Natalia—. ¿No irá a reprochárselo, verdad? ¿Por buscar una oportunidad de contar la verdad? No tuvo la más mínima ocasión de hacerlo antes de que le echaran, ¿recuerda?
Ahora siento su hostilidad, agazapada detrás de cada palabra.
—Se engalanó para la ocasión, ¿sabe? —continúa—. Se puso una corbata y una chaqueta de traje, tenía un aspecto tan elegante; creyó que así la gente le haría más caso. Pero se pasó primero por el bar. No irá a sorprenderse por eso, supongo. Tenía que tomarse un par de tragos para reunir el valor suficiente. Es un hombre apasionado, y a veces bebe más de la cuenta, pero jamás destruiría nada, ni provocaría un incendio, y mucho menos se arriesgaría a hacerle daño a nadie.
Apenas notamos su acento del norte durante la velada de la escuela, pero ahora es más pronunciado. ¿Lo ocultaba antes, o ahora hace hincapié en él, para demostrarte lo distintos que sois, ella y tú, un padre de Sidley House?
—Aquí no dice que se dedicó a la enseñanza solamente para tener tiempo de escribir. Todas las vacaciones, los periodos estivales —en las escuelas privadas, son aún más largos—, fueron la razón por la que se dedicó a enseñar, porque quería escribir un libro.
Intentas decir algo pero ella sigue hablando.
—Tampoco dice que no llegó a escribir su libro, el motivo por el que se dedicó a esto, sino que se pasaba el tiempo libre diseñando los planes de estudio, y buscando formas nuevas de que los alumnos se interesaran por las clases de historia, inglés y hasta la jodida geografía. Sí, se pasaba horas buscando excursiones interesantes, recursos de aprendizaje, incluso el tipo de música que lograría que los críos se concentraran mejor. Aún sigue hablando de ellos. Aún les llama «su clase».
Sus dedos sudan; manchan el rostro de Jenny.
—Y aquí están mis hijos, que seguramente nunca verán el interior de una escuela privada, a menos que tengan la suerte de ser maestros de una, o más probablemente, de limpiarla. Nuestro hijo mayor empieza en septiembre en la pública, con treinta por clase. Aun así me siento muy orgullosa de él. Es el mejor jodido maestro que esa escuela tenía.
La agresividad palpita en sus palabras.
—Todos sus amigos de Oxford tienen carreras profesionales de primera, bien pagados, son abogados o trabajan en los medios de comunicación —prosigue—. Él solamente es, o mejor dicho, era, un maestro de escuela. Ni siquiera le reconocían el mérito, porque es una institución privada, así que tampoco tenía nada de especial. ¿Así que le parece extraño que se presentara en su entrega de premios y estallara allí?
Uno de los niños se ha unido a ella, y la madre toma la mano de su hijo con fuerza.
—Allí le conocí —dice—, en Oxford. Yo era secretaria, y me sentía orgullosa de estar a su lado. No podía creerlo cuando me escogió a mí; se casó conmigo. Pronunció sus votos junto a mí.
Entonces, ¿se trata de eso? En la riqueza y en la pobreza; en la mentira y en la coartada.
Tanta lealtad inmerecida, sin recompensa.
—Es un buen hombre. Es cariñoso. Y decente. No se puede decir eso de muchos.
¿Se cree esa versión de su marido? ¿O como Maisie, presenta una imagen de cara al mundo exterior, sin importar el coste que tenga para ella?
—No fue culpa de Silas, lo que le sucedió a ese chico en el patio. Fue…
La interrumpes. Ya has oído lo suficiente.
—¿Dónde estaba su marido ayer por la tarde?
—Aún no he terminado de…
—¿Dónde? —Levantas la voz, enfadado; asustas al niño.
—Tengo que decirle la verdad; tiene que saberlo —dice ella.
—Pues dígamelo.
—Estaba conmigo y con los niños —dice, y al cabo de un momento— durante toda la tarde.
—Acaba de decir que está en la obra —dices, y tu tono implica que es una mentirosa.
—Sí, cuando hay trabajo, pero ayer no consiguió nada. Así que fuimos al parque, para merendar allí. Dijo que más valía que aprovechásemos el tiempo libre que tenía ahora que no trabajaba. Hacía mucho calor dentro de la casa, además. Nos fuimos todos juntos hacia las once, y volvimos poco después de las cinco.
—Eso es mucho tiempo —está claro que no la crees.
—No teníamos ningún motivo para volver. A Silas le gusta jugar con los niños fuera, los lleva a caballito, echan carreras, juegan al fútbol… Los adora.
Jenny dijo que fingía ser el encargado de una actividad extraescolar para no tener que volver a casa. La estampa del hombre de familia que Natalia está pintando no existe.
—¿Le pidió que dijera eso, o se le ocurrió a usted sola? —preguntas, y me alivia que cuestiones su versión.
—¿Tan difícil le resulta creer que una familia como la nuestra pudiera pasar la tarde juntos?
Creo que al decir «como la nuestra», quiere decir una familia que vive en un apartamento, no en una casa; una familia que no tiene dinero, y cuyo padre trabaja como paleta en obras. Y no, por supuesto, no resulta difícil creer que una familia como esa pueda disfrutar de un día en el parque. Pero estoy segura de que te oculta algo. Lleva haciéndolo desde el momento en que te abrió la puerta.
—¿Les vio alguien mientras estaban en el parque? —preguntas.
—Mucha gente, estaba lleno.
—Alguien que les recuerde, quiero decir.
—Había una parada de helados, quizá el vendedor se acuerde.
Una tarde de julio calurosa, en el parque. ¿Cuántas familias con críos pequeños debió ver ese vendedor de helados? ¿Cuál es la probabilidad de que se acuerde?
—Dígame, ¿a quién convenció su marido para que mintiese en su lugar? —preguntas—. ¿Para que dijera que había visto a Adam?
—¿Sir Covey?
Ese apodo te enfurece, pero creo que su sorpresa es auténtica.
—¿Quién se ha prestado a echarle la culpa a mi hijo? —Tu furia está arrojándole las palabras.
—No tengo ni idea de qué quiere decir —afirma.
—Dígale que quiero hablar con él —dices. Te das la vuelta para irte.
—Espere. ¡Aún no he terminado! Ya se lo he dicho, quiero que sepa la verdad.
—Tengo que volver con mi hija.
Empiezas a irte, pero ella te sigue.
—El accidente del patio fue culpa de Robert Fleming, Silas no tuvo nada que ver con eso.
Te apresuras, te concentras para no escucharla. Pero por un instante, pienso en Robert Fleming, de la misma edad que Adam, y que tanto le atormentaba.
Abres la puerta del coche y uno de los caballeros de plomo de Adam se cae de la guantera lateral. Ella te alcanza.
—Los niños pueden ser unos pequeños monstruos, malvados —se aferra a la puerta del coche para impedir que la cierres—. Fue usted quien obligó a la señora Healey a despedir a Silas, por no controlar lo que pasaba en el patio, ¿verdad? Usted quería que se largara.
—No tengo tiempo para esto. Métase con los demás padres si le hace falta, pero no conmigo. No ahora.
Puedo oler su hostilidad, como si fuera un perfume fuerte y barato.
—Fue usted quien hizo que el Richmond Post publicara toda esa porquería sobre él, para asegurarse de que le echaban.
Le arrebatas el control de la puerta y cierras de golpe.
Arrancas, y ella echa a correr detrás del coche. Logra darle una patada al parachoques, y luego giramos y nos alejamos de la calle.
Quizá debería parecerme más víctima. Después de todo, en pago por su amor y lealtad, Silas le miente y la deja a la altura del betún con una adolescente como mi hija. Pero es dura y agresiva, y eso significa que no encaja en la categoría de la dulce palomita. ¿Está enfadada porque verdaderamente cree que Silas ha sufrido injustamente? ¿O es la angustia de una mujer que sabe que ha cometido un terrible error al escoger a su marido?