12

Estás en la habitación de Jenny, a su lado. El policía ya no está, pues «ya no se considera necesario».

Tú sí lo consideras necesario.

Llega Sarah.

—Ads está de camino —dice.

—No puedo dejar a Jenny sola, no cuando Baker ha retirado su protección policial.

—Hay un montón de personal médico aquí, Mike. Muchos más que en la unidad de quemados.

¿Es que no cree que existe peligro real?

—Dile a Baker por qué no puedo dejar a Jen sola.

—Creo que lo entiende.

Porque si proteges a Jenn, demuestras que crees que el verdadero culpable sigue ahí fuera, sigue siendo una amenaza. Y ese criminal no es un chico de ocho años. Tu vigilancia es la verificación palpable de que el detective inspector Baker se equivoca, y Adam es inocente.

Sé que quieres estar con él, que te sientes desgarrado entre dos deberes. Lo he sentido incontables veces, de formas muy sutiles, a lo largo de los años. Con Jenny fue tan sencillo, pero dos hijos convirtieron la impecable narrativa de nuestras vidas en una narración dislocada. «Por el amor de Dios», dice la voz de mi niñera. «Aquí no se trata de escoger entre ayudar a Jenny con sus deberes, o llevar a Adam al zoo; o si a Jenny le gustaría más irse de vacaciones a la costa, y Adam en cambio preferiría recorrer los castillos de Gales». Pero sí creo que es lo mismo, sólo que trasladado a una escala monstruosamente mayor.

Y la necesidad de estar con los dos a la vez, al mismo tiempo, es como un desgarro físico.

—Cuida de él —le dices a Sarah.

Se va, y la sigo, desesperada; quiero decirle que yo vi al culpable.

Antes de que acusaran a Adam, la investigación policial seguía su curso y yo estaba segura de que le detendrían. Pero ahora, la policía nos ha abandonado, y la información que poseo es vital y se corroe cuanto más tiempo tarda en no ser contada, prisionera en mi interior.

En el atrio de paredes de cristal, Sarah está comprobando su Blackberry mientras Jenny y yo esperamos a que llegue Addie.

El joven policía que estaba custodiando a Jenny aparece por la puerta principal. Tras él, mamá y Adam.

Sarah le da un beso a Adam, y suavemente le aparta un mechón de pelo de encima de los ojos. Debería haberle cortado el pelo el domingo, tal y como quería hacer, pero en lugar de eso nos quedamos viendo juntos un programa de historia por televisión.

Está delgado y pálido y sorprendido.

Sarah se gira hacia mamá; habla en voz baja.

—¿Ha dicho algo? —pregunta.

—No. Lo he intentado, pero aún no puede hablar. No ha dicho una palabra desde que sucedió.

Addie no te dijo nada por teléfono la noche anterior; ni tampoco cuando estuvo conmigo, a mi lado. Pero ¿será capaz de hablar en absoluto? Como yo, no lo sabes. Ni siquiera has podido verle aún porque, increíblemente, el incendio tuvo lugar ayer por la tarde. Solamente han transcurrido unas horas.

—¿Sabe de qué se trata? —le pregunta Sarah a mamá.

—Sí. ¿Puedes detener esta locura? Por favor.

Sarah se da la vuelta hacia el joven policía.

—Dame cinco minutos —habla como su superior, no como un miembro de la familia de Adam.

Jenny y yo la seguimos.

—¿Por qué no está papá? Debería estar con Addie —dice Jenny.

—Quiere estar a tu lado.

—Pero no le necesito.

Creo que está asustada pero decidida a ocultarlo.

—Papá sabe que Addie estará con la tía Sarah —le digo, sorprendida por lo mucho que me tranquiliza esa idea.

—Sí.

Seguimos a Sarah de vuelta al despacho opresivamente caluroso. El detective inspector Baker está sentado en una silla de plástico demasiado pequeña para él. Sarah se queda de pie, alejada, como si le encontrara físicamente repelente.

—Este interrogatorio no tiene sentido —dice—. Adam no puede hablar.

—O no quiere —dice Baker.

—Está sufriendo estrés postraumático. Eso puede producir incapacidad de hablar y…

—¿Le han diagnosticado que tiene eso? —interrumpe el detective inspector Baker.

—Estoy segura de que podríamos conseguirlo —contesta Sarah. Tiene que ver el escepticismo que está escrito en el rostro de Baker.

—Pasé seis meses destinada en una ONG que trabaja con víctimas de la tortura. El trauma puede…

—No me parece que la situación sea comparable.

—He hablado con muchos de los padres cuyos niños estaban en la escuela —dice Sarah.

—No tenías por qué…

—Soy la tía de Jenny y Adam, y cuñada de Gracie, me refiero que he hablado con ellos por esa razón. Por Dios, si la mitad de la gente me ha llamado por teléfono para saber cómo estaban. Adam vio a su madre corriendo hacia la escuela en llamas, gritando el nombre de su hermana. Y esperó. Vio cómo se quemaba el edificio. Un montón de padres trataron de apartarlo, de llevárselo, pero no quiso. Luego vio a los bomberos sacando los cuerpos inconscientes de su hermana y de su madre. Ninguna de las dos se movía. Creyó que habían muerto. Creo que eso encaja en la definición de trauma, ¿no crees? Y no puedes hacerle pasar por esto, someterle a un interrogatorio. No puedes.

—¿Dónde está tu hermano?

—Con Jenny. Porque has retirado la protección policial.

El detective inspector Baker parece irritado. Entiende perfectamente lo que insinúas.

—¿Han llegado ya?

El silencio hostil de Sarah no le gusta.

—Si estás dispuesta a cooperar, puedes quedarte con él, pero si no…

Sarah corta su amenaza.

—Está esperando fuera.

Y sale al pasillo.

—Tienes que venir con nosotros, Ads —le dice—. Quiero que sepas que aparte del idiota de mi jefe, ninguno de nosotros cree que tuvieras nada que ver con esto. Ni por un segundo.

El policía la mira asombrado. Sarah se vuelve hacia mi madre, que está temblando.

—¿Por qué no vas a ver a Grace un rato? Yo me ocuparé de él.

Quizá tiene miedo de que mi madre no pueda soportarlo y se derrumbe.

Le da un rápido e inesperado abrazo, y luego acompaña a Adam al despacho.

—Siéntate, Adam —dijo el detective inspector Baker—. Necesito hacerte algunas preguntas, ¿de acuerdo?

Adam está callado.

—Te he preguntado si estás de acuerdo, Adam. En caso de que te resulte difícil hablar, puedes asentir.

Adam está completamente quieto.

—Me gustaría que hablásemos del fuego.

La palabra «fuego» hace que Adam se encoja sobre sí mismo.

Le abrazo pero no puede sentir mis manos. Y luego Sarah lo toma entre sus brazos y lo sienta sobre sus rodillas. Es un niño pequeño para tener ocho años, aún puede sentarse en las rodillas de los adultos. Sarah entrelaza las manos a su alrededor, protegiéndole.

—Empecemos por lo que pasó ayer por la mañana —dice Baker—. Era tu cumpleaños, ¿verdad?

Quizá es su forma de intentar que Adam se calme.

—Lo siento, Ads —dice Sarah—. Soy un desastre de tía. Siempre me olvido, ¿verdad?

Solía pensar que no le preocupaban nuestros hijos.

—Yo siempre abro mis regalos a la hora de desayunar —le dice Baker a Adam—. ¿Tú hiciste lo mismo?

Había apilado sus regalos en mitad de la mesa de la cocina, intentando que el montón de envoltorios pareciera lo más grande posible; habíamos atado un enorme lazo de satén azul en el nuestro, para que tuviera aspecto de ser un regalo fantástico. Dentro había una pequeña «jaula de juegos» para sus conejillos de Indias. «Parece el Hilton», habías dicho el martes por la noche, mientras yo lo envolvía. «Como las Torres Alton para animalitos», te corregí.

También le compré una tarjeta de felicitación y una chapa que ponía «¡Tengo 8 años!», para que pudiera ponérsela para ir a la escuela, porque cuando uno cumple años es importante que todo el mundo lo sepa. Era una tarjeta en forma de cohete espacial, aunque no le interesa el espacio, pero las tarjetas de felicitación para los niños de ocho años escasean, y casi no hay dónde escoger.

El olor de café y tostadas y bizcocho de chocolate en el horno, porque es día de cumpleaños.

Adam bajó corriendo las escaleras, de dos en dos. Se quedó mirando boquiabierto los regalos, casi como una escena cómica de dibujos animados, cuando los vio.

—¿Son todos para mí? ¿De verdad?

Os avisé a Jenny y a ti, anunciando que el chico del cumpleaños ya había bajado, porque sabía que le gustaba que le llamase así, y pensando que el año que viene probablemente ya no tendría ese nombre.

Jenny bajó mucho más pronto de lo normal y —sorprendentemente— ya estaba lista. Abrazó a Adam y le dio su regalo.

—¿No se supone que las profesoras adjuntas tienen que ponerse ropa formal? —dije—. ¿O al menos, que parezca profesional?

Llevaba su faldita corta y su top.

—Estará bien, mamá, de verdad, no te preocupes. Además, va a juego con mis sandalias.

Mostró sus piernas bronceadas y la bisutería de las sandalias resplandeció con el sol de verano de la mañana.

—Solamente digo que deberías ir un poco más…

—Sí, ya sé lo que vas a decir —dijo, y me tomó el pelo.

Luego entraste en la cocina, cantando el «Cumpleaños Feliz» con energía y desafinando. Cantabas muy, muy fuerte. Y Adam se echó a reír. Dijiste que esa noche haríamos algo especial. De repente Adam se quedó muy callado y dijo:

—Odio ir a la escuela el día de mi cumpleaños.

—Pero si todos tus amigos estarán allí —dijiste—. Y además es el día de los juegos al aire libre, ¿no? Así que no habrá clases.

—Me gustaría más si hubieran clases.

Un relámpago de frustración cruzó tu rostro —o era tristeza— y lo disimulaste porque era su cumpleaños. Te volviste hacia Jenny.

—No mates a nadie, enfermera Jenny —dijiste.

—Ser la enfermera de la escuela es algo serio, no es ninguna broma —dije yo, algo irritada.

—Solamente será durante esta tarde, mamá.

¿Y si se produce algún tipo de herida grave, como una contusión en la cabeza? Y seguro que Jenny no sabe que hay que estar alerta por si un niño que acaba de recibir un golpe da muestras de mareos o somnolencia, pues son señales de un derrame cerebral interno. En voz alta, digo:

—Diecisiete años: eres demasiado joven para tanta responsabilidad.

—Es un día de juegos al aire libre, mamá, no un accidente de coche.

Me tomaba el pelo, pero no me dejé distraer.

—Los niños pueden hacerse mucho daño con una mala caída. Y puede haber un montón de accidentes imprevistos.

—Bueno, entonces marcaré el número de emergencias y dejaré que actúen los profesionales, ¿de acuerdo?

No seguí discutiendo con ella, porque no había necesidad. Yo estaría allí también, con la coartada escasamente sólida de animar a Adam, supervisar las cosas y demás; estaría vigilando la menor señal de que un niño se había mareado o tenía sueño.

Jenny sacó el bizcocho del horno, aún caliente, que había comprado en Waitrose hacía dos semanas y que esperaba en el congelador a que llegara el día D.

—Después de todo, también he asistido a un curso de entrenamiento de primeros auxilios en el St. John, mamá —añadió—. No soy una incompetente total.

Levanta la voz al final de la frase, como todas las adolescentes, como si la vida fuera una larga pregunta.

Tú también cogiste un pedazo de bizcocho, pasándolo de una mano a la otra porque estaba caliente y había que enfriarlo antes de morderlo, y te fuiste hacia la puerta.

—Corre mucho, campeón —le dijiste a Adam—. Te veré esta noche. —Te volviste hacia mí—: Adiós, pasáoslo bien.

No creo que nos diéramos un beso de despedida. Fue sin querer, como si diéramos por sentado que habría una provisión infinita de besos, y sin darnos cuenta, descuidáramos los besos que no se utilizaban.

separ

—¿Así que tu mamá te hizo un pastel? —pregunta el detective inspector Baker.

Silencio.

—¿Adam?

No se mueve, no habla.

—Era un pastel fantástico —me dice Jenny. Me abraza y añade—: Pronto descubrirán que se han equivocado.

Recuerdo que Jenny y Adam buscaron por toda la casa el pequeño muñeco esqueleto de Lego de Adam, para ponerlo en la tierra de nadie que había en el pastel, y que yo les decía que eso era ir un poco lejos, aunque en secreto me alegraba de que estuviera planeando una travesura de chico.

Recuerdo que conté ocho velas azules (tres iban en los cañones de la artillería) y pensé que no hacía tanto saqué solamente dos velas del paquete, y que parecía extravagante y conmovedor. ¿Cómo era posible que ahora necesitase todo un puñado? El pastel chisporroteaba como una suave anticipación azul del futuro de mi hijo.

—Está bien, cambiemos de tema pues —le dice Baker a Adam—. ¿Te llevaste el pastel a la escuela?

Adam no responde. No puede.

—Hablé con tu profesora, la señorita Madden —dice el detective inspector, y parece extraño que haya hablado con la insípida y mezquina señorita Madden.

—Me contó que a los niños siempre se les permite que traigan sus pasteles al colegio cuando es su cumpleaños.

Me acuerdo de que puse el pastel en una bandeja metálica, en una bolsa con base cuadrada, que es perfecta para esas bandejas porque así no se balancean. Y luego…

—Dios.

—¿Mamá? —pregunta Jenny, pero el detective inspector Baker vuelve a hablar.

—Me dijo que son los padres y madres quienes se ocupan de que el niño traiga las velas y las cerillas.

Un ligero hincapié en la palabra «cerillas», y Sarah reacciona como si le hubiera arrojado agua hirviendo en la cara.

—La directora de la escuela lo ha corroborado —continúa Baker.

Le suplico a Sarah que detenga el tanque Sherman de la entrevista antes de que llegue a su destino, pero no puede oírme.

—La señorita Madden nos dijo que suele guardar el pastel, junto con las velas y las cerillas, en un armario al lado de su escritorio. Por lo general, lo saca al final del día, justo antes de que los niños se vayan a casa. Pero ayer fue un día especial, ¿no es cierto? Era el día de juegos al aire libre.

Adam sigue callado y quieto.

Me acuerdo de lo nervioso que estaba ese día por si se olvidaban de su pastel y se perdía el único día del año en que le cantarían la canción de cumpleaños feliz, con todos los niños arremolinados a su alrededor.

—Nos dijo que fuiste a buscar el pastel a la clase.

Vino corriendo hacia mí, con una ancha sonrisa en su carita. ¡Iba a buscar su pastel ahora mismo!

—Así que fuiste al aula, que estaba vacía —sigue afirmando el detective inspector Baker, ya sin esperar respuestas—. Y luego llevaste las cerillas a la sala de arte, ¿verdad? Adam sigue mudo.

—¿Utilizaste las cerillas para encender un fuego, Adam?

El silencio en el despacho se oye tan fuerte que pienso que mis tímpanos van a estallar.

—Solamente tienes que decir sí o no, chico.

Pero sigue quieto; helado.

Está de pie al lado de la estatua del niño de bronce, mirándome correr hacia la escuela en llamas, con el humo saliendo por las ventanas y gritando el nombre de Jenny.

—No creemos que quisieras hacerle daño a nadie, Adam —prosigue Baker.

¿Cómo va a hablar Addie, con el ruido de las sirenas y los gritos y sus propios chillidos? ¿Cómo va a hacerse escuchar por encima de toda esa algarabía?

—Solamente tienes que asentir o hacer una señal con la cabeza, Adam.

Baker no oye el grito de Adam, igual que no puede oírme a mí gritándole que deje tranquilo a mi hijo.

—¿Adam?

Pero Addie está mirando la escuela, esperándome a mí y a Jenny. El humo y las sirenas y la espera. Un niño petrificado.

—Esta vez sólo te voy a dar una reprimenda, Adam —le dice— y es una cosa muy seria. Si vuelves a hacer algo así, no seremos tan benevolentes. ¿Lo entiendes?

Pero Adam está mirando cómo los bomberos nos sacan del edificio. Piensa que estamos muertas. Ve el pelo quemado de Jenny, sus sandalias. Ve un bombero temblando.

separ

Los brazos de Sarah siguen envolviendo a Addie.

—¿Esas son las pruebas? ¿Que trajo las cerillas a la escuela? ¿Y alguien le vio?

—Sarah…

Ella le interrumpe, fríamente furiosa.

—Alguien le ha escogido como el perfecto cabeza de turco.