11

Jenny me está esperando cuando salgo de la unidad de curas intensivas.

—¿Qué? —pregunta.

—Vas a ponerte bien —le digo. Una mentira, pura y dura. Descarada. Un engaño. Un chal tejido de insinceridad en el que una madre envuelve a su hija.

Tiene aspecto aliviado.

—¿Pero, están totalmente seguros? —pregunta.

—No totalmente —lo más cerca que estaré de la verdad.

Te vemos salir de la UCI y avanzar hacia mi ala. Sarah debe haberse quedado con Jenny.

Te sientas al lado de mi cama de enferma en coma, y me cuentas lo que han dicho los médicos. Me dices que va a recibir un trasplante. Que estará bien. ¡Por supuesto que estará bien!

Me aprieto contra ti y puedo sentir tu valiente esperanza por Jenny.

Me aferro a ella, igual que me aferro a ti, mientras te abrazo.

Por el momento, al menos, puedo creer en tu esperanza, y el horrible tictac que certifica el final de la vida de Jenny se ha detenido.

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Jenny me espera en el pasillo.

—¿Vamos al jardín? —sugiere. Debe ver mi expresión de sorpresa, porque sonríe con una nota de triunfo en la voz—. Sí, he encontrado uno.

Me lleva hasta un pasillo con las paredes de cristal. Sigo acariciando tu esperanza, y miro por la pared acristalada: hay un pequeño jardín interior. Está en el corazón del hospital, rodeado de paredes. Debió diseñarse para que fuera visible desde las ventanas de las plantas superiores, no para que la gente pasee por él. La entrada de acceso desde la planta baja es una puerta sin cartel, seguramente sólo la utiliza el jardinero que cuida de las plantas.

A través del cristal, el jardín luce espléndido, con su profusión de flores inglesas: rosas suaves de color pálido, y jazmines blancos y ondulantes y peonías aterciopeladas. Hay un banco de hierro forjado y una fuente; una bañera de piedra para pájaros.

Salgo fuera con Jen, pensando que el jardín será un lugar apacible y amable.

Las paredes del jardín han atrapado el calor y lo fuerzan hasta el pie del césped. El agua de la fuente se ha evaporado; los bordes de las rosas están secos y encogidos, y la peonía cae aplastada por el espeso aire húmedo.

Es el verano, en una caja.

—Al menos es como si estuviésemos fuera —dice Jenny.

A través de la pared que da al jardín también pueden verse los pasillos y las puertas de las habitaciones. Observamos a la gente caminando. Ahora sé por qué le gusta; aunque no es exactamente como estar fuera, al menos estamos separadas de la vida del hospital.

Mientras estoy sentada a su lado, la mentira que le he contado se clava en mi interior como alambre de espinos.

Seguimos observando a la gente desde el otro lado de la pared de cristal.

Durante un buen rato, Jen parece calmarse y de hecho es hasta soporífero, como observar peces tropicales en un acuario.

—¿Ese es el papá de Rowena, verdad? —pregunta Jenny.

Entre el ir y venir de gente, veo a Donald.

—Sí.

—¿Por qué está aquí?

—Rowena está en el hospital —digo.

—¿Por qué?

—No lo sé. La vi con Adam, fuera y a salvo, y parecía estar bien.

Después de la visita de Maisie, me había vuelto a olvidar de Rowena; mi preocupación por Jenny hacía que mi egoísmo apenas tuviera espacio para fijarme en ella.

—Seguramente Maisie estará con ella —dice Jenny—. ¿Quieres que vayamos a verlas?

Es amable por su parte pensar que me gustará estar con mi vieja amiga.

—Al cabo de un rato esto se hace un poco aburrido —añade.

Nos acercamos a la unidad de quemados y alcanzamos a Donald. Una enfermera le acompaña. Mientras los seguimos, me alegra de que al menos durante unos instantes Jenny y yo nos concentremos en otra cosa, no en sus heridas ni en las mías.

Donald lleva un traje oscuro, con la chaqueta puesta a pesar del calor y la humedad del día, y carga con su maletín.

Su ropa huele a cigarrillos. No lo había notado jamás, pero es como si mi sentido del olfato se hubiera desarrollado mucho más, de una forma asombrosa.

Estamos lo bastante cerca como para escuchar a la enfermera, que le dice con voz rebosante de energía y experiencia:

—… y cuando alguien ha estado en un espacio cerrado en un incendio, le monitorizamos con mucho cuidado por si se hubieran producido heridas por inhalación de humo. A veces se tarda un poco en saber si hay síntomas, así que es mejor pecar de prudentes.

El rostro de Donald es severo, apenas reconocible en su habitual aspecto sonriente y bonachón, como cuando le vi por última vez en la entrega de premios. Probablemente son las horribles luces de neón que parten el techo del pasillo en trozos que dibujan sombras en el rostro de las personas, y hacen que parezcan más duras.

La enfermera teclea unos números y la puerta de la unidad de quemados se abre. Los dos pasan.

—La cama de su hija está ahí —dice.

Pero tiene que haberla visto antes. No puede haber esperado un día entero antes de venir. Maisie me ha dicho un montón de veces lo protector que es con ellas: «Mataría cocodrilos por nosotras, con sus manos desnudas. ¡Qué suerte que no haya cocodrilos en Chiswick!».

Jenny y yo llegamos a la habitación de Rowena un poco antes que Donald, y miramos por el panel de cristal de la puerta. Lleva un cuentagotas en el brazo y las manos están vendadas, pero su rostro está ileso. ¿Cómo no se me ocurrió pensar en su bonita cara antes? A su lado está Maisie.

Espero a que Donald llegue, cuando tome a Rowena entre sus brazos y los tres estén unidos de nuevo.

Me preparo para soportar el terrible contraste entre esa escena y nuestra realidad.

Donald entra en la habitación, delante de Jenny que está en la entrada. Veo que está muy pálida.

—¿Jen?

Se vuelve hacia mí como si despertara de un sueño.

—Es una locura, ya lo sé, pero por un momento fue como si volviera a estar en la escuela, ahí de verdad, y —hace una pausa— oyera saltar la alarma de incendios. La oía, mamá.

La abrazo.

—¿Ha pasado ya?

—Sí —me sonríe y dice— a ver si van a ser acúfenos de loca.

Miramos a través del panel de cristal de la puerta de la habitación de Rowena.

Donald se acerca a su hija y me parece que ella tiene miedo. Pero eso no puede ser verdad. Donald me está dando la espalda, y no puedo ver la expresión de su rostro.

Maisie está bajándose las mangas rápidamente para cubrir unos amplios moratones en el brazo.

—Ya te dije que pronto vendría —le dice a Rowena con voz estridente, demasiado nerviosa.

Donald está delante de Rowena. La agarra de las manos vendadas; la chica grita de dolor.

—Así que eres toda una heroína, ¿eh?

Hay odio en su voz. Es feo y descarnado e inesperado.

Maisie trata de apartarle.

—Donald, por favor, le estás haciendo daño. ¡Para!

Ahora estoy en la habitación, y quiero ayudar, pero no puedo hacer nada excepto contemplar lo que sucede. Aún sigue aferrando las manos quemadas de Rowena mientras ella intenta dominar sus gritos.

Me acuerdo de Adam, apartándose del encendedor de Donald mientras encendía un cigarrillo durante la entrega de premios; su pie aplastando la colilla contra el suelo.

Suelta las manos de Rowena y se gira para irse.

Rowena está llorando.

—Papá…

Se levanta de la cama con dificultad y camina hacia él, vacilante. Parece frágil y diminuta envuelta en la bata de algodón del hospital, tan pequeña. Mucho más que Donald y su traje oscuro.

—Me das asco —dice, cuando ella intenta acercarse.

Maisie le pone una mano en el brazo, tratando de impedir que se vaya.

—Esos moratones —le dice él—, ¿se los has enseñado a alguien?

Maisie baja la cabeza, sin mirarle. Sus camisas de manga larga le tapan los morados; la misma camisa que llevaba el día del campo de juegos, a pesar del calor.

—Fue un accidente —le dice Maisie—. Solamente un accidente, claro que sí. Y apenas se ven. De verdad.

Donald se va de la habitación, bruscamente.

—No quería decir eso, cariño —le dice Maisie a Rowena.

Rowena guarda silencio.

Me aparto y yo también los dejo atrás, como si estuvieran desnudos y no estuviera bien que yo me quedara mirándolos; los huesos de una familia al rojo vivo.

Alcanzo a Jenny, que lo ha visto todo a través del panel de cristal de la puerta.

—No tenía ni idea —me dice, asombrada.

—Yo tampoco.

Pienso de nuevo en el comentario de Maisie el día de la entrega de premios, sus mejillas moradas, la muñeca rota, su falta de autoestima. Vuelvo a ver la imagen que vislumbré mientras miraba el espejo de mi tocador esa noche; la red densa y oscura de algo siniestro.

En aquel momento lo había descartado, había creído que era una ilusión. Pero después, esa misma noche al conciliar el sueño, justo en ese momento en que los pensamientos están libres de censura, volví a preguntármelo.

Pero después de eso, nunca le pregunté a Maisie acerca de Donald; ni siquiera le abrí la puerta para que lo mencionara en conversación. No solamente porque de día parecía una sospecha ridícula, sino porque pensé que era un terreno que quedaba más allá de nuestra amistad. No quería —no sabía— salir de las fronteras de nuestra cotidianeidad, en la que ambas nos sentíamos seguras y a gusto.

Maisie no constriñe nuestra amistad así; no es cobarde, como yo lo fui. Piensa que debería haber entrado en un edificio en llamas a por mí. Y yo ni siquiera le pregunté si estaba bien, si todo iba bien. Si quería contarme algo; si había alguna cosa sobre la que le gustaría hablar.

Y Rowena.

Aunque no lograra darme cuenta de lo que le sucedía a Maisie, debería haber visto el problema de Rowena. Era una niña. Porque cuando Donald agarró sus manos quemadas, sin duda no fue la primera vez que le hizo daño.

La recuerdo, durante su primer año y después, en Sidley House; aquella criatura preciosa, delicada. ¿Qué sucedía, entonces? Quizá más tarde, en su tercer y cuarto curso.

—Creí que era una princesa mimada —le digo a Jenny, y la culpa en mi boca sabe amarga.

—Yo también.

Tal vez también recuerda los cojines bordados a mano, el balancín artesanal, la camita de cuento de hadas y sus vestidos de princesa para las fiestas. Solía preocuparme que cuando la princesita creciera, la vida adulta le resultara una decepción después de aquella infancia perfecta.

Nunca lo imaginé.

—Siempre tenía que ser la mejor —dice Jenny—. En todo. Me sacaba de mis casillas.

Se acuerda de cuando era un poco mayor, cuando tenía nueve o diez años.

Yo deseaba que Jenny tuviera un poco más de ambición, es cierto, pero luego la necesidad de Rowena de destacar a toda costa me pareció excesiva, incluso repelente. No era sólo la beca para ir al St. Paul’s, era que en las clases de violín iba dos años por delante de todo el mundo, y era la capitana del equipo de natación y la primera actriz en cualquier obra.

—Estaba tratando de hacer que la quisiera, ¿verdad? —dice Jenny.

No puede ser tan sencillo. ¿Es posible que una chica de diecisiete años vea en los años de maltrato una razón tan simple que explique el comportamiento de una niña?

Pero esta vez, es brutalmente obvio.

—Sí —le digo a Jenny.

Y pienso en cómo condenaba su afán excesivo por competir. Ni una sola vez vi a la niña maltratada intentando ganarse el cariño de su padre.

¿Fue eso lo que la empujó a estudiar tanto, para llegar a Oxford? ¿Aún quería su amor de padre?

«Me das asco».

Rowena está echada en la cama, con la cara hacia la pared. Maisie la acaricia, pero Rowena no se gira.

Maisie. Mi amiga. ¿Por qué no dejó a Donald? Por el bien de Rowena, si no por el suyo propio. Debe estar consumiéndola ver cómo Rowena termina herida una y otra vez. ¿Por qué construye esta elaborada charada, por qué le protege?

Jenny y yo nos alejamos de la habitación de Rowena.

—Solía evitarla, cuando éramos niñas —dice Jenny—. Quiero decir que iba más allá del que no me cayera bien. Me asustaba. Dios, ahora que lo pienso… Bueno, que yo pensaba que era muy rara, pero ahora entiendo que era diferente por lo que le pasaba en casa. Así que no es sorprendente que fuera cruel.

—¿Era cruel? —pregunto.

—Cruel es una palabra demasiado fuerte. Era… Bueno, lo que he dicho, rara. Una vez le cortó la coleta a Tania. Para ella esa coleta era lo más, le hacía una ilusión bárbara, estaba orgullosa de tener un pelo tan largo. Todas estábamos celosas de su pelo, y solía pasarse la hora del patio haciéndose trenzas. Así que cortársela fue, bueno, violencia. A los nueve años.

—Me había olvidado de eso.

—Creo que debió explotar por alguna otra cosa, y eso fue lo más cerca que estuvo de la violencia física.

—Sí.

—Después de eso, procuré evitarla. Todos lo hicimos. Dios, si lo hubiéramos sabido.

—¿Y en los últimos tiempos? ¿Cuando las dos estabais en Sidley House dando clases?

Esperaba que me dijera que Rowena formaba parte de la pandilla, que era feliz y popular, que había conseguido distanciarse del yugo de Donald.

—Apenas nos veíamos. Durante las clases estábamos en aulas separadas, y al mediodía ella se iba al parque a comer.

—¿Y tú?

—Bueno, el bar tiene una terraza muy agradable, la mayoría nos íbamos ahí.

Jenny espera frente a la UCI y yo entro, buscándote.

Estás al lado de Jenny. Al otro lado de la cama hay un policía uniformado, que finge no estar ahí mientras tú sigues hablándole en voz baja.

Tu dulzura y tu lealtad son un contraste tan brutal con el comportamiento de Donald…

¿Por qué nunca vi a través de su disfraz de padre benevolente? ¿Lo llevaba no sólo para despistar a los extraños, sino también para confundir a Rowena, su propia hija? Porque el papá que te compra vestiditos de princesa y te trae hermosos regalos de cumpleaños y un balancín pintado a mano con corazoncitos no puede ser cruel contigo, ¿verdad?

En Sidley House, pensé que Maisie era demasiado suave con Rowena. Su hija le replicaba, y podía ser muy desagradable; raras veces hacía lo que Maisie le pedía con educación. Pero ¿cómo podía esperarse que Maisie consiguiera que se portara bien cuando Donald estaba maltratándola? ¿Cuando lo más probable era que el comportamiento de Donald fuera la causa de la «rebeldía» de Rowena, en primer lugar?

Cuando por fin me quedé embarazada de Adam, y todo iba bien, Maisie me había confesado que estaba desesperada por tener otro bebé. Lo había postergado por razones varias, pero ahora tenía casi cuarenta años, así que «era ahora o nunca». Seis meses más tarde, aún sin concebir, me dijo que Rowena le había prohibido totalmente que tuviera otro crío. Pensé que era otro ataque de la princesita mimada, haciendo lo que le venía en gana con su blanda mamá Maisie. Pensé que era terrible que una niña de nueve años le dictara a un adulto lo que podía hacer o no.

Ahora pienso que Rowena quizá intentaba proteger a otro niño, aún por nacer.

El policía recibe un mensaje por su walkie-talkie. Te dice que el detective inspector Baker quiere reunirse contigo y que te está esperando en el despacho de la planta baja. Apenas es un muchacho, pero se da cuenta de tu preocupación al momento.

—No se preocupe, señor. Yo me quedaré con ella.

Jenny y yo te acompañamos al encuentro con Baker (ya ni siquiera parece que te estemos siguiendo).

—¿Crees que habrán descubierto algo? —Jenny parece preocupada.

—No lo sé, cariño. Pero debe haber pasado algo.

Yo también estoy nerviosa, por si Jenny descubre en esta reunión con el detective inspector Baker lo que los médicos han dicho acerca de su corazón.

No creo que se lo digas a nadie, porque la mera idea de pronunciar las palabras hace que los hechos cobren fuerza, que parezcan más reales. Creo que justificarás este silencio diciendo que estabas esperando que surgiera el donante del corazón; que todo saldrá bien. No tienes que preocuparte. Siempre me hablas de las posibles calamidades que pudieron producirse después de encontrar una solución. Calamidades. Como si salir de un examen de selectividad un poco antes, o rayar el coche puntúen en la escala de las desgracias.

Aún creo en la esperanza que abrigas para ella; aún me aferro a ti.

separ

Cuando alcanzamos el despacho del primer piso, Jenny se detiene.

—¿Crees que es posible que Donald sea el culpable del incendio? —pregunta.

—No —contesto, rápidamente.

—Maisie y Rowena eran prácticamente las únicas personas que estaban en la escuela en ese momento —dice—. Quizá iba a por ellas.

—Es imposible que supiera que estaban ahí dentro —objeto.

No estoy discutiendo desde la lógica, sino desde la emoción. No puedo soportar que un padre y un marido sean capaces de tanta maldad. Y tiene que haber un mundo de diferencia entre unos moratones y tratar de quemar vivo a alguien.

Pero ahora me acuerdo de nuevo de la figura que vi de pie, ayer por la tarde, en la periferia del campo de juegos; un observador inocente, lo más probable. También podría ser Donald.

Y antes, con la enfermera. ¿Estaba fingiendo que era la primera vez que iba a la unidad de quemados? ¿O el visitante del abrigo largo era él? Aunque Dios sabía por qué querría hacerle daño a Jenny.

Apenas ocho semanas antes me miré en el espejo de mi tocador, y creí descubrir indicios de un posible maltrato físico, conectando detalles subterráneos hasta formar una masa de sospechas. Solamente fue hace ocho semanas.

¿Habría cambiado algo si no me hubiera negado a ver?

Entramos en el despacho, sin ventilación y muy caluroso. Igual que las salas de familiares y las consultas de los médicos, la pintura es de color verde institucional, muy gastada, y la moqueta es fea. Hay un reloj. Siempre hay uno.

El detective inspector Baker no se levanta de su silla cuando entras.

—Sé que no quiere alejarse demasiado de su hija ni de su esposa —te dice—. Por eso nos reunimos aquí.

Asientes para dar las gracias, un poco sorprendido por su delicadeza. Como yo, piensas que quizá le hayas juzgado mal.

—Poco después de nuestro primer encuentro surgió un nuevo testigo —prosigue.

Sarah irrumpe en la sala, alterada; no es habitual en ella. No, no está alterada. Está furiosa y ha venido corriendo. Hay manchas oscuras en su camisa, bajo el sobaco, y una película de sudor le cubre la frente.

—Acabo de venir de la comisaría —le dice al detective inspector Baker—. Me han dicho…

—Nadie debería decirle nada —dice secamente él—. Te he dado una semana de baja dadas las circunstancias, así que deberías cogértela.

—Es un error —le dice Sarah a Baker— o desinformación malintencionada.

—El testigo es totalmente creíble.

—¿Entonces, por qué ha esperado hasta ahora para informar? —pregunta.

—Porque sabe lo duro que es esto para la familia Covey, y no quería añadir más dolor a su carga. Pero tras las acusaciones que se publicaron en la prensa, pensó que su deber era declarar.

Nunca había visto a Sarah tan emocional.

—¿Quién es? —pregunta.

Baker la mira con censura silenciosa, y luego prosigue.

—Ha solicitado que su identidad no sea revelada, y estoy de acuerdo. No habrá juicio, de modo que no es necesario que se identifique. Ni nosotros ni la escuela presentarán cargos.

Estás asombrado. Creo que también aliviado, como yo. No hubo mala intención. No puede ser que lo fuera, si no van a presentar cargos. Ya no tenemos que abrigar una hostil suspicacia contra el mundo. No es el acosador, no es Silas Hyman, no es Donald. Gracias a Dios.

¿Por qué está tan nerviosa Sarah?

El rostro del detective inspector Baker no deja traslucir ninguna emoción. Hace una pausa antes de hablar.

—Su hijo fue visto abandonando la sala de arte momentos antes de que saltara la alarma de incendios. Llevaba unas cerillas en la mano. No tenemos ninguna duda de que fue Adam el responsable del incendio.

¿Adam? Por el amor de Dios, ¿cómo puede decir eso? ¿Cómo?

—¿Qué clase de broma enferma es esta? —dices.

—Quienquiera que le haya dicho eso está mintiendo —dice Sarah—. Conozco a Adam desde que es un bebé, y es el niño más dulce y amable que pueda imaginarse. No hay un ápice de violencia en su interior.

El detective inspector Baker parece irritado.

—Sarah…

—Le gusta leer —continúa Sarah—. Juega con sus caballeros de plomo y tiene dos conejillos de Indias. Esos son los parámetros del mundo de Adam. No hace travesuras, no dibuja grafitis, no se mete en líos. Leer, caballeros de plomo, conejillos de Indias, ¿lo entiendes?

Es una locura.

—El responsable de esto fue Hyman, no un niño —dices.

—Señor Covey…

—¿Cómo demonios le convenció?

—El testigo no tiene nada que ver con el señor Hyman.

—¿Está diciendo que un niño llevó gasolina blanca a la sala de arte?

—Creo que todos cometimos el error de atribuir significado a una serie de hechos fortuitos. La profesora de arte pudo equivocarse acerca de la cantidad de disolvente que había en el aula. Después de todo, si no siguió las regulaciones sobre esas sustancias al pie de la letra, es improbable que nos lo contara, ¿no le parece? Tuve una breve charla con ella hace un rato y admitió que era posible que cometiera un error. No está cien por cien segura, en absoluto.

Me acuerdo de la señorita Pearcy, la sensible y artística señorita Pearcy, y veo que el detective inspector Baker podría intimidarla fácilmente.

—Pues claro que no está cien por cien segura —dice Sarah—. ¿Estás tú cien por cien seguro de que no te has dejado el gas encendido cuando te vas de vacaciones? ¿O si se produce un accidente, estás cien por cien seguro de que miraste por el retrovisor antes de girar? Solamente quiere decir que esta profesora de arte tiene la conciencia y la valentía suficientes de admitir que es falible. Especialmente cuando llega un policía y le dice que tal vez haya cometido un error.

—Entiendo tu lealtad hacia tu sobrino, pero…

Sarah le interrumpe, y de sus palabras saltan chispas.

—¿También crees que un niño tenía el conocimiento suficiente de cómo funciona un incendio, y la premeditación que hace falta para abrir las ventanas del último piso?

—Ese día hacía calor —replica el detective inspector Baker—. Un profesor o un alumno pudieron perfectamente abrir las ventanas para dejar pasar la brisa, a pesar de que fuera contra las reglas.

El asombro te ha reducido al silencio y la inmovilidad, pero ahora te acercas a Baker y creo que estás a punto de pegarle un puñetazo.

—¿Ha visto a Adam alguna vez? —preguntas, y haces un gesto hasta el bolsillo superior de la chaqueta del detective inspector Baker—. Le llega más o menos ahí. Tiene ocho años, joder, solamente ocho años. Ayer cumplió ocho años. Es un niño pequeño.

—Sí, sabemos que ayer era su cumpleaños.

Sus palabras suenan amenazadoras, ¿pero por qué?

—Hyman miente acerca de él —dices.

Sarah se gira hacia ti.

—Silas Hyman no puede ser el testigo, Mike. Sería muy sospechoso que admitiera estar en la escuela en ese momento.

—Entonces debe ser un cómplice suyo que…

—Entiendo que le resulte difícil creer que un niño de ocho años pueda ser responsable de esto —interrumpe el detective inspector Baker—. Pero según los registros de los bomberos, el noventa y tres por ciento de todos los fuegos provocados en las escuelas durante las horas lectivas los empiezan niños. Un poco más del veinticinco por ciento, niños menores de siete años.

¿Qué tienen que ver las estadísticas con Adam?

—Creemos que fue una broma, que hizo una tontería y la cosa se le fue de las manos —dice Baker, como si eso fuera a calmarte.

—Pero Adam sabe que encender un fuego está mal —dice Sarah—. Pensaría acerca de las terribles consecuencias que sus actos podrían tener. Es muy maduro y reflexivo, para un niño de su edad.

No me había dado cuenta de lo mucho que Sarah conoce a Adam. Siempre he pensado que le criticaba, que lo consideraba un niño pequeño y apocado, no como sus propios hijos, altos y atléticos.

—Y sabía perfectamente que Jenny estaba en la escuela —continúa Sarah, tratando de convencerle desesperadamente—. Su propia hermana estaba ahí, por Dios.

—¿Existe algún tipo de animosidad entre los dos hermanos? —pregunta Baker.

—¿Qué está insinuando? —dices, y hay violencia en tu voz.

—Estoy seguro de que no era intención del niño que el fuego tuviera las terribles consecuencias que…

—Él no lo hizo —tu voz y la de Sarah se superponen, con la misma certidumbre.

—¿Qué hay del intruso? —preguntas—. El que manipuló el oxígeno de Jenny. ¿También cree que lo hizo un crío?

—No hay la menor prueba de que se produjera ninguna manipulación o que hubiera un intruso en el hospital —dice Baker, impasible—. Hemos hablado con el director del hospital y nos ha dicho que a veces el material está defectuoso. No es significativo.

—¡Hubo un intruso! ¡Yo lo vi! —grito, pero nadie me oye.

—Jenny debió ver a Hyman en la escuela —dices—, o tal vez a su cómplice. Algo que le implicara. Por eso vino aquí, para…

El detective inspector Baker te interrumpe:

—No es de ninguna ayuda que se obsesione con teorías sin ningún fundamento.

—Adam no haría algo así —repite Sarah, controlando su furia—. Lo que significa que el responsable fue otra persona.

—¿Así que ahora también crees en la teoría de tu hermano? —dice Baker, en tono burlón.

—Creo que deberíamos examinar todas las posibilidades.

Hay desdén en el rostro del detective inspector.

—Nos dijiste que Silas Hyman dio una muestra voluntaria de ADN, ¿verdad? —dice Sarah, y Baker parece irritado—. Pero ¿tenemos alguna muestra de ADN de la escena del incendio?

—No es nada útil que…

—Eso pensaba. Y ahora ni siquiera vamos a buscarla, ¿no es cierto?

—Sarah…

—Si Hyman está detrás de esto, se prestaría sin dudarlo a dar una muestra de su ADN si supiera que a las veinticuatro horas su cómplice acusaría al niño, y la búsqueda de más indicios forenses se detendría. Es muy posible que apostara a que no encontraríamos nada durante las primeras veinticuatro horas de investigación.

Baker la mira con blanda impasibilidad.

—Lo cierto es que tenemos un testigo fiable que coloca a Adam Covey en el origen del incendio, saliendo de la sala de arte, con cerillas en la mano. Apenas instantes después, saltaron los detectores de calor y de humo. Pero como he dicho, no se seguirá investigando. Creemos que no fue su intención causar el daño que hizo, y que ya tiene bastante castigo con las terribles consecuencias de sus actos. Así que solamente le interrogaremos y…

—No —dices con vehemencia.

No van a interrogar a Adam. No pueden hacerle eso.

—No pueden acusarle de eso —dice Sarah—. No puede saber que la gente piensa que es capaz de hacer algo así.

—Podemos interrogarle aquí, para que no tenga que ir a la comisaría. Así su padre podrá estar presente. Y tú también, si quieres. Pero necesito interrogarle. Lo sabes, Sarah.

—Lo único que sé es que acaban de acusar falsamente a un niño inocente y vulnerable.

—He pedido a un oficial de la policía que acompañe a Adam y a su abuela al hospital. Deberían llegar dentro de una media hora. Sugiero que volvamos a hablar entonces.

Baker se va y yo le sigo.

—No sabe cómo es Adam —le digo—. No le conoce. No es culpa suya que no comprenda por qué es imposible que haya hecho eso. Él es bueno, ¿entiende? No es solamente un buen chico, es bueno en un sentido moral.

—Mamá, por favor. No te oye —dice Jenny.

—Le gustan las leyendas artúricas —continúo—. Su favorita es Sir Gawain y el Caballero Verde. Y es lo que quiere ser de mayor: no quiere ser futbolista, ni estrella del pop ni todas esas cosas que los chicos quieren, sino que quiere ser un caballero como Sir Gawain, y está tratando de encontrar un equivalente moderno. Quizá le parezca que eso es ridículo o divertido, pero para él no lo es: quiere vivir respetando ese código moral.

—Y aunque pudiera oírte —dice Jenny—, no creo que sepa quién es Sir Gawain.

Tiene razón. Este hombre no entendería nada.

—También le gustan los programas de historia —sigo hablando, no me importa—. Y me pregunta por qué la gente hace cosas malvadas, por qué son malvados, y también por qué los demás se dejan llevar por esas personas. Es capaz de reflexionar y pensar de verdad sobre cosas así.

¿Cómo puede uno explicarle a alguien un niño como Adam?

El detective inspector Baker parece darse prisa, como si estuviera acelerando; yo sigo andando a su lado.

—Probablemente crea que todas las madres dicen lo mismo de sus niños, pero no es así. Cuentan las proezas de los chicos cuando ganan en los deportes, y hacen cosas valientes y atrevidas, rompiéndose un brazo como si estuviera decidido a escalar ese árbol, dicen a veces. Ese tipo de cosas. No hablan de cómo sus hijos son buenos y amables. No hablan de niños que son como Adam. No vaya a pensar que ahora soy yo la que está alardeando de hijo, porque no vivimos en la época de la caballería, ¿verdad? No vivimos en un tiempo en que las virtudes de Adam tengan ningún valor. Y en realidad lo único que quiero es que sea feliz. Solamente feliz. Y si le hiciera feliz, cambiaría toda su amabilidad para que le aceptaran en el equipo de fútbol sin dudarlo, y su decencia por popularidad. Pero no puede elegir, ni yo tampoco. Porque él es así, simplemente. Y aunque ser así le haga infeliz, y me gustaría que fuera menos solitario, me siento tan orgullosa de él.

—El fuego le asusta —le dice Jenny a Baker, sumándose a mi súplica, hablando a su espalda—. Ni siquiera es capaz de sostener un encendedor. Una vez se quemó, por la chispa de un fuego, cuando era un bebé, y desde entonces le tiene miedo al fuego.

Si pudiera hacerse oír, Jenny enumeraría para el detective inspector Baker todas las razones por las cuales es imposible que Adam provocara el incendio.

Y tiene razón. Adam siente miedo del fuego. Recuerdo, de nuevo, cómo se apartó del encendedor de Donald.

El detective inspector Baker llega al final del pasillo del hospital, a la salida, y le grito:

—¡Por favor, no le haga esto! ¡Por favor, no lo haga!

Y por un momento, siente mi presencia. Por un instante, soy una corriente de aire en su espalda, un estremecimiento en su cuero cabelludo, algo que toca su pensamiento.

Una madre. Un ángel guardián.

Un fantasma.