Tara está en la tienda del hospital, en plena multitarea: se ahueca el pelo mientras teclea en su móvil.
—¿Crees que está intentando acorralar a papá otra vez?
—Probablemente —le respondo a Jenny.
Es como un precioso y bonito buitre, esperando a por su carroña informativa.
A través de la pared de vidrio de la tienda, cerca de las cestas de fruta y los ositos de peluche, hay una pila de Richmond Posts. Me imagino a la gente leyéndolo, y luego arrojándolo a su cubo de reciclaje el martes; la cara sonriente de Jenny, mirando los contenedores de reciclaje antes de que los basureros recojan su contenido y lo viertan en el camión.
—No es justo que publique esas cosas sobre Silas —dice Jenny—. Y él no puede hacer nada, jodidamente nada. Lo siento.
Me conmueve que aún se disculpe por decir palabrotas. Quizá deberíamos ser honestos con ella y decirle que nosotros lo hacemos constantemente, cuando no nos ve.
Conoció al señor Hyman cuando trabajó en Sidley House el verano pasado, aunque no coincidieron demasiado. Después de todo, ella solamente era una profesora adjunta. Sentía lealtad hacia él por lo que había hecho por Addie. Creo que utiliza el florido «Silas» para demostrar que cruzó la frontera de la estudiante hasta el lado de los profesores de la escuela. Aunque para las madres, igual que para los niños, siempre fue el señor Hyman.
¿Es tan inocente que aún le guarda lealtad? Pero no quiero estropear su manera de ver el mundo con mi fea tendencia a la suspicacia universal. No, a menos que me vea obligada.
Jamás le conté a Jenny o a ti que me enfrenté a Tara, en marzo, cuando se publicó su primer artículo sobre Silas Hyman, el titulado «¡Al patio, patos!».
Tara me tomó el pelo por llamarle señor Hyman.
—Jesús, Grace. ¿Dónde vives, en una novela de Jane Austen?
—Ah, veo que has visto las adaptaciones por la tele —repliqué. En mi cabeza. Diez minutos después.
Cuando fui a ver al editor del periódico, Tara adujo que mi defensa del señor Hyman no era por él, sino por mí. Más concretamente, dijo que yo estaba celosa de ella. Tenía treinta y nueve años y un empleo a tiempo parcial escribiendo reseñas. ¿Qué no daría yo por ser la joven Tara, de veintitrés, con su talento de periodista de verdad y su inminente carrera meteórica, mientras que la mía estaba en dique seco?
Por supuesto, no lo dijo tan brutalmente; no le hacía falta. Como su prosa, podía decir lo que quisiera, sin tan sólo ser pillada en el acto de articularlo directamente.
Y publicaron su artículo.
¿Cómo podía contarle a Jenny —o a ti— que me había dejado avasallar de esa manera? Sarah no lo hubiera permitido, ni por un instante. Por aquel entonces, la voz de mi niñera interior empezó a ser particularmente estridente.
Porque Tara, en cierto modo, tenía algo de razón. Caí en ese trabajo en el Richmond Post, y nunca volví a salir de ahí. Solía decirle a todo el mundo, aparte de Maisie, que el coste de una guardería o de las niñeras no compensaría el hecho de que yo buscara un trabajo a tiempo completo, que tuviera una carrera profesional propiamente dicha. Me dije a mí misma, y también a ti, que puesto que era una elección entre una cosa o la otra, optaba por quedarme con Jenny y Adam. Pero mi niñera interior se metía por en medio, y me decía que era yo la que creaba la ilusión de tener que escoger entre ambas cosas. «Hay un montón de mujeres que tienen carrera profesional e hijos y son capaces de saltar entre varias pistas del circo». «Mi vida no es una actuación circense», me replicaba a mí misma, admirablemente rápida.
Pero la voz de la niñera siempre gana, porque utiliza la lista de ataque. Te falta, me dice:
Aspiraciones;
Ambición;
Concentración;
Talento;
Energía.
Es la última la que lo clava. ¡Pues sí, culpable! Es verdad, ¡es cierto! Ahora tengo que ir a ayudar a Adam a terminar con sus deberes y comprobar que Jenny se haya desconectado de Facebook.
Tara está leyendo un mensaje de texto en su móvil. Sale hacia el pasillo, con un aire de satisfacción en sus pasos. Jenny y yo la seguimos. Mi hija sonríe:
—¿Starsky y Hutch o Cagney y Lacey?
Pero la verdad es que hay algo un poquito emocionante cuando se sigue a otra persona.
En el bar del hospital, Tara se reúne con un hombre sentado en una mesa. Es más viejo que ella, algo panzudo. Le reconozco.
—Es Paul Prezzner —le digo a Jenny—. Es un periodista freelance. No es malo, de hecho. Suele vender sus artículos al Telegraph, lleva años en el sector.
—¿Ha conseguido que un periódico de verdad se interese por esto?
Las dos nos preocupamos porque quizá se deba a que tu cara es reconocible, que tu fama puede atraer el «interés de la prensa».
Veo la expresión burlona de Paul y siento cierto alivio, en lugar de repugnancia. De modo que tal vez ha venido para esto.
Nos acercamos para escuchar la conversación.
—El hecho de que sea una escuela es irrelevante —está diciendo Prezzner—. El tema es que es un negocio. Un negocio de miles de millones de libras. Y ahora no quedan más que cenizas. Eso es lo que deberías investigar. Ese es el enfoque.
A mi lado, Jenny escucha intensamente.
—No, lo más importante es que se trata de una escuela —dice Tara, llevándose una cucharadita de la espuma de su capuccino a su sonrosada boca—. De acuerdo, no hubo ningún niño herido, pero hay una chica de diecisiete que sí lo está. Una chica guapa, popular, de diecisiete años. Y eso es lo que la gente quiere leer, Paul. El drama humano. Es mucho más interesante que un puñado de balances.
—Te estás haciendo la tonta a propósito.
—Sencillamente, entiendo lo que quieren los lectores. Hasta los que compran el Telegraph.
Se inclina hacia ella.
—¿Y tú te limitas a satisfacer sus necesidades?
Tara no se echa hacia atrás.
—Al final todo lleva al dinero, Tara. Siempre lo es.
—¿Qué pasó en Columbine? ¿En Texas? ¿En el Virginia Tech? Allí no había motivo financiero, ¿verdad? ¿Sabes cuántas escuelas han sufrido ataques violentos durante la última década?
—Eso fueron tiroteos, matanzas indiscriminadas. No incendios provocados.
—Es la misma diferencia. Es violencia en nuestras escuelas.
—¿Nuestras escuelas? Paparruchas. Y totalmente inconsistente. Los ejemplos que acabas de citar son todos de Estados Unidos.
—También han habido ataques en Alemania, Finlandia y Canadá.
—Pero no aquí.
—¿Y Dunblane?
—La excepción. Hace quince años.
—Quizá la violencia en la escuela es una costumbre importada. Un inmigrante indeseable en nuestros apacibles barrios residenciales.
—¿Es el título de tu próximo artículo?
—Tal vez dé comienzo a una nueva tendencia.
—El tipo con el que te estás metiendo no es un estudiante loco, ni un exalumno. Es un profesor.
—¿Que me estoy metiendo con él? Llevas demasiadas series de polis y ladrones a cuestas. Y es un exprofesor. Esa es la cuestión.
—Bueno, te has sacado una buena historia del sombrero, te lo concedo. Falsa, pergeñada y lista para una demanda de daños y perjuicios, si no fuera por lo buena que eres serpenteando con la prosa, pero es una buena historia al fin y al cabo.
Sonríe. No puedo seguir escuchando este flirteo enfermizo durante mucho más tiempo.
—Y me gustan las fotos. La estatua de bronce del crío, en primer plano, porque no pudiste conseguir que ninguno de los alumnos posara para ti, y la foto de Jennifer, en la misma página.
—¿Vamos a buscar a papá? —pide Jenny.
Nos vamos del bar y recuerdo que el detective inspector Baker se preguntaba cómo pudo llegar tan rápidamente la prensa al lugar de los hechos. ¿Tuvo algo que ver Tara? Si así fue, ¿qué?
—Tiene razón —dice Jenny— en lo de que la escuela es un negocio. Ya te lo dije, ¿no?
Por un momento, vislumbro el resplandor de las copas de plata en la entrega de premios; vuelvo a recordar el incómodo sentimiento de que formábamos parte de un modelo de negocios de éxito.
—Pero aun si es así —digo— no veo por qué alguien querría reducirlo a cenizas.
—¿Algún fraude con la compañía de seguros? —pregunta.
—No veo la razón. La escuela está llena, y cada año suben la matrícula. En términos empresariales, el negocio les va muy bien. No tiene sentido incendiar la escuela.
—Tal vez hay algo que no sabemos —dice Jenny, y comprendo que se aferre a esa explicación igual que tú te aferras a Silas Hyman. Cualquier cosa, cualquiera antes que el acosador; porque así, el incendio no será un ataque personal contra ella.
Al acercarnos a la unidad de neurología, oigo los tacones de la doctora Bailstrom repicando rápidamente contra el linóleo. Se vuelve hacia una enfermera senior.
—La reunión sobre la paciente Grace Covey.
—En el despacho del doctor Rhodes. Todo el equipo está allí.
—¿Llevan esperando mucho rato?
—Quince minutos.
—Maldita sea.
Se apresura hasta al despacho tan rápido como se lo permiten sus tacones.
—¿Esperamos a que llegue papá? —le digo a Jenny.
No contesta.
—¿Jen?
Nada. Me vuelvo a mirarla.
Algo está mal. Algo no va bien. Sus ojos resplandecen y está brillante, con mucha luz, demasiada luz; un pulso de calor multicolor ondula a su alrededor.
Me quedo muda de terror. No puedo moverme.
—Tienes que averiguar qué me está pasando —dice Jenny, musitando tan bajo que apenas puedo oírla, y su rostro está iridiscente, tan deslumbrante que apenas puedo mirarla.
Te vas de la reunión y sales corriendo por el pasillo, las puertas batientes chocando detrás tuyo, la gente se aparta cuando te ve.
Trato de seguirte, corriendo.
Llegas a la unidad de quemados y golpeas la puerta pero la enfermera ya te está esperando y la abre inmediatamente. Dice que el corazón de Jenny ha sufrido una parada. Dice que van a tratar de reanimarla.
Pero son los autobuses los que se paran, no los corazones. No el corazón de Jenny. Se supone que no debe detenerse, que debe seguir latiendo, cada segundo, cada minuto, cada hora de cada día, mucho tiempo después de que el tuyo y el mío se hayan detenido. Mucho más tiempo después. Pienso en el poema de Sylvia Plath, «el amor te puso en marcha como un enorme reloj dorado», y creo que sí fue el amor lo que puso en marcha el corazón de nuestra hija; pero no es un maldito reloj que necesite que lo pongan en hora, o que lo mandemos al relojero. Pienso en palabras, en cosas, en poesía para no pensar en el cuerpo de Jenny. Una inútil pantalla de protección semántica. Se desgarra en el instante que te alcanzo, al lado de su cama.
Hay demasiadas personas, sus acciones más rápidas cada vez, las máquinas emiten luces y pitidos y en medio de todo eso está Jenny. No puedes tocarla; la gente que hay alrededor de su cama te bloquea el paso. Siento tu angustia frustrada, esperando a abrirte paso hasta ella. Pero la única forma de que se salve está en manos de estas personas, no en las tuyas.
Y sé que Jenny está esperando fuera, en el pasillo, deslumbrantemente blanca, como si estuviera hecha de luz, y empiezo a gritar.
En el monitor que controla su corazón hay una línea plana. Una imagen de la muerte.
¿Sigue ahí fuera, está aún en el pasillo?
No puede estar muerta. No puede ser.
Están tratando de reanimarla con todas sus fuerzas, lo intentan denodadamente, hablan con velocidad entre sí, con palabras que no comprendemos; sus acciones son hábiles, fruto de la práctica y la experiencia. Es un moderno ritual pagano, con magia de alta tecnología que quizá pueda convocarla de entre los muertos.
Un puntito en el monitor.
Late. Su corazón está latiendo. No es un enorme reloj de oro, es el corazón de una chica.
Está viva.
La alegría me invade, y a mi alrededor todos reaccionan igual y por un instante no formamos parte del mundo pragmático, normal, contenido.
Jenny llega a mi lado; ya no está resplandeciente.
—Aún estoy aquí —dice, y me sonríe.
No puede ver su cuerpo, oculto tras la muralla de médicos y enfermeras.
El doctor Sandhu se vuelve hacia ti. Su cara morena ya no te parece indecentemente sana, sino exhausta. ¿Qué debe sentir alguien que sostiene la vida de otro en sus manos? Cuán pesada debe ser la vida de Jenny, con el contrapeso de nuestro amor por ella.
—Vamos a llevarla a nuestra unidad de cuidados intensivos —te dice—. Me temo que nuestro diagnóstico es que su corazón ha sufrido algún daño con esta crisis. Posiblemente grave. Vamos a someterla a varias pruebas de inmediato.
Trato de empujar a Jenny para que salgamos, pero no se mueve.
—Vas a superarlo —le dices al cuerpo inconsciente de Jenny—. Vas a ponerte mejor.
Como si supieras que Jenny puede oírte.
—Soy la señorita Logan, la especialista en cardiología asignada al caso de Jenny —dice una mujer joven, que está en primera línea del esfuerzo de reanimación—. Hablemos cuando tengamos los resultados de las pruebas. Pero tengo que advertirle que si están en la línea de lo que anticipamos, entonces…
Te vas de la sala, negándote a escuchar el final de la frase.
Jenny también sale. El equipo médico se está alejando de su cuerpo, y no puede soportar verse.
Sarah está esperando fuera.
—Sigue viva —dices.
Sarah te abraza. Está temblando.
Me acerco a Jenny, que está esperando algo más lejos.
—Fue increíble, mamá —dice.
—¿Increíble? —pregunto. ¿Va a utilizar ese adjetivo para describir su experiencia cercana a la muerte? Es el mismo que ella y sus amigos emplean cuando se van a comer un helado juntos. Solía preocuparme el hecho de que la variedad y la sutileza de adjetivación había perdido la batalla frente a la televisión y las pantallas de ordenador; solía sermonearla, a veces.
—Fue como si toda la luz y el color y la calidez y el amor de mi cuerpo lo abandonaran, pero entraran en mí —dice—. El sentimiento era hermoso. Lo que yo era. Una preciosidad. —Busca las palabras adecuadas—. Y creo que lo que estaba sucediendo era que mi alma nacía.
Me asombra su descripción. No solamente por lo que dice, sino por la manera en que lo describe; nuestra hija, que nunca ha utilizado más de un adjetivo en una frase.
—Pero no volverá a suceder —digo— al menos hasta que seas una anciana, ¿de acuerdo?
El doctor Sandhu se une a ti y a Sarah.
—Una de nuestras enfermeras nos ha dicho que un fragmento del equipo médico que estamos utilizando para mantener viva a Jenny, el tubo endotráqueo que la conecta con el ventilador, se soltó la noche anterior. Existe la posibilidad de que fuera un incidente intencionado. Tendría que haber informado sobre esto la noche anterior, pero me temo que no lo hemos descubierto hasta la emergencia de hace unos minutos.
La ansiedad que sentí por Jenny la noche anterior se transforma en terror.
—¿Por eso se detuvo su corazón? —pregunta Sarah.
—No podemos saberlo —replica el doctor Sandhu—. La posibilidad de un fallo orgánico ya estaba presente.
Le vi. Era el hombre del abrigo. Le vi.
—¿Alguien le ha hecho esto a propósito? —preguntas, incrédulo.
—Las piezas de los equipos médicos pueden ser defectuosas —dice el doctor Sandhu—. Es raro, pero sucede. Es muy difícil detectar cómo pudo producirse la alteración intencionada del tubo. Somos una de las pocas unidades del hospital en el que la rotación del equipo es bastante baja; la mayoría hemos trabajado aquí durante mucho tiempo. Y nunca ha sucedido algo así.
—¿Y si fuera obra de alguien ajeno al hospital? ¿Alguien que viniera de fuera? —pregunta Sarah.
—La puerta de la unidad de quemados está cerrada, con un código numérico. Solamente los miembros del equipo lo conocen, y a los visitantes se les debe autorizar la entrada.
Igual que en la escuela. ¿Cómo no me di cuenta antes? Igual que en la escuela.
En el rostro de Sarah, la ansiedad.
—Gracias —dice, en voz baja—. Uno de mis colegas tendrá que hablar con usted.
—Por supuesto. De hecho, ya estamos siguiendo el protocolo y el director del hospital está informando a la policía. Pero quería decírselo a ustedes en persona.
A mi lado, Jenny está tiesa, su cara asustada.
—Ya oíste lo que dijo, mamá. A veces el material médico es defectuoso.
No quiere creerlo.
—Sí —contesto, porque ¿cómo voy a decirle lo que vi la noche anterior? ¿Cómo voy a asustarla aún más?
Te alejas por el pasillo, y me preocupa que quieras distanciarte de lo que te acaban de contar. Incluso de la mera sugerencia. Así que te sigo, dejo a Jenny atrás.
—Alguien trata de matarla, Mike —te digo, pero no me oyes.
—Me quedaré con Jenny —le dices a Sarah—. Estaré con ella veinticuatro horas al día. Me aseguraré de que ese bastardo no vuelve a hacerle daño.
Te quiero.
Una hora más tarde, aproximadamente, Jenny sale a dar una vuelta por el hospital, lo que me preocupaba, pero «tengo diecisiete años, por Dios, mamá. Además, ¿qué más puede pasar?».
Estoy contigo, al lado de la cama de Jenny. El mundo de la unidad de cuidados intensivos es tan ajeno, tan absolutamente extraño a todo lo que compone nuestra vida anterior, que tener un policía sentado a su lado ahora no es más peculiar que las hileras de pantallas que monitorizan su vida. Creo que estás agradecido por contar con una presencia uniformada, pero aun así te inclinas sobre ella, quieres protegerla en persona.
Aunque la descripción de Jenny de su experiencia cercana a la muerte —el nacimiento de su alma— me asombra, no es exactamente precisa. El amor no puede abandonar tu cuerpo; para empezar, no está ahí. Lo sé cuando te miro, y miro el cuerpo herido de Jenny; sé que el amor sigue vivo en lo que quiera que ahora soy.
—¿Señor Covey?
La señorita Logan, la joven cardióloga, se acerca.
—Tenemos los resultados de las pruebas de Jenny —dice—. ¿Quiere venir a mi despacho?
¿Cómo va a saber esta bonita señorita Logan, tan esbelta como un cabello, diría mi padre, lo que le pasa a Jenny, las complejidades del corazón de mi hija? Es demasiado joven para ser especialista de nada; para saber realmente de qué está hablando. E incluso mientras lo pienso, sé que trato de adelantarme y restarle valor a lo que va a decir, antes de que pronuncie las palabras.
Te sigo al despacho del médico, con el aire cargado de calor.
El doctor Sandhu está esperando. Te da la mano y un par de golpecitos en el hombro y trato de no pensar que te está compadeciendo por adelantado.
Nadie se sienta.
Odio esta salita institucional y calurosa, con su deprimente moqueta y las sillas de plástico apilables y el calendario con la marca de una compañía farmacéutica. Quiero estar en la cocina, con Adam y Jenny, justo al volver de la escuela, con las ventanas francesas abiertas de par en par, preparando un té para Jenny y un zumo para Adam y escuchando sus quejas sobre los deberes. Por un instante, lo imagino tan vívidamente que casi oigo el ruido de la bolsa de Jen al caer encima de la mesa, y Adam preguntándome si quedan barquillos de chocolate. Seguramente hay un agujero de gusano por el que se puede entrar, que me llevará a un universo paralelo en el que mi vida anterior, mi vida de verdad, sigue igual que siempre; sólo hace falta encontrar el camino de vuelta.
El doctor Sandhu habla en primer lugar, responsabilizándose de comunicar las noticias. Como una cáscara de huevo que se rompe, pienso mientras habla, con un contenido venenoso y corrosivo que destruye el camino de vuelta.
—Hemos sometido a Jenny a numerosas pruebas. Me temo que tal y como temíamos, su corazón ha sufrido un daño irreparable.
Miro el rostro del doctor Sandhu y rápidamente aparto la vista, pero es demasiado tarde. En su expresión he leído el momento en el que un médico comprende que la vida que está tratando de salvar es demasiado frágil para sus conocimientos médicos.
—Su corazón solamente podrá seguir funcionando unas pocas semanas más —dice.
—¿Cuántas semanas? —preguntas, cada sílaba un esfuerzo físico, con la lengua forzada contra el paladar de la boca, y los sonidos amargos como madera podrida.
—Es imposible determinarlo con exactitud —dice, y odia tener que decir eso.
—¿Cuántas? —repites.
—Estimamos que unas tres semanas —dice la señorita Logan.
«¡Dentro de tres semanas estaremos en Italia! ¡Solamente faltan tres semanas para Navidad, Ads! Tres semanas para los exámenes, ¿no te das cuenta de lo cerca que estamos?».
Cuando Jenny nació, su vida se midió en horas, luego días y semanas. A las dieciséis semanas, pasamos a meses —cuatro, cinco, dieciocho— hasta los dos años, y luego se mide la edad de tus hijos en medios años. Después, gradualmente, pasa a medirse por años completos. Ahora volvemos a las semanas, cuando se trata de medir lo que le queda de vida.
No pienso permitirlo.
La he cuidado desde que no era nada más que un par de células hasta una adolescente de metro setenta, y sigue creciendo, por el amor de Dios, no puede detenerse ahora. No puede.
—Tiene que haber algo que puedan hacer —dices, como siempre, incluso ahora, seguro de que debe existir una solución.
—Su única opción es un trasplante —dice la señorita Logan—. Pero me temo que…
—Entonces conseguirá un trasplante —la interrumpes.
—Es muy improbable que logremos localizar a un donante compatible con los tejidos de Jennifer a tiempo —dice. Su juventud le permite distanciarse de la información que está dando—. Tengo que informarle de que la posibilidad de encontrar un donante de corazón en tan poco tiempo es extremadamente remota.
—Entonces lo donaré yo —dices—. Iré a ese lugar de Suiza. Dignitas o como quiera que se llame. Te dejan morir si quieres. Debe haber una forma de hacerlo para que mi corazón vaya a parar a ella.
Miro sus rostros, no el tuyo; no puedo soportar mirarte a ti. Veo compasión, no sorpresa. No debes ser el primer padre que sugiere algo así.
—Me temo que hay muchas razones que le impedirán seguir ese curso —dice el doctor Sandhu—. Sobre todo legales.
—He oído que su esposa sigue inconsciente… —dice la dura señorita Logan, pero la interrumpes de nuevo.
—¿Qué demonios está diciendo? ¿Que donemos su corazón?
Una oleada de esperanza me invade. ¿Puedo hacerlo? ¿Es posible?
—Solamente quería decirle que lo siento —dice la señorita Logan—. Debe resultar muy duro lo que le está sucediendo con Jennifer —es casi como si tuviera que explicárselo ella en persona—. En cualquier caso, incluso si las pruebas indicasen que las funciones cerebrales de su mujer están reducidas, es capaz de respirar sin asistencia, así que…
—Ella también me oye —vuelves a interrumpir— y piensa y siente. Aún no puede demostrarlo, pero lo hará. Porque se pondrá mejor. Y Jenny también. Las dos estarán bien.
Y te admiro porque pese a la «catástrofe» y a las «tres semanas» y las posibilidades «extremadamente remotas» y que tu apuesta por el suicidio se demuestra fútil, te niegas a admitir la derrota para Jenny o para mí.
En tu cabeza, en una pradera de campos abiertos, veo una trinchera de resistencia y esperanza de un solo hombre, construida por la energía de tu espíritu.
El doctor Sandhu y la joven cardióloga guardan silencio.
Un silencio honesto y aterrador, en lugar de acuerdo o tranquilidad.
Te vas callado de la sala. Poco después, la señorita Logan también se va.
Quiero llegar a tu reducto de esperanza, pero no puedo, Mike. No puedo llegar hasta ahí.
No puedo moverme en absoluto.
Porque estoy rodeada de picos y lanzas de información, y un paso en cualquier dirección significa que voy a terminar perforada. Así que si no me muevo, aún puedo evitar que se conviertan en verdad.
El doctor Sandhu piensa que se ha quedado solo. Se limpia bruscamente una lágrima. ¿Qué le ha empujado hasta llegar aquí? Me imagino una profesora de ciencia, reparando en su inteligencia y sugiriendo que estudie medicina; y sus padres, animándole con orgullo, y luego una carrera profesional, con un giro adecuado aquí y un camino recto allá, que termina aquí, en esta salita.
La distracción de la carrera del doctor Sandhu es inútil. Las lanzas vienen hacia mí y entonan un sonido, el mismo desde que se pronunciaron las palabras «tres semanas»: un tictac de reloj que sobrevuela cada pensamiento, cada acción, cada palabra, hasta que se gastan y se agotan.
Después de todo, resulta que el corazón de Jenny sí es un reloj.
Que late o hace tictac, hasta terminar silenciado.