Mientras esperamos al lado de la cama de Jenny a que llegue el detective inspector Baker, recuerdo el resto de la velada de la entrega de premios y tu regreso a casa. No creo que haya ningún detalle útil, pero necesito escapar de aquí, refugiarme en el santuario que es nuestra antigua vida; la memoria como un momento de respiro.
Jenny estaba en el ordenador de abajo, con su cuenta de Facebook abierta. Se había cortado la larga melena mientras tú estabas fuera, y ya no le tapaba la cara cuando se inclinaba hacia delante.
—Rowena estaba repasando sus exámenes esta tarde —le dije mientras pasaba a su lado.
—Creía que lo de su plaza en Oxford era cosa hecha —replicó Jenny, sin darse cuenta de mi crítica subyacente.
—Aun así quiere sacar la mejor nota posible. Son tan importantes para el currículum profesional como para la universidad.
—Pues que le vaya bien, mamá —dijo, y añadió mientras tú subías al piso de arriba—: Buenas noches, papá.
—Buenas noches, príncipe —respondiste, igual que has hecho desde que tenía cinco años. Pero hoy eras tú el que ibas a dormir antes que ella.
Te acompañé arriba.
—Estaría bien que supiera de dónde sale esa referencia. Tiene examen de literatura inglesa dentro de unas siete semanas y no tiene ni idea.
—Creía que iba a examinarse sobre Otelo.
—Eso no tiene nada que ver. Tiene que saberse las tragedias.
Te echaste a reír.
—Quiero que saque buenas notas. Al menos así tendrá opciones en la universidad.
—Ya lo sé —me dijiste afectuosamente, y me besaste. La suma de nuestro matrimonio era más grande que nuestras diferencias.
La pelea sobre Adam seguía allí, tan presente como su cálido cuerpo durmiendo en la habitación de al lado; igual que mi ansiedad por Jenny sobrevolaba la casa, mientras charlaba por la red social en lugar de abrir los libros. Pero estaba tan contenta de tenerte en casa.
Me hablaste del viaje, del rodaje, y yo te conté los pequeños detalles que uno se pierde cuando está fuera, omitiendo al señor Hyman y a Adam, que habían estado omnipresentes; pero quería disfrutar de ese rato contigo.
Algo más tarde, cuando fuiste a «darte una ducha que no fuera de barreño», la ansiedad latente que perseguía a la casa me atrapó. Pensé en Rowena. En Sidley House había sido la mejor en todas las asignaturas, la líder de casi todos los equipos, la estrella de las asambleas, y ahora iría a Oxford a estudiar ciencias, mientras nuestra hija tendría suerte si se sacaba la selectividad por la mínima.
Mi ansiedad se avivó hasta convertirse en celos. Sabía, por Maisie, que Donald adoraba a su familia. Estaba segura de que si Rowena hubiera sido la niña que se levantó para defender al señor Hyman, Donald la habría apoyado. Habría estado orgulloso de ella. La familia perfecta.
Me limpié el maquillaje que me había aplicado tan cuidadosamente unas horas antes. Tu rostro se ha hecho más famoso con el paso de los años, pero yo solamente me he hecho mayor, y siempre me acuerdo de eso cuando vuelves de un rodaje y nos reencontramos.
Me acordé del peculiar comentario de Maisie acerca de su aspecto. Quizá fue porque estaba mirándome al espejo. O porque buscaba un defecto en la familia perfecta. En cualquier caso, por la razón que fuera, me acordé de su comentario acerca de ser una «cerda bulímica», y siguió dando vueltas en mi mente hasta que se conectó con otros incidentes aparentemente inocentes: la forma en que se miraba en el espejo de nuestro vestíbulo cuando salíamos, y luego apartaba la vista rápidamente. «Por Dios, ¡qué pinta de bruja! No se arregla ni con botox». El moratón que se hizo en la mejilla cuando «se la pegó con la verja del jardín; es el problema de tener dos pies izquierdos». La muñeca rota: «Voy y salgo a la acera helada con zapatos de salón. ¡Qué tonta! Salí volando, claro, ¡como una imbécil!».
Por separado, ninguno de estos incidentes había parecido preocupante, pero juntos frente a mi tocador, componían una red oscura y densa de algo siniestro.
Me obligué a detenerme. Había buscado defectos pero mi imaginación había logrado concitar algo mucho peor. Porque tenía que ser mi imaginación.
Así que basta, me dije severamente. Los celos solamente llevan a pensar cosas malas. Basta.
Creí que recordar sería reconfortante, pero no ha sido así. Porque ese recuerdo incómodo acerca de Maisie ahora está conmigo, como si mi mente no me permitiera doblarlo y guardarlo en un cajón. Y está tirando de otras cosas, de un detalle que no lograba recordar antes, el que se deslizó entre los pliegues del pasado cuando traté de agarrarlo.
Es Maisie, dejando el campo de juegos, pero antes se detiene y comprueba su rostro en su espejito de mano. Es un gesto que sin saberlo, tengo asociado con ella. Es el detalle que me hace comprender la poca confianza que tiene ahora en sí misma, en comparación con los días en que la exuberante Maisie se lanzaba a la carrera de madres y nada le importaba un comino.
Qué detalle tan nimio; no es el indicio importante que esperaba. Así que me pregunto por qué me resisto a olvidarlo.
El detective inspector Baker llega, y parpadea cuando ve a Jenny. ¿Por eso querías que viniera a su habitación? ¿Para que comprendiera?
Si es así, tienes razón. Yo también quiero que Baker sepa de qué se trata todo esto.
—Espero que le tranquilice saber —dice con su voz átona e irritante— que uno de mis policías ha comprobado la coartada del señor Hyman. No podía estar en la escuela en el momento de declararse el incendio.
Una lenta y roja oleada de ira te sube por el cuello.
—¿Quién le dio esa coartada?
—No es correcto que le dé esa información. Le asignaré un policía oficial de contacto, que le mantendrá informado de cualquier detalle nuevo.
—No quiero ningún POC —dices, y me fijo en que no le gusta que utilices la jerga policial—. Sólo quiero que me digan cuándo arrestarán a Hyman.
El detective inspector Baker hace una pausa y se gira, dándole la espalda a Jenny.
—Investigaremos las amenazas que recibió por correo —dice— y consideraremos este incendio como un intento de asesinato contra su hija.
Sarah pone su mano en tu brazo, pero la apartas.
—Tengo que ir a una reunión —dices.
Murmuras algo en el oído de Jenny, algo que nadie excepto ella oye, y te vas.
El detective inspector Baker se gira hacia Sarah.
—Tengo entendido que hablamos con todos sus amigos, pero no hicimos ningún análisis forense excepto por el test de ADN en el condón usado, ¿no? Supongo que conoces bien el caso, teniendo en cuenta la relación personal.
—Sí. Pero no encontramos ninguna correspondencia.
—¿Pedisteis muestras a amigos o al novio? —pregunta Baker.
—No, no teníamos…
—Ahora sí lo haremos. ¿Qué hay de las localizaciones de los sellos?
—Aleatorias —replica Sarah— pero todas en el área de Londres. Uno de los buzones está en una calle con una cámara, así que podría existir la tenue posibilidad de que el acosador fuera filmado mientras enviaba la carta, pero en aquel momento no disponíamos de recursos para…
—Pondré alguien en ello.
Encuentro a Jenny en el pasillo, de vuelta de sus paseos.
—He visto a Tara —dice Jenny, optando por el momento por un tema neutral—. Está en la planta de abajo.
—Es el camino del periodista perezoso a la persecución de la ambulancia —digo—. Así esperas que vengan a ti.
—¿La tía Sarah cree que fue el acosador? —pregunta, dando por terminada nuestra conversación de cortesía.
—Creo que no descartan ninguna opción. En cuanto al acosador, si hay algo que tú…
—No empieces. Por favor. Ya fue bastante malo cuando tú y papá no parabais de preguntarme.
—Solamente…
—Nadie que yo conozca me haría algo así —dice, igual que decía mientras estaba sentada en la mesa de la cocina, cuando llegaban las amenazas y los paquetes desagradables.
—No estoy diciendo ni por un segundo que sea uno de tus amigos. Por favor. Solamente quería saber si había algo que no nos hubieras dicho, no sé…
Aparta la vista y no puedo descifrar su expresión.
—Acabaste harta de que te preguntáramos dónde ibas —digo.
—Me custodiabais —corrige—. Papá llegó a seguirme, por Dios. Le veía perfectamente, pero él seguía haciéndolo.
—Sólo quería estar seguro de que estarías bien. Eso era todo. Y cuando te negaste a aceptar que te acompañara a…
—Tengo diecisiete años.
Exacto. Solamente diecisiete años. Y eres tan bonita. Y tan inocente.
—Luego, la fiesta de Maria. No me dejabais ir —sigue— porque no empezaba hasta las nueve. Las nueve. Todo el mundo fue excepto yo, castigada por algo que no había hecho.
Jenny me regaló un diccionario que había hecho ella misma, un par de años atrás, como una broma, para que comprendiera su vocabulario. (Tuve que prometerle que no utilizaría ninguna de las palabras que había en ese diccionario). «Castigada» era la única que ya conocía.
Pero en el fondo tiene razón. No fue justo, ¿verdad? No había hecho nada que mereciera lo que ella consideraba que era un castigo, y nosotros creíamos que la protegería. Y nuestra creciente necesidad de cuidarla avivó su deseo de alejarse de nosotros. Pensándolo bien, «acosar» es la expresión adecuada, no sólo por lo que decían los mensajes, y las cosas espantosas que llegaban, sino porque mientras sucedía, se alimentaba de la savia de la felicidad de nuestra familia.
—Al final sí que fui —confiesa Jenny— a la fiesta de Maria. Fue la noche que me quedé en casa de Audrey, después del torneo de squash. También la habían invitado.
¿Por qué siente la necesidad de contármelo, ahora?
¿Sucedió algo en esa fiesta? Espero, pero no dice nada más.
—¿Hay algo que no nos contaras acerca de esos paquetes? —pregunto de nuevo—. ¿Por si pensabas que íbamos a «custodiarte» aún más?
Se aparta ligeramente.
—A veces vuelvo a estar ahí dentro, en la escuela —dice, en voz baja—. No puedo escapar. No puedo salir. No puedo ver nada. Quiero decir que no es un recuerdo. No es eso. Solamente siento dolor y miedo.
Se está encogiendo, haciéndose tan pequeña como puede.
La abrazo.
—Ya está. Todo ha pasado. Ya está.
Debe haber algo que no nos dijo. Porque al preguntarle sobre eso, ha pensado en el fuego, ha sentido el fuego de nuevo, como si creyera que hay una conexión entre ambos. Pero ahora mi hija está temblando y no puedo preguntárselo de nuevo. No puedo, aún no.
Creo que con el tiempo me lo contará.
Cuando solía ir a buscarla a la escuela me decía, igual que hace Adam ahora, que «todo había ido bien, mamá». Pero siempre llevaban ansiedad en el bolsillo del uniforme, un problema en la manga, miedo escondido bajo el jersey. Una tenía que esperar pacientemente a que se vaciara el bolsillo mientras conducía de vuelta a casa; o el problema arrugado aparecía mientras hacíamos juntos los deberes; y el miedo se atrevía a salir de debajo del jersey mientras mirábamos la tele, en el sofá. Había que esperar a la hora del baño para descubrir si había pasado algo realmente serio; supongo que para entonces, ya no les quedaba ningún otro sitio donde esconderlo.
Hace un gesto hacia la unidad de quemados.
—Bueno, ¿cómo voy? —pregunta.
He tenido tiempo de preparar mi respuesta.
—No te he visto bien. Pero la enfermera dice que sigues el curso previsto. Que faltan unos cuantos días, y para entonces ya sabrán cómo quedan las cicatrices, si es que hay.
Eso, al menos, sí es verdad.
—¿Está ahí dentro papá?
—No, ha tenido que ir a la reunión de los especialistas —digo.
Es la reunión con mis médicos, sobre mí. Ahora ya deben tener los resultados de mi escáner cerebral. Decido refugiarme de nuevo en la conversación señuelo.
—¿Vamos a ver qué hace Tara?
—¿No deberíamos estar con papá?
—Estará bien, un rato sólo.
No quiero que Jenny escuche lo que los médicos van a decirte.
Yo no quiero estar ahí.
Aún no.
Aún no.
—¿Te acuerdas de la vez que me mandaron porquería de perro? —dice.
—Estaba en una caja, como las que se utilizan para enviar libros —respondo, algo sorprendida de que quiera pensar en eso.
—¿Te acuerdas de Addie?
—Debe ser popó de terrier —dijo, inclinándose encima de la caja.
Me horrorizó que lo viera.
—Adam, vamos. No creo que debas…
—Bueno, lo digo por el tamaño, no debe tener el pompis muy grande.
Jenny empezó a sonreír.
—¿Un yorkie? —aventuró.
—O un escocés —dijo Jenny; sonriendo aún más.
—¡No, ya lo sé! —chilló Adam—. ¡Es popó de caniche!
Y durante unos minutos, sus risas llenaron la casa.