8

¿Crees que ganaré un premio, mamá? —dijo Adam—. ¿Me darán un premio por algo?

Era la mañana de la entrega de premios. Adam, que por entonces aún tenía siete años, comía Coco Pops y miraba los dibujos animados de Tom y Jerry.

Al señor Hyman lo habían echado hacía tres semanas y media, y ya volvía a odiar el hecho de ir a la escuela, de modo que yo intentaba compensarle. Tú estabas fuera, rodando, y yo aprovechaba para mimarle un poco. Tu charla de hombre a hombre ya vendría después. Así que mi alegría ante la idea de que ibas a volver estaba algo atenuada por mi preocupación por Adam.

—Deberías ganar un premio, claro —dije, bastante segura de que no sería así—. Pero si no ganas ninguno, no tienes que desanimarte. ¿Te acuerdas de lo que dijo la señora Healey en la asamblea? Todo el mundo gana un premio al final, aunque este año no te haya tocado.

—Eso es una estupidez —exclamó Jenny, todavía en pijama aunque se suponía que nos íbamos en diez minutos—. Haz los números: niños, premios y entregas de premios. No salen las cuentas, ¿lo ves?

—Y siempre ganan los mismos —dijo Adam.

—Estoy segura de que no es…

Adam me interrumpió, frustrado y enfadado.

—Es verdad.

—Tiene razón —dijo Jenny—. Ya sé que dicen eso de que todos los niños merecen ser valorados equitativamente, y bla, bla, bla, pero es pura cháchara.

—Jen, eso no ayuda.

—Sí que ayuda —dijo Adam.

—La escuela tiene que lograr meter algunos alumnos en una escuela secundaria de categoría, como la de Westminster para los chicos, o St. Paul’s para las chicas —continuó Jenny mientras se servía un bol de cereales—. O de otro modo los nuevos padres no traerán sus carretadas de críos de cuatro años el próximo curso. Así que son los chicos más brillantes los que se llevan los premios, para que les ayuden en su camino a las mejores escuelas.

—Antony ya ha ganado el premio al mejor de la clase —dijo Adam, abatido—. Y el de matemáticas y el de liderazgo, también.

—Tiene ocho años. ¿A quién se supone que va a liderar, exactamente? —preguntó Jenny, burlona, arrancando una sonrisa a Adam. Gracias por eso, Jen.

—Mientras me tocó a mí, la chica maravillas era Rowena White —dijo Jenny—. Se portaba a la perfección. —Se levantó, con movimientos lánguidos—. ¿Aún lo celebran en la iglesia de St. Swithun?

—Ajá.

—Vaya pesadilla. Siempre me tocaba detrás de una columna. ¿Por qué no utilizan esa iglesia moderna, la que tienen justo al lado de la escuela? Es perfecta.

Adam vio la hora y se puso nervioso.

—¡Vamos a llegar tarde!

Corrió a por su mochila, su miedo a llegar tarde superó momentáneamente a su miedo a la escuela.

—No tardo nada —dijo Jenny—. Me tomaré los cereales en el coche, si mamá puede conducir un poco mejor que la última vez. —Hizo una pausa justo antes de salir de la cocina—. Ah, y todas esas copas de plata y las plaquitas y las menciones contribuyen a que la escuela parezca más antigua y establecida de lo que realmente es. Así, los padres que aún tienen niños matriculados también están contentos.

—Creo que estás un poco cínica —dije.

—He trabajado ahí, no te olvides —dijo Jenny—. Así que soy cínica con razón. Es un negocio. Y la entrega de premios forma parte de todo eso.

—Solamente trabajaste ahí tres semanas. Y también dan premios a la gente que tiene que mejorar —dije, tratando de ser ingeniosa sin lograrlo.

Adam se puso la mochila a la espalda y nos miró, con la misma expresión que Jenny.

—Eso no quiere decir nada, mamá. Todo el mundo lo sabe.

—¿A ti te gustaría ganar, de todos modos? —preguntó Jenny.

Adam asintió, algo avergonzado.

—Pero no ganaré. Nunca gano nada.

Ella sonrió y repuso:

—Yo tampoco.

Ocho minutos después estábamos en el coche. Adam es la única persona que hace que Jenny se dé prisa.

Íbamos a llegar pronto a la escuela, como cada mañana. Creo que piensas que no deberíamos tragarnos eso de la ansiedad tan alegremente, pero llegar cinco minutos antes de lo necesario es algo que hay que tener en cuenta, cuando uno está cuidándole. Simplemente es así.

—¿Cuándo volverás a trabajar a la escuela? —preguntó Adam cuando nos acercamos a Sidley House.

Había estado tan orgulloso de su hermana cuando fue profesora ayudante el verano pasado, aunque ni siquiera estaba a cargo de su clase.

—Después de los exámenes de selectividad —dijo Jenny—. Así que en un par de meses.

—No falta nada —dije, súbitamente nerviosa ante la proximidad de las pruebas—. Tienes que organizar el calendario de revisiones y repasos esta tarde.

—Voy a casa de Daphne.

—Pero si papá vuelve hoy a casa —dijo Adam.

—Estará esta noche en la entrega de premios contigo, ¿no? —dijo Jenny.

—Supongo que sí —asintió Adam, aunque no estaba del todo seguro de que asistieras. No es una crítica; a él siempre le preocupa que la gente aparezca cuando tiene que hacerlo.

—No deberías ir a lo de Daphne —le dije a Jenny—. Al menos, ocúpate del calendario de repaso esta tarde, aunque aún no empieces a estudiar.

—Mamá…

Se estaba poniendo rímel mirándose en el retrovisor.

—Si te esfuerzas ahora, en el futuro tendrás muchísimas más opciones.

—Digamos que prefiero vivir ahora en lugar de repasar para el futuro, ¿de acuerdo?

No, pensé, no estoy de acuerdo. Si pudiera invertir su agudeza mental y la rapidez con la que me contestaba en sus estudios, y repasar para los exámenes de septiembre…

Caminamos durante el último trozo, como hacemos siempre, a lo largo del camino flanqueado por robles. Adam me apretaba la mano.

—¿Estás bien, Ads?

Empezaba a llorar, aunque intentaba luchar contra las lágrimas.

—¿De verdad tiene que ir? —preguntó Jenny. Yo pensaba lo mismo. Pero Adam dejó ir mi mano estoicamente y avanzó hasta la puerta. Apretó el botón del interfono para que le abrieran y la secretaria le dejó pasar.

Estabas de rodaje desde el día después de que echaran al señor Hyman, de modo que no pudiste ver las consecuencias. En nuestras breves llamadas telefónicas, con una mala conexión, te mostrabas más preocupado por Jenny, asegurándote de que no habían llegado más paquetes ni cartas amenazadoras —y así era, gracias a Dios— y no quedaba mucho tiempo para Adam. Y no te lo había dicho; quizá temía la posibilidad de abrir una brecha entre nosotros. De modo que aún no sabías que Adam estaba prácticamente pasando por las fases del duelo. No solamente había perdido a un profesor al que adoraba, sino que el mundo adulto se había mostrado cruel e injusto, muy distinto de las historias que leía. Los libros de Beast Quest, y de Harry Potter, las leyendas artúricas y Percy Jackson —toda su cultura literaria hasta ese momento— no terminaban así. Estaba preparado para finales infelices, pero no para la injusticia. Habían despedido a su profesor por algo que no había hecho.

Y la escuela volvía a transformarse en el lugar hostil que había sido antes de la llegada del señor Hyman.

A las seis menos cuarto, después de una «¡cena rápida, Ads!» y de cambiarse y ponerse un uniforme limpio, llegamos pronto a la ceremonia de premios, con sus zapatos relucientes y su chaqueta en perfecto estado de revista, para que nadie le llamara la atención. Yo llevaba, como protesta, unos tejanos gastados y con un agujero, cosa que le gustó. «¡Qué chulo, mamá!». Adam posee una vena subversiva en el fondo de su ser.

Las otras mamás llevaban uniformes de diseño Net-à-Porter y botas caras y estilosas.

Llegamos quince minutos antes, en parte porque Adam está en el coro y teníamos que asegurarnos de que iba bien de tiempo, pero también a causa de lo nervioso que le ponía la idea de llegar tarde; eso había empeorado mucho en las últimas tres semanas.

Vi que Maisie me saludaba desde un banco de las primeras filas, y que había llegado aún antes que nosotros. Adam fue a la sacristía para esperar al resto de los chicos del coro y yo me fui a su lado.

—Os he guardado un buen sitio a ti y a Mike —dijo, apartándose para dejarme espacio libre—. Rowena siente mucho perdérselo, pero los exámenes están a la vuelta de la esquina, ¿no?

Así que Rowena sí estaba repasando, aunque le habían ofrecido un puesto condicional-pero-virtualmente-seguro en Oxford, para estudiar ciencias. Mientras que a Jenny, que desde luego no le habían ofrecido nada en absoluto, estaba en casa de una amiga. De pequeña, Jenny solía quejarse de que Rowena era demasiado competitiva y que necesitaba ser siempre la mejor. Deseé que hubiera compartido un poco de ese rasgo de su amiga. Aún lo deseo.

—¿Addie vuelve a estar en el coro este año? —preguntó Maisie—. Me encanta escucharle cantar.

Maisie siempre despliega mucho tacto, nunca pregunta si creo que Adam ganará un premio, sino que decide alabar su pequeña contribución al evento.

Vi que Maisie trataba de alisar su vestido de algodón marrón, para disimular la barriga, y que lágrimas empezaban a formarse en sus ojos.

—¿Parezco una cerda bulímica con este vestido? —preguntó en voz baja, casi furtivamente. Era un lenguaje tan impropio de Maisie que por un instante pensé que no la había oído bien.

—¡Por supuesto que no, cariño! —dije—. Estás preciosa. Guapa de toma pan y moja.

—¿Como una mamá brillante? —dijo, con una risita.

Era el nombre que dábamos a las madres que llevaban botas altas y brillantes, y ropa sedosa y cara, y peinados recién salidos de la peluquería, con el pelo resplandeciente y marcado esa misma tarde, ex profeso para la entrega de premios.

—Más brillante aún —dije.

Le enseñé mis tejanos gastados y el agujero. ¿Qué pensaba ahora de las cerdas bulímicas?

—Eres la mujer más amable del mundo, Gracie.

Entonces Donald llegó, sosteniendo la copa que iba a entregar esa tarde.

—Estoy quitándole el polvo a la plata —dijo, mientras su rostro amistoso resplandecía.

Cuando Jenny fue a la escuela los dos éramos de centro izquierda, y nos avergonzaba un poco que nuestra hija fuera a una institución privada. Donald y su copa nos parecían absurdos y divertidos. Pero ahora que soy menos hipócrita y crítica, me parece conmovedor que Donald siga manteniendo lazos con la escuela. Jamás llegué a conocerle a fondo, porque Maisie y yo solemos quedar de día, cuando él está en el trabajo y Rowena en la escuela, pero sé por Maisie lo mucho que quiere a su mujer y a su hija.

Observé cómo tomaba la mano de Maisie y se sentaba un poco más cerca de ella de lo que era necesario. Sentí celos porque no estabas allí.

En la pequeña y sudada oficina, el detective inspector Baker por fin ha terminado de hablar por su walkie-talkie.

—La entrega de premios se celebró en St. Swithun, a una milla o así de la escuela —dices—. Mi vuelo venía con retraso así que llegué tarde, a las seis y cuarto. No había ningún tipo de vigilancia en la puerta. Entré, sin más. La política de seguridad de la escuela era notablemente mala.

No dices nada sobre cenas a toda velocidad y ropa recién planchada; no hay ningún detalle de la vida doméstica en tus recuerdos.

—Me fijé en que la directora parecía tensa —continúas—. Incluso antes de que Hyman apareciera en la iglesia.

Estoy de acuerdo. La señora Healey parecía más rígida de lo habitual, pero seguramente debía ser porque ese día la escuela estaba exhibiéndose frente a todos los padres, y quería que todo saliera a la perfección.

—Era como si esperase que sucediera algo —dices.

El intercomunicador del detective inspector Baker vuelve a silbar y contesta. Estás indignado, ¿pero qué puedes hacer?

Vi que estabas de pie, al fondo, con un grupo de padres que también habían llegado tarde. Nuestras miradas se encontraron, pero el ajetreo del aeropuerto y una carrera profesional ocupada e importante aún sobrevolaba a tu alrededor, y tu sonrisa aún era totalmente mía.

La señora Healey estaba por la mitad de la entrega de premios, salpicada por pequeños números musicales. La escuela alardeaba de «Impulsar la autoconfianza de todos los niños», pero me fijé en que todas las copas importantes se entregaban, una vez más, a los mejores y más listos.

Después de todo, tal vez Jenny tuviera razón. Quizá las copas no eran más que un ingrediente para darle un toque plateado a los currículums de los niños de once años cuando llegase el momento de pedir el acceso a las escuelas secundarias de primera categoría. Una inversión en plata, por así decirlo, que revertiría en beneficios para la escuela: más alumnos inscritos el año que viene. No me gustó pensar que formábamos parte de un modelo de negocio, y no de una entrega de premios, esa tarde de primavera.

Busqué a Adam con la mirada, entre las filas de niños uniformados, pensando en qué le diría más tarde, a la hora de irse a la cama, cuando volviera a sentirse fracasado. Había reparado en otras madres como yo —la de Sebastian, o la de Greg— que estaban demasiado erguidas, con las manos sujetando los programas con demasiada firmeza, preguntándose también cómo iban a convencer a sus hijos de que los premios no importan; de que ellos importan. Pero las madres de los héroes de la escuela —los chicos que siempre ganan, los capitanes de los equipos, los que ya tenían el escudo de jugador de la semana, o el trofeo de músico de la semana— se miraban unas a otras a través de los bancos, con sus rostros resplandecientes localizándose mutuamente, sin siquiera caer en lo que pasaba por la cabeza de nuestra brigada de madres erguidas.

Los padres de esos niños siempre llegaban puntuales.

No, eso no está bien. Tu avión llegó con retraso. Lo siento.

Por fin, el detective inspector Baker ha puesto fin a su enésima conversación por el walkie-talkie.

—A eso de las siete menos veinte —dices— Silas Hyman se abrió paso hasta la sala. Empujó a los padres y madres para avanzar hacia el centro de la nave.

La puerta de la iglesia se cerró de un golpe seco tras él, silenciando un vacilante solo de clarinete. Todos nos giramos y nos quedamos mirando cómo se abría camino desde el fondo, entre los padres. Vi que llevaba el traje bien planchado, que sus zapatos brillaban, que había afeitado su rostro juvenil. Pero sus pasos eran vacilantes mientras caminaba por el pasillo, y sudaba profusamente.

El silencio que le rodeaba sonaba tan solo…

—Se acercó a la directora que estaba en primera fila —continúas— y le gritó. La llamó «zorra». Dijo que le había convertido en un «cabeza de turco».

—Y luego dijo, y lo recuerdo claramente, dijo: «¡No puede hacerlo esto a alguien!, ¿me oye? ¿Y vosotros, ahí fuera?», y movía la mano, señalando a los bancos, «¡Vosotros, todos vosotros allá al fondo! ¿Me oís? No os saldréis con la vuestra».

Parecía desesperado, pensé, al borde del precipicio; optaba por estar furioso en lugar de sollozar.

—Dos padres se acercaron a él, le agarraron y le apartaron de la directora —añades.

Sólo se oían los ruidos del forcejeo mientras trataban de echarle de la iglesia. Hasta los niños —los doscientos ochenta— estaban callados.

Luego, en medio del silencio, oí la voz de un niño.

—Soltadle.

Era la voz de Adam.

Me giré para ver a Adam —¡Adam, precisamente él!— de pie, entre el mar de estudiantes sentados y de profesores mudos. Habló en voz más alta.

—¡Soltadle!

Toda la iglesia estaba en silencio, todos miraban a Adam. Estaba aterrorizado, me daba cuenta de ello, pero siguió, mirando fijamente al señor Hyman.

—¡No es justo! No hizo nada malo. No es justo que le echen. No fue culpa del señor Hyman.

Fue extraordinario. Heroico. Un niño pequeño, tímido, de pie frente a una hilera de padres de traje oscuro, frente a los profesores, a la directora por la que siente terror; delante de todo el mundo. El niño que tiene miedo de tener problemas si no hace los deberes, al que le asusta llegar cinco minutos tarde, este chico estaba —literalmente— haciéndole frente al mundo en defensa de su profesor. Siempre he sabido que era bueno —no un buen chico, sino bueno— pero aun así me quedé asombrada.

Y entonces fue como si Adam conectara con algo en el señor Hyman. Como si al hablar, le hiciera comprender por primera vez qué estaba haciendo. Se zafó de los dos padres y empezó a andar hacia la puerta. Cuando pasó frente a Adam, le sonrió con ternura, y fue su señal para sentarse.

Ya no pude verle, pero sabía que empezaría a comprender la enormidad de lo que había hecho con toda la potencia de un tren de vapor. Pero sus compañeros de clase también querían al señor Hyman, así que seguramente también le apoyarían. ¿Verdad?

En la puerta, el señor Hyman se giró.

—Nunca le hice daño a nadie.

En el banco que había a mi lado, vi que el rostro de Maisie estaba pálido, con una expresión que jamás había visto.

—No deberían permitir que ese hombre volviera a acercarse a nuestros hijos —dijo con vehemencia. Me di cuenta de que le despreciaba, incluso le odiaba; la dulce Maisie, que suele ser la primera en repartir cariño y amabilidad.

separ

—Fue una amenaza clara —le dices al detective inspector Baker— y violenta. Estaba claro que odiaba a la directora de la escuela. Que nos odiaba a todos.

—Pero en ese entonces, no le preocupó lo suficiente como para denunciarlo —dijo Baker, con su tono vagamente plano, algo burlón.

—En ese momento subestimamos su capacidad para la violencia. Todos lo hicimos. De otro modo, esto no habría sucedido jamás. ¿Va a arrestarle?

Era una declaración, más que una pregunta.

—Ya hablamos con el señor Hyman ayer por la noche —replica el detective inspector Baker, con acento irritado.

—De modo que sospechaban lo suficiente como para interrogarle —dices.

—Tenemos la obligación de hablar con cualquier persona que pueda abrigar rencor hacia la escuela. Es lo primero que hacemos, forma parte del procedimiento —dice Sarah.

Baker la mira furioso, como si no quisiera que revelara secretos de estado. Pero Sarah añade:

—La directora, o alguna otra autoridad, nos habrían informado de entrada de que había sido despedido.

—El señor Hyman no pidió que su abogado estuviera presente. Y dio muestras de ADN voluntariamente —dijo Baker—. Según mi experiencia, no es el comportamiento de un hombre culpable.

—Pero…

El detective inspector Baker te interrumpe.

—No tenemos ningún motivo para creer que el señor Hyman estuviera detrás del incendio. Un mal artículo periodístico sin bases sólidas no cambiará eso. Y su recuerdo de cómo se comportó el señor Hyman en la entrega de premios está distorsionado: habla usted de las actitudes que creyó ver, no de los hechos. Sin embargo, comprendemos su ansiedad, señor Covey. Y teniendo en cuenta lo que está usted pasando, y para que pueda tranquilizarse, le pediré a uno de mis oficiales que le entregue un resumen del estado de la investigación para que se ponga al día.

Saca su intercomunicador ostensiblemente, como sugiriendo, sin decirlo explícitamente, que le estás creando demasiados problemas.

—Estaré con mi hija —dices, levantándote—. Pueden «ponerme al día» allí.

Te vas, y la delgada y barata puerta de conglomerado se cierra de un golpe detrás de ti.

Te sigo por el pasillo. Mientras contemplo tus anchas espaldas, siento ganas de que me abraces; y recuerdo lo animada que me sentía ante la idea de verte, esa tarde, en la entrega de premios. Aquellas tres semanas y media se me habían hecho muy largas.

Cuando entraste a la iglesia, y me viste pero no me miraste, traté de recordar rápidamente si alguna de las brillantes y atractivas chicas de la BBC había viajado contigo al rodaje. Ya había repasado esa posibilidad durante tu ausencia, pero estaba bastante segura de que el equipo era completamente masculino.

No, no sospechaba de ti. Solamente me sentía un poco insegura, eso es todo. Jamás te habría preguntado nada, ni siquiera habría formulado el menor atisbo de preocupación. «¡De vuelta a la caja, y quédate ahí!», decía la voz de mi niñera mandona. A veces es útil.

Cuando salí de la escuela, recorrí con la mirada el grupo de padres, tratando de localizarte. Los hombres al fondo, trajeados, habían sido los primeros en salir de la iglesia, y la mayoría estaban hablando por sus móviles, pero caía el atardecer y no podía encontrarte.

Los niños aún no habían salido.

Me preocupaba la posibilidad de que Adam se hubiera metido en un lío, y también lo mucho que le había importado el señor Hyman, para hacer lo que hizo. Quería decirle que estaba muy orgullosa de él; que hacía falta ser muy valiente para hacer lo que hizo. A mi alrededor, la gente cuchicheaba convirtiendo el incidente en una anécdota.

Donald y Maisie estaban muy cerca. Por un momento pensé que discutían, pero hablaban en voz baja y tranquila; comprendí que debía estar equivocada. Además, Maisie dice que nunca discute con su marido: «A veces pienso que nos haría falta una buena pelea, para sacarnos las telarañas de encima, pero Donald es demasiado bueno».

Donald estaba chupando un cigarrillo con fuerza, arrancándole un brillante color rojo en la punta. Maisie nunca me había contado que fumaba. Dejó caer la colilla al suelo y la apagó con el zapato, aplastándola.

Vi que Adam se acercaba a mí. Su carita parecía desorientada, como si tratara de desconectarse del mundo que le rodeaba. Al acercarse, pasó cerca de Donald cuando encendía otro cigarrillo y parpadeó al notar la llama del encendedor.

—No pasa nada, chico —dijo Donald, y apagó el mechero.

—¿Estás bien, Ads? —le preguntó Maisie.

Asintió y yo le rodeé con mis brazos.

—Vamos a buscar a papá.

Ya no estaba buscando a mi marido, sino al padre de Adam. Nuestra identidad como padres siempre terminaba usurpando la del marido o la esposa.

Finalmente, te vi de pie, alejado del grupo de padres. Me tomaste la mano y con el otro brazo, le diste un cariñoso abrazo a Adam.

—Hola, pequeño león.

No mencionaste lo que había hecho. Te diste cuenta del gesto que hice, inconscientemente, por encima de la cabeza del niño, como cuando uno de los padres trata de decirle a otro que no está haciéndolo bien.

—Id a casa —dijiste, ignorando mi señal—. Yo llegaré un poco más tarde.

Ni siquiera nos habíamos besado para saludarnos, y nuestro desacuerdo acerca de Adam exacerbaba mi inseguridad ante tu llegada.

—Estaré en casa tan pronto como pueda —dijiste, en tono grave y firme. Me alegraba de que no tuvieras a ninguna linda rubia en tu equipo de rodaje; la desventaja era que te habías pasado tres semanas en un entorno totalmente masculino. Suele llevarte el mismo tiempo recuperarte del jet lag que de los ataques de sexismo.

Preparaba una cena tardía cuando llegaste a casa. Adam se había ido a la cama media hora antes.

Me abrazaste por detrás y me diste un beso y olí cerveza en tu aliento. Por un instante, fuimos una pareja.

—¿Jenny no está? —preguntaste.

—El padre de Daphne la está acompañando a casa. Acaba de llamar.

—Un detalle por su parte.

Me rodeaste con tus brazos.

—Siento haber tardado, pero quería asegurarme de que todo estaba bien. Me he ido al bar que hay cerca de la iglesia, le he hecho la pelota a los profesores y a la señora Healey, especialmente. La verdad es que era lo último que me apetecía hacer.

No viste mi cara.

—Le pedí que no le castigara, que ya nos ocuparíamos nosotros, y aceptó.

Me volví hacia ti y entonces discutimos.

Tú creías que lo que Adam había hecho por el señor Hyman no era valiente y leal, sino que «aquel tipo le había manipulado». Pensabas que Silas Hyman tenía una influencia antinatural sobre Adam.

Entonces Jenny entró en la cocina, y puso fin a nuestra pelea. Jamás discutimos delante de los niños, ¿verdad? No en lo que importa. Son nuestro tratado de alto el fuego.

A la mierda la ONU —dijiste una vez—. Los países en guerra deberían tener una hija adolescente en la habitación.

Llegamos a la unidad de quemados y te lavas las manos escrupulosamente, siguiendo las instrucciones del diagrama al pie de la letra. Sarah hace lo mismo. Luego una enfermera os deja entrar.

Cuando alcanzamos la zona de Jenny me preparo. Tú te das la vuelta hacia Sarah.

—No es el acosador quien le ha hecho esto.

Tu voz suena furiosa, y se sobresalta.

Una enfermera está retirando la última venda de la cara de Jenny.

Su rostro está quemado e irreconocible, lleno de ampollas, mucho peor que antes. Me giro rápidamente, porque no puedo soportar mirarla. Y porque tendré que contarle a Jenny lo que he visto, lo que he vislumbrado, porque seguramente uno también puede negar que ha sido testigo de algo cuando apenas lo ha vislumbrado, ¿verdad? Y en lugar de asegurarse, no ha vuelto a mirar.

Pero tú no apartas la mirada.

La enfermera se da cuenta de tu angustia.

—Las ampollas el día después son normales —dice—. No quiere decir que sus quemaduras vayan a empeorar.

Te inclinas hacia Jenny, tu rostro muy cerca del suyo, y luego besas el aire que hay encima de ella, como si quisieras que el beso cayera flotando sobre su frente, con suavidad.

Ese beso me cuenta por qué estás tan seguro de que el culpable de todo esto no puede ser el acosador.

Porque si es él, tú has fracasado. No has protegido a Jenny. No le has impedido que siga acosándola. Eso significaría que el culpable, en realidad, eres tú. Que tú eres el responsable de que tengan que enjuagarle y limpiarle los labios y los ojos; de que envuelvan sus brazos y piernas en Dios sabe qué; de que sus vías respiratorias sean frágiles y estén diezmadas.

Culpable de su posible muerte.

No puedes cargar con ese peso.

—No es culpa tuya —me acerco, te abrazo, te digo—. De verdad, cariño. Quienquiera que haya hecho esto, no es culpa tuya.

Ahora entiendo por qué no has sospechado del señor Hyman, sino que te has aferrado a él, estás completamente seguro de que es él. Cualquiera, excepto el acosador.

Y quizá tengas razón.

Recuerdo de nuevo a Maisie diciendo: «No deberían permitir que ese hombre volviera a acercarse a nuestros hijos», y dándome cuenta de que le odiaba. Maisie, que siempre piensa lo mejor de la gente, que es amable y dulce hasta pasarse.

Maisie también debió ver algo malo en él.

—Tú siempre has sido muy confiada —dice la voz de mi niñera interior.

Quizá estuve ciega.