Se enciende la dura luz artificial; los médicos ya están alerta, se mueven en grupos; el rugido de los choques de camillas y carritos y enfermeras llevándose las bandejas de desayuno y comprobando las instrucciones de medicación. Dios, pienso, uno tiene que ser fuerte para hacer frente a la mañana de un hospital. Pero al menos, todo este ruidoso, brillante y agresivo ajetreo aplasta la silueta entrevista la noche anterior, hasta convertirla en una nada silenciosa.
Cuando llego a mi unidad, veo que mamá ya está ahí, en el despacho de la doctora Bailstrom. Parece que haya envejecido varios años de golpe; las arrugas de la tristeza están grabadas en su rostro.
—Grace charlaba por los codos cuando era pequeña; una niña tan despierta —dice mi madre, hablando más rápido que de costumbre—. Siempre supe que cuando creciera sería muy lista, y así fue. Se sacó la selectividad con una nota muy buena, ganó una beca para estudiar Historia del Arte en Cambridge, y además con la posibilidad de cambiar a Literatura inglesa, porque querían quedársela.
—¡Mamá, por favor! —me lamento, sin remedio. Presumiblemente, quiere que todo el mundo sepa el tipo de cerebro que tenía «¡de primera!», como solía decir papá, para que sepan lo que tienen que conseguir. La fotografía del antes.
—Se quedó embarazada antes de los exámenes finales —prosigue— así que tuvo que dejarlo. Estaba un poco decepcionada, bueno, todos, pero también se sentía feliz. Por la niña. Por Jenny.
Jamás había oído la historia de mi vida en una narración tan compacta, y es algo alarmante. ¿De verdad es tan corta, tan sencilla?
—Dicho así, parece que sea una sabionda, pero no lo es en absoluto —continua mi madre—. Es encantadora. Sé que casi tiene cuarenta años, pero para mí aún es una niñita. Y haría lo que fuera por los demás. Demasiado buena para su propio bien, eso es lo que solía decirle. Pero cuando mi esposo murió, me di cuenta de que nadie es demasiado bueno para su propio bien, no cuando te están ayudando a ti.
Mamá nunca habla deprisa. Y jamás suelta más de dos o tres frases seguidas. Ahora está recitando párrafos enteros, como si estuviera hablando contrarreloj. Y ojalá hubiera una campana, un fin de discurso, algo que la hiciera callar, porque escucharla se me hace terrible.
—No sé qué habría hecho sin ella; cambió toda su vida para estar conmigo. No quiero decir que necesito que se ponga bien por mí, entiéndame. No quiero que piense eso. Es que la quiero más de lo que usted puede imaginarse, pero son sus hijos los que realmente la necesitan, y Mike. Seguro que piensa que Mike es el fuerte de la pareja, y lo parece, pero en realidad es Gracie. Ella es el corazón que hace latir esta familia.
Se calla un instante, y la doctora Bailstrom aprovecha para intervenir.
—Haremos todo cuanto esté en nuestra mano, se lo aseguro. Pero a veces, con las lesiones en el cráneo, no hay mucho que podamos hacer.
Mamá la mira.
Y por un momento, la doctora Bailstrom es el médico que les dio la noticia de que mi padre tenía cáncer de médula ósea.
—¡Tiene que haber algo, una cura! —dijo entonces.
Ahora no lo dice. Porque cuando papá murió, lo imposible, lo impensable ya sucedió, y nada puede volver a ser impensable de nuevo.
Dejo de mirarla y me fijo en los mismos zapatos de tacón rojo de la doctora Bailstrom. Apuesto a que de vez en cuando, la doctora Bailstrom también los mira.
—Le diremos lo que hayamos descubierto, una vez termine la siguiente batería de pruebas —dice la doctora Bailstrom—. Hoy tenemos una reunión de especialistas y del equipo médico que está supervisando el estado de su hija; será un poco más tarde.
Antes, mamá les habría dicho que papá era médico. Habría creído que eso haría que las cosas fueran distintas.
Hoy, le da las gracias a la doctora Bailstrom. Mi madre es demasiado bien educada como para no dar las gracias a la gente, como debe ser.
Adam está inclinado sobre mi cama.
Mi madre corre hacia él.
—¡Addie, cariño! Pensaba que estabas con las enfermeras, como dijimos. ¡Solamente iba a tardar cinco minutos!
Su carita está contra la mía, me sostiene la mano y llora. Es un sonido terrible y desesperado.
Le rodeo con mis brazos y le digo que no llore. Que todo irá bien. Pero no puede oírme.
Mientras llora, acaricio su suave pelo sedoso y le digo una y otra y otra vez que todo saldrá bien, que le quiero, que no llore. Pero sigue sin oírme y yo no puedo soportarlo más y tengo que despertarme para él.
Lucho por volver a entrar en mi cuerpo, a través de las capas de carne y músculo y hueso. Y de repente estoy ahí. En el interior.
Me esfuerzo por mover este pesado cascarón que es mi cuerpo, pero vuelvo a sentirme atrapada bajo el casco de un barco naufragado, embarrancado en el fondo del océano. No puedo moverme.
Adam sigue llorando por mí, y tengo que abrir los ojos por él. Tengo que hacerlo. Pero mis párpados están sellados, y se corroen como metal viejo.
Un fragmento de un poema resuena, un eco en la oscuridad.
Un alma colgando, tal pareciera, de cadenas
De nervios y arterias y venas.
He dejado a Jenny sola. Dios mío. ¿Y si no puedo volver a salir?
Puedo escuchar el pánico en los latidos de mi corazón.
Ensordecida con el tamborileo de la oreja.
Pero puedo volver a escapar de mi cuerpo con facilidad, solamente tengo que salir fuera, al océano oscuro, y luego esforzarme por nadar hacia arriba, hacia la luz.
Mi madre está abrazando a Adam, conjurando una sonrisa mágica para él, tiñendo su voz de animación.
—Volveremos más tarde, ¿de acuerdo, hombrecito? Ahora nos iremos a casa, a descansar, y esta tarde volveremos.
Cuida de mí, porque está cuidando de mi hijo.
Le acompaña fuera de la habitación.
Unos minutos más tarde, llega Jenny.
—¿Has intentado entrar en tu cuerpo? —le pregunto.
Sacude la cabeza y dice que no. Soy idiota. Ni siquiera es capaz de mirarse de nuevo, y mucho menos volver a entrar en su cuerpo. Quisiera pedirle perdón pero eso sólo empeoraría las cosas. ¡Tontuela! Es un palabra que Jenny suele utilizar.
No me pregunta si yo lo he intentado. Creo que teme la respuesta; que no pude, o que pude pero que no cambió nada. Nada en absoluto.
Ese terrible poema que antaño me parecía tan bueno resuena en nuestro silencio.
… con huesos como cerrojos, en pie
entre grilletes, y manos prisioneras.
—¿Mamá?
—Pensaba en los poetas metafísicos.
—Por Dios, qué pesada estás con la repesca de septiembre. ¿Quieres que me presente, verdad?
Sonrío y digo:
—Por supuesto que sí.
Vas a reunirte con el jefe de Sarah en un despacho de la planta baja y te acompañamos.
—La jefa de siempre de Sarah está de baja por maternidad —me cuenta Jenny—. Rosemary, ¿te acuerdas? La que es muy muy rara.
No me acuerdo de Rosemary-la-rara. Jamás he oído su nombre.
—A la tía Sarah no le cae muy bien este tipo, Baker. Piensa que es un idiota —prosigue Jenny. Está fascinada por el aspecto más excitante de la vida policial de Sarah desde que tiene seis años, por las sirenas y las alarmas. Lo entiendo. ¿Cómo voy a competir con mi puesto a tiempo parcial como crítica de arte en el Richmond Post, contra un sargento de la policía? ¿Qué película, libro o exposición es más interesante que dar órdenes a un helicóptero durante una redada antidrogas? Nada menos que una redada. Ante eso, una tira la toalla. Pero las bromas sobre los compañeros de trabajo, eso es nuestro coto privado, de Jenny y mío. De acuerdo, Sarah no bromea con Jenny acerca de Rosemary-la-rara, ni Baker, quienquiera que sea, pero desde luego le cuenta cosas personales sobre su trabajo.
Llegamos al despacho que han asignado para esta reunión al mismo tiempo que tú y Sarah.
¿Por qué demonios llevas un periódico en la mano? Sé que siempre te regaño durante los fines de semana, por dedicarte a leer la prensa en lugar de pasar tiempo con tu familia, y ya hemos pasado por la fase «el hombre de las cavernas necesita mirar fijamente el fuego para reposar de la dura semana». ¿Pero ahora, también? ¿Aquí?
Os seguimos a ti y a Sarah. El techo es muy bajo, conserva bien el calor. No hay ventanas. Ni siquiera un ventilador para refrescar el aire cargado de la estancia.
El detective inspector Baker se presenta sin levantarse de la silla. Su cara sudorosa y blanda es inescrutable.
—Voy a darle un resumen del estado de nuestra investigación —dice Baker, con una voz tan pesada como su físico—. Los incendios provocados son muy comunes. Solamente en el Reino Unido se dan dieciséis casos a la semana. Pero lo que no es tan habitual es que la gente resulte herida durante esos incendios. Ni tampoco es usual que se declaren durante el día.
Te estás irritando. Vaya al grano, inspector.
—Quizá el pirómano pensara que la escuela estaría vacía, debido a que se celebraba el día de juegos al aire libre —prosigue el detective inspector Baker—. O tal vez fuera un intento deliberado de atacar a una de las personas que estaba en ese edificio.
Se inclina hacia delante y su camisa de poliéster sudada se pega ligeramente al respaldo de la silla de plástico.
—¿Sabe de alguien que quisiera perjudicar o hacer daño a su hija Jennifer?
—Por supuesto que no —replicas.
—Eso es ridículo —dice Jenny, con un temblor en la voz—. Fue sólo mala suerte que el fuego me pillara dentro mamá. Pura casualidad, eso es todo.
Pienso en la figura de la noche anterior, en el abrigo largo, en cómo entró en su habitación y se inclinó sobre su cuerpo.
—Es una chica de diecisiete años, por el amor de Dios —dices.
Tu hermana te aprieta la mano con fuerza.
—¡Joder, por el amor de Dios! —repites. Nunca habías utilizado esa palabra delante de tu hermana, o de tus hijos.
—Fue víctima de acoso por correo, ¿no es cierto? —pregunta Baker, con intención en su voz átona.
—Pero eso se acabó hace meses —dices—. No tiene la menor relación. No tiene nada que ver con el fuego.
A mi lado, Jenny se ha puesto rígida.
Nunca nos dijo cómo se sintió cuando la llamaban guarra, zorra, carne de cárcel y cosas peores. O cuando en nuestro buzón aparecían paquetes con mierda de perro y condones usados, dirigidos a ella. En lugar de eso, se volvió hacia su grupo de amigos, Ivo y los demás, y nos dejó fuera.
—Tiene diecisiete años, querido, por supuesto que va a buscar apoyo en sus amigos.
Tú eras tan exasperantemente comprensivo, tan racionalmente «he-leído-todos-los-manuales-sobre-adolescentes» sabiondo.
—Pero nosotros somos sus padres —decía yo, porque no hay nada que supere la importancia de los padres.
—Desde hace casi cinco meses no hemos recibido nada más —le dices al inspector Baker—. Ha terminado.
Baker hojea el expediente que tiene delante, como si fuera a encontrar detalles que le permitan estar en desacuerdo contigo.
Me acuerdo de lo desesperado que estabas porque fuera así, porque fuera verdad, para que todo terminara. Esas cosas horrendas que le decían. Era increíble, grotesco. El mundo despreciable y vil se había estrellado contra nuestro buzón e irrumpido en la vida de nuestra hija. Y, creo que esto es la clave, tú no habías podido evitarlo. Pensabas que no habías cumplido con tu función, tu tarea como padre, que era protegerla de todo mal.
Recuerdo las horas que pasabas mirando los pedacitos de papel DIN-A4, tratando de adivinar el origen de las letras recortadas: ¿de qué periódico procedían? ¿De qué revista? Estudiabas los sellos de correos, las marcas oficiales de las cartas que habían sido enviadas por correo normal, y te desesperabas con las que habían entregado a mano: había estado ahí mismo, fuera, frente a nuestra puerta, por Dios, y no le habías cazado.
Al cabo de un tiempo comprendí que querías ser tú la persona que le atrapara, que le obligara a parar. ¿Para pedirle perdón a Jenny, en cierto modo, o para demostrarte algo a ti mismo? Seguramente un poco de las dos cosas.
Entonces, dos semanas después —dos semanas, Mike— de que llegara el sobre sin sellos con el condón usado, se lo contaste a Sarah. Tal y como te imaginaste, nos dijo que fuéramos a la policía, y que por qué no habíamos ido antes, demonios. Hicimos lo que nos ordenó, pero como también sabías, la policía —excepto Sarah— no lo consideró importante. Bueno, no tanto como tú y como yo. No era una cuestión de vida o muerte. Y no descubrieron nada. No es que pudiéramos ayudarles mucho; no teníamos la menor idea de quién podía estar acosando a Jenny, o por qué.
Pobre Jenn. Se enfadó tanto, se sintió tan mortificada cuando la policía la interrogó, a ella y a sus amigos. La paranoia adolescente de que los adultos no aprobamos sus decisiones había llegado al extremo absoluto.
Pero tú ya les habías interrogado, a la mayoría, echándoles el lazo cada vez que Jenny los traía a casa y trataba de cruzar rápidamente el salón para llegar a su habitación. Esas chicas tontas de piernas y pelo largos no parecían ajustarse al perfil de acosadoras. ¿Pero y los chicos que decían ser amigos suyos? ¿Es posible que la odiaran en secreto? ¿Después de sentir amor no correspondido, habían convertido ese sentimiento en cartas venenosas y acres?
Por no hablar de Ivo. Siempre has sospechado de él, pero no porque creas que es el culpable detrás de las cartas, sino porque es un hombre. Un chico, mejor dicho. Quizá porque es tan distinto a ti, con su tipo esbelto y sus facciones cuidadas y el hecho de que a los diecisiete años prefiere a Auden a los manuales de conducción y los motores de los coches. Yo creo que le falta sustancia, pero tú no estás de acuerdo. Dices que es un chico excelente, un buen muchacho. ¿Es por evitar el cliché del padre posesivo? ¿Porque no quieres perder a Jenny? Pero sean cuales sean tus motivos, le das tu apoyo a Jenny por lo de Ivo, mientras yo te tomo el pelo.
Pero en todo caso, incluso a pesar de los prejuicios que siento hacia él, no creo que Ivo sea el responsable de los paquetes amenazadores. Además, es su novio, ella le adora, ¿qué ganaría con ello?
—¿Cuándo tuvo lugar el último incidente, exactamente? —pregunta el detective inspector Baker.
—El 14 de febrero —respondes—. Hace meses.
El día de San Valentín. Era miércoles. A Adam le preocupaba su horario, Jenny llegaba tarde a la mesa del desayuno, como siempre. Pero nos habíamos levantado hacía una hora, esperando el sonido del buzón. Solamente oír el clic metálico me provocaba náuseas.
Era la carta con la palabra p… escrita encima. No puedo decir esa palabra pensando en Jenny. Sencillamente, no puedo.
Pero el día después de esa carta no llegó nada más. Luego pasó toda una semana sin que hubiera ningún paquete, ningún sobre. Quince días, y después habían pasado cuatro meses. Así que ayer recogí el correo sin preocuparme de comprobar nada.
—¿Está seguro de que desde el catorce de febrero no ha llegado nada más? —pregunta Baker.
—Sí. Ya le he dicho que…
Te interrumpe.
—¿Es posible que les ocultara algo?
—No, claro que no —respondes, frustrado—. El incendio no tiene nada que ver con este asunto. Me imagino que aún no ha leído este artículo.
Dejas caer el periódico que llevas en la mano frente al detective inspector Baker. Es el Richmond Post. En el titular, un grito: «¡Pirómano incendia escuela primaria!».
Es Tara quien firma el artículo.
Baker ignora el periódico.
—¿Hubo algún otro tipo de envío o comunicación amenazadora de los cuales no nos informaran? —continúa—. ¿Mensajes de texto en su móvil, por ejemplo, o correos electrónicos, o mensajes a través de alguna red social?
Le miras, furioso.
—Se lo pregunté a Jenny y me dijo que no —dice Sarah.
Ahora estás de pie, recorriendo el despacho arriba abajo; cinco pasos de una pared a la otra, como si pudieras perseguir lo que sea que te está atormentando.
—¿Crees que te lo habría contado? —pregunta Baker.
—Sí, me lo habría dicho. A mí o a sus padres —dice Sarah.
Pero no nos limitamos a creer su palabra; buscamos, investigamos, nos saltamos todas las reglas del manual del buen padre adolescente, al menos las tuyas, porque yo me consideraba una madre normal.
—¿MySpace, Facebook? —pregunta el detective inspector Baker, como si no supiéramos lo que significa red social, pero tú le interrumpes.
—Cómo quiere que le diga que esos mensajes amenazadores por correo no tuvieron nada que ver con el incendio. Por el amor de Dios, ¿cuántas veces tengo que repetírselo? —señalas el periódico—. Ese profesor, Silas Hyman, es a quien debería estar investigando.
—No hemos leído el artículo, Mike —dice Sarah—. Lo haremos en cuanto nos des un poco de tiempo.
Imagino que debe estar siguiéndote la corriente. Después de todo, ¿qué puede saber Tara acerca del incendio que ella —mujer policía, tu hermana— no sepa?
La fotografía de la escuela incendiada domina la primera página, la extrañamente entera estatua de bronce del niño en primer plano. Debajo hay una foto de Jenny.
—Es de mi página de Facebook —dice Jenny, observándola—. La que Ivo me sacó las pasadas Pascuas, cuando fuimos a ese curso de piragüismo. No puedo creer que se haya atrevido. Se ha metido en mi página, y la ha sacado de ahí, la ha impreso o escaneado. ¿Eso es robo, no?
Me encanta su indignación. En medio de todo esto, que le importe de qué manera han utilizado su imagen.
Pero el contraste entre nuestra hija ingresada en la unidad de quemados y la imagen de esa chica activa, sana y hermosa de la fotografía es doloroso.
Tal vez Jenny también lo nota. Se acerca a la puerta.
—El asqueroso que estaba detrás de las amenazas por correo no lo hizo, y la idea de papá de que Silas Hyman es culpable es completamente ridícula y me voy a dar una vuelta.
—Está bien.
—¡No te estaba pidiendo permiso! —replica, y se va. Son las palabras «amenazas por correo», que hacen saltar sus viejas costumbres de nuevo.
Justo después de que se vaya, Sarah abre el periódico y muestra una doble página, con un titular enorme: «Escuela maldita».
A mano izquierda, el subtítulo reza: «El incendio fue provocado» y otra fotografía de «la popular y bonita chica».
Tara ha convertido el sufrimiento de Jenny en un ejercicio de entretenimiento privado: «La hermosa adolescente de diecisiete años… lucha por sobrevivir, horriblemente quemada y mutilada de gravedad». No son noticias: es pornografía informativa, basura de neón.
En el artículo de Tara, soy una madre superheroína que se adentra en las llamas para salvar a su hija. Aunque no lo hago muy bien, llego demasiado tarde y no puedo salvar a la joven y hermosa protagonista.
Tara termina el texto con una linda pirueta.
«La policía está inmersa en la caza del pirómano, posiblemente responsable de un doble asesinato».
La muerte de Jenny y la mía añadirían más salsa a su historia.
Justo en la página dos, enfrente, Tara ha dado algunos retoques a un artículo que ya había escrito en marzo, añadiéndole una introducción nueva.
Hace cuatro meses, el Richmond Post informaba acerca de Silas Hyman, un profesor de treinta años de la Escuela Primaria de Sidley House que fue despedido después de que uno de los alumnos resultara gravemente herido. El niño de siete años se rompió ambas piernas tras saltar desde una escalera de incendios hasta el patio, en un presunto «accidente».
Igual que la primera vez que publicó el artículo, no dice que el señor Hyman no estaba en los alrededores del patio cuando tuvo lugar el accidente. Y esas comillas, insinuando precisamente que no lo fue, que no hubo accidente. Pero ¿quién va a demandarla por unas comillas? Es tan resbaladiza como su bolso de piel Miu Miu.
Y su lucha por la gloria periodística, que se mide por la amplitud de las columnas que escribe, sigue:
Situada en un agradable barrio residencial de Londres, la escuela privada (el coste de un año escolar asciende a 12 500 libras) fundada hace trece años se publicita como un entorno acogedor donde «todos los alumnos se valoran y se cuidan con tesón». Pero incluso cuatro meses atrás, surgieron interrogantes acerca de la seguridad de esta institución.
Entrevisté a varios padres y madres. Una madre con una niña de ocho años declaró: «Se supone que esta escuela cuida bien a sus alumnos, pero está claro que este profesor no lo hacía. Estamos pensando en llevarnos a nuestra hija de aquí». Otro padre afirmó: «Estoy muy enfadado. Un accidente así no debería tener lugar. Es totalmente inaceptable».
En marzo, Tara había optado por titular su artículo «¡Al patio, patos!», pero ahora lo ha cambiado por «¡Profesor despedido!».
Así que en los artículos a derecha e izquierda que enmarcan el texto central, se lee «¡Profesor despedido!» y «¡El incendio fue provocado!». La conexión entre ambos suelta chispas, un circuito invisible de culpa: el profesor despedido que consigue su terrible venganza.
Suena el móvil del detective inspector Baker y él contesta.
El Richmond Post yace encima de la mesa, como si alguien nos hubiera arrojado un guante: Silas Hyman, candidato a pirómano, contra el acosador anónimo del detective inspector Baker.
Sé que el señor Hyman nunca te ha gustado. Antes de que le despidieran, llevábamos semanas hablando de él. Tú pensabas que yo exageraba tremendamente su efecto sobre Addie.
—Exagerar no necesita «tremendamente» como complemento —dije, fríamente.
—No todos hemos estudiado inglés en Cambridge —replicaste, airado.
—No terminé el curso, ¿recuerdas?
El señor Hyman hizo que nos peleáramos. Y no solemos hacerlo.
—Antes de que llegara el señor Hyman, Addie era muy desgraciado —dije—. ¿No te acuerdas?
Se metían con él, no podía hacer los deberes, su autoestima estaba por los suelos.
—Bueno, pues lo ha superado —declaraste.
—Sí, gracias al señor Hyman. Se preocupó de con quién se sentaba Addie en clase, buscó a los chicos con más probabilidades de hacerse amigos suyos, y los puso juntos. Y ahora tiene amigos. Le piden que vaya a jugar a sus casas, que pase alguna noche en fiestas de pijama, este mismo fin de semana, por ejemplo. ¿Te acuerdas de cuál es la última vez que ha pasado eso? Y también piensa en cómo se sentarán los niños en los autobuses cuando van de excursión. Addie solía tener miedo de quedarse siempre solo, el último, sin nadie a su lado. Y ahora va mejor en matemáticas y en inglés.
—Está haciendo su trabajo, nada más.
—Llama a Addie «Sir Covey». Eso es encantador, ¿no crees? Le llama con nombre de caballero.
—Probablemente hace que los demás chicos le tomen el pelo.
—No, todos tienen su mote.
¿Por qué no lograbas apreciar lo que hacía Hyman por Addie?
Era un profesor joven, atractivo, de ojos brillantes. Me pregunté si tu antagonismo hacia él era a causa del beso en la mejilla que me había dado cuando fuimos a la tutoría del primer semestre. «¡Eso ha sido totalmente inapropiado!», dijiste, sin darte cuenta de que el señor Hyman simplemente es un hombre cercano, físico: siempre les da un abrazo rápido a los niños cuando se van a casa, o les pasa la mano por el pelo, distraídamente. Y sí, es verdad que las madres le sonreímos un poco más que a los demás profesores, pero no es nada serio.
Cuando volví a casa el día en que despidieron al señor Hyman, y estaba irritada por lo que le había sucedido, tú simplemente te enfurruñaste. Decías que pagabas la cuota escolar, que trabajabas jodidamente duro para ganarte la vida y que antes de irte de viaje otra vez a la otra punta del mundo, lo último que necesitabas era pasarte la noche oyéndome hablar de un mal profesor que se había ganado que le despidieran.
Hasta ayer por la tarde, habría discutido contigo por sospechar de él. Como Jenny, habría exclamado que eso era ¡completamente ridículo! Pero todas mis viejas certidumbres se han convertido en ceniza. Nada es como ayer. Así que no confió en nadie, ni siquiera en el señor Hyman. No confió en nadie en absoluto.
El detective inspector Baker deja su llamada y echa un vistazo al Richmond Post.
—Es curioso —le dice a Sarah— lo rápido que llegó la prensa a la escena del incendio. Incluso antes que los bomberos. Tendremos que averiguar cómo se enteraron, o quién se lo dijo. Es relevante en este caso.
Su comentario anodino y desapegado te enfurece.
—No se trata solamente del artículo —dices, pero la radio de Baker interrumpe. Contesta, pero tú sigues hablando.
—Le vi actuando con violencia unas semanas después de que le echaran. En la ceremonia de entrega de premios. Se abrió paso al interior de la sala y profirió algunas amenazas. Con violencia.