6

—¿Esa es tu definición de «ponerme bien»? ¿Más de un cincuenta por ciento de posibilidades de morirme? —pregunta Jenny, y algo en su voz suena como si me estuviera tomando el pelo, pero seguro que no es así.

—Lo siento.

—No quiero mirar mi cuerpo, pero quiero saber lo que va a pasar. Necesito saber la verdad, mamá, ¿de acuerdo? Si te lo pregunto, es que puedo con ello.

Asiento y me callo un momento, asimilando la regañina.

—Lo de las cicatrices —digo— sí es verdad, lo que te dije sobre las cicatrices. —Veo su cara de alivio.

—Estaré bien, como dijo papá —contesta—. Sé que saldré adelante. Y tú también. Lo lograremos.

Su optimismo solía preocuparme, pensando que se ocultaba tras él en lugar de hacer frente a las cosas.

En cierto modo, es bueno, mamá —decía cuando suspendió sus pruebas de acceso a la universidad—. Mejor darme cuenta ahora de que no sirvo para estudian en lugar de tres años después y con un montón de dinero gastado.

—Pues claro que lo lograremos —le digo.

Un poco más allá vemos a Tara acercándose por el pasillo. Recuerdo que la he visto antes, entre el montón de periodistas del vestíbulo. Ahora se ha abierto paso hasta aquí. Jenny también se ha dado cuenta de que está aquí.

—¿No es la que se cree que el Richmond Post es el Washington Post? —pregunta Jenny, recordando nuestra broma.

—La misma.

Te alcanza, y la miras perplejo.

—¿Michael? —dice, ronroneando.

La cara aniñada y rosa de Tara suele deslumbrar a los hombres, igual que su cuerpo esbelto y su bonita melena rubia, pero todo eso pasa desapercibido al hombre cuya mujer está inconsciente y su hija en estado grave. Te apartas de ella, tratando de situar quién es. Sarah se pone a tu lado.

—Me estaba preguntando por Silas Hyman, antes —le dices a tu hermana.

—¿Sabes quién es?

—No.

—Soy amiga de Grace —dice Tara con calma.

—Lo dudo —replicas.

—Bueno, trabajamos juntas, en el Richmond Post.

—Usted es periodista, entonces —dice Sarah—. Es hora de que se largue.

Tara no se mueve. Sarah le muestra su placa de policía.

Sargento McBride —lee Tara, con insolencia—. De modo que es un asunto policial. Me imagino que investigarán a ese profesor, a Silas Hyman.

—Fuera. Ahora —dice Sarah con su voz de uniforme y cachiporra.

Jenny y yo nos quedamos mirando cómo prácticamente empuja a Tara hasta los ascensores.

—Es fantástica, ¿verdad? —dice Jenny, y yo asiento algo forzadamente.

—Pero antes se ha equivocado —dice Jenny—. O al menos la señora Healey, cuando le contó lo del código de acceso a la puerta principal. Eso de que la gente no se lo sabía. Algunos padres sí lo saben. He visto cómo pulsan el código, cuando Annette tarda demasiado tiempo en contestar por cualquier motivo. Y algunos de los alumnos también se lo saben de memoria, aunque se supone que no debería ser así.

Yo no me sé el código de acceso, pero no soy amiga de las mamás que están en el meollo.

—De modo que un padre o una madre podría haber entrado —digo.

—Todos estaban en el campo de juegos.

—Quizá alguno se deslizó sin ser visto.

Trato de recordar esa tarde. ¿Vi algo y no me di cuenta de lo que significaba?

Lo primero que recuerdo es Adam, en el sprint inicial, con su carita nerviosa y concentrada, sus piernecitas corriendo tanto como le resultaba posible, para no decepcionar al Equipo Verde. Me preocupaba que llegara el último, que tú no estuvieras ahí y que Jen tendría que presentarse a la repesca de los exámenes; no me daba cuenta de que la gran y pura verdad era que todos estábamos vivos y sanos e ilesos. Porque si hubiera caído en esa cuenta, habría estado corriendo por el campo, y gritando hasta quedarme ronca, para celebrar lo fantásticas y milagrosas que eran nuestras vidas. Una vida de cielos azules y hierba verde y líneas blancas: una vida que crece, ordenada y completa.

Pero debo concentrarme. Vamos.

Recuerdo a un grupo de padres y madres de la clase de Adam que me preguntaron si me apuntaría a la carrera de madres.

—Oh, vamos, Grace. ¡Si siempre te animas!

—Bueno, soy más bien lenta —repliqué.

Repaso de nuevo sus caras sonrientes. ¿Salió alguno de ellos, poco después, hacia la escuela? Quizá él o ella había dejado una garrafa de disolvente en el maletero de su coche. O llevaba un encendedor en el bolsillo. Pero era imposible, sus sonrisas eran demasiado relajadas y verdaderas como para ocultar intenciones aviesas. Era imposible, ¿no?

Un poco más tarde, Adam se apresuraba a decirme que iba a buscar su pastel, ¡ahora mismo! Rowena tenía que ir a por las medallas, así que iba con él. Y cuando se fueron juntos, pensé en lo madura que parecía ahora, con sus pantalones de lino y su blusa blanca y planchada; mientras que apenas un minuto antes, era una pequeña diablilla al lado de Jenny.

Lo siento, no es información relevante en absoluto. Tengo que esforzarme más.

Me giro y dejo a Adam y Rowena a mis espaldas, y miro de derecha a izquierda, pero la memoria no funciona así, y no veo nada.

Pero en aquel momento sí miré a mi alrededor, hacia el campo de juegos, de un lado a otro, buscando a Jenny. Quizá si me concentro en ese recuerdo veré algo importante.

Qué aburrida estará, pensaba mientras escaneaba el campo de juegos con la mirada. Allí arriba, en la enfermería, sola. Seguramente terminará el turno antes de hora.

Una figura en el extremo del campo, casi oculta tras el seto de arbustos de azalea, de altura media.

La silueta está quieta, y eso me llama la atención.

Pero solamente le presto atención el tiempo suficiente para comprobar que no es Jenny. Ahora intento recordarla con más detalle, pero no lo consigo. Una figura entre sombras, en el extremo del campo; la memoria no devuelve nada más.

Esa figura me atormenta. Me lo imagino entrando en las clases del último piso, y abriendo las ventanas de par en par; me imagino los dibujos de los niños, colgando de los cordeles, ondeando a causa de la brisa.

De vuelta al campo de juegos. Maisie vino para buscar a Rowena y le dije que estaba en la escuela. Recuerdo que observé a Maisie irse del campo de juegos. Y algo se mueve en las profundidades de mi memoria. Algo más que también vi en el extremo del campo de juegos, que atrajo mi atención; algo que tiene significado, que es importante. Pero se me escapa, y cuanto más me esfuerzo por recordarlo y fijarlo en mi recuerdo, más se aleja.

No sirve de nada que trate de recordarlo, en realidad. Porque para ese entonces el pirómano ya había abierto las ventanas y vertido la gasolina blanca en la sala de arte, y había colocado los esprays. Y pronto, la fuerte y cálida brisa estará inyectando oxígeno en el fuego, aspirando el incendio hasta llevarlo al tercer piso.

La profesora sopla el silbato y en un minuto, aún no, pero pronto, veré el humo negro, la columna oscura y espesa que surge como si hubiera una hoguera.

Pronto, empezaré a correr.

—¿Mamá?

La voz preocupada de Jenny me devuelve al pasillo del hospital y su cegadora luz.

—Estaba tratando de recordar —me dice—. Ya sabes, si vi alguna cosa, o algún detalle. Pero cuando intento pensar en el fuego no puedo…

Se calla y se pone a temblar. Le cojo la mano.

—No pasa nada cuando pienso en la enfermería —prosigue— o cuando Ivo y yo nos estábamos mandando mensajes. ¿Te lo dije, no? El último que le mandé fue a las dos y media. Sé qué hora era porque en Barbados eran las nueve y media y me dijo que acababa de levantarse. Pero entonces… Es como si ya no pudiera pensar, sólo sentir. Solamente siento.

Un estremecimiento de miedo o de dolor recorre su cuerpo.

—No hace falta que recuerdes nada —le digo—. El equipo de tía Sarah descubrirá lo que ha pasado.

No menciono la figura agazapada, que entreveo en el límite del campo de juegos, porque en realidad no es gran cosa, ¿verdad?

—Me preocupaba pensar que estabas allí arriba aburriéndote —le digo, con ligereza—. Debería haberme imaginado que Ivo y tú estaríais escribiéndoos.

Si sumamos todos los mensajes que llevan acumulados, a estas alturas deben haber escrito el equivalente a Guerra y paz.

Cuando tenía su edad, los chicos no hablaban mucho con las chicas, y mucho menos escribían. Pero ahora, con los móviles, la cosa es más exigente. Algunos deben sentir la presión, pero creo que a Ivo le motiva mandar sonetos de amor o haikus románticos por las ondas.

Solamente yo pienso que la poesía que Ivo te manda al móvil es un poco afeminada; tú, para mi sorpresa, estás firmemente de su lado.

Jenny se ha ido para hacerte compañía, mientras yo «saco la cabeza por mi unidad para ver cómo estoy», como si estuviera bajando al quiosco para comprarme el periódico.

Maisie está sentada a mi lado, en la cama, sosteniendo mi mano, hablándome; me conmueve que piense que puedo escucharla, también.

—Jen-Jen se pondrá bien —está diciendo—. Claro que sí.

Jen-Jen es el nombre que utilizábamos cuando era un bebé, y de vez en cuando aún la llamamos así.

—¡Saldrá adelante! Ya verás. Y tú igual. Mírate, Gracie. No tienes mal aspecto, en absoluto. Todo va a salir bien, ya verás.

Siento su calidez, reconfortándome, y otro vívido recuerdo del día en el campo de juegos surge en mi mente. No es ningún indicio, sino un detalle que me hace sentir mejor, y por un momento saboreo el recuerdo; es como paracetamol para mi cerebro cansado.

Maisie andaba deprisa por el prado verde, con su camiseta estampada, pisando las líneas blancas pintadas sobre la hierba, con el cielo azul delfín sobre su cabeza.

—Gracie… —me dijo, dándome un abrazo, uno de verdad, de oso; no esos falsos besos al aire—. He venido a acompañar a Rowena a casa. Me ha mandado un mensaje hace un rato, diciendo que el metro estaba fatal. Así que ya sabes, mamá chófer al rescate.

Le dije que Rowena había ido a buscar las medallas a la escuela y que Addie iba con ella, para ir a buscar el pastel; que era una bandeja de bizcocho de chocolate de Marks & Spencer que habíamos convertido en una escena de trincheras de la Primera Guerra Mundial.

—¡Fantástico! —dijo, riéndose.

Maisie, mi sorprendente alma gemela. Nuestras hijas, esas crías de agua y aceite, nunca se hicieron amigas, pero Maisie y yo sí. Quedábamos por nuestra cuenta y compartíamos los pequeños detalles de las vidas de nuestras hijas: las lágrimas de Rowena cuando no la admitieron en el equipo de netball, y el ofrecimiento de Maisie al señor Corbin (uniformes nuevos o sexo) si admitía a Rowena como lateral, ¡y tener que explicarle que lo segundo era broma! El horror de Rowena cuando le salieron dientes de persona mayor, y le pidió al dentista que le devolviera los pequeñitos; anécdotas que intercambiamos como regalos, como la historia de mi Jenny que se negó a comer o sonreír mientras llevara aparatos, hasta que encontramos unos fabricados con un metal azul brillante muy bonito.

Maisie fue mi apoyo cuando tuve mi tercer aborto, durante la fiesta del séptimo cumpleaños de Jenny, mientras tú estabas fuera, rodando la serie.

—¡Escuchadme, chiquillos! La mamá de Jenny tiene que irse para ir a ver a Santa Claus —sí, ya sé que faltan tres meses— pero necesita que le digan con muuuuucho tiempo de antelación quiénes son los niños VERDADERAMENTE BUENOS, y como todos os habéis portado FANTÁSTICAMENTE BIEN esta tarde, quiere asegurarse de que tendréis regalos extra en vuestros calcetines.

Y en un aparte me dijo: el materialismo y Santa Claus siempre suelen funcionar.

Así que yo jugaré con vosotros a las sillas musicales, ¿de acuerdo? ¿Todos listos?

Y no pasó nada. Nadie lo supo. Entretuvo a veinte niños mientras yo me fui al hospital; y se llevó a Jenny a pasar la noche a su casa ese día.

Tres años más tarde, esperó conmigo durante doce semanas hasta que supimos que Adam estaba bien, y que llegaría a nacer sano y sin problemas. Como nuestra familia, comprendía lo profundamente precioso que Adam es: nuestro bebé, por el que tanto tuvimos que luchar.

Y ahora está aquí, a mi lado, mi vieja amiga. Llorando, aunque lo hace por cualquier cosa «¡qué llorona soy!», exclamaba en mitad de los villancicos de Navidad. Pero sus lágrimas de ahora son de dolor. Me aprieta la mano.

—Es culpa mía —dice—. Estaba dentro, en el lavabo, cuando saltó la alarma de incendios. Pero no sabía que Jenny estaba en el edificio. No sabía que tenía que avisarla. Fui a buscar a Rowena y a Adam, y ellos estaban bien, salieron enseguida.

Ese día le dije que Adam y Rowena estaban en la escuela. Si le hubiera dicho «Y Jenny también», la habría llamado, se habría asegurado de que estaba a salvo antes de que el fuego lo devorara todo.

Tres palabras.

Pero en lugar de eso, yo había parloteado como una tonta acerca del pastel de Adam.

Su voz es un susurro.

—Entonces te vi corriendo hacia la escuela, y pensé en lo aliviada que estarías cuando vieras que Addie estaba a salvo.

Recuerdo a Maisie fuera, abrazando a la profesora de repaso, mientras Rowena abrazaba a Adam cerca de la estatua de bronce del niño, mientras el humo negro revoloteaba en el viento, ensuciando el cielo azul.

—Y gritaste el nombre de Jenny y comprendí que aún debía estar dentro. Y tú corriste hacia el interior de la escuela —hace una pausa y su rostro palidece— pero no te seguí. No te ayudé.

Su voz está cargada de culpa.

Pero ¿cómo puede pensar que la culpo? Me conmueve que pensara, ni por un momento, en seguirme al interior del edificio en llamas.

Sabía que tenía que ayudarte —prosigue—. Por supuesto que lo sabía. Pero me faltó valor. Así que corrí hacia los camiones de bomberos que aún estaban en el puente. Me alejé del fuego. Les dije que había gente dentro. Pensaba que si lo sabían, se darían más prisa, llegarían más rápidamente. Y lo hicieron. Quiero decir, tan pronto como se lo dije, uno de los camiones empujó uno de los coches aparcados y lo sacó de la carretera. Y entonces la gente que tenía el coche allí parado comprendió lo que pasaba, y salieron de sus coches mientras los bomberos gritaban que había gente en el edificio, y todos empezamos a empujar los coches. Apartamos los coches, todos empujábamos para que pudieran pasar.

Me doy cuenta de que su recuerdo está invadiéndolo todo, que devora su presente y ahora todo sucede frente a ella, y puede oler y oír y recordar, imagino la gasolina y la gente gritando y las bocinas y el hedor a fuego alcanzando el puente.

Quisiera interrumpirla, poner fin a su ensoñación, rescatarla del recuerdo. Quiero preguntarle si Rowena está bien, porque recuerdo haberla visto en urgencias cuando estaba buscando a Jenny. También me acuerdo del hombre del traje, y sus declaraciones a los periodistas diciendo que Rowena también estaba ingresada en el hospital. Pero no me había detenido a pensar en ello desde entonces; la preocupación que sentía por mi propia hija expulsaba egoístamente el espacio que podía otorgar a todo lo demás. De repente se me ocurre.

¿Por qué está ingresada Rowena? ¿Qué ha pasado? Estaba a salvo, con Adam, cerca de la estatua.

La doctora Bailstrom llega con sus zapatos rojos de tacón y Maisie tiene que irse. Creo que se va con reticencias, como si tuviera algo más que decirme.

separ

Es tarde, y mi casa me llama, con fuerza. Mi propia cama. Mi hogar. Mi vida, de nuevo para vivirla como siempre, mañana.

Estás hablando por teléfono con Adam y durante unos instantes espero, como si pronto llegara mi turno de hablar con él. Pero pronto me apresuro a acercarme a ti, para escuchar la conversación y su voz.

—Voy a pasar la noche con mamá y con Jenny, aquí. Pero te veré tan pronto como pueda, ¿de acuerdo?

Solamente le oigo respirar. Entrecortadamente.

—¿De acuerdo, Ads?

Sigue respirando, aterrorizado.

—Necesito que seas valiente, Addie, ¿de acuerdo?

No dice nada. Y me doy cuenta de la brecha que hay entre vosotros dos, que solía entristecerme y que ahora me asusta.

—Buenas noches. Pórtate bien y duerme, y dale recuerdos a la abuela G.

Siento la necesidad de abrazarle, en este mismo instante. De sentir su cuerpecillo cálido y despeinarlo y decirle lo mucho que le quiero.

—Seguro que la abuela G. lo traerá mañana, para que te vea —dice Jenny, como si me leyera la mente—. Probablemente no le dejarán que me vea, porque le asustaría mucho, pero tú tienes buen aspecto.

Quieres pasar la noche a mi lado y también con Jenny, partiéndote en dos, vigilándonos a las dos.

Una enfermera trata de convencerte de que vayas a dormir a la cama que te han preparado. Te dice que yo estoy inconsciente, y que no me doy cuenta de si estás ahí o no, y que Jenny está demasiado sedada como para darse cuenta de nada. Y mientras la enfermera dice eso, Jenny le saca la lengua y yo me río. Hay un montón de oportunidades para hacer trastadas cómicas de salón aquí, y tiene toda la pinta que Jenny intentará ganarme la mano en eso.

La enfermera te promete que si mi estado o el de Jenny «empeoran», te avisarán de inmediato.

Te está diciendo que ninguna de las dos morirá sin ti.

Quizá me he excedido un poco al mencionar el potencial cómico de la situación.

Sigues diciendo que no irás a dormir.

—Es tarde, Mike —dice tu hermana, con firmeza—. Estás exhausto. Y mañana tienes que estar listo para funcionar, por el bien de Jenny. Y por Grace.

Creo que es su consejo sobre funcionar mañana lo que te empuja a aceptar: irse a la cama es optimista, te demuestras que sigues creyendo que al día siguiente aún estaremos vivas.

Jenny y yo nos quedamos contigo, al lado de la cama individual que te han asignado en la sala para familiares, justo al lado de la unidad de quemados. Te observamos hasta que te quedas dormido, con las manos en tensión.

Pienso en Adam, en su litera.

—Tiene varios leones entre sus peluches —te digo— pero su favorito es Aslan, y lo necesita para poder conciliar el sueño. Si se ha caído de la litera, tienes que encontrar ese peluche. A veces hay que mover toda la cama porque se cae por la parte de la pared.

—Mamá, se ha dormido —dice Jenny.

Como si pudieras oírme cuando estás despierto. Me conmueve que me haga notar la diferencia.

—De todos modos —dice— seguro que sabe lo de Aslan.

—¿Tú crees?

—Claro que sí.

Pero yo no estoy tan segura. De todas formas, tú crees que Adam debería empezar a olvidarse de sus peluches, ahora que ya tiene ocho años. Pero es que sólo tiene ocho años.

—Pronto podrás arropar a Adam tú misma —dice Jenny—. Y buscar a Aslan, y todo eso.

Pienso en tomar la manita de Adam y sostenerla entre las mías mientras se duerme. Y todo eso.

—Sí.

Porque por supuesto que volveré a casa. Tengo que hacerlo.

—¿Puedo ir a dar una vuelta? —pregunta Jenny—. Estoy algo histérica.

—Está bien.

Pobre Jenny. Es una persona que adora el aire libre, como tú. Para ella estar encerrada en el hospital es terrible.

Estamos solos, y miro tu rostro dormido.

Recuerdo que también te observaba dormir poco después de que empezáramos a salir juntos, y pensaba en ese pasaje de Middlemarch, ¡ya sé que no es justo! Podría recitártelo entero ahora mismo, y no podrías hacer nada por impedirlo. En fin, es cuando la protagonista comprende que en la cabeza de su viejo marido solamente hay pasillos polvorientos y áticos enmohecidos. Pero en la tuya me imagino que hay montañas y ríos y praderas, espacios abiertos y viento y cielo.

Aún no me has dicho que me quieres. Pero está claro, ¿verdad? Es algo que sabemos, igual que lo hemos sabido sin tener que decirlo estos últimos años. Al principio, lo escribías en el vapor del espejo del baño después de afeitarte, para que yo lo viera cuando entraba, un poco más tarde, para lavarme los dientes. O me sentaba en el ordenador y habías cambiado el salvapantallas para que pusiera «¡Te quiero!». Nunca lo habías hecho por nadie antes, y era como si quisieras seguir practicando.

Sé que los corazones no almacenan emociones, en realidad. Pero tiene que haber un lugar en nuestro interior que lo haga. Creo que ese lugar es montañoso, irregular y lleno de picos, hasta que alguien te ama. Y entonces, como peregrinos que tocan la dura piedra con las yemas de sus dedos, después de diecinueve años de practicar, la roca se suaviza.

Alguien acaba de pasar frente a la sala de familiares. Veo un reflejo en la puerta de cristal; una sombra flotando. Voy a comprobarlo.

Una figura avanza con prisas por la unidad de quemados. Por algún motivo, me recuerda a la silueta que vi al otro extremo del campo de juegos.

Se dirige a la unidad de Jenny.

Entra, y a través de la puerta entreabierta veo su forma inclinándose sobre su cuerpo.

Grito y no se me oye.

Veo una enfermera avanzando hacia la habitación de Jenny. Sus zapatillas rechinan contra el linóleo, y alertan a la figura de su presencia y la obligan a alejarse.

Ahora la enfermera está comprobando los signos vitales de Jenny. No puedo ver nada distinto, aunque no tengo ni idea de qué son todos los monitores ni de qué información dan, pero no parece que se haya modificado nada. La enfermera con las zapatillas que hacen ruido está comprobando una de las máquinas conectadas a Jenny.

En el pasillo no queda rastro de la figura.

No pude acercarme lo suficiente como para verle la cara, solamente vi una silueta envuelta en un abrigo largo y azul oscuro. Pero la puerta de la unidad de quemados está cerrada, así que debía tener autorización para estar ahí. Debe ser un médico, o quizá una enfermera, cambiando de turno y por eso no llevaba bata de médico ni uniforme de enfermera. Quizá solamente quería asegurarse de que Jenny estaba bien antes de irse a su casa.

Veo que Jenny regresa y sonrío.

De repente, el miedo me atenaza.

¿Quién lleva un abrigo en pleno mes de julio?