5

Cada una de las palabras de Sarah es una cuchilla que tragar.

Alguien había provocado el incendio. A propósito. Por Dios. Deliberadamente.

—¿Por qué? —preguntó Jenny.

Cuando tenía cuatro años le pusimos el mote del «pajarito por qué».

«¿Por qué no se nos cae la luna encima? ¿Por qué soy una niña y no un chico? ¿Por qué Mowgli come hormigas? ¿Por qué no se va a poner mejor el abuelo? (Respuestas: gravedad; genes; son sabrosas y nutritivas. Al final del día, cansados: “Así es la vida, cariño”. Una respuesta cansada, pero respuesta al fin y al cabo)».

Para este por qué no había respuesta.

—¿Recuerdas algo, Jenny? —pregunté.

—No, me acuerdo de que Ivo me mandó un SMS hacia las dos y media. Pero eso es todo. Después, ya no me acuerdo de nada más. Nada.

Sarah te tocó suavemente el brazo y te giraste bruscamente hacia ella.

—Voy a matar a quienquiera que haya hecho esto.

Jamás te había visto tan enfadado, como si estuvieras luchando por sobrevivir. Pero me alegré al ver tu rabia; era una emoción que se enfrentaría a lo que acababan de decirnos, y que pelearía.

—Necesito ver a Grace ahora mismo. Y luego quiero que me cuentes todo lo que sabes, cuando haya podido verla. Todo, ¿entiendes?

Me apresuré para llegar a mi ala, porque quería saber antes que tú cuál era mi estado real, como si de alguna manera eso pudiera prepararte.

Había tubos y pantallas conectadas a mi cuerpo, pero respiraba sin ayuda artificial, y pensé que eso debía ser positivo. Estaba inconsciente, sí, pero aparte de la herida que tenía en la cabeza, ya vendada, apenas parecía que tuviera ninguna otra lesión. Quizá no estaba tan grave.

—Esperaré fuera —dijo Jenny.

Jamás nos había concedido un ápice de privacidad, antes de esto; ni siquiera parecía ocurrírsele que lo necesitáramos. Es Adam el que sale corriendo de la cocina cuando nos abrazamos o nos besamos. «¡Puagh, babosos!». Pero el radar de Jenny no detectaba pasiones embarazosas entre su padre y su madre. Quizá, como muchas adolescentes, piensa que eso ya no existe entre nosotros, mientras descubren su propia capacidad de sentir pasión, y la guardan para ellas. Así que me conmovió su discreción.

Te esperé; prestaba atención al ruido de las camillas y los pitidos de las máquinas que pasaban y los suaves pasos de las enfermeras y sus zuecos. Esperaba oír tus pasos, tu voz.

Pasaban los segundos, necesitaba estar contigo. ¡Ahora! Por favor.

Y de repente corrías por el linóleo encerado, hacia mi cama, mientras una enfermera apartaba una bandeja con ruedas de tu camino.

Pasaste tus fuertes brazos alrededor de mi cuerpo, me abrazaste con fuerza contra tu pecho; la suavidad de tu camisa de lino para-reuniones-importantes, rozando mi bata de hospital almidonada y arrugada. Y por un momento, la habitación olió a suavizante y a ti, y no a hospital.

Me besaste: un beso en la boca, y luego uno para cada uno de mis párpados cerrados. Por un instante, pensé que igual que le pasaría a una princesa en los viejos cuentos de hadas de Jenny, bastarían tus tres besos para romper el encantamiento y me despertaría y podría sentir tus besos, tu barba de horas rascándome la piel en ese momento del día.

Pero a mis treinta y nueve años, probablemente soy un poco demasiado mayor para convertirme en una princesa durmiente.

Y quizá una contusión en la cabeza no es tan fácil de deshacer como la maldición de una bruja.

Luego recordé —cómo olvidarlo, incluso después de tus tres besos— a Jenny, fuera; esperándome.

Sabía que no debía despertar, ni siquiera debía intentarlo, aún no, porque no podía dejarla sola.

¿Lo entiendes, verdad? Porque tú eres su padre y tu trabajo es proteger a tu hija, y arreglarla cuando está rota; y yo soy su madre, y tengo que estar a su lado.

—Mi valiente esposa —decías.

Me llamabas así cuando acababa de dar a luz a Jenny. Me sentía tan orgullosa, como si hubiera dejado de ser mi yo de siempre, y acabara de aterrizar desde la luna.

Pero no me lo merecía.

—No logré alcanzarla a tiempo —te dije, con la culpa cargando mi voz—. Debería haberme dado cuenta de que algo no iba bien antes; debería haber llegado antes.

Pero no podías oírme.

Nos quedamos en silencio. ¿Cuándo hemos estado callados, juntos?

—¿Qué sucedió? —me preguntaste, y tu voz se quebró un poco, como si estuvieras volviendo a ser tu yo adolescente—. ¿Qué demonios sucedió?

Como si comprenderlo ayudara.

Empecé contándote la fuerte y cálida brisa que acompañaba ese día de juegos al aire libre.

separ

Ahora tienes los ojos cerrados, como si al hacerlo pudieras estar conmigo. Y te he contado todo lo que sé.

Pero claro, tú sigues sin oírme.

—Entonces, ¿por qué lo haces? —dice la niñera mandona que llevo dentro—. ¡Una pérdida de tiempo y energías, eso es!

Un terapeuta cognitivo la habría mandado al cuerno, pero yo me he acostumbrado a ello y además creo que es bueno para una madre tener alguien más mandón cerca, para que sepa lo que se siente.

¿Y no le falta razón, verdad?

¿Por qué hablo contigo, cuando sé que no puedes oírme?

Porque las palabras son el oxígeno hablado entre nosotros; el aire que un matrimonio respira. Porque hace diecinueve años que hablamos, tú y yo. Porque me sentiría tan sola si no pudiera hablarte. Así que ningún terapeuta en el mundo, con no importa qué argumentos lógicos, conseguirá que deje de hacerlo.

Una doctora viene con ademán decidido hacia nosotros. Me tranquiliza que tenga unos cincuenta años, y también su aire de profesionalidad cansada. Bajo su sensata falda de color azul marino, lleva zapatos rojos y puntiagudos. Lo sé, es una tontería que me fije en detalles así. Tú estás mirando su tarjeta de identificación y su cargo: lo que de verdad es importante. «Dra. Anna-Maria Bailstrom. Especialista en neurología».

¿Es la Anna-Maria en su interior la que le impulsa a ponerse zapatos rojos?

—Pensaba que su apariencia sería peor —le dices a la doctora Bailstrom. Especialista en neurología—. Pero no tiene ninguna herida, ¿verdad? Respira por sus propios medios, ¿no es cierto?

El alivio de tu voz es lo que mantiene las palabras unidas.

—Me temo que la lesión de su cabeza es muy grave. Un bombero nos contó que una parte del techo le cayó encima.

Es la tensión lo que une las palabras de la doctora Bailstrom.

—Sus reflejos pupilares están alterados, y no responde a los estímulos —continuó, su voz tensa como un alambre—. La resonancia magnética, que repetiremos, indica daños cerebrales importantes.

—Se pondrá bien —dices con fiereza. Tus dedos aprietan los míos—. Te pondrás bien, cariño.

¡Por supuesto que sí! Soy capaz de recordar citas de poesía medieval y hablar de Fra Angelico o de la reforma sanitaria de Obama y los héroes de los libros de Beast Quest, ¿cuánta gente puede hacer todo eso? Incluso mi niñera mandona está bien, prácticamente retozando en su elemento. El yo que piensa no está dentro de mi cuerpo, pero estoy aquí, querido, y mi mente está bien.

—Tengo que advertirle de que existe la posibilidad de que no vuelva a recobrar la conciencia.

Te apartas de ella y le das la espalda, tu lenguaje corporal dice, «¡Tonterías!».

Y creo que tienes razón. Estoy bastante segura de que si lo intentara, podría entrar de nuevo en mi cuerpo. Y entonces, quizá no de inmediato, pero pronto, me despertaría. Recobraría la conciencia, por decirlo igual que la doctora Bailstrom.

Ahora la doctora Bailstrom se va, algo precipitadamente teniendo en cuenta sus zapatos rojos de tacón y el linóleo encerado. Probablemente cree que necesitas algo de tiempo para asimilar la noticia. Papá, desde su experiencia como médico de familia, era un firme partidario de dejar tiempo para asimilar la noticia.

Hablo demasiado. El problema de la extracorporalidad es que no necesitas respirar para abordar la frase siguiente, de modo que no hay pausas físicas.

Y tú estás tan callado. Creo que has dejado de hablarme, y tengo tanto miedo que podría gritarte.

—Jenny está muy grave, querida —dices. Y una marea de compasión arrastra el miedo que siento. Me dices que se pondrá bien. Me dices que yo también me pondré bien. Estaremos bien, «más que bien», muy pronto.

Mientras hablas, miro tus brazos: son fuertes, los mismos que años atrás cargaron tres cajas de mis libros desde la planta baja de la residencia de estudiantes, hasta mi habitación en el último piso; el pasado martes, subiste la nueva cómoda de Jenny hasta su habitación.

¿Tienes la misma fuerza de carácter? ¿Es posible, de verdad, que seas tan valiente como ahora, que despliegues la misma esperanza cargada de resiliencia?

Hablas de las vacaciones que haremos cuando «todo esto haya acabado».

—Iremos a Skye, de acampada. A Adam le encantará. Pescaremos, y luego haremos el pescado para cenar en una hoguera. Jenny y yo podemos escalar las Cuillin, y creo que Addie podría con la montaña más pequeña. Tú puedes traerte un montón de libros y quedarte leyendo en el albergue. ¿Qué te parece?

Creo que suena como el paraíso en la tierra, y que jamás supe que existía.

Creo que mientras yo tengo la cabeza en las nubes, tú escalas una montaña para conseguirlo de verdad.

Como hice antes, cuando estábamos frente a la cama de Jenny, me aferro a tu esperanza y dejo que me arrastre.

Veo que Sarah ha llegado hasta mi ala del hospital, y que sigue al teléfono. Ocupada y eficiente Sarah. La primera vez que la conocí, tuve la sensación de que me estaba interrogando por algo que había hecho mal, sin saberlo. Pero ¿cuál era el crimen? ¿Amarte y conspirar para separarte de ella? O peor aún, ¿ser un fraude, y no amarte lo suficiente? O quizá —eso sí me pareció detectarlo— no merecerte; no ser tan interesante y hermosa y totalmente notable como debería ser, si me disponía a conquistar a su hermano y formar parte del clan.

Incluso antes de que sucediera esto, me sentía como un pato desorientado en una piscina de goma, mientras ella dirigía con precisión y rapidez el volante de su vida hacia un destino claramente marcado. Y ahora, aquí estoy, incapaz de hablar o ver o moverme, y mucho menos ayudarte a ti o a Jenny o a Adam, con la cabeza parcialmente afeitada, enfundada en una horrenda bata de hospital. Y ella llega, capaz y competente, para tomar las riendas.

Mi niñera mandona sería mucho más feliz si me pareciera más a Sarah. Tú me tranquilizabas y me decías que tú no lo serías; eso me conmovía.

Una enfermera está hablando con ella, y veo que le pide que apague el teléfono móvil, mientras Sarah le muestra su identificación policial. Pero la enfermera no cede, y Sarah vuelve a irse. La ves justo cuando sale, pero te quedas conmigo.

Volvemos a esa excursión a Skye, a los cielos grises y azulados, y las aguas tranquilas y las enormes montañas del mismo color, una paleta tan suave y parecida que apenas se distinguen los colores; volvemos a Jenny y Adam y tú y yo, colores de una misma y suave familia, que no están separados el uno del otro.

Abandonamos mi unidad y Skye, y veo a Jenny esperándome en el pasillo.

—¿Qué pasa ahora? —me pregunta, algo nerviosa.

—Están haciendo resonancias magnéticas, y más pruebas.

Me doy cuenta de que su delicadeza no era para darnos privacidad romántica, sino médica; como cuando yo me quedo fuera ahora, durante sus visitas al médico.

—¿Nada más? —dice.

—De momento no.

No me hace más preguntas. Creo que tiene miedo de saber más.

—La tía Sarah está en la sala para familiares —dice—. Lleva un buen rato hablando con alguien de la comisaría. Es raro, pero creo que sabe que estoy aquí. Quiero decir que no paraba de mirar hacia donde yo estaba, como si viera algo.

Sería una broma de mal gusto que la única persona capaz de vernos a Jenny y a mí fuera tu hermana.

Debe ser tarde ya. En la sala para familiares, alguien —¿quién?— ha traído un cepillo y pijamas para ti, y los ha guardado, bien doblados, al borde de la cama.

Sarah apaga el teléfono en cuanto te ve.

—Adam está en casa de un amigo de la escuela —informa—. Georgina viene desde Oxfordshire y lo recogerá. Pensé que sería mejor que pasara la noche en su casa, y el niño le tiene mucho cariño a la madre de Grace, ¿verdad?

En medio de todo esto, Sarah ha encontrado tiempo y espacio suficientes para pensar en Adam. Ha tenido la amabilidad de preocuparse de él. Es la primera vez que siento gratitud hacia ella.

Pero tú no puedes preocuparte de Adam, no conmigo y con Jenny pesando alrededor de tu cuello como un lastre.

—¿Has hablado con la policía? —le preguntas.

Asiente, y tú esperas a que siga hablando.

—Estamos tomando declaración a la gente. Me mantendrán informada, saben que es mi sobrina. El equipo de investigadores de la unidad de incendios está ahora mismo en la escena del fuego.

Su voz es oficial, pero veo que extiende su mano y que tú la aceptas.

—Dicen que el fuego empezó en la sala de arte, en el segundo piso. El edificio es viejo, y por eso tiene espacios vacíos en techo, paredes y tejado, que conectan entre sí distintas partes y estancias de la escuela. Eso significa que el humo y el fuego se desplazan con muchísima rapidez. Las puertas antiincendios y demás precauciones obligatorias no pudieron detener la expansión del fuego. Es una de las razones por las que el edificio ardió tan rápidamente.

—¿Y lo de que fue provocado? —preguntas, y casi oigo la palabra cortándote la boca.

—Es más que probable que se empleara un acelerador, gasolina blanca, un disolvente que deja una huella de humo que los bomberos son capaces de identificar en cualquier escena. En la sala de arte debía haber algo de disolvente, pero creen que la cantidad es demasiado alta. La profesora de arte dice que guarda el disolvente en un armario cerrado en la parte derecha del aula. Creemos que el incendio se inició en el lado izquierdo. Un detector de vapores de hidrocarbono nos dará más datos, mañana.

—¿De modo que no hay ninguna duda? —preguntas.

—Lo siento, Mike.

—¿Qué más sabes? —preguntas. Tienes que saberlo todo. Eres un hombre que tiene pleno dominio sobre los hechos.

—El equipo de investigación ha determinado que las ventanas del piso superior estaban abiertas de par en par —dice Sarah—. Eso es otro indicio de que fue provocado, porque crea corriente de aire y aviva el fuego con más rapidez por toda la escuela; especialmente, teniendo en cuenta la fuerte brisa que corría hoy. La directora nos ha dicho que esas ventanas nunca se dejan abiertas, por el peligro que conllevaría para los niños.

—¿Qué más? —repites, y ella entiende que necesitas saberlo.

—Creemos que la sala de arte fue una elección deliberada —prosigue—. No sólo por el hecho de que el uso de disolvente podría disimularse, como parte de los materiales que allí se usan, sino porque es el peor lugar para iniciar un fuego. La profesora de arte nos ha pasado una lista de los materiales que se guardaban allí. Había montones de papel y material para manualidades, lo cual significa que de nuevo el fuego se extendió con facilidad. También había pinturas y colas, pegamentos tóxicos e inflamables. Había traído muestras de papel pintado, para hacer un collage, que suponemos estaba barnizado, y eso es una sustancia altamente tóxica e inflamable.

A medida que sigue describiendo ese infierno de gases tóxicos y humo asfixiante pienso en los niños, preparando collages de globos de aire caliente y dinosaurios de cartón piedra.

Asientes, y ella sigue desgranando los detalles, firme.

—También había latas de espray en la sala. Cuando se exponen al calor, la presión aumenta y explotan. El vapor del espray puede desplazarse en distancias largas, por el suelo hasta la fuente de ignición del fuego, y volver atrás. Al lado de la sala de arte había un aula pequeña, no más grande que un trastero, donde guardaban los materiales de limpieza. Ahí también había sustancias tóxicas y altamente combustibles.

Hace una pausa y te mira. Se da cuenta de tu palidez.

—¿Has comido algo?

La pregunta te irrita.

—No, pero…

—Sigamos hablando en el bar del hospital. Está cerca.

No piensa negociar. ¿También te sobornaba para comer, cuando eras joven? Tu programa de televisión favorito a cambio de que te terminases la cena.

—Les diré dónde estás, por si acaso —dice, anticipándose a tus posibles objeciones.

Me alegro de que te obligue a comer.

Va a decirles al equipo de la unidad de neurología dónde estarás; tú haces lo mismo con la unidad de quemados. Cuando te vas, Jenny se da la vuelta y me dice:

—Es cierto lo que la señora Healey dijo acerca de que no dejábamos las ventanas abiertas nunca. Desde que hubo ese accidente por la escalera de incendios, se pusieron como paranoicos y siempre estaban pendientes de que los niños no se cayeran ni se hicieran daño. La señora Healey hace la ronda en persona, y comprueba que estén cerradas, constantemente.

Se calla de repente y me doy cuenta de que se siente incómoda. Incluso avergonzada.

—¿Sabes cuando me acerqué a tu cama? —dice—. ¿Antes de que papá llegara?

—Sí.

—Parecías tan… —Le falla la voz. Pero sé lo que quiere preguntar. ¿Por qué yo no estoy tan quemada como ella?

—No estuve tanto tiempo como tú en el edificio, cariño. Ni tampoco tan cerca del fuego. Y llevaba protección.

No le digo que llevaba una camisa de algodón de manga larga, pantalones tejanos y calcetines con zapatillas deportivas, mientras que ella se había puesto la faldita corta y la camiseta de tirantes y las sandalias, pero lo adivina de todos modos.

—Así que soy lo más en el capítulo de víctimas de la moda.

—No estoy muy segura de que pueda con el humor macabro, Jen.

—Vale.

—Algo positivo, incluso una tontería —digo—, eso aún. Está muy bien. Y hasta un poco de humor negro. Pero esto… Bueno, hasta aquí podemos llegar.

—Vale, mamá.

Casi podríamos estar en la mesa de la cocina.

Te seguimos hasta el bar del hospital, cuyo absurdo nombre es Palms Café; las mesas de formica reflejan las frías luces del techo.

—Qué ambientazo —dice Jenny, y durante un instante no sé si lo dice por su actitud impertérritamente positiva, que ha heredado de ti, o gracias a su sentido del humor, que ha salido a mí. Mi pobrecita Jen, ni siquiera puede ser positiva o divertida sin que uno de los dos se apropie de ello.

Sarah se une a ti y trae un plato de comida que tú ignoras.

—¿Quién lo hizo? —preguntas.

—Aún no lo sabemos, pero lo descubriremos. Te lo prometo.

—Pero alguien debió ver algo, ver quién lo hizo —insistes—. Alguien debió ver algo.

Pone la mano en tu brazo.

—Tú sabes algo más —dices.

—No mucho.

—¿Sabes lo que le estaban haciendo a Jenny, ahora mismo, cuando me he ido? —preguntas.

—Jen, vete —digo, pero ella no se mueve.

—Estaban limpiándole los ojos, por el amor de Dios. Los ojos.

Noto que Jenny se pone rígida, a mi lado. Los ojos de Sarah se llenan de lágrimas. Nunca la he visto llorar antes de ahora.

Aún no ha preguntado cómo está Jenny. Veo que se prepara. Deseo que no lo haga.

—¿Te han hablado de las posibilidades de…? —dice, y su voz se adelgaza, incapaz de continuar. Se pasa la vida interrogando a la gente, pero no puede terminar esta frase.

—Tiene menos de un cincuenta por ciento de probabilidades de sobrevivir —dices, repitiendo exactamente las palabras del doctor Sandhu; quizá es más fácil que traducirlas en tu propia voz.

Veo que Sarah empalidece, que se vuelve literalmente blanca, y el color de su rostro me dice cuánto quiere a Jenny.

—¿Por qué no me lo dijiste? —te pregunta Sarah, y sus palabras podrían ser las de Jenny hacia mí.

—Porque se pondrá bien —respondes, casi enfadado—. Se curará.

—Solamente había dos miembros de la plantilla de la escuela, aparte de Jenny, que no estaban en el campo de juegos —dice—. Pero creemos que no es probable que sean ellos los responsables. La escuela está rodeada por una verja y tiene una puerta permanentemente cerrada con un código. La secretaria deja entrar a la gente mediante el interfono que hay en su oficina. Ni los padres ni los niños saben cuál es ese código de acceso, todos tienen que llamar para que les dejen pasar. Los trabajadores de la escuela sí lo conocen, pero todos estaban en el campo de juegos ese día. Así que lo más probable es que sea obra de alguien ajeno a la escuela.

—Pero ¿cómo lograron entrar? —preguntas. Querías un culpable, pero ahora no quieres que esa persona tenga acceso a la escuela; como si cambiar lo sucedido te permitiera demostrar que es imposible.

—Él o ella podrían haberse deslizado al interior del recinto antes, ese mismo día —responde Sarah—. Posiblemente, detrás de algún visitante legítimo al que le abrieran la puerta. Quizá se hizo pasar por un trabajador, mezclándose entre un grupo de personas, y los padres no se fijaron si creyeron que era de la escuela, o viceversa. Las escuelas son lugares donde la gente va y viene, y no siempre uno se fija en todo. O tal vez el pirómano observó cómo un trabajador de la escuela pulsaba el código y lo memorizó, y volvió aprovechando que todo el mundo estaba en el campo de juegos.

—¿Cómo iba a entrar sin más? No debe ser posible…

—Una vez se cruza la puerta principal, no hay más seguridad. La puerta del edificio no está cerrada con llave, y no hay cámaras ni ningún otro tipo de vigilancia profesional. Eso es todo lo que sabemos, Mike. Aún no hemos divulgado el hecho de que fue un incendio provocado, pero la investigación tiene prioridad alta. Han asignado el mayor número de policías al caso. El detective inspector Baker está al mando. Veré si quiere reunirse contigo, pero no es la persona más amable del mundo.

—Sólo quiero que encuentren a la persona responsable. Y después le haré daño. Le haré daño, igual que él ha hecho con mi familia.