El gran vestíbulo del hospital estaba lleno de periodistas. Tu fama como presentador del programa documental Entornos hostiles les había atraído. «No es fama, Gracie», me corregiste una vez. «Es familiaridad. Como si fuese una lata de judías en salsa».
Un hombre trajeado llegó y la gente que estaba esperando, armados con cámaras y micrófonos, se movieron hacia él. Me pregunté si Jenny también se sentía vulnerable y expuesta a la marea de personas, pero si así era no dio señales de ello. Siempre había sido tan valiente como tú.
—Haremos una breve declaración —dijo el hombre del traje, como si estuviera enojado ante la presencia de los periodistas—. Grace y Jennifer Covey fueron ingresadas en el hospital a las 4:15 de la tarde, ambas heridas de gravedad. Ahora están en observación en nuestras unidades especializadas. Rowena White también se encuentra ingresada, y sufre de quemaduras menores e intoxicación por inhalación de humo. No tenemos más datos en este momento. Les agradecería que esperaran en el exterior del hospital, y no en esta zona.
—¿Cómo empezó el fuego? —preguntó un periodista al hombre del traje.
—Esa pregunta deberá responderla la policía. Ahora, si me permiten…
Siguieron gritando sus preguntas, pero nosotros mirábamos hacia fuera, más allá de la pared de vidrio del vestíbulo, por si llegabas. Estaba atenta para ver el Prius, pero fue Jenny quien te vio primero.
—Está aquí.
Salías de un coche desconocido. Seguramente la BBC había puesto uno de su flota a tu disposición.
A veces, mirarte es como contemplar un espejo: me resultas tan familiar que es como si fueras parte de mí. Pero una máscara de ansiedad cubría tu cara de siempre, y la transformaba en algo extraño. No me había dado cuenta de que casi siempre sonreías.
Entraste en el hospital, y era un absurdo verte allí, en ese lugar frenético, intenso, estremecedor y antiséptico. Tú perteneces a la cocina, sacando una botella de vino de la nevera, o en el jardín enfrascado en tu nueva ofensiva contra las orugas, o a mi lado conduciendo camino a un restaurante, quejándote de los atascos y alabando los GPS. Tu lugar está a mi lado en el sofá, y en el lado derecho de nuestra cama, aproximándote con dulzura hacia mí en medio de la noche. Incluso tus apariciones en la televisión, en plena jungla y al otro lado del mundo, me pertenecen; te vemos, los niños y yo, sentados juntos y apretujados en el sofá. Lo extraño, visto a través de los ojos familiares.
No perteneces a este lugar.
Jenny corrió hacia ti, y trató de abrazarte, pero no sabías que estaba ahí y te apresuraste, corriendo casi, hasta el mostrador de información. Tus zancadas eran de autómata, tu estado de shock.
—Mi esposa y mi hija están aquí, Grace y Jenny Covey.
La recepcionista reaccionó al momento, debió haberte visto en la tele, y luego te miró con compasión.
—Llamaré al doctor Gawande, bajará a buscarle inmediatamente.
Tamborileabas los dedos en el mostrador, tus ojos miraban de un lado al otro del vestíbulo. Un animal acorralado.
Los periodistas aún no habían reparado en ti. Quizá esa máscara que cubría tu antiguo rostro les había despistado. Entonces Tara, mi horrible colega en el Richmond Post, se dirigió en línea recta hacia ti. Cuando llegó a tu lado, sonrió. Sonrió.
—Tara Connor. Conozco a su mujer.
La ignoraste, escaneando la habitación. Al ver a un joven médico acercándose con prisa, dijiste:
—¿Doctor Gawande?
—Sí.
—¿Cómo están?
Tu voz tranquila gritaba.
Los demás periodistas se habían dado cuenta de que estabas ahí y se acercaban.
—Los especialistas podrán darle un diagnóstico más completo —dijo el doctor Gawande—. Le están haciendo una tomografía por resonancia magnética a su esposa, y luego volverá a la unidad de neurología de urgencias. Su hija está ingresada en la unidad de quemados.
—Quiero verlas.
—Por supuesto. Le acompañaré a ver a su hija primero. Podrá ver a su esposa en cuanto hayan terminado con la resonancia magnética, que será dentro de unos veinte minutos.
Cuando abandonaste el vestíbulo en compañía del joven doctor, los periodistas se apartaron un poco, haciendo gala de una inesperada compasión. Pero Tara te siguió, desvergonzadamente.
—¿Qué opina de Silas Hyman? —dijo.
Por un instante te giraste hacia ella, grabaste la pregunta en tu memoria y seguiste andando rápidamente.
El joven médico te acompañó hasta dejar atrás la zona ambulatoria, que ahora estaba vacía, con las luces apagadas. Pero en una de las habitaciones vacías, una televisión seguía encendida. Te detuviste.
En pantalla, un entrevistador del canal BBC 24 horas estaba delante de las puertas de la escuela. Solía decirle a Addie que era una casa de veraneo que se había hecho demasiado grande para la playa y tuvo que mudarse al interior. Ahora, su fachada estucada de tono azul pastel estaba ennegrecida y quemada; las ventanas de color crema habían ardido y revelaban imágenes de destrucción en su interior. El viejo y amable edificio, tan íntimamente unido a la cálida mano de Adam agarrando la mía, al principio del día, y su carita aliviada corriendo hacia mí por la tarde, había quedado brutalmente cercenado.
Tenías una expresión de asombro absoluto pintada en la cara, y sabía lo que estabas pensando porque era lo mismo que yo sentí cuando la alfombra se derritió bajo mis manos, y la carpintería cayó sobre mi cabeza. Si el fuego puede hacerle esto a un edificio de ladrillos y madera, ¿qué no puede hacerle al cuerpo vivo de una chica?
—¿Cómo logramos salir de ahí? —preguntó Jenny.
—No lo sé.
En la televisión, el periodista estaba enumerando los hechos pero, trastornada por la imagen de la pantalla, solamente percibía retazos de lo que decía. Tampoco creo que tú estuvieras escuchándole en absoluto, solamente contemplabas el cadáver de la escuela.
—«… escuela privada en Londres… causas desconocidas por el momento. Afortunadamente casi todos los niños se encontraban en el exterior, celebrando un día de juegos y deportes. De otro modo, el balance final de heridos y muertos… Los servicios de emergencia no pudieron llegar al lugar de los hechos cuando padres y madres desesperados… Queda pendiente de explicar la llegada de la prensa antes que los bomberos a la escuela con…».
Entonces la señora Healey apareció, y la cámara se centró en su rostro, bloqueando, por fortuna, la imagen caída de la escuela en segundo plano.
—Hace una hora —dijo el periodista— hablamos con Sally Healey, directora de la escuela de primaria Sydley House.
Tú seguiste andando con el joven médico, pero Jenny y yo nos quedamos un momento más, observando a Sally Healey. Estaba vestida con una inmaculada camisa de lino rosa y pantalones de color crema, y sus manos de perfecta manicura entraban y salían de pantalla. Me di cuenta de que llevaba un perfecto maquillaje; debía habérselo retocado para la ocasión.
—¿Había niños en la escuela cuando el fuego empezó? —preguntó el periodista.
—Sí, pero ningún alumno de la escuela resultó herido. Quisiera hacer hincapié en eso.
—No puedo creer que se haya maquillado para la entrevista —dijo Jenny.
—Es como una de esas parlamentarias francesas —dije—. Las que tienen el pintalabios al lado del fajo de documentos ministeriales. Ya sabes, maquillaje frente a la adversidad.
Jenny sonrió. Mi querida, valiente, dulce niña.
—Había una clase de repaso con veinte niños en la escuela cuando se declaró el incendio —continuó Sally Healey—. Su aula está en la planta baja.
Hablaba con su voz de asambleas: firme pero cercana.
—Como todos los niños de nuestra escuela, los que estaban en la clase de repaso habían llevado a cabo numerosos simulacros de incendio. Fueron evacuados del edificio en menos de tres minutos. Por suerte, la otra clase de repaso había salido de excursión al zoo.
—Pero hubo heridos graves, ¿no? —preguntó el periodista.
—Lo siento, no hay comentarios.
Me alegré de que no hablara de Jenny y de mí. No estaba segura de si no lo sabía, honestamente, o quería ser discreta por tratarse de Jenny y de mí, o si simplemente trataba de mantener una apariencia de lino rosa y fingir que todo había ido perfectamente, según lo planificado.
—¿Tiene idea de cómo empezó el fuego? —preguntó el periodista.
—No, aún no. Pero puedo asegurarle que nuestra escuela cumple escrupulosamente con toda la reglamentación antiincendios que el gobierno ha fijado. Nuestros detectores de calor y de humo están directamente conectados con la estación de bomberos y…
El periodista la interrumpió:
—Pero los camiones no pudieron acceder a la escuela hasta…
—Desconozco la logística precisa que siguieron para llegar al edificio, solamente sé que la alarma saltó de inmediato y llegó a la estación de bomberos. Hace unas dos semanas el mismo equipo de bomberos vino a la escuela para dar una charla a nuestros alumnos de primer curso y dejar que vieran el camión. En ese momento, nadie podía imaginar que…
Siguió hablando. El brillo de labios y la voz firme no estaban funcionando. Bajo su apariencia cuidadosamente preparada, estaba desmoronándose. Me gustó más que así fuera. Cuando la cámara abandonó su cara y volvió a enfocar la escuela quemada, se detuvo en la estatua de bronce de un niño, ilesa.
Te alcanzamos en el pasillo que iba a la unidad de quemados. Notaba tu tensión, mientras tratabas de prepararte para ese momento, pero sabía que nada te ayudaría a hacer frente a lo que verías dentro de la habitación. A mi lado, Jenny se echó hacia atrás.
—No quiero entrar.
—Lo entiendo. No pasa nada, cariño.
Entraste por las puertas batientes de la unidad de quemados con el médico.
—Deberías estar con papá —dijo Jenny.
—Pero…
—De alguna manera, sabrá que estás con él.
—No quiero dejarte sola.
—No necesito que me hagas de niñera, de verdad. Ya soy mayor, he sido niñera. ¿Recuerdas? Además, necesito que me pongas al día de cómo me estoy curando. O no.
—De acuerdo. No tardaré, pero no te vayas a ninguna parte.
No podía soportar la idea de volver a perderla.
—De acuerdo —dijo—. Y además te prometo que no hablaré con extraños.
Me sumé a la reunión cuando te llevaban a un pequeño despacho, y agradecí que te comunicaran las cosas poco a poco. Un médico te estrechó la mano. Tenía un aspecto casi indecentemente sano, su piel morena un contraste con las paredes blancas y mortecinas de su oficina, sus ojos oscuros y brillantes.
—Soy el doctor Sandhu, especialista a cargo de su hija.
Me fijé que cuando te dio la mano, con la otra te tomó el brazo, apretando fuerte. Supe que él también era padre.
—Entre, por favor. Siéntese, siéntese…
No lo hiciste. Te quedaste de pie, como siempre haces cuando estás tenso. Una vez me dijiste que es un impulso atávico, animal. Así estás listo para luchar o para salir corriendo, como nuestros ancestros se veían obligados a hacer. Hasta ahora no lo había entendido. Pero ¿dónde irías, o contra quién lucharíamos? No contra el doctor Sandhu y sus brillantes ojos y su suave voz de autoridad.
—Me gustaría empezar subrayando lo positivo —dijo, y asentiste con vehemencia; podías entenderte con aquel hombre. «Por muy duro que sea el entorno», declaras en algún lugar perdido en medio del planeta, «uno siempre puede encontrar estrategias de supervivencia adecuadas».
Tú aún no la habías visto, pero yo sí, y sospechaba que «empezar subrayando lo positivo» equivalía a poner unos cojines al fondo del precipicio por el que nos despeñaría.
—Su hija ha logrado lo más difícil de todo —continuó el doctor Sandhu—, que es salir con vida de ese fuego tan intenso. Debe ser una chica con gran fuerza de carácter y espíritu de superación.
—Así es —tu voz sonó orgullosa.
—Y eso es una gran ventaja, por así decirlo, porque esa capacidad de lucha que tiene será muy importante para lo que viene ahora.
Dejé de mirarle a él para observarte. Las arrugas que dejaban las sonrisas en tu cara seguían allí; estaban demasiado marcadas por las felicidades pasadas como para borrarse de un plumazo por lo que ahora sucedía.
—Pero tengo que ser sincero con usted acerca de su estado. No entenderá la terminología médica del diagnóstico en este momento, así que se lo diré muy simplemente. Hablaremos en detalle más adelante, desde luego.
Vi que la pierna te temblaba, como si estuvieras luchando contra tu impulso de levantarte y pasear por la habitación, o huir. Pero teníamos que seguir escuchando.
—Jennifer ha sufrido graves quemaduras, en todo el cuerpo y en su cara también. A causa de estas quemaduras, sus órganos internos están sufriendo mucha tensión. También ha inhalado el humo del incendio. Eso significa que sus vías respiratorias, incluyendo parte de sus pulmones, están quemadas y no funcionan bien.
También había daños internos.
También.
—En este momento, lamento tener que decirle que tiene menos de un cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir.
—¡No! —le grité al doctor Sandhu.
Mi grito apenas rozó el aire.
Te abracé. Necesitaba abrazarte. Por un momento, casi te giraste como si pudieras sentirme.
—Está sedada, con calmantes muy fuertes, así que no sentirá ningún dolor —prosiguió el doctor Sandhu— y está conectada a una máquina de respiración artificial. Un equipo de especialistas muy preparado está pendiente de ella y haciendo todo lo posible.
—Quiero verla ahora —dijiste, con una voz que no reconocí.
Me quedé a tu lado mientras ambos la mirábamos.
Solíamos hacer lo mismo cuando era pequeña, después de volver de alguna fiesta o una cena. Íbamos a su habitación y nos quedábamos de pie, observándola mientras dormía. Sus piececitos suaves y rosados salían por la punta de sus pijamas de algodón, y su pelo de seda se enredaba con sus bracitos extendidos, que aún no podía estirar hacia atrás. Nosotros la hicimos, pensábamos, juntos, de alguna manera, habíamos creado a esa niña asombrosa. Momentos de chocolate, los llamabas, para compensar las noches sin fin y el cansancio y las batallas por el brócoli. Luego, cada uno por su lado, la abrazábamos o le dábamos un beso, y nos sentíamos —lo confieso— brutalmente orgullosos, y volvíamos a nuestra habitación.
Me alegré, por ti, de que hubieran tapado su rostro con vendajes. Solamente se veían sus párpados hinchados y su boca herida. Los miembros quemados estaban embutidos en una especie de tubos de plástico blancos.
Mientras la contemplábamos, la frase del doctor Sandhu se clavó en mi interior como una víbora: «Tiene menos de un cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir».
Entonces, te obligaste a levantarte y hablaste con firmeza.
—Todo saldrá bien, Jen. Te lo prometo. Vas a ponerte bien.
Tu promesa. Porque como padre, tu trabajo es protegerla; y cuando eso falla, te ocupas de arreglarlo.
El doctor Sandhu te explicó qué significaba cada cosa: las vías intravenosas, los monitores, las vendas de la cara, y aunque no era su intención, muy pronto quedó claro que si Jen se ponía bien sería gracias a él, no a ti.
Pero no está en tu naturaleza aceptar las cosas así como así. No entregas el poder sobre tu hija sin más. Así que le hiciste preguntas. ¿Qué hace este tubo exactamente? ¿Y ese otro? ¿Por qué utiliza tal cosa? Te aprendes la jerga, las técnicas. Ahora ese era el mundo de tu hija, de modo que también era el tuyo, e ibas a aprender las reglas. Las dominarías. El hombre que sabía desmontar el motor de un coche a los dieciséis años y luego lo volvía a montar, siguiendo el manual; un hombre al que le gusta saber exactamente en qué y en quién deposita su confianza.
A los dieciséis, probablemente yo estaba leyendo a George Eliot; algo tan inútil ahora como el manual del motor de un coche.
—¿Serán muy graves las cicatrices? —preguntabas.
¡Y tu optimismo era glorioso! Tu valentía frente a todo, maravillosa. Sabía que no te importaría nada en absoluto cuál sería su aspecto, comparado con el precioso hecho de que viviera. Tu pregunta demostraba tu convencimiento de que iba a vivir, que el problema de las cicatrices era real porque algún día ella volvería —volverá— a enfrentarse al mundo exterior de nuevo.
Siempre has sido el optimista, y yo la pesimista (pragmática, solía corregir). Pero ahora tu optimismo era un salvavidas, y me aferraba a él.
El doctor Sandhu, un hombre amable, no mencionó la esperanza subyacente en tu pregunta cuando contestó.
—Ha sufrido quemaduras parciales con espesor de segundo grado. Este tipo de quemadura puede ser superficial, en cuyo caso la irrigación sanguínea está intacta y eso quiere decir que la piel se regenerará, o bien son profundas, lo que inevitablemente conlleva cicatrices. Por desgracia, pasarán varios días hasta que podamos determinar de qué tipo de quemaduras estamos hablando.
Entró una enfermera.
—Estamos preparando la habitación del acompañante. Su esposa ya está en la unidad de urgencias neurológicas, que está al otro lado del pasillo.
—¿Puedo verla?
—Le acompañaré.
Jenny me esperaba en el pasillo.
—¿Qué han dicho?
—Todo va a ir bien. Tienes un largo camino por delante, pero estarás bien.
Aún me aferraba a tu optimismo, y no podía soportar la idea de decirle lo que el doctor Sandhu había anunciado.
—No saben si tendrás muchas cicatrices o no —continué— porque el tipo de quemaduras aún no está claro, y de eso depende cómo quedará la piel.
—¿Podrían no haber? —preguntó, esperanzada.
—Así es.
—Pensé que me quedaría así para siempre —sonaba casi eufórica—. Bueno, no exactamente así, como una máscara de Halloween, pero algo parecido. ¿De verdad, quizá no me queden cicatrices?
—Eso es lo que ha dicho el especialista.
El alivio iluminó su cara, la hizo resplandecer.
Mientras me miraba, no te vio salir de la unidad de quemados. Te volviste hacia la pared y la golpeaste con ambos puños, como si así quisieras expulsar lo que habías visto y oído. Supe entonces cuánto habías luchado por mantener tu optimismo esperanzador; el valor y el esfuerzo que supusieron tus preguntas sobre el futuro. Jenny no te vio.
Oímos pasos apresurados por el pasillo.
Tu hermana avanzaba hacia ti, su radio de policía silbando en su cinturón.
Al instante, me sentí inútil. Si el perro de Pavlov hubiera tenido una cuñada como Sarah, hubiera sido un reflejo emocional reconocible. Lo sé, es injusto. Pero las tensiones emocionales me hacen sentir un poco más fuerte. Además, no es tan sorprendente, ¿no crees? La mujer más importante de tu vida desde los diez años, hasta que me conociste; una cuñada/suegra, todo en uno. No es de extrañar que me intimidara.
Llegó sin aliento.
—Estaba en Barnes, en una operación conjunta con los de antidrogas… Oh, por Dios, qué importa dónde estaba. Lo siento muchísimo, Mikey.
El viejo mote infantil con el que se dirige a ti. ¿Cuándo fue la última vez?
Pasó el brazo por tus hombros, te abrazó con fuerza.
Por un instante, no dijo nada. Vi que su rostro se endurecía, que se preparaba para decírtelo.
—El incendio fue provocado.