Ya te he contado lo que sucedió cuando desperté. Estaba atrapada bajo el casco de un enorme barco que había naufragado y estaba posado en el lecho del océano.
Que nadé lejos del barco hundido que era mi cuerpo, hacia el océano negro como la tinta, y ascendí hacia arriba, hacia la luz.
Que vi la parte del cuerpo que era «yo» en la cama de un hospital.
Que sentí miedo, y al sentirlo, recordé.
El calor abrasador, las llamas rugiendo y el humo asfixiante.
Jenny.
Salí corriendo de la habitación para encontrarla. ¿Crees que debería haber intentado introducirme en mi cuerpo? Pero ¿y si me quedaba allí atrapada, en el interior, sí, y sin poder salir? ¿Cómo iba a encontrarla, entonces?
En la escuela en llamas, la había buscado en medio de la oscuridad y el humo. Ahora recorría pasillos blancos iluminados con una brillante luz, pero sentía la misma desesperación. Tenía que encontrarla. El pánico me hizo olvidar el cuerpo que yacía en la habitación, mi cuerpo, y me acerqué a un médico, y le pregunté: «Jennifer Covey. Diecisiete años. Mi hija. El incendio». El médico giró pasillo abajo. Le perseguí, gritándole: «¿Dónde está mi hija?». Se alejó.
Interrumpí a dos enfermeras: «Mi hija, ¿dónde está mi hija? Estaba en el incendio, Jenny Covey».
Siguieron charlando sin contestarme.
Me ignoraron una y otra vez.
Empecé a gritar, tan fuerte como pude, chillando hasta que mi voz rebotaba en las paredes, pero a mi alrededor todos estaban sordos y ciegos.
Entonces recordé y me di cuenta de que era yo, yo era muda e invisible.
Nadie iba a ayudarme a encontrarla.
Corrí por el pasillo, lejos del ala del hospital donde estaba mi cuerpo, explorando el resto del edificio, y luego volví, buscándola frenéticamente.
—¡No puedo creer que no seas capaz de encontrarla! —dijo la niñera que vive en mi cabeza. Llegó justo antes de que diera a luz a Jenny, y su voz crítica reemplazó los elogios de mis profesoras—. Así no vas a dar con ella, ¿lo sabes, no?
Tenía razón. El pánico me había transformado en una partícula de movimiento browniano, de un lado para otro, sin lógica ni dirección.
Pensé en ti, en lo que tú harías, y me obligué a pararme.
Empezarías por la planta de abajo, desde el extremo izquierdo, como haces en casa cuando algo se ha perdido, y entonces avanzarías hacia la punta derecha, luego subirías al piso de arriba, barriendo metódicamente todo el área hasta encontrar el móvil/pendiente/tarjeta de bus/volumen 8 de Beast Quest.
Me ayudaba pensar en los libros de Beast Quest, y en los pendientes perdidos, porque los pequeños detalles de nuestras vidas me anclaban, me calmaban.
De modo que avancé más lentamente por los pasillos, aunque sentía ganas de correr, y traté de leer los carteles con cuidado, en lugar de pasar volando frente a ellos. Había señalizaciones que indicaban el camino a los ascensores, a oncología, al ambulatorio y la sección de pediatría; diminutos reinos de alas y clínicas y quirófanos y servicios asistenciales.
Un cartel que indicaba el camino al depósito de cadáveres se cruzó en mi camino y se alojó en mi retina, pero no tomé esa dirección. Ni siquiera me lo planteé.
Vi otro que iba a la unidad de Accidentes y Emergencias. Quizá todavía no la habían trasladado a ningún ala del hospital aún. Tal vez seguía en urgencias.
Corrí hacia allí.
Entré. Me crucé con una mujer encima de una camilla, sangrando. Un doctor corría y su estetoscopio chocaba contra su estómago; las puertas de la entrada de ambulancias se abrieron de golpe y una sirena chillona invadió el pasillo blanco, su pánico rebotó en las paredes. Era un lugar de prisas y tensión y dolor.
Miré en un cubículo tras otro, separados por frágiles cortinillas azules que dividían el espacio en intensas escenas de dramas separados. En uno, apenas consciente, estaba Rowena. Maisie sollozaba a su lado, pero yo solamente me detuve el tiempo suficiente para comprobar que no era Jenny, y seguí buscándola.
Al final del pasillo había una habitación, no un cubículo.
Me fijé en que los médicos entraban sin cesar, pero ninguno salía.
Los seguí.
Había alguien terriblemente herido en la cama que había en mitad de la habitación, rodeada de médicos.
No supe que era ella.
Habría reconocido el llanto de mi bebé de entre todos los demás, cuando nació; su manera de llamar a su mamá era única, inequívocamente distinta a la de los demás bebés. En cualquier obra, yo identificaba inmediatamente su cara, no importaba cuántos niños hubiera en el escenario. La conocía más profundamente de lo que me conocía a mí misma.
De niña, me sabía cada centímetro cuadrado de su cuerpo; cada pelo en sus cejas. Había observado cómo se dibujaban, trazo a trazo, desde los primeros días después de su nacimiento. Durante meses la miré, hora tras hora, día tras día, mientras se alimentaba de mis pechos. Nació un oscuro mes de febrero, y cuando la primavera se convirtió en el verano de la luz, se hizo más intensamente claro lo mucho que la conocía.
Durante nueve meses, su corazón había latido dentro de mi cuerpo; dos latidos por cada uno de los míos.
¿Cómo es posible que no supiera que era ella?
Me di la vuelta para salir de la habitación.
Vi las sandalias que llevaba la persona terriblemente herida que yacía en la cama. Las sandalias con incrustaciones de abalorios que le había comprado en Russell & Bromley, un absurdo regalo de Navidades fuera de temporada, anticipado.
Mucha gente lleva esas sandalias, mucha, mucha gente; las fabrican a miles. No significa que sea Jenny. Eso no puede querer decir que es Jenny. Por favor.
Su resplandeciente pelo rubio estaba chamuscado, su cara hinchada y horriblemente quemada. Dos médicos estaban hablando del porcentaje de SCQ y comprendí que hablaban del porcentaje de su cuerpo que se había quemado. Veinticinco por ciento.
—¿Jenny? —grité, pero no abrió sus ojos. ¿Tampoco ella me oía? ¿Estaba inconsciente? Deseé que así fuera, porque de otro modo el dolor de su cuerpo habría sido insoportable.
Salí un momento de la habitación, como una persona que se ahoga y sale a la superficie tratando de inspirar una nueva bocanada de aire antes de sumergirse en el mar de compasión, cuando volvería a mirarla. Me quedé en el pasillo y cerré los ojos.
—¿Mamá?
Reconocería su voz en cualquier lugar.
Miré a mi alrededor y vi a una niña acurrucada en un rincón, con los brazos alrededor de las rodillas.
La niña que reconocería entre mil.
El segundo latido de mi corazón.
La abracé.
—¿Qué somos, mamá?
—No lo sé, cariño.
Quizá suene extraño, pero ni siquiera me lo pregunté. El fuego había devorado todo lo que una vez había sido normal. Nada parecía tener sentido.
Pasó una camilla con el cuerpo de Jenny, empujado por el equipo médico. La habían cubierto con una sábana muy fina, montada como una tienda de campaña sobre su piel, para que la tela ni siquiera la rozara.
A mi lado, noté que se estremecía.
—¿Viste tu cuerpo? —pregunté—. Antes de que lo cubrieran, quiero decir.
Traté de ser delicada, pero las palabras cayeron torpemente en el suelo, una pregunta brutal y absurda.
—Sí, lo vi. Me pareció algo así como El regreso de los muertos vivientes, ¿no crees?
—Jen, cariño…
—Esta mañana me preocupaban las espinillas que tenía en la nariz. Espinillas. ¿No es ridículo?
Traté de calmarla, pero sacudió la cabeza. Quería que ignorase sus lágrimas y aceptara su interpretación. Necesitaba que lo hiciera. Esa Jenny aún divertida, animada, extrovertida.
Un médico pasó a nuestro lado, hablando con otra enfermera.
—El padre está de camino, pobre hombre.
Fuimos en tu busca.