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Esa tarde estabas en tu importante reunión de la BBC, así que no sentiste la fuerte y cálida brisa. —«¡Qué maravilla, ideal para un día al aire libre, como caída del cielo!», comentaban los padres y madres que sí estaban— y yo pensaba que incluso si Dios existía, estaría demasiado ocupado con la gente que se moría de hambre en África, o los huérfanos abandonados en Europa del Este como para preocuparse de que la carrera de sacos de Sidley House disfrutara de aire acondicionado gratis.

El sol rebotaba sobre las líneas blancas pintadas en la hierba; los silbatos que colgaban del cuello de los árbitros brillaban, y hasta el pelo de los niños resplandecía. Tenían pies conmovedoramente grandes para sus piernecillas, y saltaban sobre la hierba mientras corrían la carrera de los cien metros lisos, la de sacos, la carrera de obstáculos. En verano en realidad no se puede ver la escuela, porque los enormes robles, aunque estén podados, la ocultan, pero sabía que aún había una clase en el edificio y me pareció que era una lástima que los más pequeños no disfrutaran también de la tarde.

Adam llevaba su insignia, la que acabábamos de regalarle esa mañana, con sus «¡Tengo 8 años!». Se acercó correteando hacia mí, con la carita resplandeciente, porque iba a buscar su pastel a la escuela, ¡ahora mismo! Rowena tenía que ir a buscar las medallas, así que le acompañaría; Rowena, que había ido a Sidley House con Jenny, un montón de lunas atrás.

Cuando se fueron, miré a mi alrededor para ver si Jenny había llegado. Pensé que después de su desastre en la selectividad debería empezar a acudir a clases de repaso para los exámenes de recuperación, pero aun así ella insistía en trabajar en Sidley House para pagarse el viaje que tenía planeado hacer a Canadá. Es extraño pensar en lo mucho que me preocupaba.

Creía que a sus diecisiete años trabajar como profesora adjunta de manera temporal ya era bastante duro, y ahora durante la tarde ejercía también de enfermera en la escuela. Durante el desayuno, habíamos mantenido una amable discusión al respecto.

Es que eres un poco joven para tanta responsabilidad.

—Es el día de deportes al aire libre de la escuela, mamá, no un accidente de coche en la autopista.

Pero ahora su turno casi había terminado —sin accidentes de ningún tipo— y pronto se reuniría con nosotros. Estaba segura de que se moría de ganas de abandonar la diminuta habitación médica, de aire cargado, que se encontraba casi arrinconada en el piso superior de la escuela.

Durante el desayuno me fijé en que llevaba la faldita roja con volantes y una camiseta bastante suelta. Le dije que no tenía un aspecto muy profesional, ¡pero aún tenía que llegar el momento en que Jenn hiciera caso de mis consejos sobre ropa!

Deberías dar gracias de que no me ponga tejanos caídos.

—¿Quieres decir esos que cuelgan del trasero de los chicos?

—Ajá.

—Siempre que los veo me dan ganas de subírselos.

Se echa a reír.

Sus largas piernas están preciosas bajo la faldita, demasiado corta y algo descarada. A pesar de mí misma, me siento un poco orgullosa. Aunque creo que las piernas se las debe a ti.

Maisie llega al campo de juegos, con sus chispeantes ojos azules y una gran sonrisa en su cara. Hay gente que se burla un poco de ella porque es una chicarrona alegre y algo patosa que siempre lleva camisetas divertidas (y cuando son de manga larga, estrambóticas), pero casi todos la queremos mucho.

—Gracie —dijo, abrazándome—. He venido a recoger a Rowena. Me ha mandado un mensaje hace un rato, diciendo que el metro estaba fatal. Así que ya sabes, mamá chófer al rescate.

—Ha ido a por las medallas —le dije—. Adam iba con ella, para lo del pastel. Volverán de un momento a otro.

Sonrió.

—¿Qué tipo de pastel toca este año?

—Una bandeja de bizcocho de chocolate de Marks & Spencer. Addie excavó una trinchera con una cucharilla para el café y sacamos los Maltesers y los reemplazamos por soldaditos. Es un pastel temático de la Primera Guerra Mundial. Un poco violento, pero entra dentro del programa de estudios, así que no creo que a nadie le importe.

—¡Fantástico! —se echó a reír.

—Bueno, no tanto, pero a él se lo parece.

¿Es tu mejor amiga, mamá? —me preguntó Adam hace poco.

—Probablemente, sí —respondí.

Maisie me entregó una «cosita» para Adam, un pequeño regalo envuelto con primor; yo sabía que contendría un regalo perfecto. Es fantástica con los regalos, y es una de las muchas cosas por las cuales la adoro. Otra es que iba a la carrera del día de la madre cada año mientras Rowena estuvo en Sidley House, y siempre llegaba la última, casi una milla por detrás, ¡pero no le importaba un comino! No tiene ni una sola prenda de lycra, y a diferencia de virtualmente casi todas las mamás de Sidley House, jamás ha entrado en un gimnasio.

Lo sé. Me estoy entreteniendo, hablando del soleado campo de juegos con Maisie. Lo siento. Pero es duro. Es que me acerco a algo que es muy, muy duro.

Maisie se fue para ir a buscar a Rowena a la escuela.

Miré mi reloj; eran casi las tres.

Aún no había señales de Jenny ni de Adam.

La profesora de primaria sopló en su silbato para anunciar la última carrera —los relevos—, y por el altavoz pidió a los equipos que se colocaran en posición de salida. Me preocupaba que Addie tuviera problemas si no llegaba pronto a su lugar designado.

Miré hacia atrás, en dirección a la escuela, pensando que en cualquier momento los vería avanzando hacia mí.

Del edificio de la escuela salía una columna de humo. Oscuro, negro, espeso como el de una hoguera. Recuerdo, sobre todo, la calma. La ausencia de pánico. Pero sabía que avanzaba hacia mí, acelerando, como un monstruo.

Tenía que esconderme. Rápido. No. No estoy en peligro. Este terror no es por mí. Mis hijos están en peligro.

Un golpe en el pecho, seco y duro.

Hay un incendio y ellos están ahí dentro.

Están ahí dentro.

Corrí a la velocidad de un grito. Corrí tanto que no tuve tiempo de respirar.

Un grito que corre y que no se detiene hasta que pueda abrazarlos de nuevo a los dos.

Salgo disparada, oigo sirenas a toda máquina en el puente. Pero los camiones de bomberos no avanzan. Hay coches abandonados cerca del semáforo que obstaculizan su camino, y mujeres que salen de los demás coches que se han quedado parados en medio de la carretera y que cruzan el puente hacia la escuela. Pero todas las madres estaban allí conmigo, en el día de los deportes al aire libre. ¿Qué hacían esas mujeres, quitándose los zapatos de tacón y tropezando en sus sandalias y gritando mientras corrían, igual que yo? Reconocí a una madre que tenía a su hijo en la clase de acogida. Eran las madres de los niños de cuatro años, que venían a recogerlos como cada tarde. Una había dejado a su bebé en su todoterreno, y el crío no paraba de golpear la ventanilla, mientras veía a su mamá participando en la horrible carrera de madres.

Entonces yo llegué la primera, antes que las demás madres, que aún tenían que cruzar la carretera y bajar el camino hasta el edificio.

Los niños de cuatro años estaban esperando en fila india frente a la escuela, con su profesora; un pequeño y ordenado cocodrilo. Maisie estaba con ella, rodeándole los hombros con el brazo, y me di cuenta de la expresión alterada de la profesora. A sus espaldas, lenguas de humo negro salían de la escuela como si fueran la chimenea de una fábrica, manchando el cielo azul de verano.

Y Adam estaba fuera —¡fuera!— cerca de la estatua de bronce y sollozaba contra Rowena, que le abrazaba con fuerza. En ese momento de alivio, el amor me inundó, salió con fuerza hacia mi hijo y no solamente hacia él, sino que envolvió a la muchacha que le estaba calmando.

Me permití un segundo, quizá dos, y sentí un alivio inmenso por Adam. Luego busqué a Jenny. Pelo corto, rubia, esbelta. No había nadie como Jenny fuera. Desde el puente, las sirenas ulularon.

Los críos de cuatro años empezaron a llorar al ver a sus madres corriendo, abalanzándose hacia ellos por el camino, con lágrimas en sus mejillas, los brazos estirados hacia ellos, esperando el momento de abrazarlos, sostener a sus hijos, ponerlos a salvo.

Me giré hacia el edificio en llamas, mientras las columnas de humo negro escapaban de las aulas en la segunda y tercera planta.

Jenny.