Algunos instantes después, bajábamos por una cuesta muy larga de la orilla canadiense, que nos condujo a la orilla del río, casi enteramente obstruido por los hielos. Una barca nos esperaba para llevarnos «a América». Un viajero, ingeniero de Kentucky, que reveló al doctor su nombre y profesión, estaba ya embarcado. Nos sentamos junto a él sin perder momento; ya separando los témpanos, ya rompiéndolos, la barca llegó al medio del río, donde tenía el paso más expedito. Desde allí dirigimos la última mirada a la admirable catarata del Niágara. Nuestro compañero la examinaba atentamente.
—¡Qué hermosa es! —le dije—. ¡Es admirable!
—Sí —me respondió—; pero ¡cuánta fuerza motriz desperdiciada! ¿Qué molino podría poner en movimiento, con semejante salto de agua?
Jamás he experimentado más feroz deseo de echar un ingeniero al agua.
En la otra orilla un pequeño ferrocarril, casi vertical, movido por un canal desviado de la catarata americana, nos llevó a la altura, en pocos segundos. A la una y media tomábamos el expreso que, a las dos y cuarto, nos dejaba en Buffalo. Después de visitar esta reciente y hermosa ciudad, después de haber probado el agua del lago Erie, tomamos el ferrocarril central, a las seis de la tarde. Al otro día, llegamos a Albany, y el ferrocarril del Hudson que corre a flor de agua a lo largo de la orilla, nos dejaba en Nueva York, a las pocas horas.
Empleé el día siguiente en recorrer, acompañado del infatigable doctor, la ciudad, el río del Este y Brooklyn Llegada la noche, me despedí del buen doctor con verdadera pena, pues comprendía que dejaba en él un verdadero amigo.
El martes, 16 de abril, era el día marcado para la salida del Great-Eastern; a las once me personé en el embarcadero número 37, donde el ténder, ya con muchos pasajeros a su bordo, me esperaba. ¡Me embarqué! En el momento en que el ténder iba a desatracar sentí que me cogían por el brazo. Me sorprendió agradablemente ver que era el doctor Pitferge.
—¡Vos! —exclamé—. ¿Regresáis a Europa?
—Sí, mi querido amigo.
—En el Great-Eastern.
—Sí —me dijo sonriendo—. He reflexionado y parto. Pensadlo bien: éste será tal vez el último viaje del Great-Eastern, el viaje del cual no se vuelve.
La campana iba a tocar para la salida, cuando uno de los camareros del «Fifth Avenue Hotel», corriendo a todo correr, me entregó un telegrama de Niágara Falls. «Elena ha resucitado. Ha recobrado la razón por completo. El doctor responde de ella». Así me decía el capitán Corsican.
Comuniqué tan grata nueva al doctor Pitferge.
—¡Responde de ella! ¡Responde de ella! —replicó gruñendo mi compañero de viaje—. Yo también respondo. Pero ¿qué prueba eso? ¡Quien respondiera de mí, de vos, de todos nosotros, amigos míos, tal vez se equivocara!
Doce días después, llegamos a Brest, y al día siguiente a París. La travesía de regreso se había hecho sin accidente, con gran sentimiento de Pitferge, que esperaba siempre su naufragio.
Al hallarine sentado delante de mi mesa, si no hubiera tenido a la vista estos apuntes de cada día, el Great-Eastern, la ciudad flotante que había habitado por espacio de un mes, el encuentro de Elena y Fabián, el incomparable Niágara, todo me hubiera parecido un sueño. ¡Ah, cuán hermosos son los viajes «hasta cuando se vuelve de ellos», diga el doctor lo que quiera!
Por espacio de ocho meses, permanecí sin oír hablar de aquel tipo original. Pero un día, el correo me trajo una carta de timbres multicolores, que empezaba con estas palabras:
«A bordo del Cornogny, arrecifes de Aukland. Por fin hemos naufragado…».
Y terminaba con éstas:
«¡Qué bien me encuentro! Vuestro de todo corazón».
«Dean Pitferge».