CAPÍTULO XXXV

¡Ibamos a pasar ocho días en América! El Great-Eastern debía zarpar el 16 de abril, y el día 9, a las tres de la tarde, había puesto mi planta en el suelo de la Unión. ¡Ocho días! Hay turistas frenéticos, «viajeros exprés», a quienes hubieran bastado para visitar a toda América. Yo no abrigaba tamaña pretensión, ni siquiera la de visitar Nueva York detenidamente para escribir, después de tan extrarrápido examen, un libro sobre las costumbres y el carácter de los americanos. Pero la constitución y el aspecto físico de Nueva York están pronto vistos. No ofrece mayor variedad que un tablero de damas. Calles que se cortan perpendicularmente, llamadas «avenidas» si son longitudinales y «streets» si son transversales; estas diversas vías de comunicación están numeradas correlativamente, sistema muy práctico, pero muy monótono; ómnibus americanos recorriendo todas las avenidas. Visto un barrio está vista toda la ciudad, a excepción del laberinto de callejuelas que constituyen la parte sur de la ciudad, donde se apiña la población mercantil. Nueva York es una lengua de tierra, y toda su actividad está concentrada en la punta de esta «lengua». A un lado se desarrolla el Hudson y al otro el río del Este; ambos ríos son dos brazos de mar, surcados por buques, y cuyos ferry-boats unen la ciudad, a la derecha con Brooklyn, a la izquierda con las márgenes de Nueva Jersey. Una sola arteria corta oblicuamente la simétrica aglomeración de los barrios de Nueva York, llevando a ellos la vida. Es el antiguo Broadway, el Strand de Londres, el bulevar Montmartre de París; casi impracticable en su parte baja, donde afluye la multitud, y casi desierto en su parte elevada, una calle en que se codean los casuchos y los palacios de mármol; un verdadero río de coches de alquiler, de ómnibus, de caballos, de mozos de cuerda, con aceras por orillas, y sobre el cual ha sido preciso echar puentes para dejar paso a los peatones. Broadway es Nueva York, y por allí paseamos el doctor Pitferge y yo, hasta que se hizo de noche.

Después de haber comido en «Fifth Avenue Hotel», donde nos sirvieron manjares liliputienses en platos de muñecas, fui a ciar término al día en el teatro de Barnum. Se representaba un drama que atraía a la multitud: New York Streets. En el cuarto acto figuraba un incendio y una bomba de vapor servida por verdaderos bomberos. Esto producía «Great-atraction».

Al día siguiente, por la mañana, dejé al doctor dedicarse a sus asuntos. Debíamos encontrarnos en la fonda a las dos. Fui al correo, Liberty Street, 51, a recoger las cartas que me esperaban, y después a Rowlingen-Green, 2, a lo último del Broadway, a ver al cónsul de Francia, Mister Gauldrée Boikein, que me acogió muy bien; luego a la casa de Hoffmann, donde cobré una letra, y por último, a casa de la hermana de Fabián, mistress R…, cuyas señas me habían dejado, Calle 36, número 25. Allí adquirí noticias de Elena y mis amigos. Siguiendo el consejo de los médicos, Corsican, Fabián y la hermana de éste habían salido de Nueva York, llevando consigo a la pobre Elena, a quien los aires y la tranquilidad del campo no podían dejar de ser favorables. Una carta de Corsican me anunciaba la repentina marcha. El valiente capitán había ido a buscarme al «Fifth Avenue Hotel», pero no me había encontrado. ¿A dónde irían al salir de Nueva York? No lo sabían. Al primer sitio que impresionara a Elena, y pensaban permanecer en él mientras durara el encanto. Corsican se comprometía a tenerme al corriente, y esperaba que yo no partiera sin haber vuelto a abrazarlos a todos por última vez. Indudablemente, aunque sólo fuera por algunas horas, sería para mí una gran dicha hallarme junto a Fabián, Elena y Corsican. Pero ausentes ellos y alejado yo, no debía pensar en veros.

A las dos me encontraba de regreso en la fonda, donde encontré a Pitferge en el room, lugar lleno de gente como una Bolsa o un mercado, verdadera sala pública donde se mezclan los paseantes y los viajeros, y donde todo el que llega encuentra, gratis, agua de nieve, galleta y chester.

—¿Cuándo partimos, doctor? —le dije.

—Esta tarde, a las seis.

—¿Tomamos el railroad del Hudson?

—No, el Saint-John, un barco maravilloso, un mundo nuevo, un Great-Eastern de río, uno de esos admirables aparatos de locomoción que revientan con la mayor facilidad. Hubiera preferido enseñaros el Hudson de día, pero el Saint-John sólo navega de noche. Mañana, al amanecer, estaremos en Albany; a las seis tomaremos el «New York Central», railroad, y por la noche cenaremos en Niágara Falls.

Acepté a ojos cerrados el programa. El aparato ascensor de la fonda, moviéndose por su rosca vertical, nos subió a nuestras habitaciones, y nos bajó, algunos momentos después, con nuestras maletas-mochilas. Un coche de alquiler, de a 20 francos la carrera, nos condujo en un cuarto de hora al embarcadero del Hudson, delante del cual el Saint-John ostentaba ya, por penacho, gruesos torbellinos de humo.