Al otro día, martes 9 de abril, a las once de la mañana, el Great-Eastern levaba anclas y aparejaba para entrar en el Hudson. El práctico maniobraba con incomparable golpe de vista. La tempestad se había disipado durante la noche. Las últimas nubes desaparecían en el extremo horizonte. El mar estaba animado por una escuadrilla de goletas, que se dirigían a la costa.
A las once y media llegó la Sanidad. Era un barco pequeño de vapor, que llevaba a su bordo la comisión sanitaria de Nueva York. Provisto de un balancín que subía y bajaba, su velocidad era grande; aquel buque me dio la muestra de los pequeños ténders americanos, todos del mismo modelo. Unos veinte de ellos nos rodearon muy pronto.
No tardamos en pasar más allá del Light-Boat, faro flotante que marca los pasos del Hudson. Pasamos rozando la punta de Sandy Hook, lengua arenosa terminada por un paso; algunos grupos de espectadores nos aclamaron desde dicha punta.
Así que el Great-Eastern hubo costeado la bahía interior formada por la punta de Sandy Hook, en medio de una escuadrilla de pescadores, distinguí las florecientes y verdes alturas de Nueva Jersey, los enormes fuertes de la bahía, y luego la línea baja de la gran ciudad, que se prolonga entre el Hudson y el río del Este, como Lyon entre el Saona y el Ródano.
A la una, después de pasar a lo largo de los muelles de Nueva York, el Great-Eastern fondeaba en el Hudson, agarrando las uñas de sus anclas los cables telegráficos del río, que estuvo a punto de romper, más adelante, al levarlas.
Empezó entonces el desembarco de todos aquellos compañeros de viaje, de todos aquellos compatriotas de una travesía, que ya no debía volver a encontrar: los californianos, los mormones, los sudistas, los dos novios… Esperé a Fabián. Esperé a Corsican.
El capitán Anderson supo, por mi, los pormenores del desafío efectuado a bordo. Los médicos extendieron su certificado. No teniendo la justicia nada que ver en la muerte de Harry Drake, se habían dado las órdenes oportunas para que los últimos deberes para con él se llevaran a cabo en tierra.
En aquel instante el estadista Cokburu, que no me había hablado en todo el viaje, se acercó a mí y me dijo:
—¿Sabéis cuántas vueltas han dado las ruedas durante la travesía?
—No —le respondí.
—¡Cien mil setecientas veintitrés!
—¿Qué me contáis? ¿Y la hélice?
—¡Seiscientas ocho mil ciento treinta!
—Muchas gracias.
Y el estadista se alejó sin decirme adiós.
Fabián y Corsican se reunieron conmigo. El primero me estrechó la mano con efusión.
—¡Elena —me dijo—, Elena recobrará la razón! ¡Ha tenido un momento de lucidez! ¡Ah! ¡Dios es justo! ¡Le devolverá el juicio por completo!
Al hablar así, Fabián sonreía al porvenir. En cuanto a Corsican, me abrazó sin ceremonias, pero con rudeza.
—Hasta la vista —me gritó al tomar puesto en el ténder en que se hallaban Fabián y Elena, bajo la custodia de la hermana del capitán Macelwin, que había salido a recibirle.
El ténder se alejó, llevando aquel primer grupo de pasajeros al desembarcadero de la Aduana.
Le miré alejarse. Al ver a Elena entre Fabián y su hermana, no me quedó duda de que el amor, los cariñosos cuidados, llegarían a conseguir que aquella pobre alma extraviada por el dolor recobrara su modo natural de ser.
De pronto recibí un abrazo. Me lo daba el doctor Pitferge.
—¿Qué vais a hacer? —me dijo.
—Puesto que el Great-Eastern no parte hasta dentro de ciento noventa y dos horas, y debo volver a embarcarme en él, tengo ocho días que pasar en América. Esos ocho días, bien aprovechados, bastan para ver Nueva York, el Hudson, el valle del Mohawk, el lago Erie, el Niágara y todo ese país cantado por Cooper.
—¡Ah! ¡Vais al Niágara! —gritó Pitferge—. A fe mía no me desagradará verlo otra vez, y si mi proposición no os pareciera indiscreta…
Las ocurrencias del doctor me hacían mucha gracia. Me interesaba. Era un guía ya encontrado y de mucha instrucción.
—Tocad estos cinco —le dije.
A las tres, después de haber remontado el Broadway, a bordo del ténder, nos alojamos en dos habitaciones del «Fifth Avenue Hotel».