La tempestad estaba preparada. Iba a comenzar la lucha de los elementos. Una especie de bóveda de nubes, de matiz uniforme, se redondeaba sobre nosotros. La atmósfera, oscurecida, era algodonosa por su aspecto. La Naturaleza quería dar la razón al doctor Pitferge. La marcha del buque iba siendo cada vez más lenta. Las ruedas solo daban tres o cuatro vueltas por minuto. Torbellinos de blanco vapor se escapaban por las entreabiertas válvulas. Las cadenas de las anclas estaban dispuestas. El pabellón inglés ondeaba en el pico-cangrejo. El capitán Anderson había tomado todas las medidas precisas para fondear. Desde lo alto del tambor de estribor, el práctico, haciendo señales con la mano, ordenaba las evoluciones precisas para que el buque penetrara en los estrechos pasos. Pero el reflujo empezaba y el Great-Eastern no podían franquear la barra de la desembocadura del Hudson. Era preciso esperar la marea creciente. ¡Aún faltaba un día!
A las cinco menos cuarto, por orden del práctico, se soltaron las anclas. Corrieron las cadenas a lo largo de los escobenes, con un estrépito comparable al del trueno. Por un momento, llegué a creer que la tempestad empezaba. Así que las uñas del ancla se hubieron agarrado a la arena, el buque permaneció inmóvil. Ni una ondulación desnivelaba la superficie del mar. El Great-Eastern era un islote.
En aquel instante la bocina resonó por última vez. Llamaba a los pasajeros a la comida en que habían de despedirse. La Sociedad de Fletadores iba a prodigar el champaña. Ni uno solo hubiera querido faltar a la cita. Un cuarto de hora después, los salones estaban llenos de convidados, y la cubierta estaba enteramente sola.
Sin embargo, siete personas iban a dejar su puesto desocupado: los dos adversarios que iban a jugar su vida, y los cuatro testigos y el doctor que les asistían. La hora estaba bien elegida para el combate, así como el sitio. No había un alma sobre cubierta. Los pasajeros habían bajado a los dining-rooms, los marineros estaban en sus puestos y los oficiales en su comedor particular. No había timonel en la popa, pues el buque yacía inmóvil sobre sus anclas.
A las cinco y diez minutos, Fabián y Corsican se unieron al doctor y a mí. Fabián, a quien yo no había vuelto a ver desde la escena del juego, me pareció triste, pero extraordinariamente tranquilo. Su pensamiento estaba en otra parte, y sus miradas buscaban a Elena. Se limitó a extender la mano sin pronunciar una palabra.
—¿No ha venido aún Harry Drake? —me preguntó Corsican.
—No, contesté.
—Vamos a la popa. Allí es la cita.
Fabián, Corsican y yo seguimos la gran calle. El cielo se oscurecía. Sordos gruñidos se oían en el límite del horizonte. Era una especie de bajo continuo, sobre el cual se destacaban con fuerza los vivas y los «his» que salían de los salones. Algunos relámpagos distantes marcaban la espesa bóveda de las nubes. La atmósfera estaba impregnada de electricidad.
Harry Drake y sus padrinos llegaron poco antes de las cinco y media. Aquellos señores nos saludaron y les devolvimos estrictamente su saludo. Drake no habló una palabra. Su rostro, sin embargo, revelaba una animación mal contenida. Lanzó a Fabián una mirada de odio. Fabián ni siquiera le vio, pues se hallaba sumido en profunda meditación, sin acordarse siquiera del papel que debía representar en aquel drama.
Corsican se acercó al yanqui, testigo de Drake, y le pidió las armas. Eran floretes de desafío, cuya concha llena protegía por completo la mano que los empuñaba. Corsican los probó, los dobló, los midió y dejó elegir uno al yanqui. Mientras se hacían estos preparativos, Harry Drake había tirado su sombrero, se había quitado la levita, se había desabrochado la camisa y remangado sus puños. Después cogió el florete. Vi entonces que era zurdo, ventaja incontestable para él, acostumbrado a tirar con los que manejaban la espada con la mano derecha.
Fabián no se había movido de su puesto, cual si aquellos preparativos no tuvieran nada que ver con él. Corsican le cogió la mano y le presentó el florete. Fabián miró el arma reluciente, y pareció que recobraba la memoria en aquel momento.
Tomó el florete por su empuñadura con serenidad y mano segura.
—Es justo —dijo—; ¡me acuerdo!
Después se colocó ante Drake, que cayó al punto en guardia. En aquel reducido espacio, era imposible quebrar la distancia. El combatiente que hubiese retrocédido, se hubiera visto acorralado contra la pared. Era preciso batirse, por decirlo así, a pie firme.
—Vamos, señores —dijo Corsican.
Los floretes se cruzaron. Desde los primeros pases algunos rápidos uno-dos tirados por una y otra parte, ciertos ataques y paradas nos demostraron que los dos adversarios eran igualmente diestros. El aspecto de Fabián me pareció de buen augurio. Estaba sereno, era dueño de sí, casi indiferente, menos conmovido, de fijo, que sus padrinos. Drake, al contrario, le miraba con ira, con los ojos inyectados; sus dientes se veían bajo un labio crispado; su cabeza estaba sumida entre sus hombros, y su fisonomía presentaba todos los síntomas de un odio violento, que le privaba de su sangre fría. Quería matar a toda costa.
Después de algunos minutos de lucha, los floretes se bajaron. Ninguno de los dos enemigos estaba tocado. Un simple arañazo se marcaba en la manga de Fabián. Drake secaba el sudor que inundaba su rostro.
La tempestad se desencadenaba en todo su furor. El rumor de trueno era incesante, y estampidos tremendos se oían a cada momento. La electricidad se desarrollaba con tal intensidad, que de los dos aceros se desprendían penachos luminosos, como se desprenden de los pararrayos en medio de nubes tempestuosas.
Después de un corto descanso, Corsican volvió a dar la señal. Fabián y Drake volvieron a ponerse en guardia.
El segundo combate fue mucho más animado que el primero Fabián se defendía con admirable calma, Drake atacaba con rabia. Varias veces, después de un golpe furioso, admirablemente parado, esperé una contestación de Fabián, que ni siquiera la intentó.
De pronto, después, de un quite en tercera, Drake se tiró a fondo. Creí que Fabián había sido tocado en medio del pecho, pero éste había parado en quinta, pues el golpe iba bajo. Drake se retiró, cubriéndose con un rápido semicírculo, mientras los relámpagos rasgaban las nubes sobre nuestras cabezas.
Fabián tenía excelente ocasión de responder. Pero no lo hizo. Esperó, dejando a su enemigo tiempo de reponerse.
Confieso que aquella magnanimidad, que Drake no merecía, me desagradó. Harry Drake era uno de esos hombres con quienes no conviene tener miramientos.
De repente, sin que nada pudiera explicarme tan extraño abandono de sí mismo, Fabián dejó caer su espada. Había sido tocado mortalmente, sin que lo sospecháramos. Toda mi sangre se agolpó en el corazón.
Pero la mirada de Fabián había tomado una animación singular.
—Defendeos —gritaba Drake, rugiendo, recogido sobre sus piernas, como un tigre pronto a caer sobre su presa.
Creí que Fabián, desarmado, estaba perdido. Corsican iba a arrojarse entre él y su enemigo, para impedir un asesinato… Pero Harry Drake, entretanto, estaba también inmóvil.
Me volví. Pálida como un cadáver, con las manos extendidas, Elena adelantaba hacia los combatientes. Fabián, con los brazos abiertos, fascinado por aquella aparición, no se movía.
—¡Vos! ¡Vos! —gritó Drake, dirigiéndose a Elena—. ¡Vos aquí!
Su espada levantada se estremecía con su punta de fuego. Parecía la espada del arcángel en manos del demonio.
De repente, un relámpago deslumbrador, una iluminación violenta envolvió la popa del buque. Me sentí derribado, medio ahogado. El relámpago y el trueno habían sido simultáneos. Se percibía un fuerte olor a azufre. Me levanté y miré. Elena estaba apoyada en Fabián. Harry Drake, petrificado, permanecía en pie, en la misma postura, pero su rostro estaba negro.
El desgraciado, llamando al rayo con la punta de su florete, había recibido todo su choque.
Elena se separó de Fabián, se acercó a Harry Drake, con la mirada llena de angelical compasión. Le puso la mano sobre un hombro… Aquel ligero contacto bastó para romper el equilibrio. El cuerpo de Drake cayó como una masa inerte.
Elena se inclinó sobre aquel cadáver, mientras nosotros retrocedíamos espantados. El miserable Harry estaba muerto.
—¡Muerto por el rayo! —dijo el doctor cogiéndome el brazo—. ¡Muerto por el rayo! ¡Ah! ¡Y no queríais creer en la intervención del rayo!
En efecto, ¿Drake había sido víctima del rayo, como afirmaba el doctor Pitferge, o, como aseguró después el médico del buque, se había roto un vaso en el pecho de aquel desdichado? No lo sé. Lo cierto es que no teníamos ante los ojos más que un cadáver.