Aquella tierra, anunciada en el momento en que el mar se cerraba sobre el cuerpo del pobre marinero, era amarilla y baja. Aquella línea de dunas poco elevadas era Long-Island, la isla larga, gran banco de arena, vivificado por la vegetación que cubre la costa americana, desde la punta de Montkank hasta Brooklyn, dependencia de Nueva York. Numerosas goletas de cabotaje costeaban aquella isla, sembrada de casas de recreo. Es la campiña predilecta de los habitantes de Nueva York.
Los pasajeros saludaban con la mano a aquella tierra tan deseada, después de una travesía demasiado larga, y no exenta de accidentes penosos. Todos los anteojos estaban apuntados a aquella primera muestra del continente americano, mirándola cada uno por distinto prisma, según sus sentimientos o deseos. Los yanquis saludaban en ella a su madre patria. Los sudistas miraban con cierto desdén aquellas tierras del Norte: el desdén del vencido hacia el vencedor. Los canadienses la miraban como gentes a quienes falta poco para llamarse ciudadanos de la Unión. Los californianos, al rebasar todas las llanuras del Far-West y franquear las Montañas Rocosas, ponían ya el pie en sus inagotables placeres. Los mormones, con la frente levantada y los labios fruncidos por el desprecio, apenas miraban aquellas playas, dirigiendo sus visuales más lejos, a su desierto inaccesible, a su Ciudad de los Santos, y a su Lago Salado. Para los dos prometidos, aquel continente era la Tierra de Promisión.
Pero el cielo se oscurecía más y más. Todo el horizonte sur estaba ocupado. Las nubes se acercaban al cenit. La pesadez del aire aumentaba. Un calor sofocante penetraba la atmósfera, como si el sol de julio cayera a plomo sobre ella. No terminaban aún los incidentes de aquella travesía.
—¿Queréis que os asombre? —me dijo Pitferge, que se hallaba a mi lado.
—Asombradme, doctor.
—Pues bien: antes de acabar el día tendremos tempestad.
—¡Tempestad en abril!
—El Great-Eastern se burla de las estaciones —repuso el doctor, encogiéndose de hombros—. Es una tempestad hecha para él. Mirad esas nubes de mala facha que invaden el cielo. Parecen animales de los tiempos geológicos. Antes de mucho, se devorarán.
—Confieso —dije—, que el horizonte está feo. Su aspecto es tempestuoso, y tres meses más allá, sería yo de vuestra opinión, querido doctor; pero ahora no.
—Repito —dijo Pitferge, animándose—, que dentro de pocas horas estallará la tempestad. La siento, como un stormglas. Mirad esos vapores que se condensan en lo alto del cielo. Observad esos cisnes, esas «colas de gato» que se amasan en una sola nube y esos gruesos anillos que aprietan el horizonte. Pronto habrá condensación rápida de vapores, y por consiguiente, producción de electricidad. Además, el barómetro ha caído de pronto a 721 milímetros, y los vientos reinantes son del Sudoeste, los únicos que provocan tempestades en invierno.
—Vuestras observaciones podrán ser exactas, doctor —respondí, como hombre que no quiere dar su brazo a torcer—. Pero ¿quién ha sufrido alguna vez, tempestades en esta latitud y en esta época?
—Se citan ejemplos en los anuarios. Los inviernos templados suelen marcarse por tempestades. Si os hubierais permitido vivir en 1172, o siquiera en 1824, hubierais oído gruñir el trueno, en febrero, en el primer caso, y en diciembre en el segundo. En enero de 1837, el rayo hizo estragos en Draumen, Noruega, y el año pasado los hizo en la Mancha, en el mes de febrero, echando a pique unas barcas de Treport. Si me dejarais consultar la estadística os confundiría.
—En fin, doctor, ya que os empeñáis… —a veremos. ¿Tenéis miedo al trueno?
—¡Yo! —respondió el doctor—. El trueno es mi amigo, es mi médico.
—¿Vuestro médico?
—Sí. Tal como me veis, fui atacado por un rayo, en mi cama, el 31 de julio de 1867, en Kiew, cerca de Londres, y el rayo me curó una parálisis del brazo derecho, rebelde a todos los esfuerzos de la medicina.
—¿Os chanceáis?
—Nada de eso. Es un tratamiento muy barato, tratamiento por la electricidad. Amiguito, muchos ejemplos, muy auténticos, demuestran que el rayo sabe más que los doctores más sabios; su intervención es muy útil, en casos desesperados.
—No importa —dije—, vuestro médico me inspira poca confianza, ¡no le llamaré jamás!
—Porque no le habéis visto ejercer. Recuerdo un ejemplo. En 1817, en el Connecticut, un campesino que sufría un asma, tenido por incurable, fue herido del rayo, en sus tierras, y radicalmente curado. Un rayo pectoral. ¡Ahí tenéis!
El doctor era capaz de reducir el rayo a píldoras.
—¡Reíd, ignorante, reíd! ¡No entendéis una patotada de tiempo ni de medicina!