CAPÍTULO XXX

No era ya posible alejar el desenlace del drama. Sólo algunas horas nos separaban del momento en que los dos adversarios habían de encontrarse. ¿Por qué Harry Drake no esperaba que su enemigo y él hubieran desembarcado? ¿Aquel buque, fletado por una compañía francesa, le parecía un terreno más a propósito para aquel desafío, que debía ser a muerte? ¿O quería deshacerse de Fabián antes que éste hubiera pisado el territorio americano y sospechara la existencia a bordo, de Elena, que Drake debía suponer ignorada de todo el mundo? Esto último debía de ser.

—Poco importa —dijo Corsican—. Cuanto antes mejor.

—¿Os parece que suplique a Pitferge que asista al desafío como médico?

—Sí, me parece bien.

Corsican fue a ver a Fabián. La campana sonaba en aquel momento. ¿Qué significaba aquel toque inusitado? El timonel me dijo que tocaba a muerto por el marinero. En efecto, iba a llevarse a cabo una triste ceremonia. El tiempo, hasta entonces tan hermoso, tendía a modificarse. Gruesas nubes subían pesadamente hacia el Sur.

Al oír la campana, los pasajeros acudieron en tumulto hacia estribor. Los tambores, los obenques, las pasarelas, las bordas y hasta las lanchas, colgadas de sus pescantes, se llenaron de espectadores. Oficiales, marineros y fogoneros francos de servicio, se alinearon sobre cubierta.

A las dos apareció un grupo de marineros al extremo de la calle. Salía de la enfermería y pasó por delante de la máquina del gobernalle. El cuerpo del marinero, envuelto en un pedazo de lona cosido y fijo a una tabla, con una bala a los pies, iba en hombros de cuatro de sus compañeros. El pabellón inglés cubría el cadáver. El grupo avanzó lentamente por entre la concurrencia. Todos los asistentes se descubrieron.

Llegados más allá de la rueda de estribor, los que llevaban el cadáver depositaron la tabla en el descansillo en que terminaba la escalera al llegar a la cubierta.

Delante de la fila de espectadores que ocupaban el tambor, hallábanse el capitán Anderson y sus oficiales vestidos de gala. El capitán tenía en la mano un libro de oraciones. Se descubrió, y por espacio de algunos minutos, en medio de un silencio profundo, que ni la brisa turbaba, leyó con voz grave la oración de los difuntos. En aquella atmósfera pesada, tempestuosa, sin el más leve ruido, sin un soplo de aire, se oían distintamente todas sus palabras. Algunos pasajeros respondían en voz baja.

A una señal del capitán, el cadáver, levantado por los que lo habían llevado, se deslizó hacia el mar. Sobrenadó un instante, desapareciendo después en medio de un círculo de espuma.

En aquel momento la voz del vigía gritó:

—¡Tierra!