CAPÍTULO XXV

Apenas el Great-Eastern hubo virado de bordo, apenas presentó su popa a las olas, cesaron los balances. A la agitación sucedió la inmovilidad absoluta. El almuerzo estaba servido. La mayor parte de los pasajeros, tranquilizada por la inmovilidad del buque descendió a los dining-rooms, donde, durante el almuerzo, no se experimentó un sacudimiento ni un choque. Ni un plato cayó al suelo; ni una copa derramó sobre el mantel su contenido, a pesar de no haberse dispuesto las mesas de suspensión. Pero, tres cuartos de hora más tarde, empezó la danza de los muebles; las suspensiones se mecieron en el aire, las porcelanas chocaron entre sí, encima de los aparadores. El Great-Eastern acababa de emprender nuevamente su interrumpida marcha al Oeste.

Subí a cubierta, acompañado de Pitferge, que encontró allí al de las muñecas.

—Caballero —le dijo—, toda vuestra gentecilla se ha fastidiado. He ahí unas muñecas que no tartamudearán en los Estados de la Unión.

—¡Bah! —respondió el industrial parisiense—. La pacotilla estaba asegurada y no se ha ahogado con ella mi secreto. Volveremos a hacer muñecas como ésas.

Por lo visto, mi compatriota no se ahogaba en poca agua. Nos saludó amablemente y nos dirigimos hacia la popa, donde un timonel nos dijo que las cadenas del gobernalle se habían enredado, durante el tiempo transcurrido entre el primer golpe de mar y el segundo.

—Si semejante accidente hubiera sobrevenido en el momento de la evolución —me dijo Pitferge—, no sé lo que hubiera pasado, porque el mar se precipitaba en el buque a torrentes. Las bombas de vapor han empezado ya a sacar agua, pero aún queda mucha.

—¿Y el pobre marinero? —le pregunté.

—Está gravemente herido en la cabeza. ¡Pobre muchacho! Es un pescador, casado, padre de dos niños y hace su primer viaje a ultramar. El médico del buque no responde de su vida, lo cual me hace temer por ella. En fin, pronto lo veremos. Se ha dicho que el golpe de mar se ha llevado algunas personas, pero, afortunadamente, no es cierto.

—¿Hemos emprendido otra vez nuestro camino?

—Sí, el camino al Oeste, contra viento y marea —añadió, cogiéndose a un guarda-mancebo para no rodar por el suelo—. ¿Sabéis lo que haría yo con el Great-Eastern, si fuera mío? Pues haría de él un barco de lujo a diez mil francos el pasaje. No habría a bordo más que millonarios, gente que no tuviera prisa. Tardaríamos más de un mes en la travesía de Inglaterra a América. Jamás cortaríamos olas al sesgo. Siempre viento en popa o de proa, y nunca balances ni arfadas. Mis pasajeros estarían libres de mareo y les pagaría cien libras por cada náusea.

—Ésa es una idea realizable —le dije.

—¡Sí! —replicó—. ¡Se podría ganar dinero, o perderlo!

El buque continuaba avanzando a pequeña velocidad, dando a lo sumo, seis vueltas de rueda, con objeto de mantenerse. El oleaje era terrible, pero el estrave cortaba normalmente las olas y no embarcaba agua. No era ya una montaña de metal que avanzaba contra otra de agua, sino una roca sedentaria que recibía indiferente los besos de las olas. Una lluvia copiosísima nos obligó a buscar refugio en el gran salón. El efecto del chaparrón fue calmar el viento y la mar. El cielo aclaró por el Oeste y las últimas gruesas nubes se deshicieron en el horizonte opuesto. A las diez, la tempestad daba su último resoplido.

A las doce, las observaciones pudieron hacerse con cierta exactitud, y dieron:

Lat. 41° 50' N.

Long. 51° 67' O.

Car. 193 millas.

Esta considerable disminución en el camino recorrido no podía atribuirse más que a la tempestad, que había combatido al buque por la noche y al amanecer, tempestad tan terrible que uno de los viajeros —verdadero habitante de aquel Atlántico que había atravesado 43 veces—, no había visto otra igual. El maquinista confesó que, durante aquellos tres días que pasó el Great-Eastern en el hueco de las olas, no había sufrido tan fuertes ataques. Pero seamos justos: si no marcha más que medianamente, este admirable steam ship, ofrece en cambio seguridad completa contra los furores del mar. Resiste como una mole maciza, debiendo esta rigidez a la homogeneidad perfecta de su construcción, a su doble quilla y a lo maravillosamente ajustadas que están sus piezas. Su resistencia es absoluta.

Pero repetimos, igualmente, que, por grande que sea su fuerza, no es prudente oponerla a una mar desencadenada. Por grande que sea, por resistente que se le suponga, un buque no queda deshonrado por huir de la tempestad. Un capitán no debe olvidar jamás que la vida de un hombre vale más que una satisfacción del amor propio. Obstinarse es peligroso, empeñarse es censurable, y un ejemplo reciente, una catástrofe sobrevenida a un vapor-correo oceánico, prueba que un capitán no debe luchar exageradamente contra el mar, aun cuando se vea alcanzado por un vapor de una compañía rival.