Poco después encontré a Corsican y le referí la escena a que acababa de asistir. Comprendió, como yo, que la situación se agravaba. ¿Podríamos evitar sus peligros? ¡Ah! ¡Qué no hubiéramos dado por acelerar la marcha del Great-Eastern, poniendo un Océano entre Drake y Fabián!
Al separarnos, Corsican y yo convinimos en vigilar más severamente que nunca a los actores del drama, cuyo desenlace podía a cada momento estallar a pesar nuestro.
Aquel día esperábamos al Australasian, paquebote de la compañía Cunard de 2760 toneladas y que recorre la línea de Liverpool a Nueva York. Debía haber salido de América el miércoles por la mañana, y no podía tardar en aparecer.
A las once algunos pasajeros ingleses abrieron una suscripción a favor de los heridos de a bordo, algunos de los cuales no habían salido aún de la enfermería; entre ellos se hallaba el contramaestre, amenazado de una claudicación incurable. La lista se cubrió de firmas, aunque algunas dificultades accesorias originaron palabras mal sonantes.
A las doce, el sol permitió hacer una observación exacta:
Lat. 41° 41' 11” N.
Long. 58° 37' O.
Carrera 257 millas.
La latitud estaba aproximada hasta los segundos. Los dos novios, que acudieron a consultar el cartel hicieron un gesto de desagrado. Decididamente, el vapor se conducía mal con ellos.
Antes de lunch, el capitán Anderson quiso traer a los pasajeros del fastidio de tan larga travesía, y organizó ejercicios ginmásticos, dirigidos por él en persona. Cincuenta aficionados armados como él con palos, imitaron todos sus movimientos, con exactitud de monos sabios. Aquellos gimnastas improvisados trabajaban metódicamente, sin desplegar los labios, como milicianos en parada.
Para la noche, se anunció otro entertainment, al cual no asistí, porque aquellas inocentadas repetidas me empalagaban. Otro periódico, rival de Ocean-Time, se refundió en éste aquella noche.
Pasé las primeras horas de ella sobre cubierta. El mar se agitaba y anunciaba mal tiempo, a pesar de que el cielo estaba aún hermoso. También empezaban a acentuarse los balances. Acostado en uno de los bancos de la toldilla, admiraba las constelaciones del firmamento. Hormigueaban las estrellas en el cenit, y aunque la simple vista no pudiera distinguir más que cinco mil en toda la esfera celeste, me parecía que, en aquella noche, era posible contarlas por millones. Veía arrastrándose por el horizonte en toda su magnificencia zodiacal, la cola de Pegaso, como el manto estrellado de una reina, de la reina de un cuento de hadas. Las Pléyades se mostraban en las alturas del cielo, al mismo tiempo que los Gemelos que, pese a su nombre, no se levantan juntos como los héroes de la fábula. El Toro me miraba con sus grandes y chispeantes ojos. En la cumbre de la bóveda brillaba Vega, la futura polar, y no lejos de ella se marcaba el río de diamantes que constituye la Corona Boreal. Todas estas constelaciones inmóviles parecían moverse, obedeciendo los balances del barco, y durante su oscilación, el palo mayor describía un arco de círculo, dibujando con limpieza, desde la C de la Osa Mayor hasta Altair del Aguila, en tanto que la Luna, ya baja, bañaba en el horizonte el extremo de su disco.