En la noche del viernes al sábado, atravesó el Great-Eastern la corriente del Gulf-Stream, cuyas aguas, más azules y calientes, se distinguían perfectamente de las que las limitaban a uno y otro lado. La superficie de esta corriente, apretada entre las olas del Atlántico, es hasta ligeramente convexa. Aquella corriente, es pues, un río de márgenes movibles y uno de los más considerables del globo, pues reduce a simple arroyos el río de las Amazonas y el Mississippi. La temperautra del agua que se sacó durante la noche, había subido, de 27° Farenheit a 51°, lo cual equivale a 12 centígrados.
El 5 de abril empezó con una magnífica salida de sol Las largas olas de fondo resplandecían. Una brisa tibia del Sudoeste lamía las jarcias. Estábamos en los primeros días agradables. El sol, que en el continente hubiera hecho que los campos se cubrieran de verdura, hizo brotar en el buque frescos tocados. La vegetación se retrasa a veces, pero la moda nunca. Pronto se llenaron las calles de grupos paseantes. Parecía que nos hallábamos en los Campos Elíseos, un domingo de hermoso sol de mayo.
No vi en toda la mañana a Corsican. Deseando noticias de Fabián, me dirigí a su camarote, junto al gran salón. Llamé a su puerta, pero no me respondió. Abrí. Fabián había salido.
Subí a cubierta. Entre los paseantes, no se hallaba mi amigo el doctor. Se me ocurrió entonces la idea de buscar el lugar del buque donde estaba confinada la pobre Elena. ¿Qué camarote ocupaba? ¿Dónde la tenía encerrada Harry Drake? ¿A qué manos estaba entregada aquella infeliz, a quien su marido abandonaba durante días enteros? Sin duda a las de alguna interesada criada de a bordo, o alguna enfermera indiferente. Quise enterarme, no por mera curiosidad, sino en interés de Elena y Fabián, aunque no fuera más que para evitar un encuentro, siempre temible.
Empecé por inspeccionar los camarotes del gran salón de señoras, recorriendo los pasillos de los dos pisos en que el buque se dividía por aquella parte. Mis pesquisas eran fáciles, porque en la puerta de cada camarote, estaba escrito el nombre de los pasajeros, a fin de simplificar el servicio de los camareros. No encontré el nombre de Harry Drake, lo cual no me sorprendió, pues aquel hombre debía haber preferido un camarote de los dispuestos en la parte de popa, junto a los salones menos frecuentados. Por lo demás, no habiendo admirado los fletadores más que una clase de pasajeros, los camarotes de popa y los de proa eran iguales bajo el punto de vista de las comodidades.
Me dirigí hacia los comedores y recorrí atentamente los pasillos laterales que separaban las dos filas de camarotes. Todos estaban ocupados; todos tenían en la puerta el nombre de algún pasajero; pero el de Harry Drake faltaba aún. Entonces me asombré, pues creía haber visitado toda nuestra ciudad flotante, y no sabía que hubiera en ella otro barrio más lejano. Pero un camarero, a quien interrogué, me dijo que existían otros cien camarotes, detrás de los dining-rooms.
—¿Por dónde se baja a ellos? —pregunté.
—Por una escalera que desemboca en la cubierta, junto al salón.
—¿Y sabéis cuál ocupa mister Harry Drake?
—Lo ignoro —me respondió.
Subí a cubierta, costeé la cámara indicada y llegué a la escalera, que conducía, no a grandes salones, sino a una habitación oscura, alrededor de la cual había una doble fila de camarotes. Para aislar a Elena, no podía Drake haber elegido lugar más a propósito. La mayor parte de aquellos camarotes carecía de habitantes. Los reconocí, puerta por puerta. Había en las tarjetas algunos nombres; pero no el de Drake. Desanimado, iba a retirarme, cuando llegó a mis oídos un murmullo, apenas perceptible, que partía del fondo del corredor de la izquierda. Me dirigí hacia aquel lado.
Los sonidos fueron acentuándose, y reconocí una especie de canto quejumbroso, cuyas palabras no llegaban a mí.
Escuché. Cantaba una mujer, revelando su voz profunda pena. Aquella voz debía ser la de la pobre loca. Mis presentimientos no me engañaban. Me acerqué sin ruido al camarote número 775, que era el último de aquel oscuro pasillo y debía estar alumbrado por tragaluces inferiores, practicados en la quilla del buque. No había ningún nombre escrito en la puerta. Harry Drake no tenía interés en que fuera conocido el destino de Elena.
La voz de la desdichada llegaba clara a mis oídos. Su canto era una serie de frases interrumpidas, una mezcla extraña de dulzura y tristeza.
Parecía que una persona, bajo la impresión de un sueño magnético, recitaba estrofas irregulares.
¡No! ¡No había duda para mí! Quien cantaba de aquel modo era Elena; estaba seguro de ello, aunque tenía miedo de reconocer su identidad.
Después de escuchar por espacio de algunos minutos, cuando iba a retirarme, oí pasos en el corredor. ¿Era Drake? En interés de Elena y Fabián, no quería ser sorprendido en aquel sitio.
Por fortuna, el pasillo, dando vuelta a la doble fila de camarotes, me permitía subir a cubierta sin ser visto. Pero quería saber quién venía. La oscuridad me protegía, y colocándome en un rincón, podía ver sin que me vieran.
El ruido había cesado. ¡Coincidencia extraña! Con él había cesado el canto de Elena. Pronto volvió a empezar el canto, y el piso volvió a crujir bajo la presión de un paso lento. Alargué la cabeza, y en el fondo del corredor, en vaga claridad de la importa de los camarotes, reconocí a Fabián.
¡Era mí desventurado amigo! ¿Qué instinto le conducía allí? ¿Había, pues, descubierto, antes que yo, la vivienda de la joven? No sabía a qué atenerme. Fabián adelantaba con lentitud, a lo largo de las paredes, escuchando, siguiendo, como por un hilo, aquella voz que le atraía, tal vez a pesar suyo, sin saberse él mismo. Sin embargo, me parecía que el canto se debilitaba a medida que Fabián se iba acercando, y que aquel hilo iba a romperse… Fabián llegó a la puerta del camarote y se detuvo.
¡Cómo debía palpitar su corazón, al eco de aquellos tristes acentos! ¡Cómo debía estremecerse todo su ser! Era imposible que aquella voz no despertara en él recuerdos del pasado. Pero al mismo tiempo, ignorando la presencia de Harry Drake, ¿cómo había de sospechar la presencia de Elena? No era posible; sólo le atraían, sin duda, aquellos dolientes ayes, que correspondían al inmenso dolor que llevaba consigo.
Fabián escuchaba. ¿Qué haría? ¿Llamaría a la loca? ¿Y si Elena aparecía de pronto? Todo era posible. ¡Qué situación tan peligrosa! Fabián se aproximo aún más a la puerta. El canto que languidecía poco a poco, murió en el acto; después se oyó un grito desgarrador.
Elena, por medio de una comunicación magnética, ¿sentía cerca de sí al que amaba? La actitud de Fabián era espantosa. Estaba abismado en sí mismo. ¿Iba a derribar la puerta? Me pareció así, y me precipité sobre él. Me reconoció. Le arrastré. Se dejó arrastrar. Y luego con voz sorda:
—¿Sabéis quién es esa desgraciada? —me preguntó.
—No, Fabián, no lo sé.
—¡Es la loca! —dijo—. Pero su mal no es incurable. Un poco de amor curaría a esa pobre mujer. Así lo creo.
—¡Venid, Fabián —dije— venid!
Llegados sobre cubierta, Fabián se separó de mí, sin decir una palabra, pero no le perdí de vista hasta que hubo entrado en su camarote.