CAPÍTULO XX

Corsican y yo no abrigábamos la menor duda de que aquella sombra era Elena, la prometida de Fabián, la esposa de Drake. La fatalidad los había reunido en el mismo buque. Fabián no le había reconocido, aunque había gritado: «¡Ella!». ¿Cómo había de reconocerla? Pero no se había engañado al decir: «¡Una loca!». Lo estaba sin duda. ¡El dolor, la desesperación, su amor muerto en su corazón, el contacto del hombre indigno que la había robado a Fabián, la ruina, la miseria, la vergüenza, habían destrozado su alma! De esto hablábamos al otro día con Corsican. No dudábamos de la identidad de aquella joven. Era Elena, a quien Drake arrastraba consigo al continente americano, asociándola aún a su vida de aventuras. Los ojos del capitán chispeaban, al acordarse de aquel miserable. Mi corazón estallaba. ¿Qué podíamos contra él, marido y amo? Nada. Pero lo más importante era impedir un nuevo encuentro de Fabián y Elena, porque el joven acabaría por reconocer a su prometida, lo cual daría lugar a la catástrofe que queríamos evitar. Aún podíamos conseguir que aquellos dos seres desventurados no volvieran a verse. La pobre Elena no se presentaba nunca de día en los salones ni sobre cubierta. Sólo de noche, esquivando a su carcelero, sin duda, se bañaba en aquel aire húmedo, pidiendo a la brisa un pasajero alivio. Dentro de cuatro días lo más, el Great-Eastern habría llegado a Nueva York. Podíamos, pues, confiar en que la casualidad no burlaría nuestra vigilancia, y en que Fabián ignoraría siempre que Elena había hecho con él la travesía del Atlántico. Pero el hombre propone y Dios dispone.

La dirección del buque había variado algo durante la noche. Tres veces, habiendo acusado el agua del cubo 27° Farenheit, es decir, de 3 a 4 grados centígrados bajo cero, había bajado hacia el Sur. Era indudable que teníamos muy cerca grandes hielos. Aquella mañana presentaba el cielo un brillo singular, la atmósfera era blanca; todo el Norte estaba aclarado por una reverberación intensa, producida evidentemente por el poder reflector de los ventisqueros y bancos de hielo. Una brisa penetrante atravesaba el espacio, y a las diez, una nevada de finísimos copos, espolvoreó de blanco la cubierta del buque. Después se elevó un banco de brumas, en medio del cual señalamos nuestra presencia con silbidos atronadores y continuos, que espantaron a las bandadas de aves acuáticas que se habían posado en las vergas del Great-Eastern.

A las diez y media, después de haber remontado la niebla, apareció en el horizonte un buque de hélice, a estribor. El extremo blanco de su chimenea indicaba que pertenecía a la Compañía de Yuman, dedicada al transporte de emigrantes, de Liverpool a Nueva York. Envió su número y pudimos ver que era el City of Limerik, de 1600 toneladas y 256 caballos. Venía con retraso, pues había salido de Nueva York el sábado.

Antes del lunch, algunos pasajeros organizaron una especie de lotería que no podía desagradar a aquellos aficionados a todo lo que es juego o lo parece. El resultado no debía ser conocido hasta pasados cuatro días. Era lo que se llama la «rifa del práctico». Sabido es que, cuando llega un buque a la entrada del puerto, un piloto, llamado «práctico», sube a su bordo. Divídense las veinticuatro horas del día y de la noche en cuarenta y ocho medias horas o en noventa y seis cuartos de hora, según el número de jugadores; cada uno de éstos, a quien corresponde una hora determinada, pone un dólar; se lleva el premio el jugador durante cuyo cuarto de hora o media hora pone el práctico el pie en el buque. El juego es, como veis, poco complicado; no es una carrera de caballos, sino de cuartos de hora.

El honorable canadiense MacAlpine tomó la dirección de la empresa. Reunió fácilmente noventa jugadores, algunos del bello sexo, que no eran los menos aficionados al juego. Seguí la corriente y di un dólar, tocándome en suerte el cuarto de hora número 64. Era un mal número, del cual no podía esperar provecho. En efecto, aquellas subdivisiones de tiempo se contaban de un mediodía al siguiente; hay, pues, cuartos de hora de día y de noche. Estos últimos valen poco, pues los buques no suelen aventurarse por la noche a navegar cerca de los varaderos de los puertos, por cuyo motivo es muy difícil que durante ellos se reciba práctico a bordo. Pero me consolé fácilmente.

Al bajar al salón, vi anunciada para aquella noche una lectura. El misionero del Utah iba a hablar sobre el mormonismo. Buena ocasión para iniciarse en los misterio de la Ciudad de los Santos. Además, aquel Elder, mister Hatch, debía ser buen orador y de convicciones. La ejecución debía estar a la altura de la obra. El anuncio de semejante conferencia fue favorablemente acogido.

Aquel día leímos:

Lat. 42° 32' N.

Long. 51° 59' O.

Car. 254 millas.

A las tres de la tarde anunciaron los timoneles un vapor de cuatro palos. Aquel buque modificó ligeramente su rumbo para acercarse al Great-Eastern, que a su vez, dejó orzar algo, por orden de su capitán, y pronto el vapor nos dijo su nombre. Era el Atlante, uno de esos grandes barcos que hacen el servicio de Londres a Nueva York, tocando en Brest. Nos saludó y le saludamos, perdiéndole pronto de vista, por correr a contrabordo.

En aquel momento me anunció Dean Pitferge, con disgusto, que no tendría ya efecto la conferencia de mister Hatch. Las puritanas de a bordo habían prohibido a sus maridos iniciarse en el mormonismo.